viernes, 27 de enero de 2012

Secretos de Estado (George Clooney, 2011)



El fin de la esperanza

En la primera escena del film, el rostro de Stephen Meyers (Ryan Gosling) emerge de la oscuridad –con un toque similar a la monocroma Good night, and good luck (2005), obra de George Clooney, director, coguionista y coestrella de este film-, relatando un discurso que, en principio, parece un monólogo dirigido al espectador, pero que después, como a través de un zoom out, descubrimos como el ensayo de un debate de campaña.

“No soy un ateo, no soy un cristiano, todo en lo que creo está escrito en el papel de la constitución de los Estados Unidos”, dice Stephen. Minutos después, vemos cómo el mismo discurso es repetido, casi con las mismas pausas, por el gobernador Mike Morris, quien se debate en las elecciones primarias del Partido Demócrata, en una lucha por Ohio como centro neurálgico de disputa. De cierto modo, este comienzo ya señala uno de los principales puntos sobre los que trabaja el film: podemos ver los cordeles atados al tronco y brazos de los personajes, ellos guían sus movimientos, ellos también marcan sus límites de acción. La política es un escenario, casi igualmente armado a una sit-com con público en la que el cartel de “Aplauso” se ilumina para cada vez que sea necesario. Sin embargo, la película de Clooney no intenta profetizar ni denunciar dichos tejes y manejes, sino más bien ser un testigo pasivo y frío de la orquestación de ese teatro de sombras chinas que es la política norteamericana.

En este sentido, Secretos de Estado, junto a Trabajo confidencial, son las dos películas que más notoriamente han captado ese Estados Unidos post-Obama. En el agudísimo documental de Charles H. Ferguson, el mismo Matt Damon, quien había apoyado y trabajado activamente en la campaña de Barack Obama, presta su voz a la narración de un film que pone sobre la mesa cómo, a pesar de la responsabilidad visible de muchos de los hombres que estuvieron detrás de la crisis financiera, éstos fueron nuevamente elegidos para ocupar importantes cargos en el gobierno. Clooney también fue un defensor del candidato demócrata, y Secretos de Estado, circunscribiéndose únicamente al mundo de las internas de dicho partido (los republicanos aparecen a la lejanía, como un oscuro fantasma que es escasamente traído a mención), parece compartir ese pesimismo post-Obama, cuyo slogan en las elecciones, no por casualidad, era “Hope” (Esperanza), De hecho, la estética del poster diseñada por Shepard Fairrey es la misma con la que hace campaña el gobernador Morris.

Esperanza es justamente lo que no abunda en el film, pero a diferencia de la obra de Ferguson, que intentaba de cierto modo desmontar la máquina y analizar y traer a escena a todos los implicados y su funcionamiento, Secretos de Estado intenta centrarse en una anécdota reducida, casi mínima, en la que lo que se está debatiendo es apenas los primeros comicios antes de las verdaderas y más importantes elecciones. En este sentido, sólo en estética y ánimo puede remitirse un film como Secretos de Estado a obras de otra década oscura tanto en esperanza como en ética, como fueron los setenta. Podría pensarse en Todos los hombres del presidente, pero una vez más, Clooney intenta concentrarse en un foco pequeño, que en cierto punto tiene la posibilidad de generar mayores desenlaces, pero se queda en ese registro gatopardense de “cambiar algo para que no cambie nada”. En cierto modo, la película es a la política lo que Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959) es al mundo de los abogados: el caso o quién fue verdaderamente importa menos que los recursos que despliegan los implicados y defensores cuando las cartas están sobre la mesa.

