viernes, 2 de noviembre de 2012

Koji Wakamatsu (1936- 2012)



La muerte de la bestia
Entre tanta muerte célebre, poca fue la repercusión –al menos en circuitos mainstream- del fallecimiento de Koji Wakamatsu, director nipón que el pasado 17 de octubre sufriera un grave accidente automovilístico. Poco popular por estas latitudes (posiblemente su labor más conocida haya sido la de haber sido productor de El imperio de los sentidos –Nagisa Oshima, 1976-, una película que marcó un antes y un después en lo referido al límite entre pornografía y cine de autor), el reconocimiento internacional le llegó relativamente tarde, posiblemente por el casi ineludiblemente sórdido contenido de sus films –donde las violaciones son prácticamente uno de los grandes leit motivs-, así como también su férreo corrimiento hacia la izquierda revolucionaria (especialmente hacia la Rengō Sekigun, conocida mundialmente como United Red Army). Más allá de esto, la filmografía de Koji Wakamatsu –con el delirante monto de ciento cinco films en su haber-, lejos de ser un oscuro ejemplo del cine exploitaition, es un material obligatorio para cualquier cinéfilo acérrimo, o cualquiera que le interese conocer un poco más de adentro algunas de las íntimas relaciones entre oriente y occidente, así como también entre eros y thanatos.

Las enseñanzas yakuzas

Nacido en un entorno rural el primero de abril de 1936, Koji enseguida resultó ser un niño poco adaptado a su entorno familiarista y cansino. Ya en la adolescencia escapó de su hogar, no tardando en unirse a un clan yakuza, haciendo pequeñas labores delictivas que lo llevaron a permanecer en prisión por varios meses. Este recorrido por el mundo yakuza suele ser tratado a vuelo de pájaro por la mayoría de los críticos y biógrafos de Wakamatsu, pero en este breve recorrido se produciría gran parte de la identidad y decisiones que llevaron al director a ser lo que es.

En primera instancia, es innegable la relación originaria entre la mafia yakuza y las películas pink-eiga (un subgénero de cine exploitation japonés, que suele basarse en historias violentas salpicadas por un montón de desnudos femeninos altamente estilizados – que figura como una influencia muy reconocible en el cine de muchos directores norteamericanos posteriores, como el caso de Quentin Tarantino), las cuales solían ser parcialmente financiadas por ellos y que en cierto punto le dio las primeras herramientas de filmación al director nipón. También, las explosivas relaciones que este grupo mantenía con la policía marcaron a fuego a Wakamatsu en lo que refiere a sus relaciones con la autoridad, uno de los temas centrales de su obra, casi siempre marcando un arco en el que una persona atareada por las obligaciones termina pasando al acto en una gran explosión de violencia y crítica al sistema imperante. Finalmente –y esto es algo que no figura en ninguna de sus biografías, pero que quien escribe maneja como una sólida hipótesis-, la práctica de las violaciones en los clanes yakuza no sólo eran más que comunes, sino que con el tiempo se fueron convirtiendo en, por así decirlo, una disciplina en sí misma. Sin ir muy lejos, los yakuzas fueron uno de los grupos responsables de haber tomado el particular sistema de atado a enemigos confeccionado por los samuráis, para desarrollarlo y convertirlo en la famosa práctica de bondage, hoy en día popularizada y resignificada en los grupos de práctica BDSM. Esta práctica, así como también la estilización –ya de por sí muy polémica- de la violencia, es un elemento que se da en una gran cantidad de films del director japonés.

Años dorados

Tras un corto período trabajando para la firma Nikkatsu (con películas eróticas y sensacionalistas en donde todavía no se veía mucho de la originalidad del director), luego de la que sería su primera película de autor, Secretos tras los muros (1965), el director funda su propia productora, Wakamatsu films, con la que, durante la segunda mitad de la década de los sesenta, tendría su período dorado en lo que refiere la relación calidad/cantidad de sus films.

Filmados con presupuestos mínimos, cercanos a los cinco mil dólares, sus películas de los sesenta son una muestra excelsa de cómo encontrar una voz propia dentro de un género históricamente limitado, así como también una lección magistral del manejo de la cámara (con la participación casi omnipresente del director de cinematografía, Hideo Ito) y experimentos de montaje. Ya en Secretos tras los muros se podía vislumbrar este estilo, con la superposición de material de archivo en primeros planos velocísimos, manejo de cámara en mano poco común para la época –sobre todo para la tradición nipona, muy afincada en el teatro kabuki-, sonidos extradiegéticos y postsincronizados que recuerdan al cine de Godard e intercalado de la narrativa del film con elementos del pasado y presente, así como también irrupciones de lo onírico.

Posiblemente el primer film que marque más notoriamente su estilo en mayor esplendor sea El embrión caza en secreto (1966), un film aparentemente sencillo en el que el dueño de una empresa secuestra y tortura metódicamente a una de sus empleadas, proceso que termina en la rebelión de ella y la posterior muerte de su superior, tras repetidas puñaladas. Más allá de lo reducido de la trama, uno empieza a notar que el film no habla tanto de la explotación sexual como la laboral, y en una escena en específico, donde parece haber una suspensión de la realidad, en el que la acosada parece súbitamente salir de su posición y dirigirse a la cámara, diciendo que podría escapar del apartamento, pero todo sería más o menos lo mismo. Un recurso similar, y duplicado en su efecto interpelante ocurre en la que posiblemente sea la mejor película del director Go! Go! Second time virgin (1969), en donde una adolescente, tras ser repetidamente violada en la terraza de un edificio se dirige a la cámara, esta vez al público, para preguntarles por qué les interesa ver eso, qué quieren de ella, sumergida ante tantas vejaciones.

Historia del ojo

En este último caso, el discurso lleva a la superficie uno de los asuntos primordiales del director, que es el tema de la mirada: hasta qué punto en nuestra mirada no somos sólo testigos, sino también cómplices de lo que está ocurriendo en cámara. Secretos tras los muros justamente empezaba con el ojo rasgado de un joven viendo por un telescopio el apartamento de una vecina, y se repetiría en Virgen Violenta (1969), uno de sus films más insignes y experimentales (por momentos parecería una película filmada por Alejandro Jodorowsky). En este último film, una pareja es secuestrada por un grupo yakuza y obligada a cometer un sinfín de actos impuros, para terminar rebelándose y abriéndose paso. Lo que no sabe el protagonista principal, es que toda su situación ha sido orquestada y vista por el jefe del clan, que registra todo con unos prismáticos y una cámara fotográfica. El final apoteósico, está justamente atravesado por el actor que traspasa el mero escenario de la fotografía y se venga de aquella figura de poder.

Entre las películas más recientes de Wakamatsu podía encontrarse Caterpillar, la historia de una mujer joven que mira horrorizada cómo su esposo vuelve de la guerra convertido en un torso sin piernas ni brazos, agregado a una profunda quemadura en el rostro que le impide hablar. La mujer, al principio diligente, se da cuenta de que es oportunidad de vengarse de todo el mal que le hizo pasar su esposo, quien solía golpearla continuamente antes de que se convirtiera en un inválido. Nuevamente, la venganza como un plato que se come frío.

Viendo todas estas películas, uno percibe que cuando Wakamatsu habla sobre sexo parece estar hablando de política, y cuando se refiere a la política, no puede dejar de entrever cierta dinámica libidinal o francamente sexual de fondo, como si fuera un ala radical del pensamiento marcusiano llevado al film. Sea cual sea la postura del espectador (que casi siempre lleva a uno a amar u odiar sus films), lo cierto es que se nos acaba de ir uno de los directores más polémicos y duros que haya dado el cine. 

Publicado en La diaria el 2/11/12

martes, 30 de octubre de 2012

Santa Cruz- Casa de Piedra (Modulo Records, 2012)

La orden de la Santa Cruz

Santa Cruz es una banda curiosa en lo que respecta a la poca cantidad de discos en su haber, en contraposición a sus años de actividad y la vigencia que tiene dentro de cierta escena montevideana. Por este mismo detalle, con sus dos larga duración (Sabú y Casa de piedra) cada uno de sus lanzamientos parecen coronaciones de un sonido al que se viene dando forma de manera metódica y progresiva desde hace años, casi como si el escucha activo hubiese sido, a lo largo de la gran cantidad de toques en vivo, testigo y participante del proceso de armado.

