domingo, 26 de diciembre de 2010

Los senderos de la vida (So Yong Kim, 2008)

Escalas

Jin (Hee-yeon Kim) y Bin (Song-hee Kim) son dos pequeñas hermanas que, tras el abandono de su padre, son enviadas por su madre a la casa de su tía, esperando encontrar a su pareja en un viaje bastante incierto. La película, articulada de forma episódica, abandonará un arco argumental demasiado definido y se centrará en pequeños aconteceres y peripecias de estas dos niñas, desde su vida en la casa de esa tía alcohólica y notoriamente incapaz de poder mantenerlas, a su posterior envío al campo, donde viven sus abuelos.

Pese a lo triste y conmovedor de la situación (a lo que la ternura de las dos niñas viene al pelo), la directora So Yong Kim (más conocida por su trabajo multipremiado In between days -2006) siempre mantienen una adecuada distancia, prefiriendo un tono observacional, en donde las niñas se desenvuelven de una manera naturalista, en vez de cierto artificio cargado de banda sonora o encuadres o giros argumentales que potencien el dramatismo. Aún así, más allá del aparente naturalismo, hay mucho kraft en la película, sobre todo en lo que refiere al montaje y los encuadres de las niñas, con una cámara que siempre parece seguirlas, claustrofóbicamente fija a los rostros, estilo que por momentos deja fuera de cuadro a un montón de objetos o personas que intervienen en escena, pero que, lejos de ser un recurso incómodo y molesto al espectador, intenta ponerse del lado de la mirada de las niñas, en esa condición de nunca poder ver todo lo que se está enarbolando a su alrededor (como en el momento de encuentro entre la madre y su cuñada, en que, colocados a la altura de las niñas, no logramos ver qué sucede en algunos incómodos silencios que e suceden). Exactamente fiel a eso, las niñas –y nosotros- parecieran que sólo pudieran ver el mundo a través de una rendija, esa misma rendija que puede ser el agujero del chanchito-alcancía, el que su madre les dio, justo antes de irse, diciéndole “cada vez que le hagan caso a su tía, ella les va a dar una moneda. Cuando tengan la chanchita llena, yo voy a volver”. Jodida psicología parental que marca los planes y proyectos de las niñas, que intentan llenar la alcancía, valiéndose de recursos tales como la venta de saltamontes asados o hacer cambio en puestos ambulantes (cambiando monedas grandes por más chicas, a modo de precipitar el llenado del chanchito), acto que, al igual que un montón de detalles en el film –en cierto punto, una obra articulada en torno a gestos y pequeñas referencias simbólicas/poéticas- habla de esas niñas como objeto que circula, objeto cuyo único fin es colmar algo sin fondo y de lo que no se tiene en claro qué es (la canción final que entonan lúdicamente las hermanas habla un poco de esto).

Otro de los elementos poéticos que circula es ese árbol seco plantado en un montón de escombros y barro seco, que de cierto modo da nombre a la película (“Montaña sin árboles”, que en su traducción al español se optó por la pelotuda “Los senderos de la vida”), que habla sobre esas expectativas condenadas al fracaso de las niñas y que se acopla perfectamente a esa estructura de escalas que atraviesa toda la obra. Justamente, en este interjuego de escalas, es que el mundo, sin encajar ninguna prótesis fantasiosa, siempre tiene un tono de cuento de hadas, por más que el estilo es contundentemente realista. Por varios de estos elementos, se podría hablar de un film incuestionablemente honesto y engañosamente sencillo. Sin embargo, se le ve, en cierto modo, la marca de fábrica Sundance, del estilo de Richardt o Bahrani, algo que no necesariamente lo hace algo malo o poco auténtico, pero que sí, a uno que suele ver todos los estrenos que circulan por Cinemateca 18, por momentos le encuentra los hilos del marionetista. Más allá de este último capricho de quien escribe, Los senderos de la vida no deja de ser una película pequeña que, por momentos, dice grandes cosas.

Publicado en La diaria el 23 de diciembre de 2010

viernes, 17 de diciembre de 2010

Malpaso- La estática del infierno (Tony Park Records, 2010)

Epitafio

Malpaso ya no existe más. Lo había augurado su cantante, Marco Tortarolo un año y medio antes de la fecha de defunción, pero el resto del pueblo lo tomó como un loco, como a uno de aquellos borrachos que saben algo demasiado importante para su propio bien, que suelen aparecer en sus canciones (pienso en el librero de El Tony Park, pero perfectamente podrían ser otros). Pero sí, un año y medio después se cumple el vaticinio y, mal que le pese a muchos, Malpaso da su último concierto oficial en la Sala Zavala Muniz (para peor, con fecha pospuesta, fruto de uno –otro- de los muchos inconvenientes de ADEOM) y presenta, junto con la entrada, un libro-disco-epitafio llamado La estática del infierno. Más allá de lo novedoso de la presentación en librillo (coqueteando con el formato comic, que parece, en base a sus dibujos, seguir una historia paralela, por más que en ellos, cada tanto pueda haber una representación de algo mencionado en la letra), la elección parece absolutamente coherente, considerando la tradición narrativa de las letras de Malpaso. Ya El Tony Park ha vuelto al pueblo se articulaba como una colección de relatos dispersos sobre una cosmogonía creada por la banda, un pueblo que era como una Santa María con tintes más demoníacos, en donde Marco se dedicaba a contar lo que más sabía: historia de marineros, putas, asesinos pasionales y locos. En el caso de este disco, por más que ya no esté el Tony Park presente, se puede invocar el dicho de que las ciudades no existen, sino que son tan sólo un estado de ánimo. Sin embargo, cuando citamos a Santa María, uno podría pensar en cierta puesta en escena, la construcción de cierto personaje que hace ofrenda a cierto pasado mítico (pienso, por ejemplo, en Melingo, cantando en ese por momentos incómodo lenguaje de tanguero en pleno siglo XXI), pero la voz de Marco, sobre todo en este disco, habla sobre cosas y suena de la manera que podría entenderse y sonar la voz de cualquier contemporáneo golpeado por cierta lucidez desesperada.

Epitafio o carta de suicidio, cuando uno se enfrenta ante determinado testamento, no le queda otra que interpretarlo, y para ello se tiene que lanzar como detective a pequeñas minas desperdigadas y enterradas en el camino de su historia. En este sentido, La estática del infierno tiene, en muchos aspectos, el papel de algo que culmina y da sentido a un trayecto. Malpaso, habiendo comenzado sus caminos, quince años atrás, con una estética mucho más gótica y post-punk que se hacía notar en Hard in the Kaos, nunca pudo, por más que cambiara su imaginería y fuentes de referencia (ese sonido que fue incorporando, primero a Tom Waits y Nick Cave, luego a Edmundo Rivero y al folclore general) despojarse de cierta marca de nacimiento romanticista en la conformación de sus letras. La bella muerte, así, siempre aparecía, pero es justamente en este disco donde parece jugar la última jugada de ajedrez. En lo que refiere a lo estrictamente musical, incluso, se puede notar un proceso de despojamiento, dándole cada vez más relevancia a la guitarra y, sobre todo, a la batería y percusiones de Alejandro Caper, que parece que fuera un corazón hipertrofiado que marcara, no solamente el ritmo, sino la atmósfera misma del disco. Pienso en este caso canciones como Arena en los ojos, con ese ritmo de marcha militar, o la intensa y entreverada Sushi Night, que parece ir por momentos tan rápido que parecería que el mismo pensamiento le pisara los talones a la voz del narrador. Malpaso fue podando su sonido hasta quedarse con el registro más punk, algo que parecía bastante lejano en su disco predecesor, Todo sobre el amor. Esto, además de ser un acierto de la banda, que históricamente pecó de cierto barroquismo a la hora de componer y grabar sus canciones (las post producciones de los mismos, casi siempre caseras, siempre fueron muy irregulares en cuanto a objetivos y resultados), también se encarama con el concepto mismo de la obra que bien definió Tortarolo, en una reciente entrevista publicada en la diaria, en la que decía que si el anterior álbum se llamó Todo sobre el amor, este perfectamente podría llamarse Todo sobre el odio ¿Odio hacia qué? ¿Odio de quién o quiénes? Es en este punto donde uno puede aventurarse y arriesgarse en ese terreno de lo meta musical, o donde la obra puede hablar un poco más sobre la banda en sí. La amistad con la puta muerte “tu odio y el mío se buscan, de encuentran, se miden, se miden la fuerza”, señala el proceso de fragmentación, el comienzo del fin. Todo el enojo que puede decir un cantante al final de una carrera está, atraviesa longitudinalmente todo el disco.

Quizás uno busca a la fuerza señales de despedida, pero quizás es solo eso, la muerte, como una puta tuerta enojada a la cual uno termina encontrando (o siendo encontrado por ella). Que una banda termine su último disco con una canción tan escandalosa y radical como “Igual que ahora”, con sus versos “Un día nos encontraremos, yo te invitaré un café. Luego de charlar un rato nos iremos a un hotel. Cuando Estemos en la pieza, te cortaré la cabeza. Para poder contemplarla la pondré sobre la mesa. Luego yo te haré el amor por este agujero del cuello y tu me vas a mirar, pero no me vas a ver. Igual que ahora, igual que ahora, igual”, es una forma de despedida, pero ya no por la puerta de atrás, sino por la puerta principal, interrumpiendo el brindis, rompiendo a patadas la entrada, empujando a mozos y dejando tras de sí, sólo una estela de silencio. Así, tan súbitamente como termina ese tema. Para Malpaso, es la mejor de las despedidas posibles.

