miércoles, 4 de junio de 2014

Sobre Louie, de Louis CK

Louie Middle finger

Las pulsaciones de un faro

En la película que registraba su stand-up comedy, Hilarious (filmada en el 2010, un poco antes de su explosión hacia la masividad de la comedia norteamericana), Louis CK abría el show dirigiéndose al público de la siguiente manera: “Hola a todos. Es decir, por decir “todos” me refiero a ustedes. Es decir, a todos los que hay acá. Realmente no debería decir “todos”, porque la mayoría de la gente no está acá. Por una gran mayoría, la mayoría de la gente no está acá. La mayor parte de la gente está en China, de hecho. De hecho, eso tampoco es real, la mayor parte de la gente está muerta, ¿saben? De toda la gente que estuvo en la tierra, casi todos están muertos. Hay mucho más gente muerta, y todos ustedes van a morir, y luego van a estar mucho más tiempo muertos que el que estuvieron vivos”. Ciertamente, no es la forma más festiva para empezar un show, pero difícilmente haya un extracto que defina de forma más precisa la ética y comedia CK’iana –por llamarle de alguna manera-, elemento que, pese a encontrarnos con producciones propias en diversas formas y estilos, es uno de los elementos fundamentales e incambiables de la temática humorística del director.

Nacido en Estados Unidos, pero criado en México hasta los seis, la base católico-irlandesa del comediante (mezclada con ese catolicismo tan proteico mexicano) no es algo que suela aparecer en su literalidad –de hecho, varias balas del tambor de su revólver suelen estar reservadas para la religión- pero algo de la necesidad de ser agradecido por lo que se tiene, la importancia del perdón y la sensación de ser algo pequeño ante algo mucho más grande e inescrutable, marca a fuego su trabajo.

Quizás con una ética más protestante, la cimentación de Louis CK como figura pública fue un larguísimo proceso que abarca desde 1984 (en shows de open-mic, en donde suelen presentarse tanto principiantes como gente consolidada, un lugar de poco dinero pero de mucha legitimación de parte de los fanáticos de base más fiel del stand-up) hasta la fecha, incluyendo entre medio escrituras para late-shows y otros programas de televisión, también abriendo para comediantes de la talla de Jerry Seinfeld y dirigiendo un programa de televisión de culto (Lucky Louie) que fue cancelado por HBO en su primera temporada.

Comienzos ásperos

Este largo proceso (en el que durante sus arduos comienzos Louis tuvo que sostenerse en diversos laburos como mecánico, limpiador de piscinas o cajero en el Kentucky Fried Chicken) terminó por dar sus frutos en Louie, una serie lanzada por el canal FX en el año 2010, que ha tenido un crecimiento sostenido hasta su tercera temporada, en la que su éxito trascendió al de la crítica (ganando premios como “Mejor guión” en el Writers Guild of America Awards del 2013 y los Emmy’s del 202), también teniendo un gran impacto en audiencia. Con la cuarta temporada recién estrenada , es una buena oportunidad para repasar por qué este programa no es parecido a nada, no sólo remitiéndonos a la televisión actual, sino en la cultura en general.