En Sabú las credenciales stoner (con esos riffs densos y aletargados) se contraponían con un sonido más bluesero, que parecía de a ratos abrir la ventana (como con los temas “Perfume” o “Black Mamma”) y airear una atmósfera que se volvía por momentos opresiva. Había que esperar a un próximo disco para ver si se mantenía esta ambivalencia, o si terminaba prevaleciendo algunos de los dos extremos de este ying y yang (aunque hay que reconocer una extensa gama de grises). Esta última frase es engañosa si revisamos el párrafo anterior, porque en realidad, para la fecha que se habría lanzado el disco (disponible en descarga virtual gratuita en www.modulorecords.com) ya más o menos, en base a los en vivo de Santa Cruz, se volvía bastante patente el giro tomado por la banda. En sus shows los temas se fueron alargando (a veces confundiéndose entre sí), el tono se volvió más serio y la libertad festiva y bluesera fue perdiéndose en la niebla de un estilo sólido, oscuro y disciplinado (a veces bordeando con lo progresivo). Es como si, después de una avalancha de excesos, la banda se hubiese internado en un monasterio perdido en una montaña, para sumergirse en extensísimas y concienzudas introspecciones religiosas.

En este sentido, para los amantes de la clásica mitología rockera toda esta descripción parecería una forma de resaltar algo negativo, pero el resultado no puede ser más diferente. Santa Cruz da forma en Casa de piedra a uno de los discos más sólidos y potentes que se hayan dado en los últimos años, con una atmósfera pocas veces lograda por bandas locales. El disco se abre y ya en el primer tema parece engullir al escucha, prácticamente sin dejarle respiro hasta el tema final, donde se cierra el círculo. Las referencias monásticas anteriormente citadas no se dan en forma gratuita o meramente estética, todo el disco parece estar  habitado por una espiritualidad rayana con lo pagano (algo común en algunos discos de doom metal, como suele suceder en los álbumes de Om), donde las voces de Pedro Luque y –como su contraparte demoníaca- Mauro Recchi suelen detenerse en impresiones sobre fuerzas naturales, el sol, una montaña, la luz, o el mismo Dios. Algo que hace a Casa de piedra un disco diferente es que toda esta espiritualidad que en la mayoría de las bandas parecería absurda, una rémora del hipismo sesentoso, o algo meramente accesorio, en el disco se vuelve coherente, a veces incluso fundamental.

Hay una relación muy íntima y particular entre las voces y el sonido, casi como si entre estas dos dimensiones se compusieran, de a brochazos expresionistas, ciertas imágenes y cuadros muy logrados. La voz de Luque a menudo emula la línea melódica de las guitarras, elevándose mínimamente por encima de ella, como si fuera un pájaro volando a escasos centímetros del agua. Este efecto –que en algunas bandas puede llegar a aburrir o marcar una cierta flojeza compositiva- en temas como “La misión”, por momentos da la extrañísima impresión de que lo que oyéramos no fuera la voz de Luque, sino la misma encarnación humana de los instrumentos. En su reverso perfecto, cuando en el tema “Casa de piedra” se canta “Los aviones en la arena” las guitarras parecerían ser la encarnación sonora de esas hélices que vuelan bajo, un recurso que ya había sido usado por la banda en un excelente viejo tema, “La orden de los helicópteros”, que nunca llegó a figurar en ningún lanzamiento oficial.

Esta continuación orgánica entre palabra y sonido, en cierto punto también guarda referencia con cómo Santa Cruz maneja sus influencias. A veces en una misma canción pueden reconocerse pasajes de bandas bastante diferentes, como puede ser el solo santanesco en “La misión”, o el comienzo sincopado a lo Mars Volta en “Casa de piedra”. Sin embargo, incluso cuando al comienzo de “Convento” (posiblemente el tema más fresco, por ponerle un adjetivo, en el disco) Santa Cruz abraza un sonido disco similar al de la canción “Why did you do that thing to me “(de la banda Stretch), nunca dejan de ser Santa Cruz, todo el material de influencias pasa por la misma picadora, sin perder la marca de fábrica de la formación. En este punto, contraponiéndola con su banda hermana, Hablan por la Espalda (también conocida por su cambio de sonido a lo largo de los años), Santa Cruz no parece alternar estilos (como se da en el acercamiento al candombe o al afro-beat en el último disco de los hermanos Solana), sino fagocitar todo y formarlo parte de una misma sustancia, que nunca atisba a perder su fuerte marca stoner.

En definitiva, es en esta coherencia y densidad atmosférica donde radica, no sólo la grandeza de Casa de Piedra, sino también su, por así decirlo, centro espiritual. En definitiva, un profundo y meticuloso trabajo de panteísmo stoner.

11º Festival de Cine de Montevideo



Cuerpo y música

Desde el día de hoy hasta el domingo 28 de octubre  las más importantes salas comerciales de Montevideo (Casablanca y los Moviecenter de Montevideo Shopping, Portones y Punta Carretas), serán hogar de una nueva edición del Festival de Cine de Montevideo, que en su onceavo aniversario traerá una considerable cantidad de films e invitados especiales, configurando un evento al que habrá que seguir de cerca.
Hacer un repaso de las actividades y grilla de un evento tan vasto siempre exige un cierto recorte -por demás arbitrario- pero a los efectos de dar un pantallazo general de los films exhibirse, podría compartimentarse parte de la muestra en una serie de eventos y elementos coincidentes. En primera instancia, cabe mencionar la fuerte presencia de films latinoamericanos (algo que en cierto punto también fue una de las principales líneas en el pasado Festival de Cine de Punta del Este), con algunos invitados entre los que se destacan importantes presencias de Brasil y Argentina. Cruzando el Río de la Plata llegará Víctor Laplace, presentando Puerta de hierro, película sobre los días de exilio de Juan Domingo Perón en España, que cuenta con la peculiaridad de aún no haber sido estrenada en su país de origen. Por su parte, agregando la esperada última película de Pablo Trapero, Elefante Blanco (con la presencia protagónica de Ricardo Darín), el festival cerrará con Días de pesca, última película de Carlos Sorín (director de joyitas del cine independiente argentino como Historias mínimas y El perro, que también pisará nuestras tierras el 25 de octubre) que nuevamente se traslada a la Patagonia para relatar los pequeños dramas de asordinados personajes que intentan encontrar la redención.

Por parte de Brasil, el Festival al tener importantes contactos con el Festival de Florianópolis, contará con un fuerte peso de films e invitados de nuestro vecino norteño, entre los que se destacan Henrique de Freitas Lima (presentando su film Cuentos gauchescos, película que tiene algunos puntos de conexión con el documental Los últimos cangaçeiros, de Wolney Oliveira –quien ya hubiese visitado Uruguay en la última edición del Festival de Cine de Punta del Este), Ninho Moraes (co-director con Francisco César Filho de Futuro del pasado: Tropicalismo Now, film que como indica el título es un ida y vuelta de pasado a presente –y futuro- sobre conciertos en vivo y las peculiaridades de uno de los movimientos musicales más relevantes de la historia de Brasil) y el mítico Nelson Pereira dos Santos, una de las más importantes figuras del Cinema Novo, que estará presentando La música según Tom Jobim y a quien se le declarará Ciudadano Ilustre por la Intendencia Municipal de Montevideo, el próximo lunes 22 de octubre.

Música al borde de la muerte

Parte de la curiosidad de estos dos últimos títulos (Futuro del Pasado: Tropicalismo Now y La música según Tom Jobim) es el protagonismo que ha tenido la música en lo que refiere a la grilla de programación. El festival no sólo cuenta con otros documentales vinculados a la música autóctona de ciertos países (entre ellos el film El Liberdade -film sobre un pintoresco bar de Pelotas que ha concentrado una mítica cantidad de músicos a lo largo de su historia- y Bertsolari –un documental de Asier Altuna sobre un particularísimo estilo y tradición de poesía oral vasca), sino también dos famosos conciertos: Queen, Rapsodia húngara en vivo en Budapest y The Doors at the Hollywood Bowl. Ambos materiales –a proyectarse casi siempre a horarios nocturnos, como en la vieja tradición uruguaya de conciertos cinematográficos (como habría sido, por ejemplo The song remains the same)- cuentan con la particularidad de trabajar sobre un material remasterizado, incluso en alguna que otra ocasión agregando material que había quedado descartado por problemas de sonido en su versión original (específicamente en el concierto de The Doors se agregaron varias outtakes y temas agregándole casi meda hora extra a lo que había sido su registro original). Dos conciertos que coinciden en la contraposición entre su pirotecnia emocional y la cercanía de la muerte de sus líderes (Morrison moriría en una tina de baño tres años más tarde, en 1971 –el concierto en Hollywood Bowl es casi por así decirlo la marca de agua de su momento más alto como performer, en donde parecería estar en la cima viendo todo lo que vendría después- y Freddy Mercury en cuestión de cuatro años, muriendo de la enfermedad del Sida que durante mucho tiempo intentó ocultar), que encuentran en su formado cinematográfico una buena oportunidad para extraerle un poco de su magia real a estas bandas insignes.

