domingo, 26 de diciembre de 2010

Los senderos de la vida (So Yong Kim, 2008)

Escalas

Jin (Hee-yeon Kim) y Bin (Song-hee Kim) son dos pequeñas hermanas que, tras el abandono de su padre, son enviadas por su madre a la casa de su tía, esperando encontrar a su pareja en un viaje bastante incierto. La película, articulada de forma episódica, abandonará un arco argumental demasiado definido y se centrará en pequeños aconteceres y peripecias de estas dos niñas, desde su vida en la casa de esa tía alcohólica y notoriamente incapaz de poder mantenerlas, a su posterior envío al campo, donde viven sus abuelos.

Pese a lo triste y conmovedor de la situación (a lo que la ternura de las dos niñas viene al pelo), la directora So Yong Kim (más conocida por su trabajo multipremiado In between days -2006) siempre mantienen una adecuada distancia, prefiriendo un tono observacional, en donde las niñas se desenvuelven de una manera naturalista, en vez de cierto artificio cargado de banda sonora o encuadres o giros argumentales que potencien el dramatismo. Aún así, más allá del aparente naturalismo, hay mucho kraft en la película, sobre todo en lo que refiere al montaje y los encuadres de las niñas, con una cámara que siempre parece seguirlas, claustrofóbicamente fija a los rostros, estilo que por momentos deja fuera de cuadro a un montón de objetos o personas que intervienen en escena, pero que, lejos de ser un recurso incómodo y molesto al espectador, intenta ponerse del lado de la mirada de las niñas, en esa condición de nunca poder ver todo lo que se está enarbolando a su alrededor (como en el momento de encuentro entre la madre y su cuñada, en que, colocados a la altura de las niñas, no logramos ver qué sucede en algunos incómodos silencios que e suceden). Exactamente fiel a eso, las niñas –y nosotros- parecieran que sólo pudieran ver el mundo a través de una rendija, esa misma rendija que puede ser el agujero del chanchito-alcancía, el que su madre les dio, justo antes de irse, diciéndole “cada vez que le hagan caso a su tía, ella les va a dar una moneda. Cuando tengan la chanchita llena, yo voy a volver”. Jodida psicología parental que marca los planes y proyectos de las niñas, que intentan llenar la alcancía, valiéndose de recursos tales como la venta de saltamontes asados o hacer cambio en puestos ambulantes (cambiando monedas grandes por más chicas, a modo de precipitar el llenado del chanchito), acto que, al igual que un montón de detalles en el film –en cierto punto, una obra articulada en torno a gestos y pequeñas referencias simbólicas/poéticas- habla de esas niñas como objeto que circula, objeto cuyo único fin es colmar algo sin fondo y de lo que no se tiene en claro qué es (la canción final que entonan lúdicamente las hermanas habla un poco de esto).

Otro de los elementos poéticos que circula es ese árbol seco plantado en un montón de escombros y barro seco, que de cierto modo da nombre a la película (“Montaña sin árboles”, que en su traducción al español se optó por la pelotuda “Los senderos de la vida”), que habla sobre esas expectativas condenadas al fracaso de las niñas y que se acopla perfectamente a esa estructura de escalas que atraviesa toda la obra. Justamente, en este interjuego de escalas, es que el mundo, sin encajar ninguna prótesis fantasiosa, siempre tiene un tono de cuento de hadas, por más que el estilo es contundentemente realista. Por varios de estos elementos, se podría hablar de un film incuestionablemente honesto y engañosamente sencillo. Sin embargo, se le ve, en cierto modo, la marca de fábrica Sundance, del estilo de Richardt o Bahrani, algo que no necesariamente lo hace algo malo o poco auténtico, pero que sí, a uno que suele ver todos los estrenos que circulan por Cinemateca 18, por momentos le encuentra los hilos del marionetista. Más allá de este último capricho de quien escribe, Los senderos de la vida no deja de ser una película pequeña que, por momentos, dice grandes cosas.