Publicado en La diaria el 17 de diciembre de 2010

viernes, 10 de diciembre de 2010

La hermana menor (Bizarro, 2010)


El espejo astillado

Pretender partir de cierta concepción lineal a la hora de abordar a una banda como La hermana menor es una labor harto engañosa. Hablar sobre su historia es como hablar sobre una nación de los Balcanes: hay mutaciones, guerras, cambios de nombres, titulaciones, saqueos, y diferentes versiones de lo ocurrido. Entre todo esto, el único eje fantasmal que continúa y que atestigua de lo que ha sido La hermana menor, es Tüssi Dematteis, único integrante fijo en lo que han sido sus variadas formaciones. Luego de Todos estos cables rojos (2007), se produjo otro de los acostumbrados recambios. Se fueron Franco Di Gregorio y Mauricio Figueredo y se incorporó al teclado Ezequiel Rivero (integrante de la, por aquel entonces activa, Amelia) y en batería y percusión se añadió la genial dupla de Pablo Sónico (The Supersónicos) y José Nozar (Buenos Muchachos). Más allá de lo innovador de estas incorporaciones, la banda suena mejor engarzada que nunca, como si tocaran juntos desde hace años. En la primera escucha esa es una de las particularidades más evidentes del disco: es el álbum donde La hermana menor suena más homogénea, más como banda. A diferencia del Ex (2003) , cuyo sonido sufría un poco en el trabajo de postproducción, y de Todos estos cables rojos –un disco excesivo por dónde se lo mire, no sólo en su extensión (lo que le daba cierto aire irregular), sino en la multiplicidad de registros y picos emocionales-, Canarios (disco a ser presentado este sábado a las 21:00 hs en Espacio Guambia, junto a la banda Tres Pecados) es evidentemente más pop (con, por momentos, cierta sensibilidad pop francesa, o incluso lounge), sonando más pulido y cuidado que nunca. Las guitarras de Juan Sacco y Marcelo Alfaro nunca se entendieron mejor, en un diálogo constante lleno de brillo. Incluso los estallidos de violencia que en otros discos ocurrían de forma más imprevisibles, como brotes psicóticos, en el último disco parecen ordenados (una visita a Dionisos cada dos temas más armónicos, como es el caso de las estaciones “Casanova rojo”, “Tesla Boys” y “Mi rifle sanitario”). Podría decirse que por esta misma razón, Canarios, si bien está lleno de emoción, no llega a los niveles de intensidad de su predecesor (que contenía, además de su propuesta más extrema, una cierta dimensión hímnica en temas como “Bandera azul”, “Inútil”, o “Ray Ban Blues”), siendo, no un álbum frío, ni cerebral, sino astuto, como quien maneja una fuerza natural de la manera más propicia a sus planes. Y, curiosamente, su costado más pop viene de sus incorporaciones, algo que no llamaría tanto la atención de Ezequiel Rivero (que en su labor de producción ha demostrado un don particular de volver más pop a casi todos los proyectos en que ha trabajado), pero sí de los dos bateros, de tradiciones más rockeras, pero que calzaron como un guante en ese nuevo sonido de la banda.

Mayorcitos

Esta astucia ya mencionada adquiere otro sentido al notar que Canarios es el disco más evidentemente maduro de la banda. No “maduro”, en el sentido de un cierto estado de desarrollo e inteligencia adquirida que lo separase de una disposición menos armada o ingenua del pasado (tal noción evolutiva tendría poco que hacer en la poca linealidad histórica que se venía hablando más arriba), sino a lo más propiamente concerniente de la “adultez”. Porque Canarios es, posiblemente, el primer disco donde Tüssi Dematteis muestra, por primera vez, sus credenciales. En Ex, tanto como Todos estos cables rojos, se manejaba en un registro casi mítico, en donde el tiempo estaba suspendido, donde lo adolescente o joven se entremezclaba indistintamente con lo adulto, donde podían encontrarse temas variados, pero hablados por algo indefinible, una noción ahistórica de una miríada de recuerdos que era tan múltiple como quien lo enunciaba. En Canarios no, desde el comienzo de “Avenida de los Ginkos” (una hermosa balada otoñal, en contraposición a la tradición más efusiva o misántropa de las canciones apertura de sus discos, como el caso de “Eucaliptus” e “Inútil”), nos percatamos que quien canta ya no es un pibe. Incluso, en un tema como “El próximo verano” –una crónica veraniega plagada de ex novias y minas a las que hay demasiado qué decirle para sólo una o dos semanas-, que perfectamente podría aplicarse a la vida de algún adolescente o joven adulto saliendo a Rocha con amigos y amigas, se deschava, en dos únicas líneas -más que por lo que se dice, por cómo se lo dice-, una urgencia callada en cierta serenidad que es más propia de otra edad (“Laura me dijo “podés pedir un deseo, pero no me lo cuentes/ nena, yo nunca podría contarte lo que deseé”).“En el espacio sideral nadie te escucha suspirar/ y no tenés que decidir ¿querés coger, querés dormir?”, uno tiene que llegar a cierta edad para poder asumir tales postergaciones

El hermano mayor

En este último registro se percibe una de las grandes paradojas de Canarios: un álbum que es, por un lado, el disco donde La hermana menor suena más como banda, pero a la vez, el más personal de Tüssi Dematteis, siendo posiblemente el trabajo que va más de la mano de sus letras –y no es casualidad que sea justamente el que se puede escuchar la voz de forma más nítida (un asunto que siempre pareció escenario de luchas entre LHM y sus escuchas legos). Para quien ha seguido la producción de Tüssi –músico-, Gonzalo Curbelo –periodista-, Benito –bloggero-, puede ver diseminado por las letras un montón de sus obsesiones. Es interesante como se articula Canarios con gran parte del material de su blog http://dragonlieder.blogspot.com. Todo está ahí: el retrato más salvaje de las noches blancas de Juntacadáveres (la explosiva y distorsionada “Tesla Boys”, en la que hay menciones veladas –y ni tanto- a Chicos Eléctricos y Buenos Muchachos), la denuncia a la militancia farisea de “Casanova Rojo”, las fantasmales raíces fernandinas, y esa retrato impresionista de Parque Rodó (con sus fuentes vandalizadas y aquellos gigantescos eucaliptus arrancados por la tormenta). Con respecto a esto último, hay otro tema evidente en el disco, y es el del viaje (tanto real como emocional). Canarios es un compendio de localizaciones, desde San Gregorio hasta Brasil, pasando por Rocha y Buenos Aires. Esto habla tanto de Uruguay como de la persona detrás de las canciones. Por un lado, el nombre Canarios, como se ha hablado en algunas entrevistas, hace referencia a esa noción levemente despectiva del interior del país, pero que, incorporado en términos internacionales, nos hace igualmente pueblerinos a todos los uruguayos por igual. En esta línea, “En el borde”, más allá de una breve historia de excesos, habla como pocos de esta naturaleza “canaria” de la identidad uruguaya (la historia de unos amigos uruguayos que viajan a Brasil un día antes de la final del mundial del 94’ para sentir lo que es ver salir campeón a un país –tema que venía bien con el derrotismo futbolero uruguayo de los últimos años, pero que de último momento, con el buen rendimiento de la selección en el último mundial, podría haber salido tan mal como la movida de los televisores de plasma de Barraca Europa). Por otro lado, así como Todos estos cables rojos terminaba en “Escala en Ezeiza”, con un viaje de separación, que en Canarios se retoma en un viaje en Buquebús, esta vez acompañado. Esa idea de reencuentro y recomposición domina todo el disco.

Estadio del espejo

Pero nunca llega a haber un anclaje geográfico específico, y esto se da a la particular forma de construirse las canciones, en base a retazos, fragmentos perdidos pero ordenados de una manera que adquiere cierta resonancia. Se puede ver mucho de esa condición narrativa de las letras de John Darnielle (cantante y letrista de The Mountain Goats) por esa misma condición entomóloga, descentrada, de aislar un momento, un leve gesto y diseccionarlo hasta crear toda una escena, un mundo suspendido de ese fragmento (pienso en esa charla con la muchacha de Kilkenny en Hostal, o el jugador sacado a patadas del casino en “El muelle”). Las letras de Canarios son justamente eso, un caleidoscopio, o más bien un espejo astillado en el que se ven un montón de fragmentos perdidos y reencontrados de su autor. Juegos metonímicos donde la parte vale por el todo.

Pero en esta identidad, en esta condición especular, más allá del impacto de este disco o en lo que se convierta La hermana menor de acá a dos meses o cinco años, queda claro que uno no existe, no se construye más que a base de su reflejo percibido en los otros. Y no se necesita a Lacan si uno lee un verso como “me mirás a los ojos y ves lo linda que sos”.

Publicada en la diaria el 10 de diciembre de 2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

Duo Melódico I y II (Esquizodelia Records, 2010)










Divinos tesoros

La juventud siempre ha sido uno de los grandes temas del rock. Sin embargo, en el prontuario rockero, esta ha sido generalmente pensada desde la adolescencia y temprana adultez, generalmente como canal para hablar de otros asuntos vinculados a la rebeldía, la espontaneidad y un montón de temáticas que resultarían innecesarias de explicar a cualquiera que haya curtido MTV en algún momento de su vida. Ahora bien, llama la atención la medida en que la juventud, pero ya no la adolescencia, sino la niñez, ocupa un lugar preponderante en la agenda de las bandas que integran el sello uruguayo Esquizodelia. Ya sea utilizado lo infantil como un espejo de lo ominoso (esa combinación de inocencia mechada con oscuridad que se ha convertido en un recurso archiconocido en la caja de herramientas de las películas de horror), un horizonte idílico sobre el cual hacer un contrapunto melancólico, o lata de pintura a partir de la cual crear una especie de lisergia inundada por imaginería y elementos de dicho espacio vital, la infancia ocupa un lugar preponderante en bandas y músicos como Fernando Henry, Psiconautas, 3Pecados y Relaciones Sexuales. De hecho, esta última editó el año pasado Relaciones Sexuales para niños, álbum que -más allá de la yuxtaposición algo chocante entre título y nombre de banda-, en esencia era, efectivamente, un disco para niños, una propuesta en el fondo no tan diferente de la del colectivo musical Canta Cuentos.

Sin embargo, hay algo que en la producción uruguaya –y casi por así decirlo, mundial- siempre queda en el debe en lo que refiere a música infantil, y esto es el verdadero lugar que ocupa el niño frente al adulto en el proceso de elaboración y público destinatario de la misma. Lo adulto generalmente es el eje invisible sobre el cual se produce el disco, y esto se puede ver en dos registros. El primero, el caso más clásico, es el de los discos hechos por adultos para los niños, en los cuales siempre hay de trasfondo una idea propedéutica y educativa sobre lo que el niño quiere/necesita. El segundo caso es más complejo, y pertenece a aquellos discos ejecutados por niños o púberes, donde se produce un hecho curioso: la música o se convierte en un mero canal estratégico de marketing diseñado y producido por el adulto para llegar a determinado nicho etario (pienso en abortos de la naturaleza como los Jonas Brothers o Justin Bieber), o se convierte en música hecha por niños para ser disfrutada por los mayores. Esta última opción es, en algunos registros, no menos perversa que la primera, y suele ser sostenida por los mismos mecanismos que hacen de Putumayo un gran negocio, es decir, la venta de cierto exotismo y primitivismo pasteurizado como producto de exportación para el adulto con ganas de ampliar su matriz cultural. Los discos ejecutados por niños suelen ir acompañados de un “mirá como toca… para su edad”, en el cual siempre queda de fondo esa idea de niño como hombre inacabado, o potencialidad futura. O bien, se suele poner en juego cierto regocijo ante la ingenuidad en las letras o su ejecución, acto que no dista demasiado de esos padres que se divierten exhibiendo en fiestas de cumpleaños a sus hijos vestidos con trajes de marineritos. En fin, el verdadero partido que se juega en este terreno es el que separa al niño do objeto o sujeto de producción artística.