Llamale Génesis

También vinculado al terreno de la música está el film de la francesa Marie Losier, La balada de Genesis y Lady Jaye, curiosísimo documental sobre el/la no menos fascinante Genesis P-Orridge, líder de COUM Transmission, Throbbin Gristle y Psychic TV, tres bandas que redefinieron y ensancharon los límites de la música, los más grandes evangelistas de la música industrial y dueños de varias de las performances musicales más impactantes del siglo pasado. Sin embargo, el aspecto musical es apenas la cáscara de este complejísimo retrato, ya que el corazón del documental es la relación entre Genesis y su pareja, una ex dominatrix con la que emprendió un proceso de operaciones quirúrgicas enmarcadas en un proyecto científico/estético llamado Pandrogenia, impulsado por Genesis, tomando referencias a la técnica de cut-up impulsada por William Burroughs y Bryon Gysin. Esta técnica ya existía en la música de Throbbin Gristle, pero Genesis da un paso más y pretende llevarlo hacia lo estrictamente corporal, orgánico. Siempre deslumbrante en las entrevistas, Genesis ha mantenido que más que ser un “él”, o “ella”, siempre quiso ser un “eso”, y su particularísimo proyecto –que en el fondo pretendía fundirse, al menos especularmente con su pareja- parece llevar a escena uno de los temas que más se ha puesto sobre el tapete en los últimos años: la idea de género como construcción, por fuera de lo meramente biológico, algo que suele ser llevado a discusión en los múltiples films que integran festivales como Llamale H.

La marca de la ola

Para dar un cierre a este incompleto informe, el film cuenta con tres films que atestiguan el mejor momento de tres directores que han resonado con fuerza en los últimos años. Hambre (2008) es el primer film de Steve McQueen –anterior a la más reciente Shame, que fue estrenada este año en Montevideo-, película que relata los distintos aconteceres de los actores vinculados al encarcelamiento de miembros de la IRA y la posterior huelga de hambre. Durísima y escatológica como pocas, pese a la diferencia de tono y escenario con respecto a Shame (2011), Steve McQueen muestra un par de hilos conductores entre estos dos films, que es una particular obsesión del cuerpo como escenario de disputas y proyecciones, pero también como límite. En lo que en una es el sexo y la otra es las funciones corporales básicas –hambre y excrementos- dos películas de una inmensa violencia, que sin embargo –pese a los hechos concretamente violentos que ocurren en Hambre- parecen ocurrir desde adentro del pecho, como una implosión en cámara lenta.

En el lado más opuesto de la balanza, Moonrise Kingdom (2012) encuentra a Wes Anderson con un film que, si bien parece chico en comparación a Los excéntricos Tenembaum (2001), La vida  acuática (2004) o Viaje a Darjeeling (2007), es el que más lejos ha llegado en lo que refiere a lenguaje cinematográfico, en esa construcción de escenarios como si fuera esos libros con escenarios plegables, los juegos de plano-contraplano, encuadre central de los personajes y esa extraña mixtura entre Bresson y Alicia en el País de las Maravilla. Se le puede acusar responsabilidad por la obsesión en tonos pastel y ciertas ridiculeces emocionales de muchos films indie, pero Moonrise Kingdom es una obra de autor, donde todo parece ser posible.
Finalmente, el documental contará con A propósito de Elly (2009), película de Asghar Farahdi, que también había deslumbrado recientemente el escenario local por su excelente La separación (2011)

El extraño señor Horten (Bent Hamer, 2007)



El raíl

El señor Horten viene conduciendo trenes desde hace cuarenta años y está próximo a jubilarse. Prácticamente toda su vida ha transcurrido alternando entre los dos extremos de una misma recta: de Olso a Bergen, ida y vuelta. El noruego Bent Hamer (por cuya labor en este film obtuvo el galardón a mejor director en el Festival Internacional de Ghent) se encarga de retratar, sin ahondar en repeticiones (un mal común de una nueva camada de films que piensan que la única forma de representar lo monótono es evitar todo tipo de elipsis y abundar en reiteraciones) una vida construida en base a rituales prácticamente robóticos: los pájaros tapados antes de emprender camino, los procedimientos típicos de una estación a otra, la estadía en la casa de una señora que parece conocerlo más que nadie, pero que a la vez es incapaz de poder desarrollar un verdadero nivel de intimidad.

Uno podría pensar que si nada externo interviniera en la vida de Horten, la vida seguiría al mismo ritmo de un metrónomo, sin sorpresas e impecable como la chaqueta de cuero ferroviaria que viste el protagonista. Es justamente en este punto donde entra la ceremonia de jubilación, que parecería marcar un punto de quiebre en esa identidad que el señor Horten ha ido construyendo meticulosamente. La ceremonia parece salida de una viñeta de La comedia de la vida –del también nórdico Roy Andersson-, poblada por un extrañísimo elenco de operarios de trenes que juegan a adivinar líneas y modelos de acuerdo a sonidos grabados en un magnetófono. Los compañeros –por ponerle un nombre, uno realmente duda de que Horten tenga una relación auténtica con alguien más allá de su madre senil- deciden continuar los festejos en un apartamento, pero Horten sale a buscar tabaco y cuando vuelve, al descubrir que no funciona el portero eléctrico, decide ingresar al edificio por unos andamios de remodelación de fachada, entrando por equivocación a la casa de un vecino de quien organizaba los post-festejos. Esta entrada por un camino alternativo y absurdo va a funcionar casi como si fuera un pasaje a un mundo paralelo en la vida de Horten, quien reacciona ante un montón de absurdidades que se le presentan a su alrededor no con sorpresa y espanto, sino con cierta naturalidad y disposición (con lo que Hamer abrirá la caja de herramientas del humor cáustico escandinavo).

En estos encuentros sucesivos  con personajes extraños –del formato más típico de Aki Kaurismaki- una de las imágenes y metáforas que más saldrán a colación es la de las sendas. Optando por un camino alternativo, Horten parece haber entrado a un portal, donde percibe que el raíl que conduce su vida sólo lo puede llevar a una plácida muerte (es una película con una curiosa omnipresencia de la muerte, en contraposición al tono plácido que aborda todo). De ahí en más, la idea del camino (al igual que en Nord, película de Rune Denstad Langlo, compatriota de Hamer) se repite como correlato de este estado existencial de Horten (fumando una pipa en medio de una aeropista, intentando caminar por una resbaladiza calle, siendo conducido por un extraño hombre que dice poder manejar con los ojos cerrados). Justamente, la solución, la alternativa de atravesamiento de este universo de significaciones cerrado es justamente meterse en otro carril, el de la rampa de salto de ski, tentar a la muerte e identificarse con su madre para convertirse en otra persona.

La película es impecable en lo que refiere a fotografía (esos tonos pálidos tan típicos del cine noruego) y armado de esa gran metáfora existencial en base a una modesta colección de imágenes. Quizás la única objeción es que justamente en este sentido la película funciona demasiado impecable. Tal como la vida de Horten, la película parece demasiado cómoda en el carril del humor típico escandinavo. Quien se haya dedicado a ver el cine de Aki Kaurismaki, Jörgen Bergmark, o Roy Andersson, podrá anticiparse a situaciones o resolución de aspectos de la trama que, en apariencia, deberían parecer imprevisibles, sorprendentes en cierto punto. Es decir, uno nota en ese ejercicio de estilo tan específico, por momentos, más allá de la belleza de escenarios y situaciones, le encuentra demasiado fácil los hilos a la marioneta. En este sentido, la Odd Noruega (“odd” tanto en referencia al nombre del protagonista, como a esa palabra inglesa que significa “extraño”, o “raro”) parecería haber construido un extraño artefacto, el de un mundo que parece ritualístico y previsible justamente en la concatenación de intrusiones de lo surreal.