Publicado en La diaria el 23 de diciembre de 2010

viernes, 17 de diciembre de 2010

Malpaso- La estática del infierno (Tony Park Records, 2010)

Epitafio

Malpaso ya no existe más. Lo había augurado su cantante, Marco Tortarolo un año y medio antes de la fecha de defunción, pero el resto del pueblo lo tomó como un loco, como a uno de aquellos borrachos que saben algo demasiado importante para su propio bien, que suelen aparecer en sus canciones (pienso en el librero de El Tony Park, pero perfectamente podrían ser otros). Pero sí, un año y medio después se cumple el vaticinio y, mal que le pese a muchos, Malpaso da su último concierto oficial en la Sala Zavala Muniz (para peor, con fecha pospuesta, fruto de uno –otro- de los muchos inconvenientes de ADEOM) y presenta, junto con la entrada, un libro-disco-epitafio llamado La estática del infierno. Más allá de lo novedoso de la presentación en librillo (coqueteando con el formato comic, que parece, en base a sus dibujos, seguir una historia paralela, por más que en ellos, cada tanto pueda haber una representación de algo mencionado en la letra), la elección parece absolutamente coherente, considerando la tradición narrativa de las letras de Malpaso. Ya El Tony Park ha vuelto al pueblo se articulaba como una colección de relatos dispersos sobre una cosmogonía creada por la banda, un pueblo que era como una Santa María con tintes más demoníacos, en donde Marco se dedicaba a contar lo que más sabía: historia de marineros, putas, asesinos pasionales y locos. En el caso de este disco, por más que ya no esté el Tony Park presente, se puede invocar el dicho de que las ciudades no existen, sino que son tan sólo un estado de ánimo. Sin embargo, cuando citamos a Santa María, uno podría pensar en cierta puesta en escena, la construcción de cierto personaje que hace ofrenda a cierto pasado mítico (pienso, por ejemplo, en Melingo, cantando en ese por momentos incómodo lenguaje de tanguero en pleno siglo XXI), pero la voz de Marco, sobre todo en este disco, habla sobre cosas y suena de la manera que podría entenderse y sonar la voz de cualquier contemporáneo golpeado por cierta lucidez desesperada.

Epitafio o carta de suicidio, cuando uno se enfrenta ante determinado testamento, no le queda otra que interpretarlo, y para ello se tiene que lanzar como detective a pequeñas minas desperdigadas y enterradas en el camino de su historia. En este sentido, La estática del infierno tiene, en muchos aspectos, el papel de algo que culmina y da sentido a un trayecto. Malpaso, habiendo comenzado sus caminos, quince años atrás, con una estética mucho más gótica y post-punk que se hacía notar en Hard in the Kaos, nunca pudo, por más que cambiara su imaginería y fuentes de referencia (ese sonido que fue incorporando, primero a Tom Waits y Nick Cave, luego a Edmundo Rivero y al folclore general) despojarse de cierta marca de nacimiento romanticista en la conformación de sus letras. La bella muerte, así, siempre aparecía, pero es justamente en este disco donde parece jugar la última jugada de ajedrez. En lo que refiere a lo estrictamente musical, incluso, se puede notar un proceso de despojamiento, dándole cada vez más relevancia a la guitarra y, sobre todo, a la batería y percusiones de Alejandro Caper, que parece que fuera un corazón hipertrofiado que marcara, no solamente el ritmo, sino la atmósfera misma del disco. Pienso en este caso canciones como Arena en los ojos, con ese ritmo de marcha militar, o la intensa y entreverada Sushi Night, que parece ir por momentos tan rápido que parecería que el mismo pensamiento le pisara los talones a la voz del narrador. Malpaso fue podando su sonido hasta quedarse con el registro más punk, algo que parecía bastante lejano en su disco predecesor, Todo sobre el amor. Esto, además de ser un acierto de la banda, que históricamente pecó de cierto barroquismo a la hora de componer y grabar sus canciones (las post producciones de los mismos, casi siempre caseras, siempre fueron muy irregulares en cuanto a objetivos y resultados), también se encarama con el concepto mismo de la obra que bien definió Tortarolo, en una reciente entrevista publicada en la diaria, en la que decía que si el anterior álbum se llamó Todo sobre el amor, este perfectamente podría llamarse Todo sobre el odio ¿Odio hacia qué? ¿Odio de quién o quiénes? Es en este punto donde uno puede aventurarse y arriesgarse en ese terreno de lo meta musical, o donde la obra puede hablar un poco más sobre la banda en sí. La amistad con la puta muerte “tu odio y el mío se buscan, de encuentran, se miden, se miden la fuerza”, señala el proceso de fragmentación, el comienzo del fin. Todo el enojo que puede decir un cantante al final de una carrera está, atraviesa longitudinalmente todo el disco.