Acá es donde entra lo innovador y refrescante de la ópera prima de Dúo Melódico, el material a ser reseñado en esta nota, luego de tan larga introducción. Dúo Melódico es una banda formada por Fabrizio Rossi (23 años) en la guitarra (integrante de otras bandas del sello Esquizodelia como Mux y Solar) y Marcelo Trinidad, de nueve, en la voz. Dice la breve bio de la banda que Fabrizio era vecino y profesor de guitarra de Marcelo, con quien comenzó a realizar largas zapadas que terminaron por ser grabadas y editadas. Duo Melódico I y II (ambos discos descargables gratuitamente en www.esquizodeliarecords.com) están articulados casi siempre sobre una base de guitarra llevada con tremenda ductilidad por Fabrizio Rossi, sobre la cual Marcelo improvisa la letra. Esta idea de letra improvisada, de campo construyéndose en su inmanencia, es el aspecto realmente innovador o llamativo del Dúo Melódico. Al no haber una letra prefijada, armada, el terreno de creación temática corre completamente por la imaginación florida de Marcelo, evadiendo esa tendencia del adulto a “hacer hablar al niño”. En este sentido, Fabrizio es un honorable ejemplo para eso de lo que tantos psicopedagogos se llenan la boca, casi nunca llegando a algo concreto, que es la simetría y bidireccionalidad de los procesos de aprendizaje. Los temas son variados tanto estilística (hay rock, hay blues, hay bossa, hay cumbias) como letrísticamente, desde descripciones agridulces del barrio (“Mi barrio”) hasta fantásticas historias sobre extraterrestres (“Tic to re”, y “Marte”), pasando por canciones en honor al Uruguay de Tabárez (“Uruguay campeón”), una cumbia esquizofrénica sobre un baile multitudinario (“El baile del quilombo”) y relatos del genocidio indígena (“Malditos españoles”). La voz de Marcelo, en la medida que va creando las letras in situ nunca se adapta a una forma definida, va mutando, desafinándose, entrecortándose, o a veces mudándose en personajes, como el caso de “Viejo borracho”, un monólogo improvisado de un viejo linyera en estado de ebriedad. Escribiendo esto, me doy cuenta de que cuando intento explicar el contenido de las canciones, termino en la redundancia por ser este ya explicitado en el título. Esto, más que un inconveniente, habla mucho de lo que es este díptico: una obra movida por la misma inmediatez de los sueños de cumplimiento de deseo de los niños.

Sin embargo, ningún tema habla específicamente de lo que es ser niño, y ahí es justamente el punto donde uno da cuenta de la sinceridad de este trabajo. Si uno es niño, no tiene por qué hablar sobre lo que es serlo (algo que casi siempre está agendado en cualquier disco de infantil hecho por o para niños), sencillamente lo es y vive y se expresa de acuerdo a esto. Es en este sentido que Duo Melódico es un caso tan particular, un disco hecho por un pibe de nueve años, en donde a uno no le interesa si tiene futuro como músico, porque ya el presente vale por sí mismo.

Publicado en La diaria el 3 de diciembre de 2010

Stella (Sylvie Verheyde, 2008)

La divinidad de lo evidente

Los franceses y los niños. Hay algo que siempre los hace, más que en ningún otro cine, volver a ellos. Y no es sorpresa darse cuenta de que Stella, la última película de Sylvie Verheyde, se encarame en una lista de recientes películas que tratan el tema de la pubertad contemplando diferentes realidades y clases sociales. Ya en lo que refiere a la grilla de Cinemateca, se había exhibido La culpa es de Fidel (Julie Gavras, 2006), donde una niña relataba los diferentes ires y venires de la vida de una familia comprometida con la causa socialista (y enmarcada en los años setenta, marcados por De Gaulle y las cruentas dictaduras latinoamericanas). Por su parte, Abdel Kechiche relataba en L’esquive (2003) una pequeña historia de amor adolescente enmarcada en la realidad de un suburbio de inmigrantes islámicos. La película de Verheyde toma un poco de los dos (el marco histórico, aunque despolitizado de la primera y el particular retrato de la clase baja del segundo), pero se alimenta de muchas otras tradiciones.

Stella es una niña con mucha calle, vive en una casa construida sobre un bar, donde casi la totalidad de sus amigos son desvelados parroquianos que se gastan hasta el último céntimo en alcohol. Verheyde es muy inteligente a la hora de retratar aquel sitio sin temblarle el pulso, tanto a la hora de despertar simpatía por algunos de sus habitantes y entorno (las partidas de cartas, los temas lentos bailados al son de la rocola), como al momento de mostrar sus costados más ásperos (los problemas familiares, el poco interés de sus padres con respecto a su rendimiento escolar y la violencia constante –en una escena muy bien lograda, vemos cómo Stella escucha un ruido y ve desde la ventana con algo de sorpresa, pero también un poco de naturalidad, a un hombre apuñalado a la salida del bar). Fuera del bajofondo, la situación es diferente. Stella, por razones que nunca son del todo explicitadas, logró ser becada en un colegio bastante fino, donde tendrá que remar a contracorriente en lo que refiere a la exigencia y sus habilidades de integración. Es en esas circunstancias que entra Gladys, una niña aplicada, pero mucho más abierta que el resto de sus remilgadas compañeras, con la que casi instantáneamente entabla amistad. La película se articula un poco en esa dinámica de choque de dos mundos, en donde las diferencias son notorias, pero entre las cuales hay puentes invisibles. Como ejemplo de esto podemos ver cómo las familias de las dos niñas, si bien diferentes, son dos costados de la vida bohemia parisina: la más callejera y pobre de parte de Stella y la intelectual y acomodada, representada por los padres de Gladys, posiblemente exiliados argentinos durante la dictadura. Por otro lado, Stella vive como la chica pobre en su colegio, pero ni bien viaja a pasar vacaciones a una zona rural económicamente golpeada, vive la situación de ser vista por los otros niños como una parisina sofisticada. Ninguna de estas situaciones y paralelismos son retratados de una forma demasiado evidente por la directora, en eso se encuentra otro de los aciertos del film.

Sin embargo, lo más llamativo de Stella radica en, justamente, lo que Verheyde quiere hacer más evidente: el tributo a una estética y tradiciones cinematográficas determinadas. Volviendo al asunto de la infancia en el cine francés, la cita de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) como film fundacional y mítico es ineludible, y justamente se percibe muchísimo de esta obra en Stella. No sólo se percibe la descendencia en el carácter autobiográfico que comparte Verheyde con la película de Truffaut (de hecho, si uno juntara una foto de la directora y la protagonista podría pensar que la segunda es un retrato fiel de la primera en su infancia), sino varios elementos y guiños dispersos en el metraje, como el travelling de una corrida de Stella (que coincide con la escena más recordada y citada de uno de los padres de la nouvelle vague), o el libro de Balzac que leen los niños de los dos respectivos films. Por encima de esto, lo más contundente y palpable del film es el carácter omnívoro y fetichista de esa nouvelle vague, que se ve plasmado en cada toma de la película. El kitsch de las canciones de pop francés escuchadas y bailadas por Stella (una lista que incluye la hermosísima balada Michele, de Gérard Lenorman, las canciones llenas de brillantina de Sheila –Tu es le soleil y Love me baby-, o el rockabilly Brand New Cadillac, de Vince Taylor), los vestiditos camp, las citas cinematográficas y ciertos accesos al estilo folletinesco, todo esto atraviesa de punta a punta la película. Y aún así, llama la atención cómo convive este reservorio imaginario con cierta estética más actual, desde la alternancia entre hits setentosos con un score ambient muy a lo Sofía Coppola, hasta el uso de cámara en mano y el formato digital. En este sentido, colocándola junto a directores más contemporáneos, se podría decir que la fascinación de Verheyde por los rostros y esa forma tan fascinada que tiene de filmarlos, de tal manera que parecería que el mundo se detuviera con ellos, como si se movieran en ralenti, tiene mucho del cine de Gus Van Sant. Es en los rostros, en la fisonomía de cada uno de los personajes, donde se encuentra el punto más atrapante de la película. Todos los personajes son fisionómicamente hipnóticos, inmensamente atractivos al lente –no tanto (o, no sólo) en el atractivo físico, sino en una aura particular que se desprende de ellos-, desde la belleza triste, a lo Ana Torrent en Cría Cuervos que irradia el rostro de la protagonista, hasta la dureza combinada con cariño de Guillaume Depardieu y Benjamín Biolay (que es como una cruza entre Nick Cave y Benicio del Toro). Todos son deslumbrantes como figuras, como festín al ojo, pero también al corazón, y esto es lo que le da al film una vuelta a ese artificio que, en primera instancia, parecía colocarnos por delante Verhayde.

Publicado en La diaria el 2 de diciembre de 2010

jueves, 25 de noviembre de 2010

La pivellina (Tizza Covi, Rainer Frimmel, 2009)

Una clase de dignidad

Un milagro en miniatura. El año que viene, cuando vuelva a verla en el cable o en un dvd alquilado en la comodidad de mi casa, podré saldar cuentas y decir que quizás cada tanto se me va la mano con los calificativos, pero a pocas horas de ver La pivellina, parece que cualquier análisis o lectura de la película es un laberíntico camino que conduce a lo grandiosa que es. Y es curioso utilizar adjetivos como éstos, justamente por el perfil austero, poco vueltero y reducido del film. Porque si nos preguntan de qué trata la obra, básicamente no podríamos decir otra cosa que “una señora se encuentra a una niña abandonada y se queda con ella esperando a que la madre eventualmente le vuelva a buscar”. Entre ese encuentro y el hipotético retorno se traza un puente cotidiano, en el que la pequeña Asia de dos años (Asia Crippa, cuya actuación va más allá de lo que se puede decir de “natural”, porque realmente parece ser a cada segundo, ella misma, sin una noción clara de lo que es una cámara) va desarrollando su temprano vínculo con Patti (Patricia Gerardi), Tairo (Tairo Caroli) y Walter (Walter Saabel), quienes no tardan de encariñarse –cada uno a su tiempo- con “la pivellina”.