Entrevista a José Pedro Charlo

Los zuecos

Desde hace una semana permanece en cartel la película El almanaque, documental que explora la vida de Jorge Tiscornia y un particularísimo método propio de mantener nota de todo lo que sucedía día a día en el Penal de Libertad, durante sus doce años de encarcelamiento en la dictadura. Aprovechamos la oportunidad de hablar con José Pedro Charlo, quien no sólo es director del film, sino que también compartió algunas de las experiencias de su retratado.

Cuando empieza El almanaque vos hablás de un sonido que escuchabas en el Penal de Libertad, pero que no supiste de dónde provenía hasta que conociste la historia de Tiscornia, ¿Te referías a la confección de los zuecos?
El sonido era el del andar de los zuecos, que a mí me pegó mucho porque me tocó una zona de la memoria que salió para arriba, después de veinte años. Ese sonido yo lo tenía registrado pero no me hubiera acordado de él si la anécdota no hubiese estado escrita. Un día leo ese libro que se llama Vivir en libertad, de Jorge [Tiscornia] y [Walter] Phillips-Treby y está ese artículo que se hablaba de los zuecos. Eso fue como el detonante, lo que me hizo empezar la historia. Más allá de los almanaques, fue el tema que me tocara ese registro sonoro que tenía tapado. Fue volver a ponerme en contacto con aquel recuerdo que por alguna razón había olvidado lo que me llevó a tratar de comunicarme con Jorge y empezar el documental.
Cuando vieron los planos del Penal de Libertad en el documental, ¿a qué distancia estaba tu celda de la de Tiscornia?
Yo siempre estuve en distintos pisos. Había una separación, como diez penales, uno por piso y cada uno estaba a la vez dividido. Yo siempre estuve en distintos pisos de él.

¿Cuánto tiempo duró el rodaje?
Estuvimos cerca de tres años. Fue un proceso duro. Tuvimos una filmación inicial en el penal en el 2007, aprovechando que en ese momento estaba cerrado porque había unas reformas. Me parecía importante registrar sobre todo tomas subjetivas, reencontrarnos con ese espacio. Teníamos que aprovechar el momento. Nos encontramos un penal vacío, pero nos encontramos con los módulos donde tenían que quedarse los presos, que era bastante terrible. Después, la filmación, el grueso del documental, fue entre 2009 y 2010.

En El círculo también llevan a Henry Engler a uno de los lugares donde había sido encerrado
Lo que pasa es que ahí hay situaciones donde la evocación es una herramienta posible, pero hay momentos que hay que ver algunas cosas para componerse una situación. En este caso, me parecía importante recomponer ese espacio físico. Es el espacio subyacente de todo lo que versa la película. En el caso de El círculo tiene que ver con la estructura misma de la película, que está planteada como un viaje. De retorno, de afectos, de un montón de cosas que tiene un lugar importante para la vida de Engler.

El tema de la memoria no sólo es fundamental en tu obra en tanto que el documental funciona como una forma de preservarla, sino el tema de la memoria en sí, como tema específico
A mí la memoria es un tema que me encanta porque permite trabajar en una faceta de lo humano que es inagotable y que siempre está deparando cosas nuevas. Es lo que permite tener puentes de diálogo con otra gente. A mí me interesó profundizar en estos últimos dos documentales con una línea de encarar el tema de la memoria desde dos experiencias concretas distintas, pero de cierta forma ya venía trabajando con la memoria histórica en relación a los movimientos sociales, que siempre me interesaron mucho. Incluso, apartándonos un poco más de lo específico de Engler, cuando se visita el pozo del cuartel de Durazno en El círculo, a nosotros nos interesaba ahí también mostrar algo que también formaba parte del imaginario, pero sin haber sido visto nunca: el tema de los aljibes, donde se decía que mucha gente había estado presa, pero nunca se había mostrado.

¿No creés que hay algo del marco de lo irrepresentable, de que por más que se lo muestres a la gente aún así no va a poder crearse una imagen de lo que allá sucedió?
Totalmente, sí. Incluso me pasa ahora con El almanaque, que si bien a mí me parece que la propuesta de la película es un trabajo de algo muy sencillo (registros mínimos, guardados de tanto tiempo y la voluntad del hombre de dejar marcas sobre lo que le ha pasado), a mí me parece, me sigue pareciendo algo muy difícil de comprender. La propia situación represiva se hace más que evidente en ese detalle de la vida de Jorge, de que el único medio de una persona para retener sus recuerdos personales sea escondiéndolos, manteniéndolos ocultos.

En lo personal, ¿a vos te parece que lo que hacés con tus films es un intento de recuperar esos recuerdos, una forma en clave a posteriori de lo que hizo Tiscornia?
Tiene algo, no tanto de recuperar los recuerdos, sino de jugar con las búsquedas en la memoria y ver qué es lo que eso impacta en otros. Está asociado con lo que hizo Jorge, porque tanto lo suyo como lo de la película retoma el tema del registro mínimo. La película está trabajada como un tema mínimo, entonces ahí hay una coherencia de las dos cosas. Pero a mí lo que me interesa no es tanto construir la telaraña que se puede elaborar trabajosamente a partir de esos almanaques, sino ver los impactos que esas referencias tienen, y los diálogos que plantean al espectador. La película está contada siguiendo algunas líneas de desarrollo, pero en la pantalla se van viendo otras referencias que no están trabajadas en otra línea de narración. Entonces me sucede que la gente me habla de cosas que no están y les hace jugar la cabeza en ese sentido. Me pasó que en la ciudad de Libertad presentamos la película. La inquietud que yo tenía era ver qué pasaba ahí, qué recuerdos existían en la ciudad que estaba pegada al penal. Y ahí me pareció un diálogo muy interesante

Algo que se nota tanto en El círculo, como en El almanaque es que si bien se retrata un período oscurísimo para la vida de sus protagonistas, siempre parecen estar parado ssobre lo que pudieron hacer para aprovechar, o sobrellevar esa situación.
Bueno, eso es como la actitud que tengo yo. Me parece que se trata de aprender, de vivir la experiencia humana para que te alimente y te sirva para tu comportamiento hacia adelante. Esa cosa de profundizar en la condición humana me parece que tiene ese valor que no es buscado explícitamente como un modelo para nadie, pero me parece que ante la actitud más terrible, o ante la peor situación, siempre hay algo que se puede hacer.

De tu época en el penal ¿qué podés decir que pudiste rescatar?
Y yo en esa época la verdad es que me dediqué mucho a estudiar. Estudié mucho historia, leí mucho literatura… no me volqué, como mucha gente lo hizo, a las cosas manuales, ni a lo literario. Lo que hice fue, con bastante orden, leer. De miles de horas dedicadas a la lectura, algo en la cabeza queda.

Cambiando un poco de tema, para vos que estás en el mundo audiovisual desde hace más de veinte años, cómo ves el terreno cinematográfico uruguayo de hoy en día?
Creo que el crecimiento que ha tenido el cine uruguayo es muy importante. A mí, particularmente me interesa que se vincule más con algunas áreas que son escasamente abordadas por la cinematografía. Por ejemplo, todo el tema de la problemática social está abordado de una forma muy limitada. Y creo que es muy difícil que se pueda continuar profundizando en ese crecimiento si no se logra una interacción mucho mayor con la televisión y la enseñanza en general. Ahí hay algunos cuellos de botellas que deben ser resueltos. Los realizadores deben tener una actividad práctica muy sostenida, poder realizar otro tipo de proyectos, no sólo largometrajes que le llevan tres o cuatro años, sino seguir haciendo ficción o documental con mucho más continuidad. Esperemos que se abran caminos con la televisión digital. Con respecto a la enseñanza, debe haber un casamiento, una relación mucho mayor entre el cine y la actividad educativa. Es necesario crear público desde la misma enseñanza.

El almanaque (José Pedro Charlo, 2012)


El farero

Es algo que ya se ha insistido en anteriores reseñas, pero el centro gravitatorio de las películas de historia reciente es un agujero. Específicamente, un agujero representacional sobre un suceso traumático que, pese a todos los esfuerzos, es imposible simbolizar (incluso, en ciertos casos podría decirse “tapar”, estando emparentados, como acto sintomático de esta otra opción, los resultados políticos de los dos plebiscitos vinculados a la ley de caducidad). Ante tal agujero, el modus operandi típico de los documentales ha sido intentar rellenarlo con significación, revelación de datos, mientras que en otros, como es el caso de la reciente El cultivo de la flor invisible, se trata justamente de bordearlo, alterar su relación figura-fondo, hacerlo resonar.

