viernes, 14 de septiembre de 2012

Mi padre Baryshnikov (Dmitri Povolotsky, 2011)



La libertad importada

Boris tiene catorce años y asiste al más importante conservatorio de danza de Moscú, cuna de los más grandes bailarines del teatro Bolshoi. A diferencia del resto de sus compañeros, Boris está un paso más atrás, no sólo en lo que refiere a físico, sino también a fuerza, técnica y habilidades sociales (a esto le agregamos ser judío en la Unión Soviética –caracterizada por un largo historial de acciones antisemitas-, detalle que no parece pasar inadvertido por la mayoría de sus profesores y coetáneos). A este difícil marco social, se le agrega el detalle de no haber conocido a su padre, cuya identidad es férreamente mantenida en secreto por su madre, quien parece pasar sus días alternando entre amantes que conoce en clases de inglés y tours en los que trabaja como guía.

La vida de Boris –pese a no conmiserarse demasiado con su presente, intentando a todo momento encontrar variantes y soluciones-, se mantiene en una meseta de pequeños fracasos, hasta que da con una cinta que cambiará su vida. El vhs contrabandeado por uno de los amigos extranjeros de su madre es la película Noches Blancas (Taylor Hackford, 1985), hito de los 80’ protagonizado por Baryshnikov, en donde cada movimiento parece darle a Boris fugaces, pero intensos destellos de otro mundo posible. La obsesión por el film lo lleva a ensayar una y otra vez todos los movimientos, intentando mimetizarse con su ídolo (y mejorando notoriamente en su baile). Luego de serle señalado por un amigo el parecido que hay entre él y Baryshnikov, el chico va construyendo una ficción en la que se asume como hijo del bailarín, mentira con fines prácticos que se la termina creyendo, similar a lo que ocurría con otro niño con respecto a su madre en El chico que miente (Marité Ugás, 2010),  también exhibida este año en Cinemateca.

Las referencias a la irlandesa Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) resultan más que evidentes, sobre todo en aquellas escenas del niño bailando desquiciadamente en su cuarto o en espacios públicos. Sin embargo, lejos de meramente señalar el tópico en común (el baile como un espacio liberador y de autoafirmación personal), habría que repasar lazos aún más profundos. Un ejercicio siempre fructífero –además de entretenido- es aislar alternativamente el marco social del arco argumental, haciendo un intercambio entre figura-fondo. Con este tipo de lectura, Billy Elliot no es otra cosa que un drama político materializado en un hombre que se ve obligado a elegir entre dos marcos identitarios y de referencia (el de padre/familia, o el de huelguista/sindicato). Mi padre Baryshnikov, por su parte, es un retrato mucho más evidente del fin del comunismo, cuando no una celebración lisa y llana del capitalismo.

Baryshnikov es persona non grata en la Unión Soviética por haberse escapado e instalado en Estados Unidos; su nombre está prácticamente prohibido en el conservatorio. La cinta con la que se deslumbra Boris –al igual que el resto de sus compañeros- es un elemento de contrabando que en el fondo no se diferencia demasiado a la mercadería que traspasa y vende a rusos ávidos de las maravillas del occidente. Paralelamente, el mismo Boris capitaliza la realidad política de su país vendiendo artículos soviet kitsch –prendedores, petacas, camisetas de la CCCP- a ingenuos turistas. Es así que tanto el marco de referencia, como las aspiraciones a la libertad (justamente es lo que parece ver en Baryshnikov, aquello que hace mella en su psiquismo) están íntimamente relacionadas con el comercio, con la apertura al mundo mercantil (y sin saberlo, también es el punto donde Boris hace contacto y recrea la vida de su verdadero padre). Una vez que uno asume esta premisa, comienza a ver cómo en todos los aspectos, el tema del comercio termina siendo lo que atraviesa longitudinalmente todas las acciones y vínculos sociales de Boris. Ejemplos de esto se pueden ver en la frase “un verdadero hombre trae carne a la casa” –carne que logra traer a cambio de cigarrillos Marlboro-, o la conquista fallida a su compañera de clase por medio de jeans Levis.

Sin embargo, el punto central donde se nota el papel del capitalismo como terreno de la libertad, se da justamente en la resolución del argumento, la manera en que Boris logra estampar su nombre en el teatro Bolshoi. El mensaje del film, la forma de resolver el presente de esa persona ya consagrada en el arte de la danza que nos habla en voiceover (imposible de enlazar con el torpe bailarín que es Boris), justamente señala la liberación del mercado como escenario de cumplimiento de los deseos. La escena de baile final –con obvias referencias a Flashdance- no es el retrato de un logro personal, sino un Caballo de Troya capitalista, metido en el corazón de la refulgente Perestroika.

Publicado en la diaria el 14/9/12

No hay comentarios:

Publicar un comentario