Antes de ahondar en Louie deberíamos ir a sus raíces, Lucky Louie, aquella sitcom actuada y dirigida por el comediante, que fue misteriosamente dada de baja a un año de su estreno (algo a lo que no sólo no ameritaba los ratings de público –que no eran malos-, sino que iba en contra del estilo de producción jugado y respetuoso por el que es conocido HBO). En su formato, Lucky Louie no era más que otra sitcom del montón, con un escenario super estático, personajes con frases y personalidades super delineadas y una audiencia en vivo que reía y aplaudía como en casi todos los programas de aquella época. El centro de la temática también era conocido: las complejidades de la vida en pareja, junto a otros temas vinculados a la batalla de los sexos, la paternidad, la amistad y el trabajo. Sin embargo, cuando vemos Lucky Louie todas estas premisas se transforman radicalmente por el tono, en donde todo lo que puede ser definido como un lugar común y seguro se transforma, para interpelarnos de una manera tremendamente incómoda. En primera instancia, Lucky Louie interpelaba a la identidad de clase de series que, aun tomando el marco de familias de clase trabajadora, lo económico nunca era presentado más que como un mero obstáculo a un bienestar mayor. En Lucky Louie lo económico pasaba de ser fondo a figura y toda la vida familiar era mucho más precaria a la comúnmente retratada en esas comedias de suburbios, o de la zona cool de Los Angeles, o Nueva York. Era una serie sobre el desamor y la destrucción de los sueños, pero que al mismo tiempo zafaba de la tentación de ennoblecer al trabajador por su sacrificio, su folklore, o su sencillez. En Lucky Louie casi todos los personajes –incluso la hija de la familia- eran abyectos, pero había breves instantes de humanidad en los que la pelota llegaba al ras del piso y entendían –y entendíamos- que debía existir una especie de contrato de convivencia para hacer todo mucho más soportable. En esa misma línea, la estética del set era harto deprimente, con paredes color ocre que parecían estar descascarándose y un vestuario con el que parecía como si todos los personajes se arreglasen con lo último del ropero. Con un penúltimo capítulo en que Pamela Adlon y Louie se separaban, descubriendo cómo se odiaban en el fondo, pero a la vez, cómo ese odio sostenido y, de alguna manera, solidario, era un vínculo irrompible que los unía más que el amor, en la aparente convencionalidad del formato uno percibía una sensación cruzada, de ser iluminado en la misma medida en que quedaba despistado,  de la misma forma en que se reía durante todo el programa, pero sin evitar poder sentirse deprimido una vez que acababa.

Dinamitando los mitos

En su corteza temática Louie sería como una secuela discontinuada de su predecesora. En ella vemos a Louie, ya no como mecánico (o lo que fuera aquel trabajo que nunca se llegaba a explicitar del todo), sino como un comediante de mitad de tabla que intenta sobrellevar su vida artística junto a la crianza de sus dos hijas como padre divorciado. Siendo un comediante que ahonda bastante en el intrincado y contradictorio universo de la paternidad, gran parte de los chistes que aparecían tanto en sus stand-up, como en su anterior serie, marcan presencia en la serie, pero con un ligero cambio de licencias en el que lo vemos mucho más solo, brindado a su libertad y su responsabilidad.

Quizás el primer aspecto notorio que notamos en la serie es el estilo cinemático adoptado, radicalmente diferente a la mayoría de los proyectos adoptados por personajes de formación en el stand up. Con un trabajo que abarca actuación, escritura y dirección (libertad completa en la producción otorgada por FX a cambio de un presupuesto mucho más acotado que la media de los programas), algunos capítulos funcionan perfectamente como cortometrajes cerrados en sí mismos, con un estilo que puede adoptar tanto un formato documental, de cámara sobre el hombro, como algo plenamente cinemático, con planos secuencias, o ediciones veloces y frenéticas. En sí mismo, cuando uno ve Louie, lo primero que llama la atención es esa prestancia con la que se saltan ciertas convenciones en beneficio del efecto o la trama. Ejemplo de esto es la discontinuidad accesoria de ciertos personajes (los hermanos, o hermanas de Louie tienden a aparecer, desaparecer, o intercambiarse a gusto del director, sin una explicación convencionalmente narrativa sobre estas decisiones) en pos de un interés del director que va más allá de la verosimilitud (en una entrevista se le preguntaba a Louis CK por qué había optado por una mujer negra como ex esposa y madre de sus hijas –completamente rubias- y el comediante dijo “necesitaba una antigua pareja que le exigiera al protagonista trabajar, y qué mejor mujer para ese papel que una mujer negra”).