Si les llama la atención la no alteración de los nombres de los personajes, pueden ir tomando cuenta de parte del estilo cinematográfico de Tizza Covi y Rainer Frimmel, dos directores salidos del seno del cine documental, más que del de la ficción. Y es que la película fue filmada casi exclusivamente por ellos dos (en una reciente entrevista que le realizó Clarín, los directores señalaban que Frimmel suele estar detrás de la cámara y Covi controlando el sonido, y no mucho más, al momento de filmar), siendo co-creada con ocurrencias e improvisaciones de los mismos personajes/personas retratados. Especialmente complicado es trabajar con una niña de dos años, intentando que sea ella misma, pero al mismo tiempo un personaje, sin caer en la tentación de convertirla en esos aterrorizantes niños amaestrados de avisos de pañales. Cuando Asia ríe es que realmente encontró algo que le hace gracia, y cuando llora, bueno, posiblemente también sea por una buena razón (una razón a su medida). Al mismo tiempo, Patti y Walter llevan a pantalla su real ocupación como animadores de circo ambulantes (retratado de una forma radicalmente distinta a lo que podríamos esperar del voluptuoso universo circense de un Fellini), generalmente montando shows para un público que, por momentos, parece se limitara a ellos mismos. Dando este último dato, por momentos parecería la exposición de una realidad decadente rayana en lo deprimente, pero ahí es donde entra la fineza del lente de Covi/Frimmel, dotando todo de un naturalismo que nunca busca una particular complicidad con el espectador, ya sea en el enaltecimiento de cierto estoicismo de clase, o el triste camino del voluntarismo. La, en primera instancia gris y deprimente periferia romana, con sus casas remolques y ese perpetuo cielo encapotado (contrastando con el rojo del cabello de la protagonista), se convierte, sin alterar un ápice del entorno, en un mundo por momentos fantástico, lleno de pasadizos, laberintos y cuevas (como la escena en que Patti va a visitar la original casa de un hombre que vive a orillas de un arroyo, o cuando Tairo y su amigo deambulan por el pozo de construcción de un futuro complejo de viviendas). La comparación es harto inadecuada, pero en el mismo menoscabo que Harmony Korine encuentra un vehículo poético para retratar una sociedad sobreviviente o próxima a un Apocalipsis (estoy pensando, fundamentalmente, en Gummo), Covi/Frimmel lo convierten en un universo mágico, lleno de personajes de circo sin maquillaje, donde uno de los omnipresentes charcos que pueblan el extrarradio, se convierte, con la inclusión de unas botas de lluvia un sinfín de posibilidades.

Lo sorprendente de La pivellina es que desmonta la maquinaria imaginaria de de uno, mostrándole -si se tiene suficiente atención a sus propios afectos durante el transcurso del film- cuán ideológicamente contaminados son sus augurios y expectativas como espectador. A cada momento uno espera una catástrofe, conflicto, o una situación que los coloque a los personajes en su lugar de pobres, para intentar hacerlos hablar sobre su condición. La mayoría de las clases sociales se han parcialmente emancipado de un discurso que hablen por ellas en los films (incluso, muchas películas actuales se pueden tomar con total naturalidad algo tan inusual como la obscena riqueza de alguien), pero esta no suele ser la suerte de las clases pobres. Toda película centrada en personajes de clase pobre o trabajadora suele utilizarlos como puentes mediúmnicos hacia una denuncia social, la demonización, la caricatura, o el rescate de una austeridad expurgadora. La pivellina habla por sí sola, y si pudiéramos señalar un valor o emoción que trasmiten los personajes sería “dignidad”. No esa dignidad sacrificial, crística, que tanto les gustan citar a los curas y políticos, sino una dignidad cotidiana, natural, inconsciente. Personas que sólo necesitan cinco cuchillos, dos cabras y un poco de pintura roja en la nariz para montar un circo.

El momento más claro de esto llega en las instrucciones de boxeo que le da Walter a Tairo para defenderse de sus compañeros de liceo. En una misma enseñanza articula la ética de no golpear a un caído, la previsión de mantener con respecto al oponente un brazo de distancia, la libertad de enojarse y atacar a cualquiera que lo ofenda y la viveza criolla de despistarlo haciéndole creer que tiene otro detrás. En otras palabras, una guía de supervivencia. Una supervivencia múltiple que espeja la misma naturaleza del film: una película que es optimista sin ser ingenua y que es austera sin ser áspera, manteniendo equilibrio entre estos términos con la dignidad y elegancia de un trapecista de circo.

Publicado en La diaria en setiembre de 2010

viernes, 12 de noviembre de 2010

Pajaros Volando (Néstor Montalbano, 2010)

(Dándose de cabeza contra) la cuarta pared

Siempre ha habido mil formas de sacar rédito a una genialidad acontecida en el lugar y momento adecuado, y una de ellas es llevar personajes o historias acotadas a un guiño o breve sketch a los terrenos del largometraje. El gran problema de esta fórmula es que lo que funciona o se perdona en un corto, rompe los ojos y resulta casi intransferible en un largo, teniendo que enarbolar una historia suficientemente consistente que contenga de una forma orgánica a aquel concepto breve o golpe de efecto. Ejemplos hay varios, pudiendo citarse como muestra a la gran factura de películas salidas de sketches de Saturday Night Live. Tal caso nos sirve como registro de cuán mezquina y riesgosa suele ser dicha fórmula, encontrándose en la casi totalidad de sus versiones –siendo Wayne’s World (1992) posiblemente la única realmente buena y efectiva a nivel de cultura popular de toda esa extraña camada que incluye fiascos como Superstar (1999) , incongruencias como It’s pat (1994) y películas más bien irregulares como The Ladies Man (2000) y Los coneados (1993) - películas que quedan muy oscurecidas por la sencillez e inmediatez de las originales.

Lo primeroa lo que uno se anticiparía al publicitarse una película protagonizada por Diego Capusotto, es que la misma se basaría en alguno de aquellos personajes insignes que, sin ánimos de exagerar, se convirtieron en lo único culturalmente relevante –no enmarcado exclusivamente en lo artístico, sino en relación con el impacto social que generó- que ha producido la vecina orilla en los últimos años. La opción estaba debajo de la manga: algún largo sobre Pomelo cayendo en un periplo de decadencia para volver al éxito en un film de formato mockumentary del estilo de Spinal Tap (Rob Reiner, 1984), o, siendo más arriesgados, una versión de larga duración de Bombita Rodríguez, considerando el mayor metraje y producción que ha rodeado las últimas ediciones de este personaje en lo nueva temporada de Peter Capusotto y sus videos. Sin embargo, Pájaros Volando no toma ninguno de estos caminos y pretende, siendo fiel al manejo de metáforas, salir de la jaula, y tomar vuelo propio, fuera de juegos intertextuales con el famoso programa. Diego Capusotto hace de José, un ex rockero que habría acuñado un solo éxito en el pasado (el mismo que da nombre a la película) y que ahora vive una vida más bien desgraciada en Capital. La cosa cambia cuando llega de Córdoba un primo –Luis Luque- que solía ser batero de su banda antes de la disolución, y que actualmente vive en una especie de comuna hippie obsesionada con los mensajes de una fuerza extraterrestre. La película toma rumbo en la decisión del protagonista de irse a vivir con este personaje, descubriendo que es sólo la punta del iceberg de la fauna social de aquella zona.

En esta apuesta a despojarse primeramente de los personajes insignes, es que se percibe uno de los primeros traspiés del film. Curiosamente, el personaje interpretado por Capusotto es uno de los más deslucidos, reducido a algunas fugaces explosiones de genialidad, y actuando, extrañamente, como pie para el lucimiento de las otras interpretaciones. Ampliando un poco el lente, podría decirse que los personajes de Capusotto siguen estando, pero extrapolados en los otros personajes bizarros que se va encontrando: las conocidas críticas a lo reaccionario y utilitario dentro de la izquierda argentina se percibe en personaje militante fanático de la musica del altiplano, hay un imitador de Sabina que parece sacado directamente de uno de los nuevos personajes de Peter Capusotto y sus videos, o el Gaucho que aparece en “La fiesta del locro”, por momentos parece ser una especie de Micky Vainilla versión ruralista y con menos remilgos (aún). Es decir, todo sigue estando ahí, pero viendo la película, uno se da cuenta de lo intransferible que es la marca de Capusotto en estos personajes.

El otro problema es de formato en sí. Hay dos cuestiones -que en el fondo son parte de lo mismo-, que se pierden definitivamente a la hora de optar por una película de formato clásico: todo lo que en los programas de Capusotto –y sobre todo en lo que era Todo x dos Pesos y, ni que hablar, Cha Cha Cha- funcionaba por su apariencia de barato y agarrado de los pelos, en formato largo se vuelve artificial, daña la misma naturalidad con la que uno entra en la atmósfera del film. Esta relación posiblemente hable más propiamente de las relaciones del teatro con el cine: lo que no funciona en el teatro es una catástrofe en el cine, al tiempo que en lo primero, uno puede hacer concesiones arbitrarias con el espectador –por ejemplo, hacerles entender que esa barra de metal en el medio del escenario es un poste de luz o un árbol- mientras que en lo segundo, no tanto. Todo esto esta relacionado íntimamente con el otro punto fundamental a tratar, que es el juego del adentro y el afuera de la cuarta pared. Capusotto, tal como Olmedo en su momento, ha hecho de los quiebres de encuadre una de sus principales insignias, la misma que siempre hizo de sus videos algo inestable, al punto de su definitiva fragmentación, una especie de rayuela jugada sobre la cornisa que tiene en vilo al espectador. Cuando uno firma con los requerimientos del cine, las reglas son otras, y tales quiebres –que suelen darse exclusivamente de forma adrede en grandes películas de vanguardia o de forma accidental en películas porno o de muy baja calidad (estoy pensando en la intervención de Ron Jeremy en la terrajísima John Wayne Bobbit Uncut)- son más bien poco comunes y, más que nada, casi imposibles de realizar sin salir con algunos rasguños de tal maniobra. Nada de eso sucede en Pájaros volando, resultando ser una película de forma más o menos convencional. En otras palabras, la misma razón que hace que ninguna de las películas de Olmedo les pise los talones a lo que era No toca botón.