En algunos medios se ha criticado esa indefinición particular del film y de sus personajes, con un Stephen Meyers que pivotea entre idealismo y cinismo puro de una forma bastante indiferenciada, con un gobernador cuyo perfil nunca se logra definir del todo, con un romance que podría desembocar en algo más intenso, pero que se apaga de repente, todo sea por la campaña. Sin embargo, en esta interminable escala de grises se inscribe uno de los puntos más interesantes de la película, para el que, sin lugar a dudas, el cast desempeña uno de los mejores trabajos colectivos de los últimos años. Clooney interesantemente se coloca un escalón por debajo de la mayoría de los personajes, representando a un hombre en apariencia cálido y voluntarioso que está sentado sobre una bomba de tiempo. Paul Giamatti y Philip Seymour Hoffman se sacan chispas como los encargados de campaña de candidatos opositores. Evan Rachel Wood encarna una de las femme fatales más ambiguas y sexis que haya dado el cine en los últimos años –con ese tono práctico y seguro que la hace una interna capaz de amar y temer- y Marisa Tomei funciona perfecta como la periodista inescrupulosa que alterna sus funciones como doble, o triple agente, capaz de clavarte un puñal en la espalda por una buena primicia. Sin embargo, Secretos de Estado es todo sobre Ryan Gosling, uno de los actores más interesantes que ha dado el cine en los últimos años. Con papeles tan distintos como en de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), Crazy, Stupid, Love (Glenn Ficarra, 2011) y Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), Gosling ha encontrado una identidad actoral, un sesgo propio, que hace tiempo no se veía en jóvenes actores. En particular, lo que brilla en Gosling es cierta noción y manejo de la quietud, de poder mantener siempre al borde un grado de emoción estática, que en sus intervalos antes de expresarse se recalienta, como si habláramos de una resistencia eléctrica, algo que no sólo está en el rostro, sino en cada uno de sus movimientos, como si moviera un músculo por vez. En este punto, cuando Gosling llega a estos momentos de desagotamiento de energía acumulada, la ola de expansión de la explosión te da directamente en la cara, como en los estallidos de violencia de Drive, o en los máximos momentos de angustia romántica en Blue Valentine.

Es quizás en este film donde vemos a Gosling utilizando este recurso en su máximo esplendor, y es que, a diferencia de los otros, la explosión nunca se detona, sino que queda en nosotros, como un sedimento que no podemos despegar de nuestros ojos, como la misma grasa que enchastra las manos de los demócratas.

¿Diferente de quién? (Umberto Riccione Carteni, 2009)



Progresismo light

¿Diferente de quién? empieza a 220, intentando resolver ciertos asuntos concernientes a la trama casi en tiempo record. Piero es un joven gay, con una estética medio modelo 1950 –no sólo sus lentes a lo Clark Kent, sino también su vestuario más casual y su gusto por los Camparis con naranja-, que milita en una coalición de centro de un pueblo del norte de Italia. Su partido ya tiene configurado un candidato para hacerle frente a la oposición, por lo que en las internas no quieren quemar sus cartas más fuertes. Es así que en cierta triquiñuela política terminan ofreciéndole la postulación a Piero, que demuestra armar –él junto a sus amigos y amigas de militancia homosexual-, más allá de ser abiertamente gay en una ciudad conservadora, una buena campaña. Evitando detallar demasiado la trama, por circunstancias imprevistas Piero llega a ser el candidato oficial del partido, cosa que deja atolondrados a los calculadores jerarcas de la coalición. Como solución a esto, pretenden emparejarlo como fórmula de candidatura con la política Adele, quien –como suele suceder en este tipo de comedias- no puede ser más diferente (su estilo conservador, completamente obsesionado con la familia, la lleva a desacreditar, e incluso injuriar al movimiento gay y todo lo que su compañero de partido representa). Todo esto en no más de veinte minutos.

Sin embargo, -como también suele suceder en estos films- los puntos de contacto van siendo varios y de forma bastante estrepitosa la relación de los dos da un quiebre, en el que Adele y Piero se convierten en cercanos amigos, hasta el punto de volverse ya algo más que cercanos. He aquí uno de las extrañas vueltas de ¿Diferente de quién?: lo que había comenzado siendo una comedia política, en donde la anécdota disparatada servía como vehículo para mostrar los disparatados medios y funcionamientos de la política italiana (citar a Berlusconi y la Cicciolina como senadora como una forma de demostrar lo ambigua que es la ficción y la realidad ya es una carta demasiado fácil para utilizar), termina por convertirse en una comedia de enredos, en el mejor estilo de revista porteño (por momentos los personajes entran a escena y dicen sus líneas como si aparecieran de un cortinado).