Exactamente, en la forma en que se cuenta el día a día de Louie parecería que se recortara todo para dejar lo esencial, y en este mismo punto también entra el mismo personaje. Es raro ver en una serie creada por un comediante stand-up que su rol se autolimite de una manera tal que casi no tenga momentos de perspicacia. Diferente a lo que se suele ver (con una lista de intérpretes que van de Richard Pryor a Jerry Seinfeld, pasando por Eddie Murphy, Chris Rock, Dave Chapelle y Robin Williams), Louis CK interpreta a ese personaje que asume en sus historias, pero despojado del ingenio del comentario añadido. Cuando uno observaba stand-ups como Hilarious o Live at the Bacon Theatre, uno se preguntaba cómo debía ser aquella vida tan desgraciada y autoflagelante que planteaba CK y justamente lo que vemos en pantalla es la vida de ese personaje. En esa dinámica, combinándose las convencionales intros del comediante en breves minutos de stand up y la historia en sí, se generaba una esquicia en la que, en un momento, parecíamos ver dos mundos paralelos, uno dentro y otro fuera de la ficción, pero que capítulo a capítulo se iban complementando mutuamente, mostrando de una forma radical cómo no había una partición del personaje, sino cómo el mismo era uno y otro fuera y dentro del escenario. En un pequeño, pero brillante extracto de un capítulo de la primera temporada vemos cómo una presentación en vivo suya se ve afectada por una chica del público que parece comentar cada ocurrencia suya, tras la cual, detrás del mismo micrófono, parece atacarla violentamente. La chica lo espera a la salida, mientras habla con algunos colegas comediantes y lo increpa y él dice algo así como “vos posiblemente seas exitosa y venís acá y pensás que se trata de vos, pero todos nosotros tenemos una vida espantosa, estos son nuestros diez minutos  de la semana en los que nos sentimos vivos y vos, haciendo esos comentarios, nos los arruinás”. Es curioso, pero difícilmente se haya registrado un retrato dan descarnado y humano de esa realidad esquizoide del comediante –sobre todo el comediante de mitad de tabla -, su obra y su vida.

En esa misma crítica que se le hacía a aquella mujer de la audiencia, se ve el centro gravitacional de la ética de Louis CK: un ataque despiadado a la noción de autoimportancia del norteamericano/consumidor del capitalismo tardío. Era algo que ya se criticaba en varios stand-ups, por ejemplo el caso de un comensal al que un mozo se le cae un plato de sopa encima y dice “¿cuál es el significado de esto?”, como si la mera noción de cliente generara una especie de aura protectora e infranqueable que lo mantuviera alejado de toda posible intrusión de la aleatoriedad y el caos. “Somos poco importantes, todo es pasajero”, parecería decir Louis, y aún lejos de ser un discurso novedoso –en algún aspecto, no es más que un aggiornamiento de la responsabilidad pregonada por algunos valores existencialistas-, difícilmente se haya visto un programa en donde estos valores se presenten tan “en tu cara”, interpelando no sólo al protagonista, sino al mismo espectador.

A luz y sombra

Ese proceso de lento pero constante aserramiento del mundo de referencia del hombre medio (dinamitando desde dentro mitos sobre el amor, la equidad, lo la paternidad) se complementa con un estilo que parece incomodarnos a todo momento, desacomodánonos como espectadores. Louie es como un toro bizco, al cual el torero nunca sabe para dónde va a dirigir su cornada. Hay capítulos que son prácticamente una sucesión de gags y hay otros en los que prácticamente se despoja de cualquier momento cómico (entre ellos, uno de los primeros y más famosos es un capítulo sobre la relación de Louie niño y la religión, en donde el tono es tremendamente serio y testimonial, con una reinterpretación escalofriante de la crucifixión a manos de un experto forense). Así también, uno puede interpretar equívocamente la serie como un producto misántropo y ahí donde espera el golpe recibe una caricia. Un ejemplo de ello era el arranque de la segunda temporada, en la que viene una hermana embarazada a quedarse en su casa y súbitamente entra en labor de parto, con Louie sin saber qué hacer ni a quién recurrir. En un entorno donde todo parece reaccionar de una forma cuasi alérgica a la gente, entran al socorro de Louie una pareja de vecinos gays y uno espera algún elemento comédico, algo que se instale como una situación bizarra entre él y los dos tipos, pero el capítulo sigue y lo que uno termina obteniendo no es más que pura comprensión, un grupo de personas ayudando a otras cuando lo necesitan. Viendo escenas como aquellas, en un formato televisivo que nos enseña a esperar el cinismo como primer plato, esos pequeños trazos de humanidad se convierten en lo auténticamente rupturista y revolucionario, una especie de vuelta a viejos valores que curiosamente no queda demodé, sino todo lo contrario.