Las comparaciones son odiosas y quizás no sea justo poner en entredicho a Pájaros volando con el resto de la obra de Capusotto. Uno puede pensar que, después de todo, sigue siendo una película con buenos momentos, con una gran clase de naturalidad actoral que es la de Verónica Llinás y un mensaje final del estilo de “cada uno tiene el extraterrestre que se merece”, que no sólo resulta muy agudo, sino que cobra otra resonancia con la reciente muerte de Néstor Kirchner (¿cada generación tiene el Perón que se merece?). Quizás en películas como éstas, el último juez debe ser, justamente, las risas de las butacas.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El cine de Mike Leigh

Demasiado humano

En los últimos veinte años, el nombre de Mike Leigh se ha mantenido brillando como uno de los pocos faros creativos, una de las escasas estrellas del norte que ha guiado a nuevos directores en un terreno tan oscuro y perimido como la actual escena cultural inglesa. Hombre de teatro y televisión, retratista como ningún otro de la clase obrera británica, Leigh se ha caracterizado por films repletos de placas tectónicas en donde lo dulce y lo amargo se solapan y se sedimentan tan constantemente que uno nunca llega a tener plena conciencia de dónde está parado. Para quienes no lo conozcan o intenten revivir estas sensaciones, a partir del ocho de febrero, se inaugura en Sala Cinemateca un ciclo algo acotado, pero que sirve de modesta puerta de entrada al mundo de uno de los últimos grandes directores británicos.

El estudio del contexto de un director como Mike Leigh implica hacer una lectura emocional de la Britania de los últimos treinta años. La Britania de Thatcher, La Britania del desmantelamiento del Estado de bienestar y la desintegración de todo el constructor mítico que existía alrededor del partido laborista, del quiebre de los sindicatos, de la solidaridad social, de los vínculos igualitarios, de las comunidades industriales y agrícolas, la desintegración de la identidad masculina en la familia y la clase obrera; la Britania de los tres millones y medio parados, la Britania del aburrimiento, la Britania de los Sex Pistols y de The Fall, ese preciso y único lugar donde podrían haberse escrito por primera vez versos como There’s no future, there’s no future for you. Y sólo con eso sería igual de insuficiente. También habría que retrotraerse mucho tiempo atrás, a la angustia del Kitchen Sink Realism, a la Nouvelle Vague vendida como un producto tan indescifrable como atractivo para el paladar inglés, a las películas del cine de oro hollywoodense, a Laurel y Hardy, a Ricardo III, al paganismo, y así en un interminable cambio de lentes que terminaría igualmente impidiéndonos ver las letras más chicas del test de optometrista (como el trabajo que desempeña la morena Hortense en Secretos y mentiras).

Los comienzos

Para ser más pragmáticos, la vida de Mike Leigh, sus aproximaciones técnicas e ideológicas, pueden retrotraerse a sus primeros años de vida, como un niño judío de clase media constituida en un barrio de clase media para abajo. Tal como ha señalado en algunas entrevistas, esa diferencia económica y social –además de no compartir la mayoría de los gustos de sus vecinos, como el fútbol- lo convertían en una especie de extranjero dentro de su propio barrio, lo cual acentuó sus facultades observatorias, su fibra más antropológica. No es casualidad que muchos críticos piensen a la filmografía de Leigh como producto de ese sentimiento de culpa e inadecuación que habría llevado al director a intentar dar un lugar que siempre le había sido escamoteado a aquella sociedad a la que él nunca llegó a formar parte del todo.

Como había sido señalado arriba, Leigh se formó más como hombre de teatro que como cineasta, habiendo terminado secundaria para largarse a estudiar en la RADA (en español: “Real Academia de Arte Dramático”), donde nunca supo a ciencia cierta si estaba donde debía estar. De una forma u otra, su pasaje por la RADA en cierto punto le sirvió para poder delinear internamente aquel tipo de teatro al que no quería acoplarse: una idiosincrasia teatral en donde el actor es visto más como un instrumento interpretativo que como un participante creativo (sería interesante indagar qué opina Leigh de otro cineasta británico como Hitchcock, que creía que los actores eran básicamente vacas que habían que guiar de la mejor manera posible). En la misma RADA, la improvisación, técnica y recurso que marcaría su estilo por completo, estaba reducida a un minúsculo seminario de escasa seriedad programática. Es luego de salir de la RADA e involucrarse con otros colectivos y, más que nada, al ponerse en contacto con El teatro de la crueldad, de Artaud, y el de Samuel Beckett, que comienza a delinear finalmente, a la edad de veintiséis años, su identidad como dramaturgo. Uno de sus giros copernicanos es el grado de equidad del actor frente al director. El actor co-construye el personaje con el director por fuera del libreto, no sólo desarrollándolo a partir de retazos de su propia biografía o una biografía inventada (el estilo característico de “El método”, de Lee Stressberg), sino haciendo propias investigaciones de campo, de las situaciones políticas y socioeconómicas de los mismos, lo que permitía alejar la nutrición interpretativa por fuera de un centro gravitacional solipsista, y que lo lanzaba a deslizarse por las diversas órbitas del entramado social. Por así decirlo, su teatro –y futuro cine- social comenzaba a delinearse.

El Método

El debut cinematográfico de Mike Leigh se produjo con Bleak Moments, donde se comenzaría a percibir, de forma incipiente, las principales características del cine del inglés. Como características fundamentales predominan los tonos grises y pálidos del mundo trabajador, con una secretaria hastiada de su rutina que se involucra en una serie de extrañas e incompatibles relaciones amorosas. Luego de ésta vendrían muchas más, principalmente acotadas en lo que respecta a su presupuesto, generalmente reproducidas directamente en la BBC en un famoso programa llamado “Play for today” (en donde, en sus más de trescientas obras originales y catorce años de salida al aire harían aparición otros directores como Ken Loach, Alan Clarke y Lindsay Anderson). Las películas de esta era son complicadas de conseguir aún via Internet, pero señalan un elemento fundamental para la comprensión del cine de Leigh: un cine que, al ser transmitido por televisión, es desde su kraft y horizonte de valores, tan abierto para el público más cinéfilo como para las clases populares.

Mucha gente tiende a pensar que la mayoría de las actuaciones en las películas de Mike Leigh se desarrollan por pura e irrestricta improvisación. Pensar esto es un craso error. Lo cierto es que Leigh trabaja sin guión, pero todo lo que se despliega delante de cámara ya ha sido formulado y reformulado por el director en cofradía con sus actores en talleres de improvisación individuales y grupales que se desarrollan antes de la filmación en sí. La construcción de estos personajes, por lo tanto, precede o da sentido a la trama misma, y convierte al film en un producto más democrático, fuera de la fuerza centrípeta del autor. En todos los personajes de Leigh hay un background, un constructor vital y emocional que nunca llega a mostrarse ni nombrarse (por ejemplo, nadie tiene una noción totalmente clara de lo que fue la relación de Johnny con su ex novia en Naked, sin embargo la misma está jugando perpetuamente en el film), pero que se mantiene como un magma que moldea e intenta escapar por algún agujero de las capas que conforman a los mismos. Un personaje no sólo se crea a través de una prehistoria común, un elemento proteico a la trama; puede surgir de un gesto, algo que surgió de manera inesperada en los ensayos. Tal como dice Kundera en La inmortalidad “un gesto no puede ser considerado una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que a sólo a él corresponda); ni siquiera puede ser considerado como un instrumento; por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones”. Precisamente en este elemento gravitacional de lo gestual radica otro de los grandes errores de interpretación del cine de Leigh. Sus films están comprometidos con la realidad, hablan sobre problemas de determinado grupo social de una forma muy honesta, por lo que podría considerarse un cine realista. Ahora bien, muchos suelen confundir el realismo con el naturalismo. El cine de Leigh, como ha sido dicho, es un cine realista pero no podría estar más lejos del naturalismo que le adjudican otros. Sus personajes se caracterizan precisamente por gestos, como pueden ser los desesperantes tics del personaje de Nicola en La vida es dulce (1991), o los de Annie en Career Girls (1997), registros sonoros agudos (la voz punzante de Brenda Blethyn en Secretos y mentiras -1996), la forma y flujo verbal (la logorrea del memorable Johnny de David Thewlis en Naked -1993- o su simpática antítesis, Sally Hakins en La felicidad trae suerte -2008), o la misma complexión física (como los dos hijos obesos en Todo o nada -2002). Tal como en el cine de Cassavetes, no es una mímesis de la realidad lo que se busca, sino algo que en su exageración, en su velocidad, en su amplificación, muestra algo más humano que lo humano, una verdad o la emoción presentada en su material en bruto. Lo que importa no reside en los neutrones del núcleo, sino en la velocidad, la energía que despliegan los electrones en perpetuo movimiento alrededor del mismo. Lo que más le interesa a Leigh es un cine más allá de la naturaleza y el propósito, no la imagen final del fresco, sino las texturas, casi el placer táctil de este exceso de vida que suele percibirse en sus personajes. Todo esto es algo que cobra sentido cuando uno percibe que el imprinting cultural de Leigh toma, tanto del cine de Beckett como del vaudevil más farsesco londinense, tal como había sido señalado arriba. Por otro lado, la misma idea de retratista social tiene que someterse a revisión. Cuando Leigh habla de una fontanera, cuando Leigh habla de un obrero, de un vagabundo, no habla de los fontaneros, del movimiento obrero, sino de esos precisos e irrepetibles personajes. La idea de lo social en el cine de Leigh es menor y a la vez mayor a la suma de sus partes, una renuncia a una concepción arborescente de totalidad, el abrazo de lo colectivo como multiplicidad, al amor, la fraternidad y el odio que se despliega entre esas multiplicidades.

Films más que films

Las cuatro películas que se van a exhibir en Cinemateca son posiblemente una inteligente muestra de lo que es el cine de este director. Nos encontramos con Secretos y mentiras, la película que terminó por consagrarlo como director (a pesar de que ya había ganado notoriedad con La vida es dulce en 1991) y que es posiblemente el mejor de los films para comenzar con su filmografía (además de una colección de personajes completamente entrañables como el fotógrafo Maurice, con un discurso catártico al final del film que puede ablandar hasta al más duro espectador –y que curiosamente es bastante similar al pronunciado por el mismo actor encarnando al protagonista de Todo o nada. Career girls suele presentarse como una película menor, pero está lejos de serlo, no sólo por su estupendo montaje en paralelo de dos épocas de vida distintas que transitaron unas amigas que no se ven desde hace seis años, sino por una serie de claroscuros imprevisibles –propios de la resurrección arqueológica de cualquier vínculo- que dotan al film de muchísimas dimensiones. Después está Topsy Turvy, que es más que nada un ejercicio de Leigh en su formato de grandes producciones (la película costó diez millones de dólares) recreando los entretelones de la era victoriana. Finalmente, La felicidad trae suerte, último film del director, es una obra atípica y deslumbrante por apartarse por primera vez de ese tegumento ligeramente amargo que había en sus películas y convertirla en una celebración a la vida (nunca tal término ha sido usado de manera tan justa y legítima). La gran ausente sea Naked (posiblemente su obra maestra), que quizás aprovechando su reciente edición en DVD merezca una nota individual aparte, por ser una de las más intrigantes y duras películas que se hayan hecho en los últimos veinte años.

