viernes, 21 de enero de 2011

Buenos Muchachos- Nunca fui yo (Bizarro, 2010)

Camalotes perdidos

Recuerdo la primera vez que escuché el Nunca fui yo. Estaba en el pico de mi fanatismo por Buenos Muchachos y me había embarcado en la obsesiva búsqueda de conseguir el único material que me faltaba de ellos, ese casette misterioso con el tercer ojo mirándonos desde otro rincón de Uruguay, un Uruguay noventoso que era nostálgico para unos y mítico para otros más chicos, como quien escribe. Había un conocido de un conocido que lo tenía y un vendedor de dvds metaleros de Tristán Narvaja me dijo que me lo podía conseguir a mil pesos (¡mil pesos!). En fin, parecía un objeto cuya cualidad era superada por su propio misterio. Eventualmente conseguí, via un amigo que regenteaba el sitio www.monosenlamesa.blogspot.com (uno de los club de fanáticos de una banda uruguaya más activos que llegó a existir en la blogósfera) una copia digitalizada del material. Después fueron más lados b, más grabaciones de ensayos, más bootlegs, más covers inconseguibles.

La primera vez tuvo eso, recuerdo casi no haber escuchado la música por la simple emoción de haber terminado de dar con lo que había buscado por tanto tiempo. No sabía qué hacer con el disco, no sabía si escucharlo, o si sentarme sobre él y esperar. Hoy en día, tiempo después de aquel hallazgo, Nunca fui Yo se edita por primera vez en cd, similar a lo que ocurrió con la reedición de Dendritas contra el bicho feo (que ya existía en tal formato, pero con el sello Ultrapop –ahora se editó por Bizarro- con quienes habían tenido una comunicación algo “accidentada”, por llamarle de alguna manera), abriendo el baúl misterioso y haciendo público, en materia de sonido, un pasado que fue más contado que presenciado.

Me parecía necesario empezar esta nota en primera persona y remitiéndome a la dimensión mítica del recuerdo, porque precisamente es uno de los puntos que habría que poner en discusión a la hora de criticar un disco como Nunca fui yo. Esta nota podría optar por hacer un registro histórico del álbum, quedarse hablando del boliche de Juntacadáveres, de aquel primer toque en un cumpleaños, de Mamá era punk y las referencias clásicas al período post dictadura, pero me parece que podría ser una buena oportunidad para apartarse de tanta necrofilia imperante. Porque, ¿qué se podría decir sobre toda esa época que ya no se haya dicho hasta el hartazgo? Y sobre todo porque, después de todo (a diferencia de muchas otras figuras que desaparecieron o se quedaron agarrados de uñas y dientes de aquellos años de gloria –también habría que revisar qué entendemos por “gloria”) los Buenos Muchachos siguieron tocando y haciendo buenos –mejores- discos, incluso transformándose hasta un nuevo set de temas que renueva por completo su sonido anterior. El presente de Buenos Muchachos es tan interesante que es innecesario ponerse nostálgicos. Así que, ¿qué puede encontrársele al Nunca fui yo, que se aparte del mero ejercicio melancólico?