Louie, casi como ningún otro programa de comedia que haya existido, plantea esa dualidad de la vida humana: un mundo lleno de belleza y fealdad, dolor y felicidad, egoismo y compañerismo. En dos ejemplos involucrados con el violín en la tercera temporada se puede ver esto. En un capítulo, Louie, machacado por ciertos traspiés emocionales y existenciales de los segmentos anteriores, ve a un violinista tocar una experta y sentidísima composición en un metro. Detrás suyo, esa epifanía convive con un bichicome que se lava el cuerpo con fruición, echándose encima una mezcla de jabón en una botellita de medio litro. Al mismo tiempo, varios capítulos después, un segmento empieza con un plano fijo extasiado de su hija tocando con el violín de manera curiosamente virtuosa otra canción y la composición es interrumpida por Louie, que le saca su instrumento y la manda a hacer los deberes. A uno le choca ver a ese personaje incomprendido de golpe siendo él mismo reproductor de ese mismo mundo de incomprensión, pero uno se pone a pensar y se da cuenta de que, justamente, no es el horario de su hija para practicar su instrumento, y que es necesario que también haga sus deberes. Así, los personajes que abundan en Louie –hasta el mismo protagonista- son presentados desde sus luces y sombras, con sus pequeñas glorias y sus pequeños fracasos, pero siempre tratando de comprenderlos, sin convertirlos en meros objetos de burlas. Puede ser el caso de esos pequeños momentos de felicidad entre unos soldados estadounidenses en Afganistán, un padre golpeador que al final del capítulo se pone a hablar con Louie de sus frustraciones, o una mujer que se siente atraída hacia él, pero que deja de estarlo cuando él mismo realiza un acto de compromiso civil, al no animarse a agarrarse a las piñas con un chico más joven. Incluso, en un famosísimo capítulo Louis CK tiene que juntarse con Dane Cook para ver si le puede dar entradas gratis para Lady Gaga, a modo de regalo a su hija. La invitación de comediantes epigonales a la serie no es nada fuera de lo común (hacen de sí mismos, como el caso de Sarah Silverman), pero en el mismo capítulo hay una sensación incómoda por una acusación vieja, en la que se aducía que Dane había robado chistes de Louis (que hasta aquel momento, en la vida real, era uno de los principales elementos que solían citarse al hablarse de la relación de los dos personajes). Es ahí que en el mismo marco ficticio de la serie, los dos protagonistas hacen las paces, tanto en el marco diegético como extradiegético, mostrándonos cómo, más que ser dos contendientes, son dos personas incómodas por dicha disputa.


Uno ve Louie y se da cuenta –o nos lo recuerda- que la vida es mucho más compleja, que hay belleza donde hay tristeza y que lo más lindo en el mundo –como puede ser padre- también está lleno de cosas jodidísimas, como el mero hecho de querer matarlos de vez en cuando (específicamente, es grandiosa una escena en la que la amiga de Louie le confiesa, en un juego del estilo verdad consecuencia, que por más que lo ame, a veces quiere pegarle a su hijo, pero no en el marco de alguna cagada o molestia que este le causa, sino en momentos de verdadero aburrimiento). Louie es un extraño brazo de una moralidad profundamente humanista perdida, algo que quizás retoma la posta de los dramas de Woody Allen, antes de que el director se dedicara a repetirse a sí mismo en comedias y dramas turísticos. Louie, en definitiva, es un espacio tanto ético como moral, activo y efectivo en un mundo donde una premisa como esa parecía completamente imposible.

martes, 3 de junio de 2014

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

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La espera del siluro

En la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, un grupo de nudistas homosexuales acuden al lago Sainte-Croix para retozar en su pedregosa orilla, aprovechando el agua calma, pero más que nada, el tupido bosque que parece levantarse morosamente detrás. Armada en base a episodios que dotan a la cinta de una cierta circularidad, cada nuevo día parte de un plano general, en el que el director, de acuerdo a la cantidad de automóviles que hay en el improvisado parking, da una idea de la fluctuación de público dentro de ese mismo espacio.