Las películas de José Pedro Charlo (quien estuvo encarcelado en el Penal de Libertad) parecerían representar una tercera vía: el retrato de ciertos protagonistas que en la oscuridad del agujero pudieron configurar y moldear un mundo, o un sistema (“un paracaídas al revés” habría dicho alguna vez Darnauchans) que pudiera dar consistencia a esa total falta de inscripción.

En este sentido, El círculo (co-dirigida con Aldo Garay) y El almanaque (película a estrenarse oficialmente este viernes) guardan una peculiar relación entre sí, que es la de qué hacer con la memoria, qué herramientas poner al servicio para preservarla, cómo sostenerla como anclaje directo con la realidad. Los retratos de los dos ex tupamaros, en este sentido, encuentran un puente en común en ciertos bordeamientos con la locura (en el caso de Engler, el mismo proceso delirante desencadenado por los radicales estados de confinamiento en que fue sumido, que eventualmente lo llevaron a especializarse en enfermedades mentales como el mal de Alzheimer; en el de Tiscornia, la elaboración de un tan curioso como obsesivo sistema de registro de su acontecer cotidiano) que no sólo permitieron sostenerlos a ellos mismos, sino también ejercer, en el limitado rango de posibilidades, un accionar político en sí mismo: la memoria como forma de resistencia, parecería indicar específicamente la vida del preso del Penal de Libertad. Son dos personajes que, más allá de su eventual liberación, siguieron marcados de forma sublimada (no por nada, Engler estudia justamente el Alzheimer), o efectiva a ese particular preservar de la memoria.

Centrándonos específicamente en Jorge Tiscornia, Charlo nos cuenta, con ciertos visos de autobiografía, la manera en que conoció a tal particular personaje, que durante sus doce años de confinamiento en el Penal de Libertad, logró armarse, a escondidas de los controles militares, un tan minucioso como pulcro almanaque en donde registraba cada suceso que acontecía allí. Es un gran acierto de Charlo poder elevar al almanaque como un personaje en toda regla, armando en base a un dinámico y efectivo juego de animaciones, una especie de diálogo entre el voiceover y lo que está escrito en él mismo.

Detrás de las entrevistas y el subtexto histórico, El almanaque es, en cierta medida sublime, una historia privada de ciertos objetos, tomando, no sólo en este caso al curioso elemento de registro que utilizó Tiscornia, sino también los numerosos zuecos con fondo falso que el preso elaboró para poder ir acumulando sus anotaciones, las fotografías, o igualmente el mismo Penal de Libertad, visto a lo lejos o en planos, que en su disposición de las celdas, por momentos guarda una cierta similitud con la representación gráfica del mismo almanaque.

En los aspectos formales Charlo se muestra muy dúctil y –algo que lo diferencia de la mayoría de los directores sobre documentales de historia reciente- elegante, no sólo en la fotografía y el montaje –cabe destacar el manejo del único material de archivo sobre la liberación de los presos políticos, que en su granulado de vhs tiene un armado casi eisesteiniano-, sino también en el uso de la banda sonora y los movimientos de cámara (algo que ya se veía en El círculo, en esos curiosísimos aciertos en la forma en que presentaba a distintos personajes por medio de retratos armados en base a travellings y zoom ins).

Quizás, El almanaque, en el afán de limitarse a un retrato de Tiscornia queda un poco corto. Por momentos da la impresión de que se podría haber sacado un poco más de jugo a lo que dicen algunos de sus entrevistados, o el mismo protagonista. En todo caso, el film en a veces parecería quedarse más en el desciframiento de aquellos tan particulares cifrados –“Kaput”, “Flauteo”, “Beso numerado”- que en lo que sucedió allí mismo. Parecería que planeara por encima del almanaque, pero no se pudiera adentrar cien por ciento en él.
Más allá de esto, en su totalidad el film sigue siendo no sólo un importante documento, sino un buen ejercicio de estilo, con una contenida, pero efectiva poesía elaborada en base a pocas imágenes. El faro recurrente del film podría aludir, justamente, a este afán de Tiscornia, de día a día marcar un acontecimiento, como esas pequeñas pulsaciones de luz que permiten a los barcos guiarse en la oscuridad. 

jueves, 4 de octubre de 2012

Las malas intenciones (Rosario García-Montero, 2011)



Retrato de una derrota

En un momento de Las malas intenciones (película dirigida por Rosario García Montero, seleccionada por Perú para representarlos en las precandidaturas a los Oscars), la niña Cayetana, durante un largo viaje en auto a la costa de Lima, apresa una mosca en un diminuto vaso, reteniéndola hasta que salen del auto. Ni bien pisa tierra, la suelta y le dice “puedes escaparte, ahora estás sola y no encontrarás a tu familia”. En esta tónica de pequeñas maldades bordeando lo existencial transcurre la vida de Cayetana, la hija de una familia perteneciente a la alta burguesía peruana, que en los álgidos ochenta vive a fuego cruzado entre las oscuras amenazas del Sendero Luminoso (ambientada específicamente en el 83’ año conocido por las masacres de Uchuraccay) y la certeza del nacimiento de un nuevo hermano. A diferencia de la linda sorpresa que se imaginaban su madre y su padrastro, en el preciso momento que Cayetana recibe la noticia, decide –o más bien, sabe- que ella morirá el preciso día del alumbramiento (proyectado para el 2 de mayo). La película, de esta forma, traza un arco imaginario entre esta noticia y esa marca de llegada, en el que la niña pasa sus días con el peso de una maldición sobre sus hombros.

En esta clave, la película recuerda bastante a El encanto del erizo (Mona Achache, 2009), donde también contaba con el protagónico de una niña de clase acomodada que agenda su muerte en un día determinado. Las dos también son portavoces de pequeños cortocircuitos inter-clase, las dos leen a su manera aspectos y situaciones que circulan a su alrededor. El punto de divergencia, sin embargo, es que a diferencia de la excesiva –y muy a menudo infumable- lucidez de la niña de El encanto del erizo, Cayetana es un prisma en donde se interpreta de manera muy diferente y, por qué no, frágil y deformada lo que ocurre a su alrededor. Si con El encanto del erizo la niña era un microscopio de los usos sociales de su micromundo burgués, Cayetana es el reflejo cóncavo de una cuchara, estirando y dando vuelta todo lo que ve.

A pesar de su insistencia en pensar en voz alta –ciertamente, en algunas escenas habría sido preferible dejar fuera del guión algunos de estos parlamentos-, siempre hay algo que se le escapa, una ambigüedad entre lo infantil y lo adulto, lo dulce y lo amargo, lo tierno y lo ominoso que, de algún modo, coloca a la protagonista más cerca de los papeles de Ana Torrent en Cría cuervos (Carlos Saura, 1976), o El espíritu de la colmena (Victor Erice, 1973). Retomando este último film, si bien la información circula de forma más explícita que aquellos pasajes casi oníricos de la España franquista, Las malas intenciones acierta en el retrato de ese mundo encapsulado de la clase alta peruana, siendo progresivamente cercado por la amenazante presencia del grupo guerrillero del que sólo se tienen lejanos restos y marcas de presencia (especialmente impactante es la escena de la hoz y el martillo prendidas fuego en una colina, así también el ahorcamiento masivo de perros en varias esquinas de Perú –algo que concretamente sucedió y que fue una de las referencias iconográficas más indelebles de aquellos años). Esta idea de cercado, de encerramiento sobre sí mismo es uno de los leit motivs de la obra, con varias referencias que van desde la medianera cada vez más alta de la casa de Cayetana, hasta los cobayos que no se animan a escaparse de la muralla de ladrillos, más allá de que prontamente serán cocinados.