El cast logra manejarse bastante bien con el libreto –aún cuando interpretan personajes unidimensionales, o personalidades que cambian de comportamiento y sentir como una veleta-, pero la comedia, pese a ser en algunos aspectos divertida, nunca logra reflotar la cantidad de lugares comunes que presenta. El gran problema es que estos lugars comunes, lejos de ser meramente algo que apenas achata a la trama, presentan algunos escollos ideológicos que valdría la pena resaltar. En apariencia ¿Diferente de quién? es una película cuestionadora, que quiere discutir algunos grandes temas (sin ir muy lejos, habría que pensar cuándo en una comedia se mezclan asuntos como política de Estado, derechos homosexuales, tácticas electorales, críticas al centro, triángulos amorosos y concepciones familiaristas diferentes a la de dos progenitores), pero al nunca dejarse ese tono europeo liviano y progre cualquiera de sus cuestionamientos termina por volverse algo demasiado light, demasiado poco denso. Los miembros de la fórmula discuten no en términos de ideología, en términos de izquierda o derecha, sino únicamente en medidas específicas –muchas veces, completamente contradictorias. En su fondo, ¿Diferente de quien? encarna en cierta medida el mundo postpolítico del sistema de la eficacia y el pragmatismo, típicamente citado en varios discursos actuales.

A la vez, hay algunos aspectos incómodos en lo que involucra al retrato del movimiento gay. El film –y esto más posiblemente anclado en ciertos prejuicios, o cierta falta de inventiva, y no tanto en mala fe- en lo que refiere estrictamente a la política presenta a casi toda la comunidad gay como locas que sólo pueden llegar a lugares altos por accidente –como la candidatura de Piero, así como también su ojo morado que atrae a los medios-, o con mecanismos tan burdos como llevar a sus detractores más directos a comprar ropa (un pequeño paseo por algunas tiendas de Piero con Adele que puede tirar, como una torre de yenga, toda una construcción conceptual de una señora que “está en la política desde hace trece años”). Al comienzo de la campaña de Piero, se da a entender de un equipo de difusión conformado por varios especialistas homosexuales, pero en poco tiempo todo se termina reduciendo a un rubio platinado que al discutirse teóricamente algunos programas de campaña sólo puede describirse a sí mismo por haber escrito una tesis sobre Freddy Mercuri. A fin de cuentas, aún cuando el director se permite introducir otros modelos parentales y una militancia distinta a la clásicamente estereotipada –sobre todo en lo que respecta al padre de Piero-, los personajes gay nunca dejan de ser medio torpes, o bastante ingenuos, a diferencia de Adele, o los demás integrantes del staff partidario. Algo que podría ser tan molesto como la forma en que se retrata a los negros en Historias cruzadas –recientemente reseñada por Gonzalo Curbelo en este medio-, pero que zafa un poco más al ser notorio que el film tampoco tiene pretensiones demasiado elevadas.

Saliendo de estos aspectos de corte más ideológico, planteando la hipótesis de la historia en manos de otros autores, podría decirse que el mayor pecado de ¿Diferente de quién? es no jugársela más a fondo por ninguna de las dos sendas temáticas que despliega: alguien como Nanni Moretti podría haber encarado todo el tema del candidato gay como salvoconducto para comprender o parodiar la realidad electoral italiana (sólo recordar cómo la gloriosa Palombella Rossa hacía de un partido de waterpolo una gran metáfora de la situación actual e histórica del Partido Comunista Italiano); en la otra senda, alguien que diera más rienda suelta al absurdo del triángulo amoroso podría haber hecho de ¿Diferente de quién? una película almodovariana, que habría pegado un poco más fuerte en sus partes más comédicas.

El resultado final es el de un producto light, previsible, que termina sin ser chicha ni limonada. O un Campari con demasiado hielo.

viernes, 13 de enero de 2012

Black Mirror (miniserie)


Metástasis del registro

Black Mirror, Una distópica mirada sobre lo que está pasando

En los primeros cinco minutos nos enteramos que la joven y más querida princesa de Inglaterra fue secuestrada, que sus captores han diseminado en varias redes sociales –especialmente en youtube y twitter- un video con ella, atada, en pleno llanto, leyendo las peticiones de los captores, y que la exigencia del rescate no es monetaria, sino performativa: que el primer ministro sea filmado y transmitido en vivo, en cadena nacional, teniendo sexo con un cerdo. Ante tal bizarra y masiva introducción, lo primero que uno podría pensar como espectador es que le están tomando el pelo, o que está ante una serie de humor negro –cuando no un sucedáneo más zafado de Saturday Night Live o Monthy Python. Sin embargo, Black Mirror es seria, serísima, y en ninguno de los tres capítulos que conforman la miniserie, parece interesada en alegrarnos el día, hacernos reír, o darnos al menos un respiro.