Convertido en un centro de encuentros sexuales, el bosque actúa como un costado alternativo del espacio más abierto de la orilla, pero entre los dos lugares hay como una continuidad plácida, como si todo estuviese sumergido en el mismo sincretismo letárgico. Nada parece alterar la pausada rutina de los bañistas y los amantes, imbuida en un silencio que es similar al de la superficie calma del lago. Es en esa misma superficie plácida e indiferente a la existencia de los hombres donde Franck (Pierre Deladonchamps), el protagonista del film, presenciará un asesinato perpetrado por Michel (Christophe Paou), un hombre de bigote (parece una mezcla más delgada entre Burt Reynolds y los dibujos de Tom of Finland) codiciado por la mayoría de los allí presentes. Es curiosa esta premisa, porque, si bien existe una considerable cantidad de thrillers eróticos en el que el objeto del deseo es posiblemente el asesino (piensen en la mayoría de las películas de Sharon Stone durante la década de los noventa), casi siempre el principal resorte es la cuestión de si el amado es realmente el culpable, algo que carbura la culpa con la duda, expandiendo las tribulaciones del protagonista –y, naturalmente, de nosotros espectadores. Sin embargo, el perfecto plano fijo en el que Franck ve, a lo lejos, cómo lo que parece ser un juego en el lago termina siendo un ahogo provocado, no parece elevar mucho campo a la duda: nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, no hay un solo corte, ningún posible rashomon cinematográfico o vuelta de tuerca que nos permita instalar algún grado de ambigüedad entre lo que vimos y sucedió.

Es así que  el asunto deja de ser concretamente el conocido “whodunit”, para volcarse en el tema de la obsesión de Franck sobre alguien que no sólo fue responsable de una muerte, sino que también podría ser un futuro perpetrador de la suya. Con un particular interés por mantener a las figuras centradas en cámara  -el corte del eje axial fijo a veces hasta parece coquetear con el estilo de Wes Anderson, pero con una atmósfera radicalmente distinta-, el retrato de la obsesión personal, entremezclada con la indiferencia radical del entorno –es de gran poder la imagen de las ropas y la toalla del asesinado prácticamente pudriéndose en la orilla sin que a nadie le llame la atención-, por momentos nos retrotrae al cine de Michelangelo Antonioni, haciendo de El desconocido del lago una especie de versión gay de L’avventura (1960).

Sin embargo, parece agitarse algo más allá del asunto del asesinato. En un espacio cerrado (no hay ninguna escena filmada por fuera de esa zona), donde el público, salvo el investigador policial, es invariantemente gay, la alternancia entre bosque y lago y las escenas de sexo que suceden ahí parece una forma cifrada de lo que ocurre más allá del argumento de thriller. Sorprende, en una primera instancia, la forma desapasionada y distante con que el director filma los encuentros sexuales. Con un estilo casi utilitarista, la gente deambula por el bosque y con un solo gesto o mirada queda fijado el encuentro, realizado en silencio, pero levemente a la vista de todos los allí presentes (los matorrales y arbustos tapan más bien poco, pero a nadie parece molestarle demasiado). A esta cuestión cuasi mecánica, sin embargo, sorprende cómo las escenas de sexo entre Franck y Michel son mucho más detalladas y sensuales, no escatimando detalles, introduciendo pocas elipsis, movida como por un ímpetu a registrarlo todo (algo que también sucedía en las escenas sexuales entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle).
De alguna forma, la placidez y frialdad con la que se documentan estos encuentros se rompe a partir, justamente, de la distante escena del asesinato ¿Pero cómo se articula este asesinato con ese algo más de lo que parece decir, quizás sintomática, y no concientemente, la película de Alain Guiraudie? El desconocido del lago es, sin lugar a dudas, un producto de su época. Estamos en la primera decena del siglo XXI, el SIDA no retrocedió, pero sus efectos devastadores fueron paliados por medicamentos más efectivos y una progresiva concientización e inclusión social a sus víctimas (todo esto, obviamente, tomando la perspectiva de los países desarrollados), y a su vez, los gays han ganado –al menos en Francia y otros países europeos- un lugar de respeto y apertura que, pese a no llegar a un grado último de consolidación, era impensable para los años ochenta. Efectivamente, en la película, salvo algún comentario menor del policía, no parece haber una particular animosidad hacia los gays, y todo parece suceder de una forma transparente, endogámica y sin subterfugios. Sin embargo, justamente el costado de este mundo demasiado adaptado, por momentos maquinal, asexuado en su misma proliferación del sexo, es que surge el asesinato. El crimen, en cierto punto parece en la película una especie de sucedáneo del SIDA, algo que pone un quiebre en una liberación total, volviendo a instalar el terreno de la prohibición, pero no el de una prohibición moral, sino de circulación sexual. En la película hay una línea de esto en cómo Franck elige tener sexo sin protección con Michel, a quien ya reconoció como asesino (mientras que en otra escena la posibilidad de sexo con otro personaje se vio frustrada por la ausencia de preservativos).


