lunes, 11 de julio de 2011

Un cuento chino (Sebastián Borensztein, 2011)

Un cuento argentino

A no engañarnos, Un cuento chino es todo sobre Ricardo Darín, sobre la cantidad de veces que puede decir “la puta que lo parió”, sobre su cara de bajón y enojo siempre a una delgada capa de la superficie que tanto le rindió en sus películas más insignes (Nueve reinas -2001-, El hijo de la novia –Campanella, 2001- , El secreto de sus ojos –Campanella, 2009-, entre otras). Sebastián Borensztein parece saber esto a la perfección. El pulso de la película, así construido, más que a base de un hilo dramático que se irá desanudando, parece estar sostenido sobre cada una de las incursiones de Darín, la forma en que hace su gracia, esa palabra o gesto que mantiene a la gente expectante y demandando a cada momento una nueva ración. Esto no pretende ser, de ninguna forma, una crítica explícita al actor argentino. Más allá de esas “punch lines”, Darín logra darle al personaje más de una dimensión de la de amargado, y esto puede tener que ver con lo que le dice en determinado momento la enamorada Mari (Muriel Santa Ana, quien también lleva el papel con mucho oficio), enumerando algunas de las cualidades del protagonista, por momentos opuestas, pero que conviven de forma creíble y natural en su representación en pantalla. Lo único que podría plantearse como riesgo a la carrera de Darín es eso que ha ocurrido con la mayoría de los actores más populares de Hollywood (dígase Al Pacino, o Robert de Niro): el terminar haciendo de sí mismos.

La película comienza en un lago de China con Jun (Ignacio Huang), pronto a proponérsele a su enamorada, cuando imprevisiblemente cae del cielo una vaca, matando instantáneamente a la pobre mujer. Esta intro pronto entendemos que se encarama con uno de los hobbies principales de Roberto, que es el de comprar atados de diarios de todo el mundo y dedicarse a recortar noticias asombrosas. Más allá de esta simultaneidad, la casualidad o el destino los juntará cuando Roberto se cruce con Jun, quien acaba de llegar a Argentina, siendo robado ni bien pisó tierra y con la única referencia de la dirección de un tío tatuada en su brazo. Llevar al chino a esa dirección parece una actividad relativamente sencilla, pero claramente la trama resultará un poco más complicada que aquello.

Más allá del velo de las anécdotas extrañas (casi siempre recreadas en el film con el uso de efectos digitales que le dan un aire a, por lo juguetón y por sus filtros, Amor eterno, de Jean Pierre Jeunet), Un cuento chino termina siendo, en definitiva, cine costumbrista argentino. A diferencia de lo que podría esperarse, que la incursión de un chino sirva para introducir algunos aspectos de dicha cultura en la historia, su presencia marca, más que nada, una otredad sobre la que se va a desplegar todo lo más típicamente argentino (las referencias tanas, el asado, la ferretería antigua). Borensztein parece invertir el espejo y lo que quiere es mostrar a los argentinos bajo el espejo de un extranjero. Es por eso que no sería muy atrevido retitular al film “Un cuento argentino”.

El otro gran tema del film es la discusión casualidad vs. destino. Casi todos los eventos relatados en los periódicos que recorta Roberto pueden ser vistos y explicados desde esos dos prismas. Darín representa la visión secular y tendiente a las explicaciones mecánicas (o en su defecto, la resignación del azar) del occidente, mientras que Huang, sin decirlo explícitamente, representa en su misma carnalidad, las ideas sobre el destino del oriente. Esta discusión se podría elevar a lo cinematográfico en sí, a la forma en que el director nos cuenta su historia. Es en este punto donde puede pensarse que el título es bastante acertado al desarrollo de la película, ya que Borensztein parecería nunca ocultar del todo las costuras, viéndose las casualidades, o muchas veces las explicaciones de las mismas, desde el artificio. Es como si armara aquellas complejas máquinas de estímulo-reacción diseminando elementos que nunca dejan de volver a aparecer y generar efectos, como el caso del policía, los vecinos, o el repartidor chino. El único de estos artificios que falla, más que nada por lo innecesario, es la explicación histórica que se le da a la amargura de Roberto, una cita a la guerra de las Malvinas que entronca de una manera poco convincente al tenor emocional del film, una amargura frente a la que hubiera sido preferible que bastase por sí sola, sin necesidad de explicaciones y concesiones.

Este pasado puede estar representado en el fondo repleto de trastos y porquerías en la casa de Roberto. Jun, desde que llega, por accidente o por mandato, se encarga de limpiar o destruir estos elementos del pasado que mantienen al argentino atado, sin capacidad para amar o vivir alegremente (a muchos les divertiría pensar aquello desde ciertas referencias del budismo zen). Esta última moraleja, termina confirmando lo que es la obra de Borenzstein (¿o podríamos decir de Darín?): un cuentito que puede servir para quien quiera ser llevado de la mano en un sendero sin demasiadas bifurcaciones y peligros.