Los tres capítulos que la conforman son independientes entre sí, manteniendo una continuidad más que nada conceptual, tomando en cuenta el hecho de que no sólo están interpretados por personajes diferentes, sino que también ocurren en un marco histórico diferente, casi por así decirlos en mundos separados e independientes.

Dios salve a la princesa

The National Anthem, el primer capítulo con el que comenzábamos esta nota, posiblemente sea el más redondo de la serie, partiendo de una premisa tan disparatada como la ya mencionada, pero construyendo a partir de la misma un submundo de intrigas y tribulaciones, no sólo del pobre ministro, sino también de su familia, el resto del gabinete, la prensa y los mismos espectadores (en un fresco completo, casi balzaquiano). Los productores de la serie muestran cómo, al introducir una variable absurda a una realidad aparente o plausible, se puede desmontar el sistema de espectacularidad actual en el cual estamos. Ante todo, el primer capítulo no trata sólo sobre la responsabilidad y angustia de un primer ministro acosado por un mandato inverosímil, casi como si fuese uno divino, el de la televisión, cíclope caníbal, como la encarnación definitiva del Gran Otro, sino sobre la definitiva derrota del gobierno como garante controlador de las redes sociales (asunto que cobra particular eco en la actualidad, justo ahora que se discute en el senado norteamericano el proyecto de ley SOPA –“Stop online piracy act”). En The National Anthem, ante cualquier movimiento que el gobierno inglés intenta dar, la prensa, pero específicamente esa masa amorfa de twitteros independientes diseminados a todo lo largo del mundo, se adelanta un paso, entorpeciendo cualquier procedimiento de inteligencia. Es casi como la inversión radical y pesadillesca de Wag the dog (en Latinoamérica conocida como “Mentiras que matan”, o “Escándalo en la Casa Blanca”) en donde Conrad Brean (Robert De Niro), intentando ocultar un escándalo sexual del presidente de los Estados Unidos, contrata a Stanley Motss (Dustin Hoffman), un productor de Hollywood, para que construya una noticia falsa sobre un movimiento terrorista albanés, a modo de levantar una cortina de humo que salve una futura reelección. Lo que en la película funciona bien, demasiado bien, en el primer capítulo de Black Mirror hace agua por todos lados, incluso cuando, en un dispositivo similar al de la película citada, se contrata a un actor porno para que tenga sexo con el chancho, intentando manipularse y cambiarle su rostro por el del presidente via computadora. El plan falla desde el mismo momento en que circula el rumor via Twitter y llega tempranísimo a oídos de los mismos secuestradores.

Chiste interno

Mientras que el primer y tercer capítulos son de una estética y narrativa bien ballardiana, 15 million merits –el segundo- ocurre en un universo más orwelliano (aunque con la misma mala leche que caracteriza la serie), en donde la gente vive en prisiones de televisiones plasma, en las que no hacen otra cosa que pedalear para ganar créditos, los cuales pueden canjearlos por elementos puramente virtuales, como enviar regalos electrónicos, o decorar de algún modo su avatar –la fisionomía que adoptan en sus intercambios virtuales (y en definitiva, su único contacto social. Quince millones de créditos son los necesarios para tener una chance en un programa del estilo de American Idol, en el cual tres jurados –con personalidades bastante isomorfas a las de las insignes estrellas del reality yanqui- juzgan con total falta de misericordia a los aspirantes (ante un público extensísimo, que no aparece en el set sino como la misma materialización de esos avatars). Más allá de esto, hay un personaje que intenta quebrar esos muros que alienan no sólo su vida, sino la del mundo entero. Tras juntar los quince millones y lograr una chance en el programa, el personaje intenta hacer un violento statement en cadena nacional, colocándose un vidrio roto en la yugular y puteando completamente todo el sistema perverso que lo sostiene, sólo para, luego de un silencio atónito de los jurados, ser aplaudido por su performance, ofreciéndosele un espacio en la televisión donde podrá denunciar todo esto, una vez a la semana.