A diferencia de lo que se puede pensar, a pesar de algunos temas que se repetirán en ambos materiales fonográficos, no hay un continuismo muy claro entre el Nunca fui yo (1994) y su sucesor más inmediato, el Aire Rico (1999). No es, como comúnmente podría pensarse, un retoño de lo que luego florecería, sino algo bastante distinto. En todo caso, en algunos aspectos, más allá del efecto de pulido entre un disco y otro, el Nunca fui yo es un disco mucho más ambiental (esuchar, por ejemplo, “Preludio del mescalito” y “Hey luna hey!”), más emparentado al Amanecer Búho (2003), o más aún, con el nuevo material que Buenos Muchachos suele presentar en vivo, que con sus sucesores más cercanos (Aire Rico y Dendritas). También, es un disco mucho más denso en materia poética que aquellos dos discos, poesía que es recién retomada de manera más decidida en temas actuales como Nico Cuevas. En contraparte, las guitarras, cargadas de fuzz y algo similar al efecto big muff reverberan de una forma particular, muchas veces imponiéndose por completo por encima de la voz, por lo que mucha de la poesía, para quien no tiene un booklet, resultará casi ininteligible (pienso en, por ejemplo, “Anti-sinpasión”, posiblemente una de las mejores –y más olvidadas- letras que haya escrito Pedro Dalton). Y a esto se le agrega la voz. Acá sí podríamos sacar la excavadora y empezar a buscar las ramificaciones, como si hubiera una idea inherente de proceso. Ya desde el grito inicial –el grito inicial de una historia de ya veinte años- de “Me emboooorrracheee!” en “El duendecito bebedor”, todo lo que ha caracterizado al estilo de Dalton –los imprevisibles giros melódicos, la disonancia, el agregado de efectos, la utilización de un inglés criollo convertido en una especie de idioma propio- se percibe de una manera más radical en este disco. Como un niño que necesita romper un juguete para ver qué tiene adentro, cómo funciona, Pedro Dalton se lanzaba en este primer álbum a buscar todas las formas y alternativas posibles (siendo un camino plagado de aciertos y errores, habría que remarcar). El más recalcable de todos estos experimentos es el tema “Temperamento”, en donde el uso del delay y el reverb hace solapar los versos, incluso interponiéndose varias palabras en un mismo sonido (dándole un aire de paranoia muy particular). Recién en esta reedición –con el posible trabajo remasterización del mismo (o quizás es que la copia del original que yo tenía no era buena, vaya uno a saber)- se puede entender un poco más el experimento, optando por lateralizar un poco más los ecos, que antes caían como un granizo ininteligible en toda la canción. Más allá de que muchos prefiramos la versión más convencional –y más contundente- de “Temperamento” en Amanecer Búho, habría que colocar esta versión original en un lugar importante, por haber allanado un camino de posible experimentación con la voz y distintos pedales, que curiosamente no fue muy continuado, a no ser quizás por Lucas Meyer, Adriana Navarro (de Fiesta Animal) y alguna que otra banda reciente.

Otro aspecto importante a tomar en cuenta es que la mayoría de las canciones permanecen prácticamente incambiadas de su versión original. Esto puede parecer una obviedad, pero luego de escandalosas mutilaciones como la que sufrió Autoblues de Fernando Cabrera (algo particularmente extraño, optándose por trastocar la letra de algunos versos de canciones perfectas como “Informe sobre Valeria”), el vilipendio está a la vuelta de la esquina.

Fiel a sí mismo, Nunca fui yo es un disco imperfecto, con algunas opciones de sonido molestas y cierta tendencia de la banda a perderse y reencontrarse, pero que funciona como un río congelado en el que se encuentran varios elementos que, lejos de exponerse en vitrina de taxidermista, vuelven a la vida, cuales peces de deshielo, resignificando y volviéndose a articular con el presente una de las bandas de más importantes que haya dado el rock nacional

jueves, 20 de enero de 2011

Lejano (Nuri Bilge Ceylan, 2002)

La pared

Nuri Bilge Ceylan ya había desfilado por las salas de Cinemateca con la película Climas (2006), en donde se retrataba a un joven catedrático que gustaba de fotografiar monumentos antiguos de Turquía, actividad que enmarca el drama vital del rompimiento con su pareja. Lejano (2002), película que, en realidad, precede a este film, pero por capricho de distribución llega a nuestro país tardíamente, también trata sobre la fotografía y la incomunicación radical entre seres humanos.

Tenemos a Mahmut, un fotógrafo veterano embovedado tras las paredes gruesas de una depresión, quien no atiende a ninguna de las llamadas que recibe (ni siquiera cuando es su madre, quien está gravemente enferma) y pasa sus días viendo la televisión y teniendo ocasionales encuentros sexuales con una mujer con quien no se anima a cruzar mirada cuando la ve en el bar. Esta tranquilidad mortuoria se ve afectada por la visita de Yusuf, un primo lejano que, tras el cierre de una fábrica en un pueblo de las afueras de Turquía, intenta probar suerte en Estambul, en principio buscando trabajo en algún barco. Lejos de ser una salida al aislamiento de Mahmut, el encuentro no hace más que duplicar la soledad reinante que impera, no sólo en la vida de los protagonistas, sino en el clima de todo el film.