Quizás uno busca a la fuerza señales de despedida, pero quizás es solo eso, la muerte, como una puta tuerta enojada a la cual uno termina encontrando (o siendo encontrado por ella). Que una banda termine su último disco con una canción tan escandalosa y radical como “Igual que ahora”, con sus versos “Un día nos encontraremos, yo te invitaré un café. Luego de charlar un rato nos iremos a un hotel. Cuando Estemos en la pieza, te cortaré la cabeza. Para poder contemplarla la pondré sobre la mesa. Luego yo te haré el amor por este agujero del cuello y tu me vas a mirar, pero no me vas a ver. Igual que ahora, igual que ahora, igual”, es una forma de despedida, pero ya no por la puerta de atrás, sino por la puerta principal, interrumpiendo el brindis, rompiendo a patadas la entrada, empujando a mozos y dejando tras de sí, sólo una estela de silencio. Así, tan súbitamente como termina ese tema. Para Malpaso, es la mejor de las despedidas posibles.

Publicado en La diaria el 17 de diciembre de 2010

viernes, 10 de diciembre de 2010

La hermana menor (Bizarro, 2010)


El espejo astillado

Pretender partir de cierta concepción lineal a la hora de abordar a una banda como La hermana menor es una labor harto engañosa. Hablar sobre su historia es como hablar sobre una nación de los Balcanes: hay mutaciones, guerras, cambios de nombres, titulaciones, saqueos, y diferentes versiones de lo ocurrido. Entre todo esto, el único eje fantasmal que continúa y que atestigua de lo que ha sido La hermana menor, es Tüssi Dematteis, único integrante fijo en lo que han sido sus variadas formaciones. Luego de Todos estos cables rojos (2007), se produjo otro de los acostumbrados recambios. Se fueron Franco Di Gregorio y Mauricio Figueredo y se incorporó al teclado Ezequiel Rivero (integrante de la, por aquel entonces activa, Amelia) y en batería y percusión se añadió la genial dupla de Pablo Sónico (The Supersónicos) y José Nozar (Buenos Muchachos). Más allá de lo innovador de estas incorporaciones, la banda suena mejor engarzada que nunca, como si tocaran juntos desde hace años. En la primera escucha esa es una de las particularidades más evidentes del disco: es el álbum donde La hermana menor suena más homogénea, más como banda. A diferencia del Ex (2003) , cuyo sonido sufría un poco en el trabajo de postproducción, y de Todos estos cables rojos –un disco excesivo por dónde se lo mire, no sólo en su extensión (lo que le daba cierto aire irregular), sino en la multiplicidad de registros y picos emocionales-, Canarios (disco a ser presentado este sábado a las 21:00 hs en Espacio Guambia, junto a la banda Tres Pecados) es evidentemente más pop (con, por momentos, cierta sensibilidad pop francesa, o incluso lounge), sonando más pulido y cuidado que nunca. Las guitarras de Juan Sacco y Marcelo Alfaro nunca se entendieron mejor, en un diálogo constante lleno de brillo. Incluso los estallidos de violencia que en otros discos ocurrían de forma más imprevisibles, como brotes psicóticos, en el último disco parecen ordenados (una visita a Dionisos cada dos temas más armónicos, como es el caso de las estaciones “Casanova rojo”, “Tesla Boys” y “Mi rifle sanitario”). Podría decirse que por esta misma razón, Canarios, si bien está lleno de emoción, no llega a los niveles de intensidad de su predecesor (que contenía, además de su propuesta más extrema, una cierta dimensión hímnica en temas como “Bandera azul”, “Inútil”, o “Ray Ban Blues”), siendo, no un álbum frío, ni cerebral, sino astuto, como quien maneja una fuerza natural de la manera más propicia a sus planes. Y, curiosamente, su costado más pop viene de sus incorporaciones, algo que no llamaría tanto la atención de Ezequiel Rivero (que en su labor de producción ha demostrado un don particular de volver más pop a casi todos los proyectos en que ha trabajado), pero sí de los dos bateros, de tradiciones más rockeras, pero que calzaron como un guante en ese nuevo sonido de la banda.