Quizás para dar cierre a la nota sólo bastaría por señalar un pequeño, pero fundamental detalle de la protagonista de La felicidad trae suerte. Poppy es una mujer engañosamente ingenua, que siempre esta sonriéndole a la vida, intentando generar vínculo con otros (desde libreros y niños hasta vagabundos psicóticos). Un personaje así a mucha gente podría molestarle, al tiempo que a directores como Lars von Trier se le caería la baba pensando en las formas que podría hacerlo descender hasta el último de los infiernos. Pero nada de esto pasa en la película. Lo que obtenemos de todo esto es un film que no es sólo un film, sino una nueva forma de existencia, una declaración de principios que confía y apuesta a lo más humano de todos nosotros. Por esas mismas razones, puede entenderse a Leigh, no sólo como un retratista, sino como un obrero, un constructor de lo social.

Publicado en La diaria en febrero de 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

Pedro Saborido, guionista de Capusotto, visitó Montevideo


La sociedad del espectáculo

La semana pasada, y en el marco del Festival de Escuelas de Cine, Pedro Saborido, productor y guionista de Peter Capusotto y sus videos -uno de los fenómenos televisivos más relevantes de los últimos tiempos (por lo menos en nuestra región)-, pisó nuestras tierras para dar una conferencia, intermediada por Carlos Tanco. Saborido se ha convertido en el talento (casi) secreto del programa de Diego Capusotto, pero ya era un veterano del oficio de guionista humorístico antes de conocer a dicho comediante; desde fines de los años 80, Saborido colaboraba con cómicos como Tato Bores y Mario Sapag, estando más relacionado con un sentido del humor más “convencional” cuando conoció a Capusotto en el set del legendario programa Cha Cha Cha. Luego, en compañía de éste y de Fabio Alberti, crearía el efímero pero recordado Todo por dos pesos, del cual saldría su asociación actual con su compañero creativo, con quien creó personajes como Violencia Rivas, Pomelo y Micky Vainilla, entre muchos otros.
Al finalizar la conferencia aprovechamos un breve espacio en el que los dos anfitriones salieron a fumar para realizar una entrevista sobre varios aspectos que han hecho a dicho programa lo que es.

-Reviendo estos años en los que Peter Capusotto y sus videos se convirtió en lo que es, más allá de las virtudes propias del programa, da la impresión de que uno de sus puntos fuertes es un entremedio que le permite adaptarse a sensibilidades completamente distintas. Por ejemplo, un interjuego constante entre los 60, 70 y el presente.
-Sí, tiene una base ahí, pero nosotros sentimos que hablamos constantemente sobre nuestra adolescencia, nuestra infancia, pero también de nuestra adultez. Entonces aparecen todos los elementos mezclados. Una cosa que siempre nos llama la atención es que muchos padres lo ven con los hijos, que no es exclusivo de la juventud. Hay pibes de ocho o nueve años que lo reconocen… en ese sentido creo que es un programa transversal, o que nos salió así. No nos propusimos hacer eso. De cada sector social o generacional hay un pedacito de gente que nos ve, y quizás porque no está hecho desde ningún estudio de marketing. Es como si fueras un artesano -no quiero que esto suene tan así-, como si fueras un tipo que pone una mesa y “esto es lo que tengo yo”, que venga el que tenga que venir. No pensamos mucho en quién lo va a ver. Lo hacemos y el que pueda se acerca y si no, no. No es “sólo humor pasado de rosca”, porque también hacen chistes guasos, no es sólo humor absurdo, también hay otras cosas. Va barriendo todas las instancias.

-A nivel político por momentos se ubica en ese punto intermedio, como con Bombita Rodríguez. Vos mencionabas en un momento que, ya quitando solemnidad, se está haciendo crítica.
-Sí, estás por lo menos luchando contra eso, porque le quitás la solemnidad, que es lo primero en cómo se defiende algo, una institución. La solemnidad hace que vos no la puedas cuestionar, o que no la puedo cambiar. No pongo esto como si el programa fuera un hecho revolucionario para nada, pero desde algún lugar lo primero que te tiran cuando vos querés cambiar es el respeto que le tenés que tener, y a veces ese respeto se confunde con miedo, y por lo tanto no te podés acercar o cuestionarlo. Cuando aparece el amigo Tanco, que se presenta acá y que viene a fumar al lado nuestro, mucho de lo que me hablan deduzco por oficio que a mucha gente le gustaría decir lo que dice él, o que lo piensa y no lo puede decir.

-Es que el humor ha funcionado como el pequeño y sucio inconsciente de la sociedad
-¿Sabés lo que pasa? A vos en el terreno de la fantasía se te permite todo porque es tu fantasía. En el decir, más o menos. Y en la acción, menos todavía. Si ahí aparece alguien que medianamente piensa o que dice algo que al otro se le hubiera ocurrido pero que no quiere decir porque teme quedar mal, automáticamente se identifica con ello, porque es algo que necesita que alguien diga. Por algo lo escuchan, por algo se identifican, y por algo al señor [a Tanco] le dicen Desbocatti. Supongo, por dos o tres chistes que hizo él con todo el tema que pasó en la Argentina [en referencia a la muerte de Néstor Kirchner y la multitudinaria procesión de aquellos días], que en algún lugar se toca con Violencia Rivas, el personaje. Una especie de animalidad. Y vos fijate que eso está puesto en alguien que está borracho, que está medio loco, o que está totalmente sacado, o que es punk, o que no se come ninguna. El tipo diplomático diría todo de una manera tan correcta que no generaría el mismo efecto.

-Más en Uruguay, donde lo políticamente correcto es mucho más pesado que en Argentina.
-Sí, pero también es más pesado porque en proporción, para mí, es una sociedad más politizada, con mucha más conciencia política que en Argentina. Más frívola es Argentina en cuanto a cómo habla de política. En Argentina se ha mediatizado tanto la política que se habla de ella como fútbol, con la misma liviandad. Básicamente cualquier papafrita que más o menos sabe moverse en cámara se puede crear un personaje político a partir de los medios. Cuando ves lo que tiene de construcción política atrás no tiene nada. Suponete, Patricia Bullrich es una persona bastante conocida en el ámbito político argentino y atrás no tiene nada.

-Carlos Tanco: Por no hablar de De Narváez.
-Claro, totalmente. Creo, intuyo que en Uruguay todavía el tipo que aparece como político tiene una construcción política atrás. Después nos ponemos a discutir de lo que hace una construcción política o lo que sea. Pero medianamente el tipo por lo menos estudió, como quien dice.

-Es como las historias de las nuevas vestimentas del rey. Nadie dice nada hasta que un niño grita “¡el rey está desnudo!”. En ese punto es interesante cómo Peter Capusotto y sus videos generó con personajes como Pomelo un cambio, no sólo en cómo se percibe lo político, sino también lo musical.
-Por ahí lo que pasa con el personaje o lo artesanal es que alguien te sintetiza un montón de cosas que tenés dando vuelta pero que no… Mirá, él [Tanco] hizo un chiste ayer que no lo pensé, pero yo tenía una imagen parecida, sólo que a mí no se me ocurrió un chiste. Cuando miro por televisión allá a Mujica, caminando despacito, digo “guau, mirá a Mujica, mucho más grande, mucho más viejito, vivió mucho más tiempo que éste que tenía 15 años menos y se murió antes”. Pensé nada más que esto. Pensé “mirá, el viejito éste de 75 al final ve cómo alguien que podría haber sido casi su hijo al final se muere”. Nada más, y él hizo un chiste acerca de eso ayer, él lo convirtió en un chiste. Imaginate a alguien en el velorio que le dice a la viuda “Mire, al final Mujica estuvo diez años debajo de un pozo y mire cómo está, y éste se fue antes”. El tema es fundamentalmente cómo lo contás. Por ahí un montón de gente tuvo esa pequeña noción viendo eso, pero hay un chabón que la agarró y la colgó en el ángulo.
Es así. No quiero ser muy pretencioso con esto que voy a decir, pero tu manera de ver las cosas te termina llevando a esto, porque lo único que te queda en la vida es esto. No sos más ni menos, pero sos el que se encarga de sintetizar en pequeñas grajeas todo lo que está desorganizado en discurso en la gente.

-Es el punto eminentemente político que hace al programa.
-Claro, cuando hacés Micky Vainilla, que empezó como un chiste, terminás sintetizando el pensamiento de lo que a un montón de gente le pasa con los monos, con los negros en Argentina. No sos Hitler porque no organizás cámaras de gas, pero tenés tu pequeño Hitlercito adentro.

-Micky Vainilla es un personaje que tuvo una evolución más interesante en la nueva temporada, porque su fascismo pasó de ser algo eminentemente claro y a la mano a ser un discurso conciliador pero más hondamente fascista aún. Un cambio de eje hacia lo posmoderno.
-El tema es que ya existe todo eso. Por ejemplo, en Argentina hay un GPS que te dice “zona peligrosa” cuando entrás a determinado barrio. El tipo igual concilia, lo trata de aceptar, pero no lo quiere aceptar.

-¿Eso tiene algo que ver con el macrismo, en cierto punto?
-No lo hicimos por Macri, pero el problema es que te das cuenta de que hay macrismo y el macrismo es eso. Vos ves la foto de Macri con una nena de una villa y lo notás tenso. Está el tipo con la nena y pensás: “Este tipo se va a lavar las manos después”. El discurso del otro te va construyendo tu discurso. Vos tenés al presidente de la sociedad rural, a Biolcati, hablando de la pobreza y te preguntás cuándo le importó la pobreza, pero al tipo no le queda otra que hablar de la pobreza. Macri no es tan importante como el hecho en sí de que haya salido Macri. O tenés a De Narváez, que una vez que pasa el fenómeno de que ganó las elecciones hoy no mueve a nadie. Es como un hit radial. Viste, como las bandas que tienen un sólo tema y después, ¿dónde estan?