El cinismo de esta vuelta de tuerca adquiere otra dimensión cuando tenemos en cuenta que la serie (llevada a cabo por Charlie Brooker, agudo y ácido periodista político de The Guardian) esta producida por Endemol, los creadores de Gran Hermano. Ampliando el lente, sorprendería a uno encontrarse con una serie predecesora de Brooker, llamada Dead Set, que trataba nada más ni nada menos que sobre la resistencia a una invasión zombie por parte de unos participantes de Gran Hermano. El cine inglés siempre se caracterizó por su humor amargo, muy consciente de sí, y la idea de hacer un cautionary tale sobre los peligros de a qué extremos se pueden llevar los realities, utilizando como productor del mismo a la figura más representativa de los realities del mundo, recuerda un poco al chiste interno de Ricky Gervais en Extras, en donde mostraba cómo una idea original podía irse deformando hasta convertirse en algo realmente diferente de lo que se había pensado en un comienzo (hablamos de la mutilada serie que el personaje interpretado por Gervais intenta llevar al aire, serie ficticia que en realidad era una metáfora de cómo se fue transformando a The Office –en la que el cómico inglés fue protagonista y creador-, un programa fundamentalmente amargo, más allá de lo hilarante, de la vida en oficina, en ese producto mucho más amable y centrado en el romanticismo que se convirtió su versión estadounidense).

Erotización del registro

Si bien el segundo capítulo no era tan sólido y tenía algunos lugares distópicos comunes, el tercero iguala, y en algunos aspectos resulta aún más contundente que el primero. The entire history of you sucede en un futuro bastante más actual, pero en el que las personas hacen uso de una prótesis memorística conectada del cerebro a su retina, en donde pueden grabar –y reproducir, no sólo para ellos mismos, sino para otras personas- todo lo que pasa en sus vidas. Al principio, parecería que la película indagara sobre las formas de control de un gobierno capaz de poder saber a ciencia cierta todo lo que pasó en la vida consciente de alguien, pero pronto nos damos cuenta de que el verdadero foco recae sobre las relaciones humanas. ¿Cuando la capacidad de almacenar recuerdos -entiéndase por ello a absolutamente todo-, deja de ser un domeñamiento sobre las mismas limitaciones de nuestro cerebro, para convertirse en la verdadera jaula en la que nos quedamos encerrados? Lo que parece seguir este último capítulo (una especie de híbrido entre La conversación, de Francis Ford Coppola y el cuento “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, de Raymond Carver), y que en cierto punto retoma lo que se empezó manteniendo en el primero, es la definitiva erotización del registro. Actualmente, con dispositivos como la nueva interfase de facebook, donde uno puede ver y recordar lo que exactamente dijo o sintió varios años atrás, parecería subvertir silenciosamente la forma en que percibimos nuestro pasado. En los viejos tiempos, al no haber un registro claro del pasado –al menos no tan claro y preciso como el actual-, uno debía construir narraciones, incluso recuerdos tapones, no necesariamente verídicos, que dieran consistencia a nuestra identidad. Cuando hay un registro que puede decir esto por nosotros, sin que debamos recurrir a nuestra capacidad natural de evocar, la relación con nuestro pasado, y con el tiempo en general, queda completamente dislocada.