Mayorcitos

Esta astucia ya mencionada adquiere otro sentido al notar que Canarios es el disco más evidentemente maduro de la banda. No “maduro”, en el sentido de un cierto estado de desarrollo e inteligencia adquirida que lo separase de una disposición menos armada o ingenua del pasado (tal noción evolutiva tendría poco que hacer en la poca linealidad histórica que se venía hablando más arriba), sino a lo más propiamente concerniente de la “adultez”. Porque Canarios es, posiblemente, el primer disco donde Tüssi Dematteis muestra, por primera vez, sus credenciales. En Ex, tanto como Todos estos cables rojos, se manejaba en un registro casi mítico, en donde el tiempo estaba suspendido, donde lo adolescente o joven se entremezclaba indistintamente con lo adulto, donde podían encontrarse temas variados, pero hablados por algo indefinible, una noción ahistórica de una miríada de recuerdos que era tan múltiple como quien lo enunciaba. En Canarios no, desde el comienzo de “Avenida de los Ginkos” (una hermosa balada otoñal, en contraposición a la tradición más efusiva o misántropa de las canciones apertura de sus discos, como el caso de “Eucaliptus” e “Inútil”), nos percatamos que quien canta ya no es un pibe. Incluso, en un tema como “El próximo verano” –una crónica veraniega plagada de ex novias y minas a las que hay demasiado qué decirle para sólo una o dos semanas-, que perfectamente podría aplicarse a la vida de algún adolescente o joven adulto saliendo a Rocha con amigos y amigas, se deschava, en dos únicas líneas -más que por lo que se dice, por cómo se lo dice-, una urgencia callada en cierta serenidad que es más propia de otra edad (“Laura me dijo “podés pedir un deseo, pero no me lo cuentes/ nena, yo nunca podría contarte lo que deseé”).“En el espacio sideral nadie te escucha suspirar/ y no tenés que decidir ¿querés coger, querés dormir?”, uno tiene que llegar a cierta edad para poder asumir tales postergaciones

El hermano mayor

En este último registro se percibe una de las grandes paradojas de Canarios: un álbum que es, por un lado, el disco donde La hermana menor suena más como banda, pero a la vez, el más personal de Tüssi Dematteis, siendo posiblemente el trabajo que va más de la mano de sus letras –y no es casualidad que sea justamente el que se puede escuchar la voz de forma más nítida (un asunto que siempre pareció escenario de luchas entre LHM y sus escuchas legos). Para quien ha seguido la producción de Tüssi –músico-, Gonzalo Curbelo –periodista-, Benito –bloggero-, puede ver diseminado por las letras un montón de sus obsesiones. Es interesante como se articula Canarios con gran parte del material de su blog http://dragonlieder.blogspot.com. Todo está ahí: el retrato más salvaje de las noches blancas de Juntacadáveres (la explosiva y distorsionada “Tesla Boys”, en la que hay menciones veladas –y ni tanto- a Chicos Eléctricos y Buenos Muchachos), la denuncia a la militancia farisea de “Casanova Rojo”, las fantasmales raíces fernandinas, y esa retrato impresionista de Parque Rodó (con sus fuentes vandalizadas y aquellos gigantescos eucaliptus arrancados por la tormenta). Con respecto a esto último, hay otro tema evidente en el disco, y es el del viaje (tanto real como emocional). Canarios es un compendio de localizaciones, desde San Gregorio hasta Brasil, pasando por Rocha y Buenos Aires. Esto habla tanto de Uruguay como de la persona detrás de las canciones. Por un lado, el nombre Canarios, como se ha hablado en algunas entrevistas, hace referencia a esa noción levemente despectiva del interior del país, pero que, incorporado en términos internacionales, nos hace igualmente pueblerinos a todos los uruguayos por igual. En esta línea, “En el borde”, más allá de una breve historia de excesos, habla como pocos de esta naturaleza “canaria” de la identidad uruguaya (la historia de unos amigos uruguayos que viajan a Brasil un día antes de la final del mundial del 94’ para sentir lo que es ver salir campeón a un país –tema que venía bien con el derrotismo futbolero uruguayo de los últimos años, pero que de último momento, con el buen rendimiento de la selección en el último mundial, podría haber salido tan mal como la movida de los televisores de plasma de Barraca Europa). Por otro lado, así como Todos estos cables rojos terminaba en “Escala en Ezeiza”, con un viaje de separación, que en Canarios se retoma en un viaje en Buquebús, esta vez acompañado. Esa idea de reencuentro y recomposición domina todo el disco.