Mientras que Mehmet representa lo estático, el ojo del huracán de la depresión (todo el tiempo enclaustrado en el mismo sitio, como si estuviese en el pozo de un aljibe), Yusuf representa a lo móvil, la desesperación tapada en la misma errancia. Estos dos caminos son retratados de una forma muy particular por la fotografía de Nuri Bilge Ceylan, quien no sólo se encarga (tal como ocurría en Climas) de que cada plano sea un marco que podría pertenecer a una instantánea colgada en una exposición, sino que también llena al film de un aire enrarizado, bordeando con lo onírico, que parece salido del escenario de un cuento de Cortázar. Este clima se puede presenciar en una de los primeros vagabundeos de Yusuf, en donde el director se encarga de dejar, por cierto tiempo, fuera de plano a un enorme barco que permanece con toda naturalidad volcado en el puerto de Estanbul completamente cubierto de nieve. Otros momentos con cierta veta de misterio se dan en los seguimientos que Yusuf hace a ciertas mujeres, donde nunca se llega a entender a ciencia cierta qué es lo que está buscando, y en donde el espectador llega a sentir cierta incomodidad y nervios que podría sentir su misma presa. Como último ejemplo, habría que señalar el universo cerrado del apartamento de Mehmet, como una forma de mostrar cómo se transforma completamente una habitación de estar en penumbras a prenderse la luz (estos cambios súbitos de escenario –siendo en el fondo uno mismo- se repiten una y otra vez en el film, y encuentran su máxima expresión en una de las escenas iniciales del protagonista con su amante, filmada completamente fuera de foco)

Esto también se potencia por cierta forma diferenciada en que Ceylan filma a los dos protagonistas. A Mahmut se lo registra en planos fijos, generalmente optando por cierta lejanía morosa. Con Yusuf, tal como ocurre con la escena que abre el film, es más juguetón, prefiriendo que entre y salga imprevisiblemente de cuadro (y que, en cierto modo, se correlaciona con el aire más despreocupado y espontáneo de éste).

Más allá del tono generalmente denso y depresivo que predomina en el film, Ceylan deja diseminado a lo largo de la obra ciertas migajas de comicidad, por momentos autorreferenciales, como cuando se le critica a Mahmut la forma en que dejó sus ideales de ser el próximo Tarkovsky y luego lo vemos viendo la escena de raíl de La zona (Andrei Tarkovsky, 1979), cambiándola, ni bien se va su primo, por una película porno lésbica.

En el último tercio del film se introduce a la ex esposa de Mahmut, y se delinea cierto origen de lo que podría ser la depresión galopante del protagonista, pero naturalmente nada se resuelve. Podría admirarse a Lejano principalmente por la fotografía y estos climas que genera el director, pero por momentos un montón de minutos parecen innecesarios. Desde Antonioni (y mucho antes) que se viene hablando sobre la alienación urbana, el tedio, y la incomunicación radical sobre los seres humanos, como si lo que intentase filmar fuese más la pared que hay entre una persona y otra, más que a las personas mismas. En esta pared es donde los directores van escribiendo, no sus mensajes, sino más bien sus firmas (en arte graffitera, serían los famosos “tags”). El problema es que la pared ya fue tantas veces graffiteada que lo que escribe un director ya no se puede leer y se confunde la firma de uno con el otro, como si fuese un palimpsesto imposible de limpiar y entender. Es por eso que, más allá de los indudables méritos formales del film, me pongo a pensar cual es la gracia (ya no la necesidad, término harto mezquino) de un film como Lejano. La respuesta no la puedo dar, pero por momentos siento como si Nuri Bilge Ceylan fuera un perro que se ha quedado contento sentado arriba de su hueso.

