martes, 3 de junio de 2014

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

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La espera del siluro

En la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, un grupo de nudistas homosexuales acuden al lago Sainte-Croix para retozar en su pedregosa orilla, aprovechando el agua calma, pero más que nada, el tupido bosque que parece levantarse morosamente detrás. Armada en base a episodios que dotan a la cinta de una cierta circularidad, cada nuevo día parte de un plano general, en el que el director, de acuerdo a la cantidad de automóviles que hay en el improvisado parking, da una idea de la fluctuación de público dentro de ese mismo espacio.

Convertido en un centro de encuentros sexuales, el bosque actúa como un costado alternativo del espacio más abierto de la orilla, pero entre los dos lugares hay como una continuidad plácida, como si todo estuviese sumergido en el mismo sincretismo letárgico. Nada parece alterar la pausada rutina de los bañistas y los amantes, imbuida en un silencio que es similar al de la superficie calma del lago. Es en esa misma superficie plácida e indiferente a la existencia de los hombres donde Franck (Pierre Deladonchamps), el protagonista del film, presenciará un asesinato perpetrado por Michel (Christophe Paou), un hombre de bigote (parece una mezcla más delgada entre Burt Reynolds y los dibujos de Tom of Finland) codiciado por la mayoría de los allí presentes. Es curiosa esta premisa, porque, si bien existe una considerable cantidad de thrillers eróticos en el que el objeto del deseo es posiblemente el asesino (piensen en la mayoría de las películas de Sharon Stone durante la década de los noventa), casi siempre el principal resorte es la cuestión de si el amado es realmente el culpable, algo que carbura la culpa con la duda, expandiendo las tribulaciones del protagonista –y, naturalmente, de nosotros espectadores. Sin embargo, el perfecto plano fijo en el que Franck ve, a lo lejos, cómo lo que parece ser un juego en el lago termina siendo un ahogo provocado, no parece elevar mucho campo a la duda: nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, no hay un solo corte, ningún posible rashomon cinematográfico o vuelta de tuerca que nos permita instalar algún grado de ambigüedad entre lo que vimos y sucedió.

Es así que  el asunto deja de ser concretamente el conocido “whodunit”, para volcarse en el tema de la obsesión de Franck sobre alguien que no sólo fue responsable de una muerte, sino que también podría ser un futuro perpetrador de la suya. Con un particular interés por mantener a las figuras centradas en cámara  -el corte del eje axial fijo a veces hasta parece coquetear con el estilo de Wes Anderson, pero con una atmósfera radicalmente distinta-, el retrato de la obsesión personal, entremezclada con la indiferencia radical del entorno –es de gran poder la imagen de las ropas y la toalla del asesinado prácticamente pudriéndose en la orilla sin que a nadie le llame la atención-, por momentos nos retrotrae al cine de Michelangelo Antonioni, haciendo de El desconocido del lago una especie de versión gay de L’avventura (1960).

Sin embargo, parece agitarse algo más allá del asunto del asesinato. En un espacio cerrado (no hay ninguna escena filmada por fuera de esa zona), donde el público, salvo el investigador policial, es invariantemente gay, la alternancia entre bosque y lago y las escenas de sexo que suceden ahí parece una forma cifrada de lo que ocurre más allá del argumento de thriller. Sorprende, en una primera instancia, la forma desapasionada y distante con que el director filma los encuentros sexuales. Con un estilo casi utilitarista, la gente deambula por el bosque y con un solo gesto o mirada queda fijado el encuentro, realizado en silencio, pero levemente a la vista de todos los allí presentes (los matorrales y arbustos tapan más bien poco, pero a nadie parece molestarle demasiado). A esta cuestión cuasi mecánica, sin embargo, sorprende cómo las escenas de sexo entre Franck y Michel son mucho más detalladas y sensuales, no escatimando detalles, introduciendo pocas elipsis, movida como por un ímpetu a registrarlo todo (algo que también sucedía en las escenas sexuales entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle).
De alguna forma, la placidez y frialdad con la que se documentan estos encuentros se rompe a partir, justamente, de la distante escena del asesinato ¿Pero cómo se articula este asesinato con ese algo más de lo que parece decir, quizás sintomática, y no concientemente, la película de Alain Guiraudie? El desconocido del lago es, sin lugar a dudas, un producto de su época. Estamos en la primera decena del siglo XXI, el SIDA no retrocedió, pero sus efectos devastadores fueron paliados por medicamentos más efectivos y una progresiva concientización e inclusión social a sus víctimas (todo esto, obviamente, tomando la perspectiva de los países desarrollados), y a su vez, los gays han ganado –al menos en Francia y otros países europeos- un lugar de respeto y apertura que, pese a no llegar a un grado último de consolidación, era impensable para los años ochenta. Efectivamente, en la película, salvo algún comentario menor del policía, no parece haber una particular animosidad hacia los gays, y todo parece suceder de una forma transparente, endogámica y sin subterfugios. Sin embargo, justamente el costado de este mundo demasiado adaptado, por momentos maquinal, asexuado en su misma proliferación del sexo, es que surge el asesinato. El crimen, en cierto punto parece en la película una especie de sucedáneo del SIDA, algo que pone un quiebre en una liberación total, volviendo a instalar el terreno de la prohibición, pero no el de una prohibición moral, sino de circulación sexual. En la película hay una línea de esto en cómo Franck elige tener sexo sin protección con Michel, a quien ya reconoció como asesino (mientras que en otra escena la posibilidad de sexo con otro personaje se vio frustrada por la ausencia de preservativos).


El crimen parecería entrar en escena en el film para dislocar un sistema circular sexual y así habilitar el deseo del protagonista, o el deseo a secas. Citando a Baudrillard en uno de sus artículos de Pantalla total –escrito en 1987, tiempo en el que el SIDA seguía haciendo estragos: “Frente al peligro de una ingravidez total, de una insoportable levedad del ser, de una promiscuidad universal, de una linealidad de los procesos que nos arrastraría al vacío, esos torbellinos súbitos que llamamos catástrofes son los que nos preserva de la catástrofe. Estas anomalías, estos fenómenos extremos recrean zonas de gravitación y densidad contra la dispersión total”. Esa catástrofe a la que se refería Baudrillard era justamente la de la transparencia total, la del desfondamiento radical de lo sexual, la norma, o la salud. No es, específicamente un tema de la comunidad gay, es un tema del sexo en sí mismo, elevado a su máximo grado de transparencia y su extremo más radical del orden. Michel, saliendo del agua y aproximándose hacia el centro de la pantalla es, casi por así decirlo, un agente de homeostasis para mantener un desequilibrio que permita subsistir al deseo, o quizás al mismo sexo. Michel, en definitiva, ocupa en El desconocido del lago el lugar de aquel siluro (un bagre gigante que puede llegar a los cuatro metros) del que se Franck habla con miedo: un resabio casi bíblico, un emisario de un antiguo desequilibrio, esperando en el fondo del lago. 

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