En este sentido, Las malas intenciones está parada en dos patas de referencias culturales marcadas por la oscuridad: la primera, la condición melancólica y a veces directamente morbosa de las canciones infantiles típicas (cantadas por la misma Rosario García-Montero), que no pocas veces versan sobre muertes, separación racial y tragedias de la más diversa índole; la segunda, algo que trasciende la historia de Cayetana y que habla solapadamente de cierta imaginería cultural y trasfondo emocional de la cultura e historia peruana.
Cayetana está fascinada con los héroes peruanos, casi todos marcados por tragedias o grandes derrotas. Tal como ellos, Cayetana sabe que no puede hacer mucho para evitar la inminente llegada de su hermano –y con ella, tal como prometió/supo, su propia muerte-, por lo que coquetea una y otra vez con las formas heroicas de abandonar el mundo de los grandes mártires de su pueblo (García-Montero rompe la narración clásica y permite súbitas visitas de estos personajes históricos a la vida de Cayetana).

Este es posiblemente uno de los puntos más interesantes de la película, la lectura soslayada de cierta peruanidad derrotista que ha marcado la historia emocional de dicho país. En un momento particular, Cayetana, en un golpe de lucidez tremendo, pregunta a su maestro por qué todas las fechas patrias celebran grandes derrotas, y es que justamente esta es una gran muesca que ha atravesado una parte importante del imaginario peruano. El historial de dicho país incluye una variopinta cantidad de figuras, como la del aviador José Quiñonez Gonzáles arrojándose en su avión contra las baterías aéreas ecuatorianas; Tupac Amarú siendo literalmente despedazado por las fuerzas españolas; Francisco Bolognesi perdiendo la vida en la derrota de su ejército en la Guerra del Pacífico (negándose a rendir más allá de que las fuerzas lo superaban ampliamente en número); la derrota naval de Miguel Grau; José Olaya comiéndose las cartas que debía transportar antes de ser interceptado y torturado; y pasando lo meramente militar, la victoria futbolística de Perú, anulada por el comité europeo en las Olimpíadas de Berlin, 1936 (cediendo a presiones de Hitler), o el accidente aéreo del Alianza Lima en 1987, llevándose a la que muchos dicen habría sido una de las mejores generaciones de futbolistas del país.

De esta forma, Las malas intenciones cuenta con la peculiaridad –y mérito- de ser muchas películas al mismo tiempo: no sólo el retrato de una niña intentando de percibir cuál es el límite para entenderse a sí misma, sino la de una realidad social determinada (un friso en clave de los años del Sendero Luminoso) y el socarrón comentario del basamento emocional de un país entero.


publicado en la diaria el 4/10/12

Entrevista a Robyn Hitchcock


foto: Javier Calvelo, para La diaria

El señor de los insectos

Robyn Hitchcock en Montevideo.
Aprovechando la visita de Robyn Hitchcock a nuestras tierras (a presentarse en Lindolfo ayer y hoy), tuvimos la oportunidad de almorzar con él y luego de hablar sobre represas, tecnología, el continente de Pangea y la manera en que siempre que toca la armónica siente que se notan demasiado las credenciales de Bob Dylan, reservamos un espacio para hacer una entrevista en donde se revela parte de las obsesiones, relecturas del pasado y presente de uno de los mayores tesoros secretos musicales de Inglaterra.

-Casi siempre te hacen preguntas similares relacionadas a tus influencias con Syd Barret, Bob Dylan o John Lennon. Más allá de estas notorias referencias, uno de los elementos que predomina mayormente en tus trabajos es un estilo muy literario. ¿Cuáles son tus mayores influencias narrativas, considerando que tu padre había sido escritor?

-Bueno, creo que mi padre probablemente sea la mayor influencia, tan así que no quise meterme en la misma área de trabajo que él. Él era un pintor y escribía historias y en su mente, como en la mía, las cosas se desarrollaban muy rápido e iban a lugares bastante lejanos, por lo que mi mente en muchos aspectos, por la manera en que trabaja, es un eco de la de mi padre. Pero creo que para evitar la competencia me metí en la música, porque él no podía cantar. Raymond podía escribir poemas, pero era tone deaf (musicalmente sordo). Así que sí, Raymond fue más influyente que esas personas. Y, en una manera, la gente que mencionaste, Barrett, Lennon y Dylan, son de cierta forma los mayores escritores de la era psicodélica, y mi forma de escribir canciones me parece que entraría, si uno pudiera ponerle un nombre, dentro de esa categoría. Hay blues, hay country… hay gente que decía que tocaba “música alternativa”, pero ése es un término medio estúpido. “Voy a tocar una canción alternativa”, ¿Qué significa? ¿Cómo suena ese sonido?

-Recuerdo algunas discusiones sobre si tu música era psicodélica, emparentándola específicamente con esa generación de alto consumo de LSD. Sin embargo, yo la considero más cercana a ese estilo mágico y bien inglés de Lewis Carroll…

-Yo crecí en esa era y ese sentimiento estaba alrededor. Había mucho de Lewis Carroll, Salvador Dalí, Magritte, Max Ernst, cualquiera que podía ser visto como surrealista era parte de la forma en que la mente derivó en esos tiempos. Era como volver a El Bosco, volver a sus sueños. Pero ése es el problema con las palabras, tenés que ponerles definiciones. La definición de mi psicodelia es la de algo que cambia cuando lo mirás de una forma más cercana. No tiene tanto que ver con colores flameantes -más allá de que me encantan-, no tiene que ver con visiones explotando desde la tierra, ángeles, o que tus lentes se caigan y se vayan caminando solos. Todas esas cosas son interesantes, pero realmente lo que creo que es más interesante es que cuando realmente ves las cosas, cambian. No son lo que creías que eran. Y ésa es mi definición para eso.

-En cierta manera, ¿la constante alusión a insectos que hay en tu obra no podría tener que ver con esa pasión entomológica de ver las cosas a través de un microscopio?

-Bueno, nuevamente, los insectos tienen la ventaja de ser bastante chicos. Podés verlos en grupos de escarabajos y cucarachas y pueden tomar la forma de una cabeza humana, y podés decir “ah, mirá, es la cabeza de la reina Victoria” y de repente darte cuenta de que en realidad es una pila de insectos. Sabés, de alguna manera, los insectos son como nubes, se pueden reagrupar y tomar cualquier forma. No sé qué quiero decir con esto, pero no me gusta escribir sobre cosas que no me quedo mirando, como fútbol, ejecuciones, cosas así. Escribo sobre vidrio, transparencias y reflejos e insectos, porque se ve bien. Creo que las palabras son una imagen. Si escuchás mis canciones, ellas tratan de que aparezcan imágenes que vengan incluidas con las palabras y el sonido. Es como si escribiera el soundtrack de una película que está sucediendo dentro de tu cabeza. Es sinestesia. No sé vos, pero si veo algo y hay música de fondo, o hay gente hablando, cuanto más me quedo observándolo más volumen tienen las voces al mismo tiempo. Ésa es una forma medio descarnada de ponerlo.

-Tengo entendido que solés diseñar las tapas de tus álbumes. ¿Seguís pintando?

-Sí, bastante. De hecho, hice cuatro cuadros para el diseño de mi nuevo álbum. No soy un hombre renacentista. Sé que mi prioridad es la música, pero en cierto punto pintar es la primera cosa que recuerdo de Raymond; se quedaba con la tele prendida cuando llegaba del trabajo, y se quedaba pintando en su cuarto. Yo tenía cerca de tres años. Cuando estoy en casa me siento bien pintando y es como si estuviera haciendo ecos de mi padre, tengo sus fotos en las paredes. Eso está bien, porque siento que en esa medida no estoy compitiendo con él.

-¿Pensás que si tu padre hubiera sido músico vos te hubieras dedicado a otra cosa?

-Supongo que si Raymond hubiera sido un músico exitoso, sería realmente difícil para mí. Mirá a Julian Lennon, Sean Lennon, Ziggy Marley; es difícil para los hijos de músicos poder enganchar algo por su propia cuenta. Es diferente quizás con Stella McCartney, porque hizo un camino bastante diferente al de Paul y Linda. Entonces, Stella tiene el nombre, pero no tiene que competir con su padre. Generalmente hay algo de continuidad, pero muchas veces se trata de encontrar una manera distinta de hacer cosas que tus padres hicieron. Si no hubiera sido artista, posiblemente hubiera sido un maestro, o un académico, pero no tengo la habilidad de crear personajes que perduren, que no vayan más allá de diálogos y descripciones.

-Mi primera aproximación pensando en vos hubiera sido “profesor de historia”, teniendo en cuenta la cantidad de eventos históricos que suelen pulular en tus canciones.