El crimen parecería entrar en escena en el film para dislocar un sistema circular sexual y así habilitar el deseo del protagonista, o el deseo a secas. Citando a Baudrillard en uno de sus artículos de Pantalla total –escrito en 1987, tiempo en el que el SIDA seguía haciendo estragos: “Frente al peligro de una ingravidez total, de una insoportable levedad del ser, de una promiscuidad universal, de una linealidad de los procesos que nos arrastraría al vacío, esos torbellinos súbitos que llamamos catástrofes son los que nos preserva de la catástrofe. Estas anomalías, estos fenómenos extremos recrean zonas de gravitación y densidad contra la dispersión total”. Esa catástrofe a la que se refería Baudrillard era justamente la de la transparencia total, la del desfondamiento radical de lo sexual, la norma, o la salud. No es, específicamente un tema de la comunidad gay, es un tema del sexo en sí mismo, elevado a su máximo grado de transparencia y su extremo más radical del orden. Michel, saliendo del agua y aproximándose hacia el centro de la pantalla es, casi por así decirlo, un agente de homeostasis para mantener un desequilibrio que permita subsistir al deseo, o quizás al mismo sexo. Michel, en definitiva, ocupa en El desconocido del lago el lugar de aquel siluro (un bagre gigante que puede llegar a los cuatro metros) del que se Franck habla con miedo: un resabio casi bíblico, un emisario de un antiguo desequilibrio, esperando en el fondo del lago. 

23 Segundos (Dimitri Rudakov, 2014)

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Los sueños de Emi

Todo lo discutible o analizable de 23 segundos se juega en una sola escena: el breve interludio onírico en el que Emiliano, que presenta un retardo mental, fantasea con una cena entre amigos en el Salón Rouge del restaurant Rara Avis, en la que se transforma en un hombre exitoso y sin una sola traza de su condición. La escena marca tanto el punto fuerte como el débil de la construcción del personaje a partir de la escritura de guión y la actuación de Hugo Piccini, a la vez que es la que en mejor y peor forma cristaliza la tensión, no sólo entre los sueños de Emiliano, sino entre el conflicto de clases que atraviesa al film.

Para ordenar al posible espectador y lector de esta nota, 23 segundos cuenta la historia de Emiliano (Emi, para los que lo conocen), un hombre de 33 años con un notorio déficit intelectual, que en una de sus jornadas diarias como limpiavidrios auxilia a una bella conductora accidentalmente baleada en un intento de robo. El protagonista, casi como en una versión uruguaya del jorobado de Notre Damme, salvará a la chica, pero enamorándose casi instantáneamente de ella, de una forma tan pueril como obsesiva.