Estadio del espejo

Pero nunca llega a haber un anclaje geográfico específico, y esto se da a la particular forma de construirse las canciones, en base a retazos, fragmentos perdidos pero ordenados de una manera que adquiere cierta resonancia. Se puede ver mucho de esa condición narrativa de las letras de John Darnielle (cantante y letrista de The Mountain Goats) por esa misma condición entomóloga, descentrada, de aislar un momento, un leve gesto y diseccionarlo hasta crear toda una escena, un mundo suspendido de ese fragmento (pienso en esa charla con la muchacha de Kilkenny en Hostal, o el jugador sacado a patadas del casino en “El muelle”). Las letras de Canarios son justamente eso, un caleidoscopio, o más bien un espejo astillado en el que se ven un montón de fragmentos perdidos y reencontrados de su autor. Juegos metonímicos donde la parte vale por el todo.

Pero en esta identidad, en esta condición especular, más allá del impacto de este disco o en lo que se convierta La hermana menor de acá a dos meses o cinco años, queda claro que uno no existe, no se construye más que a base de su reflejo percibido en los otros. Y no se necesita a Lacan si uno lee un verso como “me mirás a los ojos y ves lo linda que sos”.

Publicada en la diaria el 10 de diciembre de 2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

Duo Melódico I y II (Esquizodelia Records, 2010)










Divinos tesoros

La juventud siempre ha sido uno de los grandes temas del rock. Sin embargo, en el prontuario rockero, esta ha sido generalmente pensada desde la adolescencia y temprana adultez, generalmente como canal para hablar de otros asuntos vinculados a la rebeldía, la espontaneidad y un montón de temáticas que resultarían innecesarias de explicar a cualquiera que haya curtido MTV en algún momento de su vida. Ahora bien, llama la atención la medida en que la juventud, pero ya no la adolescencia, sino la niñez, ocupa un lugar preponderante en la agenda de las bandas que integran el sello uruguayo Esquizodelia. Ya sea utilizado lo infantil como un espejo de lo ominoso (esa combinación de inocencia mechada con oscuridad que se ha convertido en un recurso archiconocido en la caja de herramientas de las películas de horror), un horizonte idílico sobre el cual hacer un contrapunto melancólico, o lata de pintura a partir de la cual crear una especie de lisergia inundada por imaginería y elementos de dicho espacio vital, la infancia ocupa un lugar preponderante en bandas y músicos como Fernando Henry, Psiconautas, 3Pecados y Relaciones Sexuales. De hecho, esta última editó el año pasado Relaciones Sexuales para niños, álbum que -más allá de la yuxtaposición algo chocante entre título y nombre de banda-, en esencia era, efectivamente, un disco para niños, una propuesta en el fondo no tan diferente de la del colectivo musical Canta Cuentos.

Sin embargo, hay algo que en la producción uruguaya –y casi por así decirlo, mundial- siempre queda en el debe en lo que refiere a música infantil, y esto es el verdadero lugar que ocupa el niño frente al adulto en el proceso de elaboración y público destinatario de la misma. Lo adulto generalmente es el eje invisible sobre el cual se produce el disco, y esto se puede ver en dos registros. El primero, el caso más clásico, es el de los discos hechos por adultos para los niños, en los cuales siempre hay de trasfondo una idea propedéutica y educativa sobre lo que el niño quiere/necesita. El segundo caso es más complejo, y pertenece a aquellos discos ejecutados por niños o púberes, donde se produce un hecho curioso: la música o se convierte en un mero canal estratégico de marketing diseñado y producido por el adulto para llegar a determinado nicho etario (pienso en abortos de la naturaleza como los Jonas Brothers o Justin Bieber), o se convierte en música hecha por niños para ser disfrutada por los mayores. Esta última opción es, en algunos registros, no menos perversa que la primera, y suele ser sostenida por los mismos mecanismos que hacen de Putumayo un gran negocio, es decir, la venta de cierto exotismo y primitivismo pasteurizado como producto de exportación para el adulto con ganas de ampliar su matriz cultural. Los discos ejecutados por niños suelen ir acompañados de un “mirá como toca… para su edad”, en el cual siempre queda de fondo esa idea de niño como hombre inacabado, o potencialidad futura. O bien, se suele poner en juego cierto regocijo ante la ingenuidad en las letras o su ejecución, acto que no dista demasiado de esos padres que se divierten exhibiendo en fiestas de cumpleaños a sus hijos vestidos con trajes de marineritos. En fin, el verdadero partido que se juega en este terreno es el que separa al niño do objeto o sujeto de producción artística.