-Es gracioso, mi padrastro es un profesor de historia. No sé por qué estoy interesado en la historia pero no puedo imaginar enseñarle una y otra vez sobre la Inquisición, o la revolución industrial. Podría enseñar sobre los 60 y la Incredible String Band, pero creo que sólo serían lecturas. Me cuesta mantenerme dentro del guion, es por eso que me gustan las canciones, porque son cortas y puedo contar lo que sea entre canción y canción.

-Pero la historia no es algo que está escrito definitivamente y para siempre, no para de reescribirse…

-Ése es un punto muy interesante, porque no podés cambiar el pasado, pero sí podés cambiar la manera en que la gente ve el pasado. Entonces, si el rey mató a su hermano, siempre habrá matado a su hermano, pero lo que podés decir es que el hermano se lo merecía y el rey estaba haciendo una buena acción -es lo que probablemente haya dicho el rey-; pero entonces 100 años después capaz que el discurso cambia y se dice “el rey, ese bastardo, mató a su pobre e inocente hermano”; y después por ahí se termina diciendo “el hermano del rey necesitaba morir y el rey lo único que hizo fue permitirle pasar a mejor vida”. Podría decir, por ejemplo, que con The Soft Boys sólo nos interesaba hacer lo que nosotros queríamos, que no nos interesaba nada más y eso era en parte verdad, pero un tiempo más tarde se podría decir que nos separamos porque nunca llegamos a tener el éxito que esperábamos.

-¿Cómo reescribirías la historia de The Soft Boys?

-Y sigue cambiando para mí. Estuve tratando de escribir una forma de diario recordado de 1977-1978, creo que con los Soft Boys estuvo tan bueno como pudo ser, pero la verdad es que en esos cuatro años cubrimos un montón de terreno. Pasamos de ser un par de chicos de Cambridge que tocaban mis canciones, a ser una especie de banda folk-metal, a algo más psicodélico. Fue algo que fue cambiando conforme entraba y salía gente. Para el fin de los Soft Boys pude escribir buenas canciones, pero al comienzo podría decir que lo mejor que hacía era hacer buenos arreglos.

-Posiblemente tus mejores álbumes son los que trabajás en solitario, como Eye (1990) o Luxor (2003), que son justamente discos solistas. Considerando que hoy vas a presentarte en solitario, ¿cómo ves esos discos en perspectiva?

-Supongo que empecé a grabar esos discos después de Groovy Decay (1982), cuando me di cuenta de que era demasiado influenciable por la gente que me rodea, en el sentido de que cada vez que agregabas o quitabas un integrante cambiaba la química. Era algo que quería hacer, algo completamente mío, sin nadie que me influyera. Y en un principio Eye era una colección de demos de mi cumpleaños número 50, que pretendía regalar en algunas giras que andaba haciendo, por lo que no pensaba sacarlo en formato CD. Ahora lo escucho y me sigue pareciendo que tiene un sonido muy bueno. Pienso que ahora me gustaría hacer nuevamente algo de ese estilo, pero en este caso me gustaría no grabar la voz por pistas, como en un disco temprano de Bob Dylan, en el que pudiera tocar la canción mientras toco la guitarra. A la gente generalmente no le gusta el sonido de sus propias voces, generalmente uno dobla las pistas en que aparece, a mí me gustan las armonías, pero quizá debería hacer algo más directo.

-Más allá de esto que me decís, los últimos años están marcados por importantes colaboraciones, como la de Gillian Welch y John Paul Jones...

-Bueno, conforme el tiempo pasa mi agenda crece. Creo que lo que ha pasado es que me veo a mí mismo más como un músico que lo que solía verme antes. Antes solía verme más como un cantautor, o más bien como una personalidad, pero no creía que fuera bueno, algo especial. De hecho, pensaba que no era bueno, pensaba “bueno, hago esto porque me dan los huevos para hacerlo, pero en realidad no soy tan especial para hacerlo”. Pero ahora me puedo animar a encontrar grandes músicos como John Paul Jones, Gillian Welch o Martin Carthy, que ronda los 70 y posiblemente sea uno de mis grandes héroes de guitarra.

Entrevista a Ricardo Landeira



(foto de Pablo Nogueira, para La diaria)

La letra de Lacan

El sábado 6 de octubre se celebran en una cena con analistas invitados de distintos rincones del continente los 30 años de la Escuela Freudiana de Montevideo, la primera institución uruguaya en haber introducido el pensamiento lacaniano en la formación de analistas. Aprovechando la oportunidad, nos comunicamos con Ricardo Landeira, conocido psicoanalista y uno de los fundadores de la Escuela, hablando no sólo de los avatares de la institución, sino también del papel de la clínica lacaniana en nuestra sociedad actual.

La Escuela Freudiana de Montevideo cumple treinta años, habiendo atravesado un marco histórico nacional de lo más variado, ¿Cómo fueron los comienzos de la institución?
En los comienzos era un grupo llamado Grupo Freudiano de Trabajo. Éramos siete que trabajábamos con psicoanalistas también del exterior. Intercambiábamos a nivel de la clínica, de la producción teórica. Ya habíamos tenido muchas publicaciones, incluso varias jornadas internacionales y llegó un punto en el cual quisimos establecernos ya no como grupo, sino como una escuela que tenga como objetivo la formación de analistas, la transmisión y la enseñanza del psicoanálisis

¿Hubo resistencias en su momento?
Bueno sí, muchas. Tuvimos que sostener mucho tiempo convocatorias donde venía gente, pero también había muchas sillas vacías. Hubo gente que no tomó a bien que hubiera otra institución que tuviera como objetivo la formación de analistas y todas esas presiones de aquel que siente que se abre algo nuevo. Toda fundación es de alguna manera una transgresión a lo que ya está instituido. No una perversión, sino algo que trasgrede y como tal, nunca se ve con buenos ojos. Le pasó a Lacan, le ha pasado a todos.

Lacan es un autor muy difícil de lanzarse de primera sin hacerlo pivotear con otros autores o incluso cotejarlo con personas dedicadas específicamente a eso. En ese comienzo donde había tan poco material y lectores, ¿no se sentían medio desorientados?
Para eso nosotros teníamos el intercambio con otros que internacionalmente andaban trabajando con los textos de Lacan. Cuando nosotros comenzamos a trabajar con los textos en 1974, Lacan estaba vivo y produciendo sus seminarios, por lo que lo que nos llegaba eran algunos textos y básicamente en francés. Después empezaron a llegar los otros textos, las transcripciones de los seminarios, los escritos de Lacan en español, pero inicialmente nos manejábamos con los textos que teníamos.

¿Esta diferencia de condiciones marcó un punto de diferencia entre la formación lacaniana uruguaya y la francesa?
La uruguaya era una realidad muy diferente a la francesa. En París estaban muy divididos por la obra de Lacan, pero sobre todo por la transmisión directa de Lacan. La transmisión directa de Lacan generaba transferencias de afecto muy fuertes, de amor y de odio, y nosotros desde acá nos ubicábamos en una posición de lectores. No éramos analizantes, no tuvimos una relación de enseñanza directa con él, entonces estábamos un poco más lejos de las pasiones de los franceses alrededor de la figura de uno de los padres del psicoanálisis.

¿Creés que eso fue una ventaja, en cierto punto?
Me parece que sí, cuando nosotros fundamos la reunión lacanoamericana, “lacanoamericana” es un término que acuña Lacan cuando dice “voy a ver qué pasa en América con mi enseñanza, ahí donde mi persona no hace pantalla para lo que transmito”. Entonces nosotros evidentemente estábamos en otra posición de los franceses, diferentes a quienes habían sido sus analizantes por años, a quienes iban a sus seminarios, a quienes de alguna manera competían con otros para ver si eran queridos por Lacan, o apreciados en lo que escribían. Nosotros teníamos sus textos, que es la parte más rica.

En cierto punto Lacan se podría quejar de eso, pero él hacía cierto uso instrumental de esa pantalla…
Sí, pero él cuando dice esa frase está reconociendo que él hace pantalla, que él hace obstáculo. El obstáculo suyo no estaba en lo que escribía, porque era muy riguroso; estaba en la relación personal. Él también, al igual que Freud, intentó custodiar lo que escribió aún en vida y después lo legó hereditariamente. En esa custodia aparecían todas las diferencias con todos los analistas.