Publicado en La diaria el 20 de enero de 2011

domingo, 16 de enero de 2011

Yogurth- Yogurth (Independiente, 2010)

Descremado

En los últimos años parece haber resurgido en el mapa cultural de nuestro país diversos focos adeptos al melodrama. Tanto en la literatura como en la música Dani Umpi gustó revolver en un montón de referencias kitsch y melodramáticas provenientes de César Aira, Manuel Puig y diversas fuentes folletinescas (sólo cito las lindas referencias y me olvido conscientemente de Rafaela Carrá), al tiempo que Max Capote hizo más o menos lo mismo, sólo que suplantando el glitter drag y el electropop por un personaje más bien creado sobre una versión libre y oriunda de los últimos decadentes tiempos de Elvis. Pero los ejemplos no sólo se circunscriben a estas versiones más radicales y performáticas del asunto. También tenemos a Sonido Top, dándose el lujo de versionar (y de muy buena manera) a “Simplemente adiós”, de Los iracundos, al tiempo que algunas bandas brit prefirieron retomar, no sólo la estética y sonido de aquella época, sino también cierta condición naive de sus letras. Se podría entrar en disquisiciones sobre si estas citas son auténticas o si son tan sólo un guiño o golpe de efecto en una sociedad completamente obsesionada con atajarse detrás del entrecomillado, pero eso excede los límites de esta nota que, en definitiva, sólo pretende cubrir un disco.

Volviendo al tema del melodrama, tenemos este disco debut de Yogurth, que lleva el mismo nombre de la banda, y que parece una germinación perdida de algunas de las esporas que esparció por el aire la banda Cursi. Al igual que esta última, Yogurth tiene preferencia sobre el rock melódico, con cierto aire de balada y una dimensión medio invisible de glamour. Lo que las diferencia posiblemente sea la preferencia patente en la banda originaria de Colonia por un sonido más atado a lo retro –y más alejada de lo electrónico-, más específicamente al pop de los cincuenta y sesentas, por momentos tomando referencias al surf rock (el marcado ritmo de la batería y las guitarras con cierto dejo de slide de Un día feliz), el mod británico (Tarantino), pero también a la serenata mexicana, como se puede escuchar en las vocales de Cansado de esperar, o íntegramente en Mi querer (que, no muy sorpresivamente, cuenta con la participación del ya mencionado Max Capote).

El punto fuerte de la banda es el diálogo de guitarras que se mantiene a lo largo del disco, con cierta facilidad natural hacia el arpegio y las armonías (en este sentido se puede señalar como uno de los mejores aciertos Pequeña y Un día feliz, curiosamente las dos acompañadas por buenos coros playeros). La voz nasal de Alberto Crosta (uno de los vocalistas, reservándose a Diego Viera para los temas más cercanos al rock) por más que suene algo monótona (algo similar a lo que pasaba con Rodrigo Gómez Sordromo, por aquellas viejas épocas) se adapta bien al aire y melodía de los temas. En este sentido, podría decirse que los mayores aciertos de la banda ocurren cuando se circunscriben al terreno más pop. No corren con la misma suerte cuando se acercan más al rock, donde todo suena pasteurizado, demasiado conocido, por momentos, muy 2002 (si se me permite el término, en lo que refiere a esa camada de bandas indefinidas y seriadas que aparecieron tras la explosión del rock local). Justamente resulta una lástima que Yogurt haya optado como corte de difusión Yaquelin, una canción que, además de atenerse demasiado al manual de instrucciones es partida por un inexplicable corte con scratches que posiblemente hayan sido un exceso que se permitió Fran Nasser (líder de Cave Canem y productor del disco). Una lástima hasta desde el punto de vista comercial, porque muchos otros temas del álbum calzaban como anillo al dedo con el verano uruguayo.