Desde King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933) hasta Misery (Rob Reiner, 1990) las historias de enamoramientos rayanos en el secuestro han adoquinado las sendas del cine, pero curiosamente, la película de Dimitri Rudakov (ucraniano, pero afincado en Uruguay, donde cursó sus estudios cinematográficos) se aliviana rápidamente de este peso argumental, permitiéndole a la pobre chica escapar de los rústicos cuidados de su salvador/captor. Es ahí donde entra la mencionada escena del Salón Rouge. Emiliano mantiene guardia en el cuarto de la convaleciente, sumergiéndose en el sueño mencionado más arriba, que comienza con él manejando un moderno auto, donde es asistido en la limpieza del parabrisas por uno de los adinerados hombres que suelen dejarle algunos pesos en la ruta.  Hugo Piccini, tamborileando despreocupadamente el volante, mientras habla con aquella chica que en el sueño ya es su novia constituida (impecable, vestida de gala), se muestra desenvuelto, bordeando lo cajetilla, hablando con una ductilidad mucho mayor que aquellas frases pastosas que suele hilvanar en su vida real. Es, en teoría, un sueño de restitución, un deseo enarbolado alrededor de la imagen que él construye de aquellos para los que trabaja. En el mismo bar no parece haber ningún rastro de la discapacidad de Emi. Por el contrario, el barbudo y narigón logra, con unos breves detalles corporales y de habla, ser un hombre al que podríamos imaginarnos escoltado por una mina como la que lo acompaña. El único detalle que dota la escena de cierta extrañeza, quizás como una progresiva penetración del mundo real a la membrana onírica, es que los platos principales son hamburguesas con papas fritas, diferente de la sofisticación que podríamos imaginarnos en un recinto como aquel. Así, el detalle de las hamburguesas no parecería ser menor, ya que marcaría el punto ciego de imaginación de alguien como Emiliano. He aquí el acierto y error más grave de 23 segundos. La película podría haber presentado esta fantasía como un jugueteo del mismo film, como algo no proveniente de la subjetividad del personaje, sino como un paréntesis extradiegético, en el cual se nos permitiera pensar una realidad alternativa. No suele ser un recurso muy elegante –sobre todo en películas que tienen una estética que por momentos bordea lo documental-, pero no hay, de por sí, nada malo en ello. Sin embargo, si la idea del director es efectivamente sumergirnos en el inconsciente de Emiliano, ahí la cosa flaquea. Principalmente, alguien como Emiliano no podría crear en su fantasía un alter ego tan resuelto como el que se presenta en el sueño. No es un interludio de un paralítico que sueña con bailar (algo para lo cual se combinan dos capacidades diferentes y no necesariamente inclusivas), es el de una persona con un déficit intelectual que fantasea con tener una soltura que ya en la detallada construcción del deseo trampea la misma condición intelectual de la que se pretende partir. Es como intentar recrear el mundo de un ciego, reproduciendo todo tal cual lo vemos nosotros.

La escena, por así decirlo, brinda, sin embargo, una oportunidad de lucimiento a Piccini, que logra, de muy buena manera, saltar de un estado a otro en cuestión de un chasquido de dedos, sin que se noten muchas costuras. Sin embargo, cada tanto hay en frases, o intervenciones del protagonista, irrupciones intermitentes en las que esta normalidad se precipita (una palabra, un gesto, un detalle que lo saca del retardo). Esto, justamente, no es que sea exclusiva responsabilidad del actor, sino más bien efecto de una complicada relación entre la interioridad del personaje y el estilo de narración optado por Rudakov, el cual, por ejemplo, opta por un voiceover protagónico –sumamente innecesario- en el que parecería borrarse todas las dificultades propias del habla, o de esta interioridad.

23 segundos es, de esta manera, una película que como resonancia de esta esquicia particular, también parece estar confrontada fallidamente en una mixtura demasiado liviana de géneros, que van desde el policial al thriller, pasando por el drama y la comedia romántica, casi siempre pisándose uno al otro, sin lograr ser convincentes en ninguno de los flancos.

Todo esto con respecto a lo más interesante que podría presentarse a discusión en un film como este. Después está lo otro, las escenas innecesarias (la de la madre de Emiliano y su ex esposo, o la absurda inclusión de una banda en vivo dentro de la película), giros y deus ex machinas improbables, el descenso de ritmo en la segunda mitad del film, una banda sonora que actúa demasiado como prótesis de cualquier viraje emocional y un intento de cierre circular con las palabras del comienzo de la película–las razones por las que aquellos 23 segundos le cambiaron la vida al protagonista- que parece bastante forzado.