Acá es donde entra lo innovador y refrescante de la ópera prima de Dúo Melódico, el material a ser reseñado en esta nota, luego de tan larga introducción. Dúo Melódico es una banda formada por Fabrizio Rossi (23 años) en la guitarra (integrante de otras bandas del sello Esquizodelia como Mux y Solar) y Marcelo Trinidad, de nueve, en la voz. Dice la breve bio de la banda que Fabrizio era vecino y profesor de guitarra de Marcelo, con quien comenzó a realizar largas zapadas que terminaron por ser grabadas y editadas. Duo Melódico I y II (ambos discos descargables gratuitamente en www.esquizodeliarecords.com) están articulados casi siempre sobre una base de guitarra llevada con tremenda ductilidad por Fabrizio Rossi, sobre la cual Marcelo improvisa la letra. Esta idea de letra improvisada, de campo construyéndose en su inmanencia, es el aspecto realmente innovador o llamativo del Dúo Melódico. Al no haber una letra prefijada, armada, el terreno de creación temática corre completamente por la imaginación florida de Marcelo, evadiendo esa tendencia del adulto a “hacer hablar al niño”. En este sentido, Fabrizio es un honorable ejemplo para eso de lo que tantos psicopedagogos se llenan la boca, casi nunca llegando a algo concreto, que es la simetría y bidireccionalidad de los procesos de aprendizaje. Los temas son variados tanto estilística (hay rock, hay blues, hay bossa, hay cumbias) como letrísticamente, desde descripciones agridulces del barrio (“Mi barrio”) hasta fantásticas historias sobre extraterrestres (“Tic to re”, y “Marte”), pasando por canciones en honor al Uruguay de Tabárez (“Uruguay campeón”), una cumbia esquizofrénica sobre un baile multitudinario (“El baile del quilombo”) y relatos del genocidio indígena (“Malditos españoles”). La voz de Marcelo, en la medida que va creando las letras in situ nunca se adapta a una forma definida, va mutando, desafinándose, entrecortándose, o a veces mudándose en personajes, como el caso de “Viejo borracho”, un monólogo improvisado de un viejo linyera en estado de ebriedad. Escribiendo esto, me doy cuenta de que cuando intento explicar el contenido de las canciones, termino en la redundancia por ser este ya explicitado en el título. Esto, más que un inconveniente, habla mucho de lo que es este díptico: una obra movida por la misma inmediatez de los sueños de cumplimiento de deseo de los niños.

Sin embargo, ningún tema habla específicamente de lo que es ser niño, y ahí es justamente el punto donde uno da cuenta de la sinceridad de este trabajo. Si uno es niño, no tiene por qué hablar sobre lo que es serlo (algo que casi siempre está agendado en cualquier disco de infantil hecho por o para niños), sencillamente lo es y vive y se expresa de acuerdo a esto. Es en este sentido que Duo Melódico es un caso tan particular, un disco hecho por un pibe de nueve años, en donde a uno no le interesa si tiene futuro como músico, porque ya el presente vale por sí mismo.

Publicado en La diaria el 3 de diciembre de 2010

Stella (Sylvie Verheyde, 2008)

La divinidad de lo evidente

Los franceses y los niños. Hay algo que siempre los hace, más que en ningún otro cine, volver a ellos. Y no es sorpresa darse cuenta de que Stella, la última película de Sylvie Verheyde, se encarame en una lista de recientes películas que tratan el tema de la pubertad contemplando diferentes realidades y clases sociales. Ya en lo que refiere a la grilla de Cinemateca, se había exhibido La culpa es de Fidel (Julie Gavras, 2006), donde una niña relataba los diferentes ires y venires de la vida de una familia comprometida con la causa socialista (y enmarcada en los años setenta, marcados por De Gaulle y las cruentas dictaduras latinoamericanas). Por su parte, Abdel Kechiche relataba en L’esquive (2003) una pequeña historia de amor adolescente enmarcada en la realidad de un suburbio de inmigrantes islámicos. La película de Verheyde toma un poco de los dos (el marco histórico, aunque despolitizado de la primera y el particular retrato de la clase baja del segundo), pero se alimenta de muchas otras tradiciones.