-Lo que mencionabas hoy es que entra Peter Capusotto como un programa de humor en un momento en el que ya no hay programas de humor.
-Sí, porque el humor está diluido en todo. El comentarista de fútbol hace chistes, el relator del noticiero hace chistes, todos los programas tienen esa cosa demencial que son los reidores. Con tanta gente intentando hacer cosas con gracia, el humorista tiene que hacer una imitación o algo que lo destaque. Si estamos todos jodiendo y haciendo chistes, ¿qué mierda hace el humorista? Básicamente desapareció el género de programa de humor. No sé, tenemos a Gasalla que aparece en el programa de Susana, a Tinelli lo pueden ver… es un tipo que está parado arriba de una pirámide de acróbatas chinos y cambia el programa según viene la mano. Por momentos toca el humor, por momentos toca el reality, los programas de danza, pero dejó de ser un género humorístico.

-Peter Capusotto vino a llenar algunos vacíos televisivos que habían quedado del humor, pero no se habla tanto de lo que son sus videos musicales en sí, y la forma en que éste aparece justo cuando MTV u otros canales referentes prácticamente dejaron de pasar videoclips en su programación.
-Claro, un videoclip donde vos te pongas a escuchar la música, y no un show de sandías que vuelan y efectos especiales. Básicamente nunca elegimos videoclips en los que no veas un recital. Vamos a apreciar la música y el programa se la banca.

-El mero hecho de poder ver en televisión abierta a Captain Beefheart y Public Image Ltd en un programa de televisión es un hecho bastante revolucionario en la programación...
-El resto lo vas a ver en cualquier lado. Eso es un poco la filosofía con la que van esos videoclips. A Sting lo ves en cualquier lado, la idea es compartir otras cosas que no están en la agenda televisiva de primera mano. Peter Capusotto está ubicado como si fuera un show de varieté: un número cómico, un número musical, como si estuviera editado en la manera más bruta posible: música y humor, como si fuera lo más obvio del mundo. Como un teatro de revista.

Publicado en La diaria el 8 de noviembre de 2010

viernes, 5 de noviembre de 2010

The social network (David Fincher, 2010)

Mitología 2.0

Cuando escuché la idea de hacer una película sobre la creación de la red social facebook (con sus famosas querellas legales y cierta construcción sobre la compleja persona del joven billonario Mark Zuckerberg) me pareció una movida tan oportunista como suicida. Oportunista porque, además de aprovechar el envión de uno de los sucesos tecnológicos que más hondamente ha penetrado en la cultura del último decenio (quizás no tanto por sus aspectos técnicos o novedosos como por su omnipresencia), el proyecto se podía encaramar en esa nueva reconstrucción cool que se ha hecho de lo nerd, algo de lo que puede hacerse responsable a la expansión del universo indie en crecientes parcelas del mundo informativo (sobre todo el virtual), cinematográfico y musical (admitámoslo, nunca en la historia ser nerd tuvo tanta onda). Por otra parte, suicida, porque hacer de la construcción de un sitio web el corazón temático de una película, evitando tanto achatar la historia a la mera anécdota, o en el lado opuesto, no caer en hacer un film inentendible para cualquiera que no tenga un doctorado sobre programación informática, requería cierto virtuosismo en lo que refería a la construcción narrativa del film.

Es en este último aspecto que entra David Fincher y disipa por su sola presencia muchas de las dudas que podrían generar estas premisas. Porque Fincher es, posiblemente, uno de los pocos prodigios cinematográficos en lo que se refiere a la construcción narrativa en el cine norteamericano actual. Es un director que se caracteriza por la perfección estructural de sus obras, no tanto (o más bien, “no sólo”) en lo técnico, sino en cierta intuitiva distribución de lo emocional, que hace de la película un kraft perfectamente pulido, pero que casi nunca se vuelve frío, previsible, o repetido. Como prueba de esto sólo habría que ver la maravilla de película que es Zodiaco (2007), un policial irresuelto de dos horas y media, completamente moroso, monocromático y con una muy esporádica distribución de escenas de acción, que logra mantener la intensidad desde el comienzo hasta el final (sólo se me ocurre como competidor, en su relación intensidad/acción/información a Todos los hombres del presidente –Alan Pakula, 1976). La red social no es una excepción y logra ser, en sus dos horas de duración completamente cargadas de información –una virtud que no sólo hay que adjudicársele a Fincher y al guionista Sorkin, sino a la excelente actuación de Jesse Eisenberg, con una verborragia capaz de intimidar al más hábil actor de una screwball comedy- una película inteligentísima, sólida, elegante, pero por sobre todo, atrapante.

Cuestión de códigos

Las numerosas analogías (tanto para la positiva como para la negativa) que se hacen entre el Mark Zuckerberg de Fincher y el Charles Foster Kane –o, para ser más precisos, el William Randolph Hearst- de Welles parecen, cuando menos injustificadas. No tanto por lo estrictamente cinematográfico (en algún punto hay cierta similitud entre esa elegante construcción a base de flashbacks y distintos testimonios que toman cuerpo en los dos juicios a los que se somete Zuckerberg), sino por las diferencias inherentes del sistema económico y distribución de la información entre dos épocas. Más allá de esto, uno de los aspectos más interesantes de la película -y que no fue muy ahondado, al menos en la mayoría en las numerosas críticas que leí- es la película como escenario de luchas entre el mundo tecnologizado y atado al vértigo virtual y los ritos primitivos, encarnados en los extraños códigos morales de Harvard (que colocan en disyuntiva a los gemelos Winklevoss que disputan a Zuckerberg la autoría sobre Facebook –los dos interpretados por Armie Hammer, logro tecnológico que agarrará desprevenido a más de uno) y las distintas pruebas de iniciación que algunos personajes (sobre todo el socio y único amigo de Zuckerberg y eventual demandante, Eduardo Severin) deben atravesar. Sí, es una historia sobre los vericuetos de la megalomanía, sobre el resentimiento y los particulares movimientos internos detrás de cada creación (en ese sentido, volviendo a la inexacta comparación entre Ciudadano Kane y La red social, podría decirse que Erica Allbright -Rooney Mara-, es algo así como el Rosebud de Zuckerberg), pero más que nada sobre ese colapso inminente entre dos códigos, los diferentes puntos de desubjetivación que produce el contacto entre estas dos estructuras (pero que a la vez terminan en sus choques, polinizándose mutuamente). David Fincher está obsesionado con los códigos, no sólo con los de programación (como se puede mostrar en este film), sino con los mismos que rigen los vínculos humanos. Todas sus películas están encabezadas por protagonistas reales, fantasmales o imaginarios que intentan demostrar y poner a prueba el mismo código, no transgrediéndolo de una forma propiamente dicha, sino mostrando sus límites en su cumplimiento más descarnado. En Se7en (1995) tenemos al asesino que elige a sus víctimas de acuerdo a los pecados capitales de La divina comedia y cómo él mismo se ofrece en acto sacrificial a la fuerza policial como escena última que cierra dicho sistema de códigos. Zodíaco es una película construida casi exclusivamente en base al sistema de codificación y decriptación entre un asesino y su perseguidor. En El club de la pelea (1999), son las mismas reglas del club la que dan carnalidad al Tyler Durden, y no viceversa. En este sentido, en este compromiso último con el código, pero exponiendo sus fallas o su diabólica carnalidad en propio acto o escenificación, hacen de Fincher, un director esencialmente perverso.

El valle de los mitos

En esto último radica el atractivo principal de La red social, pero particularmente, del Facebook en sí. Lo que hace a Facebook lo que es, no está circunscrito en su conectividad, sino, justamente en su exclusividad. La posibilidad de rechazar o no aceptar la solicitud de amistad del otro es lo que realmente conforma una comunidad, en tanto la conformación de un otro diferente le da consistencia a un yo, o más que nada, a un nosotros. En el capitalismo tardío, el verdadero capital se vuelve la información, y es, no en la democratización, sino en el secreto y la exclusividad, en las contraseñas y los firewalls donde se introduce el sistema de cortes al flujo, generando los registros y stock, que da consistencia a la misma información como mercancía.

Por otro lado, la historia de facebook es construcción mítica, posiblemente la última mitología empresarial del siglo reciente, y también es narrada como tal. Posiblemente las cosas no hayan sucedido tal cual se nos cuentan, posiblemente las casas del Silicon Valley sean tan divertidas como se las pinta y posiblemente las groupies de genios informáticos aún no millonarios sean tan sexies –habría que ver, en ese sentido, si tiene algo que ver con esta construcción mítica la elección casi exclusiva de chicas asiáticas-, pero justamente, la forma en que es relatada también hace a sus múltiples puntos de vista y sus inherentes deformaciones.

Solicitud de amistad

Pero toda mitología necesita de un héroe, y en este sentido entra en particularidad el protagonista construido por Jesse Eisenberg. Es complicado encontrar en el cine moderno –sobre todo en el norteamericano- un personaje tan difícil de querer y a la vez tan atractivo. Zuckerberg parece entenderlo todo, leer por encima y a través de los códigos, no sólo informáticos, sino sociales y encontrar agujeros del mismo sistema en donde instalarse o saquear, pero es incapaz de actuar por fuera de esa codificación, como un ser humano con sentimientos y necesidad de contacto social. Todo su accionar es una fuga hacia delante, y nunca hay un momento en donde realmente esté disfrutando por lo construido. Hace de amigos variables, x que pueden ser sustituidas por y de todo tipo. Y aún así es interesante, divertido, hasta querible. En útlima instancia, Zuckerberg puede considerarse tanto un triunfador como un perdedor. El pudo construir un club privado, gobernado por sus propias reglas, pero a la vez dentro del mismo sistema es donde encuentra las mismas puertas que no puede cruzar.

publicado directamente en El pijama de Hepburn.