Hierba de búfalo (Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor, 2009)

Los últimos cowboys

Hace tan sólo unos días, la noticia del descubrimiento de un montón de negativos pertenecientes a Ansel Adams, fue portada en muchos medios especializados. La historia es en sí interesante, ya que Rick Norsigian, un pintor de Fresno, California, se había encontrado con unas cajas de negativos en aquellas famosas ventas de garage de dicho país, en donde terminó adquiriéndolas por cuarenta y cinco dólares, tras regatearlas desde el precio original de setenta. Quien le vendió tan preciado material se debe querer matar, considerando que, luego de algunos años realizando investigaciones con expertos en arte forense, se determinó la autoría de Adams y todo el conjunto de negativos se tasó en cerca de doscientos millones de dólares.

La noticia viene al cuento porque Ansel Adams es posiblemente uno de los fotógrafos paisajistas más importantes de la historia, específicamente la de Estados Unidos, donde gran parte de las representaciones del oeste han sido construidas sobre aquellos documentos de un lugar y una historia estampados sobre sales de plata. Eventos como el ya mencionado parecerían exhumar al presente sitios o lugares que han permanecido sepultados en el inconsciente popular, y en este sentido puede considerarse al cine como uno de los medios nigrománticos por excelencia. El retrato del oeste, aquel más asociado a las cadenas montañosas de Colorado, de los vastos desiertos verdes y gigantescas empresas de transportación de ganado, ha sido bastante fluctuante (especialmente luego de finalizada la época de oro de los westerns), desde Río Rojo hasta Brokeback Mountain, como si su imagen se recompusiera con películas que aparecen cada tanto, para dar una nueva pincelada al lienzo. Es en esta tradición, pero al mismo tiempo, estilísticamente lejos de ella, que aparece Hierba de búfalo. El documental, filmado por la pareja de antropólogos Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor, está construido en base a una cámara morosa, que a todo momento mantiene casi intacta la ética de no intervenir frente al elemento de estudio. Es así que la película, por fuera de la embriagante fotografía de las montañas de Montana, nunca recurre a un score musical, y prácticamente no mantiene diálogo con ninguno de los protagonistas. En este punto, algo interesante a mencionar es que casi íntegramente durante la primera mitad del film, el rol protagónico permanece invertido, ya que el verdadero protagonista es las tres mil ovejas del rancho, próximas a ser llevadas a pastar en praderas públicas del Oeste, mientras que los hombres, aquellos vaqueros a la vieja usanza, son reducidos meramente algo que se agita en el background. Es interesante hablar de aquel conjunto de animales como un personaje, ya que en el film, si hay algo que queda claro es que no existe tal cosa como una oveja. Por el contrario, las ovejas se presentan integradas a un flujo, como si el rebaño fuera una fuerza o un megaorganismo, una especie de sinóforo que va mutando y cambiando de forma como la membrana de una célula.

La segunda mitad se descentra de los animales y pasa al drama de los vaqueros, dos personas solitarias que deberán mantener lo más intacto posible al rebaño, escalando montañas y protegiéndolo de los ataques de osos pardos (particularmente impactante es la escena en que la cámara los filma desde lejos, en la espesura de la noche, viéndose sólo unos ojos iluminados que trepidan en el horizonte). Ante este estilo despojado y ritmo de fluido constante, muchos pensarían que la película puede resultar tediosa, pero, curiosamente, los directores se encargan de aportar ciertas imágenes que van recargando los cartuchos emocionales a medida que el rodaje se despliega. Tenemos el caso de un cordero recién nacido, al que se lo viste con la piel recién extraída de otro que acaba de morir, para que la madre de este último confunda sus olores, dejándolo mamar de ella. O también está el retrato de los perros pastores, que a pesar de serles completamente fieles a su amo, terminan comiendo los restos de una oveja que fue devorada por un oso.

La vida de los vaqueros también está lejos de ser meramente plácida, y en eso vemos cómo uno de ellos, en una charla telefónica, desesperado por lo extenuante de su tarea grita: “¡Me gustaría poder disfrutar estas montañas, en vez de odiarlas!”.

El film concluye con el fin del verano, y podríamos preguntarnos si esta llegada del otoño no coincide con el ocaso de una actividad que en no mucho tiempo parecería sólo existir mediante sus retratos en films o fotografías. Sea cual sea la voluntad de los directores (la película siempre parece escaparse a la metáfora fácil, uno de los elementos que la preserva sobria, pero también honesta), lo único que parece inmortal es esas montañas, aquel cielo, aquellas cañadas.