Igual, es curiosa esa custodia de parte de alguien que no escribió tanto como los seminarios que dio, cuya obra está disgregada en seminarios y cosas que la gente transcribió de él, más que por él mismo.
Sí, tenía otra modalidad diferente que la que tenía Freud. Freud se transmitió fundamentalmente por el escrito. Lacan se transcribió por el escrito y por lo oral. Ahora, hay en lo oral de Lacan algo que tiene que ver con un concepto psicoanalítico que es el de “escrito” y el de “letra”. En Lacan eso que el habla, eso que él dice oralmente tiene un efecto de letra en quienes lo escuchan, por eso es que no se puede pasar por la lectura de Lacan sin rechazarla o conmoverse. Sin que te toque. Ese es el efecto de la letra. Entonces la división entre lo escrito, en el sentido de “publicado” y lo oral tiene otra dimensión, es aquello que tanto lo publicado o expresado a través de una expresión oral tiene un efecto de letra para aquel que lo escucha o que lo lee. Ahí recuperamos un concepto fundamental: no tanto en el dispositivo que se usa para transmitir, sino en el efecto de lo que se transmite. Nosotros, de entrada, costándonos, aún no entendiendo mucho de lo que decía, sentíamos que habíamos sido tocados por la letra de Lacan.

En lo propiamente clínico, ¿Qué creés que se encuentra en Lacan que marca una diferencia con el resto de las psicologías?
Como el trabajo clínico se basa en un trabajo teórico, toda la teorización que hace Lacan de lo que es el inconsciente, del inconsciente como causa, que es lo que hay que trabajar a los efectos de hacer algo con los síntomas, con la inhibición, con la angustia, con los actos, ya partimos ahí de una diferencia que es teórica, que es el inconsciente. A partir de Freud hay distintas corrientes psicoanalíticas que piensan el inconsciente de forma diferente. Para nosotros el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Todo el trabajo es a partir de lo que se dice. Después hay otra diferencia del punto de vista clínico, de cómo manejamos las sesiones, el tiempo de las sesiones, cómo es que intervenimos. Sabemos que las sesiones de duración variable fueron uno de los elementos que hizo que la Sociedad Psicoanalítica expulsara a Lacan. A partir de ahí nosotros hemos seguido a partir de eso. Pero hay algo que es fundamental, que es cómo se coloca un analista en la cura, con sus pacientes. Y esta es la de no saber, no saber qué van a producir sus pacientes. No es el analista sabio que le va a reiterar lo que ya sabe y las recetas que tiene. Siempre es algo original, algo nuevo. Es esa posición de no saber, aunque no sea que el analista no sepa. Es lo que nosotros llamamos “una ignorancia docta”.

Hoy en día hay un auge de seguros de salud y tipos de terapias cortas en donde se hace hincapié en la resolución de problemas focales, específicos. ¿Cuál es el lugar de la teoría lacaniana con respecto a estos análisis?
Para nosotros eso es muy claro y viene desde Freud. Él, ya en la conferencia 32, decía que hay gente que está muy apurada en curar los síntomas. Para nosotros los síntomas se curan por añadidura del análisis, o sea, trabajando las causas es que se pueden ir modificando los síntomas, y no apuntamos a una psicoterapia breve o un elemento que haga rápidamente levantar un síntoma, porque después se vuelve a crear otro, porque lo esencial del síntoma no se tocó. Nosotros lo que le proponemos al sujeto es que se pueda conocer en lo que habla, poder trabajar las causas en las cuales está determinado y a partir de ahí sí ir a los síntomas. El síntoma no como enfermedad, sino como un anudamiento propio de la estructura en determinado momento. Nos parece que eso que se hace a nivel de psicoterapias focales, breves, que van sobre una temática, no va lejos. El síntoma después sigue insistiendo. Entonces nosotros como psicoanalíticos trabajamos en el discurso para crear la causa y a partir de ahí hacer algo con los síntomas.

El mal del sueño (Ulrich Köhler, 2011)



La metamorfosis

Como si fuera uno de esas famosas crónicas de Ryszard Kapuściński -sólo que en un formato más silencioso y, aún más, metafísico- El mal del sueño (Ulrich Köhler, 2011) se adentra en las profundidades de Africa (específicamente, en un pueblo alejado de Camerún), en una obra que, en primera instancia, parece funcionar como una fuerte crítica al sistema de ayuda humanitaria, pero que en el fondo abarca muchos más temas.
El film, partido en dos, cuenta en primera instancia la historia de Ebbo y Vera, pareja de médicos alemanes que han vivido sus últimos dos años en Camerún, enmarcados en una investigación sobre posibles tratamientos de la tripanosomiasis humana africana, más conocida como “el mal del sueño” (donde los infectados, luego de ser invadido su sistema nervioso central, entran en un estado de somnoliencia que comúnmente termina con la muerte). Con ellos viene su hija, a la que internaron por dos años en un colegio pupilo y que, además de guardar cierto resentimiento por aquella decisión familiar, no parece estar demasiado contenta con su nuevo lugar de destino. Esta primera parte está enmarcada en la inminente decisión que atraviesa Ebbo, quien debe elegir entre su familia, pronta a retornar a Alemania, o quedarse en Africa, país que le ha inundado una profunda fascinación a lo largo de los años.

La segunda parte ocurre tres años después, centrándose en Alex, un joven médico nacido en Francia, pero de padres congoleños, a quien le es encomendado hacer un informe sobre las investigaciones de Ebbo, que ha pedido una refinanciación por las investigaciones que está realizando en la región. En este viraje, el film estará estructurado, tal como se ha señalado en varios medios, en una clave similar a El corazón de la tinieblas (o su versión libre cinematográfica, Apocalypse Now), donde Ebbo se erige como una referencia fantasmal similar al coronel Kurtz, nuevo amo del infierno en la tierra.

El film, sin embargo, está muy lejos de presentar la pirotecnia dramática de la novela de Conrad, más bien construyendo, ladrillo a ladrillo, un retrato decadente de una sociedad atravesada por la corrupción (en alta y baja escala) y un informalismo que difícilmente la haga acercarse en algún momento a los estándares europeos. En este punto, la película de Köhler es exitosa en un retrato del continente que en ningún momento llega a la denuncia explosiva y aterrorizada, ni tampoco al deslumbramiento romántico de su naturaleza (ambos criterios fuertemente atravesados por una mirada evidentemente eurocéntrica y paternalista). Completamente al contrario, la naturaleza retratada por Köhler no es majestuosa (en plan Africa mía –Sydney Pollack, 1985-, o cualquiera de esas películas de postal), o pornográfica, infecta (como podrían ser las nociones clásicas de lo selvático que mantiene Werner Herzog), sino una de otro tipo, una silenciosa, espesa, con algunas cuotas del onirismo de Apichatpong Weerasethakul.

Cualquier cosa que vemos no es en sí bella, ni tampoco terrible; es simplemente misteriosa, o más que misteriosa, muda. Los escenarios están crudamente recortados entre figura/fondo: de día, sobresaliendo de una cegadora luz; de noche, apenas emergiendo de lo más profundo de la oscuridad. En este estilo, podríamos pensar, más aún,  que la cámara filmara todo de una forma somnolienta, como si ella misma fuera la que estuviera infectada por el parásito del mal del sueño.

Esta forma de filmar también tiene su correlato en el peculiar estilo en que es narrada la historia. La película va dejando a su paso cabos sueltos, abre misterios y no los cierra, introduce personajes que no vuelven a aparecer, entra en pequeñas viñetas que nunca terminan de producir un desenlace específico. Esto podría ser criticable en un montón de películas, pero en El mal del sueño termina siendo un plus a esa atmósfera tan particular.

Otro nombre posible para El mal del sueño podría haber sido “La metamorfosis”. Este nombre no sólo hablaría de esa metamorfosis fallida al sistema europeo que compone Africa en su extensión (esto lo vemos particularmente acentuado en el discurso de un economista, que plantea que la ayuda paternalista y culposa de Europa al continente no es útil y que “sólo el mercado puede resolver los problemas de Africa” –argumento para el que no hay que ser un bolchevique para entender la profunda miopía y oportunismo que encierra), sino también la de Ebbo, la de todos los hombres que atraviesan la membrana de dicho territorio. Sacrificio y metamorfosis son las claves fundamentales del film, algo que también se veía en Apocalypse now, en cómo el acto sacrificial de búfalo se correspondía con el del coronel Kurtz, en el devenir hipopótamo de Ebbo, en esa noche que parece tragarse a las personas