Este aspecto lavado del disco tiene una correlación particular (por oposición) con la estética optada por la banda. Es bastante controvertido opinar sobre la imaginería de un grupo (más de uno indicará que eso no corresponde a la labor de alguien que debería remitirse exclusivamente a la música), pero esta idea de intensidad controlada guarda algo de relación con la fotografía que puede encontrarse en la web de la banda (www.yogurth.com, donde también se puede bajar gratuitamente el disco). En ella vemos a los integrantes vistos embadurnados por una sustancia lechosa que sin duda hace referencia al yogur. Ahora bien, habría que hacerse demasiado el boludo para no pensar que la foto, más que hablar de yogur recrea el archiconocido cumshot o bukkake (para los entendidos del porno, saben a qué me refiero). Tal recurso no está mal ni bien, pero estaría bueno que si se opta por esa postura estética atravesada por lo sexual la banda fuera musicalmente fiel a la misma. Y esto no es sólo frente a la foto de la banda, sino también al videoclip de Yaquelin, donde vemos a un hombre siendo sexualmente acosado –o no- por una mujer de ojos rojos. Siempre circula en Yogurth un aire de sensualidad latente, pero mucho más cercano a la novelería enamoradiza que al porno (soft o hard). Es la misma extrañeza que me ocurre cuando escucho a Closet!: sí, tenemos a Camila Sapin enfundada en latex, dos pibes casi en pelotas, un primer disco cuyo título hacía referencia a un consolador, pero sus canciones me parecen frías, ni siquiera histéricas. ¿Qué quieren probar?

En definitiva, más allá de estos últimos devaneos, Yogurth por momentos llega a buenos climas y tiene un puñado de temas redondos que no sólo son agradables, sino que podrían llegar a ser exitosos. Si hubieran dejado algunas canciones afuera, podrían constituir hasta un muy buen EP. Pero en definitiva, es un disco debut y es esperable que haya algo de nata sobre la leche.

Publicado en La diaria el 14 de enero de 2011

jueves, 13 de enero de 2011

Un día en familia (Hirokazu Kore-eda, 2008)

Sobre el suelo de tatami

Si uno se dispone a leer reseñas sobre Un día en familia (Hirokazu Kore-eda, 2008) va a encontrarse una y otra vez con una referencia y una categorización común: la referencia es el cine de Yasujiro Ozu y el juicio sobre la película se centrará en la forma de retratar una dura historia familiar sin llegar jamás al melodrama. Los dos elementos inexorablemente mencionados en realidad se refieren a una misma característica del film, al punto de que mencionar los dos juntos se vuelve algo medio redundante. Es decir, si se cita como referencia a Ozu sería medio iluso esperar otra cosa que un tono sereno, diferente al registro común de dramones familiares repletos de esos tonos explosivos y catárticos. En definitiva, la serenidad y la economía de recursos no es una sorpresa, sino que debería sobreentenderse en una película con los medios y credenciales de Un día en familia.

Retomando la posta de Ozu (referencia que actualmente se usa como un kimono que se le pone a cualquier director asiático que se dedique a filmar dramas familiares, la mayoría de las veces quedándole muy grande o demasiado apretado), podría decirse que Un día en familia sí tiene varios de los tópicos del director –los ya mencionados conflictos intergeneracionales, los duelos, la presencia de una ausencia, la amargura y presión del legado familiar rechazado por uno de los hijos- así como también algunas de sus propuestas estéticas (se nota una preferencia de Kore-eda de optar por los planos fijos, aunque sin mantener tan firmemente el lenguaje de planos medios alternantes que caracterizaban a su ancestro). La diferencia fundamental entre los dos directores estribaría, no en un aspecto temático o estético, sino en algo más bien evanescente, que es la sensación que generan los personajes. En el cine de Ozu siempre hay, en el fondo, un intento de recapitulación, una vuelta de tuerca invisible que, por más que la obra esté teñida por un dejo amargo o triste, siempre termina redimiendo a sus personajes. En Un día en familia no sucede esto. No llega ni por asomo a las mezquindades que registra Vinterberg en La ceremonia (por Dios, que no), pero hay un punto de incomprensión radical, de enojo contenido y hasta de búsqueda de conveniencia, que enturbian un poco esas aguas que en las películas de Ozu siempre terminan circulando más libre y diáfanamente.