El hombre de al lado (G. Duprat y M. Cohn, 2010)

Medianeras

Las películas sobre vecinos y sus conflictos se han convertido ya en un género aparte. El registro es variado, desde el estilo clásico de comedia disparatada, hasta su construcción desde el terreno de lo ominoso, sobre la cuál podríamos tomar como ejemplo insigne a El inquilino, de Roman Polanski (de hecho, El inquilino -1976), junto a Repulsión (1965) y El bebé de Rosemary (1968) forman una especie de trilogía de terror de apartamentos, donde los vecinos adquieren una dimensión de otredad persecutoria que pocas veces ha sido retratada con tal contundencia en alguna manifestación artística). Las películas sobre la vecindad y la forma de vincularse suele hablar mucho más sobre la ciudad que sobre los personajes en sí. En ese sentido, detrás de toda las vueltas psicologistas de lo que es un proceso psicotizante, El inquilino en el fondo es una película sobre la enraizada xenofobia en Francia. Pero este tipo de películas no sólo hablan sobre la subjetividad de sus habitantes, sino sobre su arquitectura, y la forma en que ella traza formas de sentir y vincularse. Es ahí donde El hombre de al lado (G. Duprat, M.Cohn, 2009) adquiere otra dimensión, más allá del conflicto más visible entre la clase alta –sobre todo la intelectual, cool- con las clases populares –posiblemente recientemente ascendidas, como es el caso de Víctor. Leonardo (Rafael Spregelburd) es un exitoso diseñador, responsable de un sillón ergonométrico ganador de un montón de premios y menciones en bienales. Toda su vida está concentrada detrás de los muros de la Casa Curutchet, única obra de Le Courbousier en el continente americano, pero, más fundamental a lo que hace el análisis del film, prácticamente la única construcción de una sola fachada, limitada por medianeras, que figura en el historial del arquitecto. La vida de Leonardo parece apacible, pero más que nada, ordenada, algo que se potencia con el tono aséptico de aquella casa que originalmente fue pensada para oficiar de hogar y consultorio médico (y de la cual el señor Curuchet, a quien Le Courbousier le diseñó personalmente la misma, se fue al poco tiempo, considerándola excesivamente fría e incómoda). Sin embargo, lo que comienza siendo un mero problema ligado a una ventana demasiado directa a su casa construida por su nuevo vecino Victor (Daniel Aráoz, espectacular en su papel), comienza a adquirir nuevas proporciones, dando visibilidad a un montón de asuntos que rondaba a la vida del protagonista.

El crecimiento de una ciudad que parece parirse a sí misma constantemente como es el gran Buenos Aires –la película está emplazada en La plata-, desde sus crecimientos al extrarradio como los improvisados apilamientos de las villas miserias del conurbano (creciendo de a poco en lo vertical, diferente de los asentamientos uruguayos, que suelen extenderse a lo largo), parece tener en la medianería uno de sus elementos más significativos. Los edificios en Buenos Aires suelen estar organizados de acuerdo a números –que, naturalmente, indican los pisos- y letras, que parecería señalar la categoría de los apartamentos, siendo A y B los que cuentan con mejor la mejor vista, luz y espacio y F, G, o letras más lejanas en el alfabeto, para los edificios que dan al contrafrente y pozos de aire, de habitaciones más pequeñas, en peor estado y con menos luz natural. Esta seriación alfabética detenta una forma de ordenamiento social, que podría hablar de la cimentación de Argentina a base de ciudadanos de clase A o ciudadanos de clase B (y lo otros, los G, los H, los I). A todo esto se encuentran los apartamentos que dan a la medianera, que parecerían ser, más que el último escalafón de este ordenamiento ciudadano, un espacio ocupado que escapa a esta forma de registro en el orden simbólico. El argentino Gustavo Taretto parecía abocarse en su corto Medianeras (2005) a un análisis interesantísimo sobre este aspecto de la vida porteña (lamentablemente malogrado por la inclusión de una posible historia de amor que suaviza una película que podría haber sido, de intentar ser presentada en un tono más documental y frío, un potentísimo alegato sobre la alienante vida en una capital de apetito antropófago), mostrando estáticamente gigantescos espacios de hormigón donde se diseminaban, disimuladamente, pequeños huecos, mínimas aberturas que señalaban la búsqueda de aire de un montón de habitantes invisibles, intentando buscar luz y sol en sus habitaciones ciegas.

El vecino de Leonardo parece colocarse en esta categoría de ciudadanía creada de facto, por fuera de las leyes. Victor, nervioso, avasallante, “grasa”, irrumpe en la tranquilidad de la familia de Leonardo como un síntoma, con la fuerza de esa otredad radical de monstruo de la ciencia ficción (su presencia suele estar mediada más por los sonidos del martilleo que por su propia presencia física, como los pisotones de un Tiranosaurio Rex). Su presencia es ese hueco oscuro que da a la casa de Leonardo, un agujero recóndito inescrutable, que por la forma en que está tapado parecería, por momentos, más que un agujero, un ojo (con sus párpados dispuestos en forma vertical). ¿Qué es ese hueco? ¿Es un ojo ajeno que mira a la vida de Leonardo, o es, como en El inquilino, la misma mirada de Leonardo vuelta hacia sí mismo? Tomando esta línea, edificados sobre registros diametralmente diferentes, El hombre de al lado tiene muchísimo de Caché escondido (Michael Hanecke, 2005). Las cintas de video que llegan a la casa de Daniel Auteuil y Juliette Binoche, registran, durante más de una hora, el mero porche de la casa. Así también, no hay nada que específicamente vea Víctor, pero la mera presencia de la mirada inlocalizable, y como tal, panóptica, de la cámara o la ventana, hacen que, de forma completamente especular, los personajes se miren a sí mismos, adquiriendo visibilidad y consistencia la hipocresía y los sucios secretos sobre lo cuales están sostenidas sus vidas.

El agujero, la ventana tapada de Víctor parecería ser el lugar donde traspasa la luz que ilumina y hace visibles las miserias humanas de Leonardo y su familia, llegando un punto en donde comenzamos a preguntarnos quién es el verdadero psicópata. La frigidez careta y cool del protagonista parece diametralmente opuesta a esa vida directa, extrema y sexualizada de su antagonista, y sin embargo incidentes posteriores nos indican que la diferencia entre los dos es sólo una cuestión de formas, en otras palabras, las dos caras del mismo espejo que es Argentina.

Publicado en La Diaria el 1ero de noviembre de 2010

Policia, adjetivo (Corneliu Porumboiu, 2009)

La tiranía de la palabra

Policía adjetivo es un film paradigmático en su condición de película de tesis. Es una obra sobre la que posiblemente se disfrute más escribir sobre ella que mirarla. Y también posiblemente sea una obra por la cual muchos espectadores odiarán al crítico o cinéfilo que se las recomendó. Porque la última película de Corneliu Porumboiu (quien debutó con la genial Bucarest 12:08), tal como lo hace Jeanne Diellman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Ackerman, 1975) con la alienación de la vida doméstica, habla sobre la burocracia, pero reproduciendo sus tediosos procedimientos en el mismo metraje del film.

La tradición de policías y detectives en el cine suele desarrollarse en dos polos opuestos: el policía más noir, de motivos oscuros, generalmente realzado desde defectos propios (una larga lista que incluiría muchos de los mejores papeles de Humphrey Bogart, Robert Mitchum y Ralph Meeker); y por otro lado, el policía o detective robótico, perfecto, de subjetividad borrada (la tradición suele inclinarse más hacia el primer tipo, de construcción más chandleriana, pero en este otro caso pienso en protagonistas como el de El samurai –Jean Pierre Melville, 1967). Sin embargo, algo particular de la película rumana es que el protagonista no se coloca en ninguno de estos dos paradigmas. Podría decirse que Cristi (Dragos Bucur) es, ante todo, un empleado público, y su labor es seguida con una cámara generalmente estática y monótona, en todas sus actividades diarias, más allá de su labor detectivesca. Al protagonista se le ha encargado seguir a un adolescente del que se sospecha consumo y tráfico de hachís, y en su rutina de monitoreo por un momento parecería que se agregaran unos eslabones a la cadena y fuésemos nosotros quienes espiáramos al policía. A diferencia de nuestra formación de espectadores, va una hora del film y no ha pasado absolutamente nada digno de mención: sólo jornadas de vigilancia que se eternifican en planos incómodos y estáticos que harían ver las escenas más lentas de Cache, escondido, una película de Darren Aronofski.

El punto de quiebre (o al menos, lo que podría llamarse “punto de quiebre” en un material tan aplanado) es la petición de la dirección de agilizar procedimientos y armar una redada. Cristi prefiere seguir investigando y sabe que si se apresa al adolescente –que parece, más allá de consumir algo de hachís con sus amigos, un pibe tan normal como poco interesante- podría hacerlo quedar en cárcel largo tiempo, posibilemente arruinándole la vida por una ley que en todo el resto de Europa ya fue levantada y que posiblemente en Rumania no perdure muchos años más.

Porumboiu demuestra una tendencia a dar un golpe de sentido al final de sus películas, y esto ocurre cuando Cristi se enfrenta, junto a su compañero de oficina, al jefe de su sección. En este encuentro, grabado en una sola toma fija de más de diez minutos, la película condensa toda su significación político-ideológica que venía gestándose casi subterráneamente en el transcurrir del rodaje. El jefe, completamente cínico e intimidante, enfrenta al protagonista de una forma gélidamente lógica, instándole a que busque en el diccionario cada palabra que dice. De esta manera, palabras como “conciencia”, “ley”, “moral” le vuelven a su enunciador como un boomerang, dejándolo, por así decirlo, en un callejón sin salida semiológico en el que no le queda otra que actuar de acuerdo a una ley que el no comparte, pero de la que es representante.

En esa lógica representante-representado, significante-significado, se muestran las arbitrariedades de la nomenclatura, que en un comienzo parten de juegos casi inocuos (como la divertida -ya podría decirse, aunque suene un poco feo, porumboiuana- charla sobre posibles apodos que podría recibir ciudades de Rumania para resultar más turísticamente atractivas, o la discusión entre Cristi y su pareja sobre términos gramaticales que la Real Academia Rumana cambió), pero que luego devienen con significaciones políticas. Lo que haría de Policía, adjetivo algo insostenible, casi una mala broma, para el gran grueso de los espectadores, es que Porumboiu no está interesado en la acción, en el desenlace catártico propiamente dicho, sino en lo que se produce en la misma enunciación del relato. Es Porumboiu en este sentido, un director derrideano, en tanto está interesado, más que en la historia y los conceptos, en la construcción y deconstrucción de los mismos. Así como en Bucarest 12:08, en determinado momento nos damos cuenta de que tras la pelea en cámara de ciertas figuras que estuvieron en la famosa plaza rumana donde cayó el régimen de Ceaucescu, realmente no sabremos qué fue lo que realmente ocurrió allí, en Policía adjetivo tampoco importa el desenlace policial o develamiento del supuesto crimen. En el cambio de foco, vemos que lo que realmente le importa al director rumano son los procesos de producción de verdad (en el caso de su ópera prima) y los procesos de producción de ley (en esta nueva película). Todo lo demás, es relleno.

Cualquiera que siga esta recomendación, siéntase libre de enviar una nota de queja a la diaria luego de salir del cine, pero Porumboiu demuestra, una vez más, que Rumania se ha convertido en cuna de uno de los cines más inteligentes de los últimos años.

Publicado en La diaria el 11 de octubre de 2010