Stella es una niña con mucha calle, vive en una casa construida sobre un bar, donde casi la totalidad de sus amigos son desvelados parroquianos que se gastan hasta el último céntimo en alcohol. Verheyde es muy inteligente a la hora de retratar aquel sitio sin temblarle el pulso, tanto a la hora de despertar simpatía por algunos de sus habitantes y entorno (las partidas de cartas, los temas lentos bailados al son de la rocola), como al momento de mostrar sus costados más ásperos (los problemas familiares, el poco interés de sus padres con respecto a su rendimiento escolar y la violencia constante –en una escena muy bien lograda, vemos cómo Stella escucha un ruido y ve desde la ventana con algo de sorpresa, pero también un poco de naturalidad, a un hombre apuñalado a la salida del bar). Fuera del bajofondo, la situación es diferente. Stella, por razones que nunca son del todo explicitadas, logró ser becada en un colegio bastante fino, donde tendrá que remar a contracorriente en lo que refiere a la exigencia y sus habilidades de integración. Es en esas circunstancias que entra Gladys, una niña aplicada, pero mucho más abierta que el resto de sus remilgadas compañeras, con la que casi instantáneamente entabla amistad. La película se articula un poco en esa dinámica de choque de dos mundos, en donde las diferencias son notorias, pero entre las cuales hay puentes invisibles. Como ejemplo de esto podemos ver cómo las familias de las dos niñas, si bien diferentes, son dos costados de la vida bohemia parisina: la más callejera y pobre de parte de Stella y la intelectual y acomodada, representada por los padres de Gladys, posiblemente exiliados argentinos durante la dictadura. Por otro lado, Stella vive como la chica pobre en su colegio, pero ni bien viaja a pasar vacaciones a una zona rural económicamente golpeada, vive la situación de ser vista por los otros niños como una parisina sofisticada. Ninguna de estas situaciones y paralelismos son retratados de una forma demasiado evidente por la directora, en eso se encuentra otro de los aciertos del film.

Sin embargo, lo más llamativo de Stella radica en, justamente, lo que Verheyde quiere hacer más evidente: el tributo a una estética y tradiciones cinematográficas determinadas. Volviendo al asunto de la infancia en el cine francés, la cita de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) como film fundacional y mítico es ineludible, y justamente se percibe muchísimo de esta obra en Stella. No sólo se percibe la descendencia en el carácter autobiográfico que comparte Verheyde con la película de Truffaut (de hecho, si uno juntara una foto de la directora y la protagonista podría pensar que la segunda es un retrato fiel de la primera en su infancia), sino varios elementos y guiños dispersos en el metraje, como el travelling de una corrida de Stella (que coincide con la escena más recordada y citada de uno de los padres de la nouvelle vague), o el libro de Balzac que leen los niños de los dos respectivos films. Por encima de esto, lo más contundente y palpable del film es el carácter omnívoro y fetichista de esa nouvelle vague, que se ve plasmado en cada toma de la película. El kitsch de las canciones de pop francés escuchadas y bailadas por Stella (una lista que incluye la hermosísima balada Michele, de Gérard Lenorman, las canciones llenas de brillantina de Sheila –Tu es le soleil y Love me baby-, o el rockabilly Brand New Cadillac, de Vince Taylor), los vestiditos camp, las citas cinematográficas y ciertos accesos al estilo folletinesco, todo esto atraviesa de punta a punta la película. Y aún así, llama la atención cómo convive este reservorio imaginario con cierta estética más actual, desde la alternancia entre hits setentosos con un score ambient muy a lo Sofía Coppola, hasta el uso de cámara en mano y el formato digital. En este sentido, colocándola junto a directores más contemporáneos, se podría decir que la fascinación de Verheyde por los rostros y esa forma tan fascinada que tiene de filmarlos, de tal manera que parecería que el mundo se detuviera con ellos, como si se movieran en ralenti, tiene mucho del cine de Gus Van Sant. Es en los rostros, en la fisonomía de cada uno de los personajes, donde se encuentra el punto más atrapante de la película. Todos los personajes son fisionómicamente hipnóticos, inmensamente atractivos al lente –no tanto (o, no sólo) en el atractivo físico, sino en una aura particular que se desprende de ellos-, desde la belleza triste, a lo Ana Torrent en Cría Cuervos que irradia el rostro de la protagonista, hasta la dureza combinada con cariño de Guillaume Depardieu y Benjamín Biolay (que es como una cruza entre Nick Cave y Benicio del Toro). Todos son deslumbrantes como figuras, como festín al ojo, pero también al corazón, y esto es lo que le da al film una vuelta a ese artificio que, en primera instancia, parecía colocarnos por delante Verhayde.

Publicado en La diaria el 2 de diciembre de 2010