Para no despistar al lector con tantas abstracciones habría que señalar que Un día en familia retrata, justamente, veinticuatro horas del reencuentro de una familia que honra el aniversario de la muerte de uno de sus integrantes (Junpei, de cuya muerte no sabemos mucho, salvo que, al parecer, se ahogó intentado rescatar a un niño en la playa). La historia se articulará fundamentalmente a partir del punto de vista del hijo mayor de esa familia (Ryota, quien desde la muerte de su hermano ha sido rechazado por su padre por apartarse del destino de médico que éste esperaba de él) y de su hijastro, quien recientemente acaba de perder a su padre. Estos dos personajes huérfanos de padre (uno que ya no está, otro que prácticamente no reconoce a su hijo) son los puntos de articulación de las maneras de una familia de vivir un duelo en el que siguen dando vueltas, como un perro persiguiéndose la cola.

La película va transformando el tono dulce, y hasta por momentos, cómico, para ir cargándose de una amargura lenta, que siempre circula por debajo de la superficie. Esta cuestión del sentimiento mantenido en lo subterráneo encuentra perfecta armonía con el estilo de filmación de Kore-eda, quien en sus planos fijos (algunos de ellos de varios minutos), en que se filma la dinámica familiar integra, de cierta manera, figura y fondo, todo sucediendo de una forma orgánica, al punto que el espectador encuentra tan revelador lo que sucede adelante como lo que sucede atrás. En ese espacio continuo se pueden presenciar los pequeños detalles, pequeñas inflexiones y miradas que hacen a una escena en las que el director se reserva la última palabra. Esta dinámica posiblemente está sostenida sobre una ausencia, algo de lo no-dicho que nos permite colocarnos en el punto exacto entre el background y lo que sucede en escena. Esta ausencia no es otra que la de Junpei. A diferencia de Shara (Naomi Kawase, 2003), película que también se comparó –a mi parecer, demasiado a la fuerza- con la obra de Ozu, donde la ausencia parecía ser inadvertida por los protagonistas, como si la desaparecida no fuera otra que la misma cámara que registra todo, en Un dia en familia, el espíritu de Junpei está en todos y cada uno de los sitios, aferrado a los hombros de los protagonistas, encarnado en una mariposa amarilla, sumergiéndose en las tinas de baño, arrastrándose sobre el suelo de tatami.

Esta dimensión densa de lo invisible es la misma que mueve los hilos en la vida familiar, pero sobre todo a la madre de la familia. La cultura familiar nipona- al menos la más tradicional- es conocida por el escape a cualquier conflicto. Sin embargo, no hay olla a presión que aguante tanto calor y los pequeños reproches, las pequeñas venganzas tiñen todo. Esto puede encontrarse en el momento más intenso de la película, que es cuando Ryota le reprocha a su madre la invitación anual a la casa del niño (ya adulto) que Junpei salvó de las aguas. Tal personaje se caracteriza por lo gordo, ridículo y fracasado que es, algo que por un lado parece amargar más a la familia (“¿es por este imbécil que mi hijo di su vida?”) pero que en su desgracia parece haber un beneficio secundario sumamente necesario. Es ahí, cuando es enfrentada por su hijo, que la madre dice que por supuesto que sabe lo que está haciendo, pero que si no tiene nadie a quien odiar y hacer sentir mal, todo se dispara para cualquier lado.

Una frase contundente de una película que parece navegar con gracia entre brumas, y que podría ser aún más redonda, si no fuera porque en su último tramo da demasiadas vueltas antes de llegar a orilla.

Publicado en La diaria el 13 de enero de 2011

Rompecabezas (Natalia Smirnoff, 2009)

La pieza faltante

La ópera prima de Natalia Smirnoff comienza engañando completamente al espectador. Vemos a María del Carmen (María Onetto), completamente exhausta, al borde del quebranto llevando platos y atendiendo a todos los invitados de una fiesta. En un momento va a buscar un plato para servir lo que parece ser un salchichón de chocolate y, al tropezarse, su esposo le echa un comentario irónico. Uno llena los espacios en blanco y ya piensa en la callada desesperación de una mujer intentando organizarle la fiesta a un esposo que no mueve ni un pelo, mientras disfruta con sus amigos, todavía dándose el lujo de hacerle un comentario inoportuno a su servidora. Sin embargo, acto seguido vemos a María del Carmen entrar a la cocina y sacar una torta con unas velitas conmemorando cincuenta años, y nos damos cuenta de que la misma fue hecha, justamente, para la verdadera homenajeada: ella.

La película engaña en otros sentidos, como el detalle de querer construir una película sobre el nido vacío, tentaciones de otros amores mediante, pero nunca retratando a un esposo completamente frío o estúpido –algo que le daría credenciales suficientes al espectador para identificarse fácilmente con cualquiera de los nuevos rumbos existenciales que se propusiera la mujer- sino a una persona bastante completa, con sus manías, sus pequeños ostracismos, pero a la vez una auténtica ternura. Smirnoff retrata a una mujer que, al llegar a los cincuenta se encuentra a sí misma comenzando a trastabillar en sus labores de madre –uno de sus hijos se quiere mudar, el otro es un pollerudo que se está mimetizando con todo lo que hace su novia, entre eso el veganismo, lo que lo lleva a ir rechazando los platos que le ofrece María del Carmen-, al tiempo que, tras un regalo trivial que recibe en el festejo antes mencionado, hace un hallazgo que le va a cambiar su vida: completar puzzles. Ahí es que, siguiendo la pista de un pedido de compañera para un campeonato de puzzles, conoce a un estilizado y adinerado veterano (Arturo Goetz), que la comenzará a instruir en tal mundo, cruzándose los cables a medida que comienza a erigir una doble vida en la que, por momentos, entra en cortocircuito su nueva pasión y su vida familiar.

El puzzle opera como clara metáfora de toda la película. Parecería que lo que estuviera construyendo María del Carmen, pieza a pieza, no fuera paisajes impresionistas, o fotografías de ballenas, sino su autorretrato ¿La construcción de un puzzle-espejo en el que se ven múltiples reflejos de la protagonista? La idea del puzzle ya aparece introducida desde el comienzo, con ese plato roto que intenta reconstruir para ver si queda algún añico con riesgo de ser pisado por alguno de los invitados. Ese plato roto puede servir de portavoz de esa identidad de ama de casa que está desintegrándose. No por nada, el primer puzzle que la sume en una especie de hechizo no es otro que el de Nefertiti, cuyo rostro obsesiona a la protagonista –quien, en un desvelo, intenta imitar aquella enigmática expresión de su mirada (los ojos y rostro de María del Carmen será otro leit motiv en la película, abundando la cámara en mano en primeros y primerísimos planos, también optando a menudo por los fuera de focos)- una figura femenina justamente poderosa que se acopla a un film, si no feminista, poco juzgador en lo que se refiere a moral y costumbres de un ama de casa.

Aún así, la metáfora por momentos se hace un poco pesada –¡ese momento a lo La dama y el vagabundo entre ella y su compañero con las dos últimas piezas de puzzle!-, sobre todo por ese score musical que al comienzo parece dispararse, como si fuera un alarma, en cada situación que significara una revelación para la protagonista (una especie de sopa new age, con un sonido entre africano y de Medio Oriente). Sin embargo, la película nunca queda coja porque se apoya en una mujer como María Onetto, quien, lejos de interpretar meramente un papel a lo Los puentes de Madison, hace de todo su cuerpo una central sobre la que pasan un montón de intensidades, todas ellas contenidas al borde de llegar a expresión. Su rostro, siempre al cerca del llanto, de quebrarse en mil pedazos se equipara a sus brazos, no toscos, pero sí robóticos, que parecen ablandarse sólo cuando rellena los puzzles. Uno de los mejores momentos de la película, diez sencillos segundos que dicen todo lo que se puede decir sobre la muy buena actuación de Onetto, es cuando se sube al taxi luego del torneo de rompecabezas, en el que, al escuchar una cumbia, sus hombros se mueven triunfal y mínimamente debajo de su saquito rojo.

No tanto un film feminista como meramente humano, Rompecabezas es la historia de esta mujer al borde del colapso, la historia de un rostro que parece también incompleto, como si le faltara una, o dos fichas que la directora se reservó en su bolsillo.

Publicado en La diaria el 1ero de enero de 2011