Esta erotización del registro no sólo lo vemos en nuestra vida, sino también en los mismos medios televisivos, con el actual auge de programas sucedáneos de PNP, CQC, o TVR (con sus versiones uruguayas de Bendita TV, o Sonríe, te estamos mirando), que tienen su fundamental enganche libidinal con la idea de poder demostrar cómo determinada persona pública no resiste al archivo (por ejemplo, un político defendiendo una medida que después demonizaría, sin hacer mea culpa). Lo que podía parecer en un comienzo como una superficie de inscripción en la que se filtran los pecados de las figuras más jerárquicas de la población, eventualmente termina develando otro oscuro modus operandi, la idea de que no hay pasado posible, en tanto todos somos capaces de ser enfrentados frente a nuestras propias palabras. A esto debe agregársele el particular hincapié en el registro, que se hace en medios como twitter, donde prima un sistema casi bulímico de despliegue de información personal, en donde uno entra en una rueda de confesiones y verdades en la cual lo que es de uno y lo que es del otro se empieza a difuminar. La capacidad de comentarlo todo, de poder resumir cualquier cosa de la vida de uno en un ingenioso formato de ciento cuarenta caracteres, más que generar una legión de hombres super perspicaces, termina cambiando el orden de valor de cambio de la anécdota, tasándola y poniéndole un precio por encima de la experiencia concretamente vivida. Es decir, empieza a tener más valor el registro, que la experiencia en sí. Es así como, por ejemplo, en el tercer capítulo de Black Mirror, la pareja prefiere coger reproduciendo en su retina jornadas de sexo en las que rindieron mejor –ya ni siquiera la clásica imagen de pensar en otra persona, sino simplemente volver a un tiempo donde esa misma pareja tenía algo más fogoso-. Zizek en La plaga de las fantasías plantea cómo desde que comenzó a grabar películas que le gustaba en VCR, terminó viendo muchísimas menos de lo que hacía en los buenos viejos tiempos de la televisión. Plantea en esto cómo la misma noción de que los films que les gusta están siendo archivados en una biblioteca, le dan una satisfacción como si el VCR, en cierto modo, estuviera viendo las películas por él, en su lugar. “El VCR aparece acá cómo el Gran Otro, como el medio de registro simbólico” ¿No es fundamentalmente lo mismo que ocurre en la actualidad con programas como Last.fm, o las notas de Google Reader, en donde uno almacena artículos para leer después –y que en definitiva tienen su verdadero valor en tanto almacenamiento, ya que uno nunca llega a leerlos?

Algo muy similar puede decirse del primer capítulo. En la actualidad donde, tal como decía Lacan, de que todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, la exigencia a la máxima visibilidad se torna un imperativo que atraviesa todos los órdenes de la vida. Este punto era bien tratado por la académica Maria St. John en un ensayo sobre la cobertura del escándalo Clinton-Lewinsky. Lo comúnmente llamado obsceno, que en una de sus acepciones etimológicas significa “lo que queda fuera de escena”, ha dejado de permanecer en el background, sino más bien formar parte fundamental del escenario, el personaje fundamental de la obra. Es en esta misma dirección que St. John lleva la bina ob-scenity/on-scenity, como una forma de plantear cómo en el tiempo actual, todo se ha “pornificado”, donde, retomando lo dicho, hay una necesidad imperiosa de registrar absolutamente todo, donde el registro justifica el hecho. The national anthem vuelve sobre cómo algo tan profano como el bestialismo se convierte en Trending Topic, donde la espectacularización, su valor de cambio, está por encima de las relaciones sociales, o mejor dicho, las reduce a eso –así como el vcr ve las películas por nosotros, nosotros terminamos viviendo a través del mismo espectáculo (sobre todo en la escena de toda la gente mirando atónitos la pantalla). Este es el punto más oscuro del espejo negro. Las redes sociales en su libre circulación, no son el agenciamiento libertario y socializador que un montón de gurús new age o cyberpunks pretenden que sea, sino un espacio donde a medida que ponemos más de nosotros mismos, o llevamos al foreground aquello que debía permanecer en el background, terminamos siendo hablados por este medio, perdiéndonos, desintegrándonos.

Lo más fundamental, lo que hace de Black Mirror un producto fundamental de su época, es la forma en que ha podido captar un sentir y una forma de existir actual, y más que nada poder comprender una tecnología como casi ninguna otra serie, o película lo ha hecho. En tiempos donde la industria cinematográfica se ha mostrado prácticamente entumecida, con pocos títulos dignos de mención y un montón de refritos y adaptaciones, las series han demostrado ser los principales caballitos de batalla, el verdadero espacio donde las cosas parecen estar siendo dichas y discutidas.

50/50 (Jonathan Levine, 2011)


Abrazo de oso

La homosocialidad en la cultura y específicamente en el cine, no es un tema muy nuevo, considerando la vasta colección de buddy movies existente (que pueden incluir desde Arma Mortal –con Mel Gibson y Danny Glover- hasta Some like it hot –con Tony Curtis y Jack Lemon) y auténticas relaciones de amistad fuera del set, llegando a su epítome en la celebración de la soltería “compartida” entre Cary Grant y Randoph Scott (siendo invisible para aquella época el hecho de que los dos eran más que amigos). Sin embargo, casi siempre esta amistad nunca se pensaba demasiado a sí misma, lo que daba pie, en muchos casos, a los divertidos juegos e hipótesis sobre el deseo homosexual latente entre sus personajes, didáctica que se amplió en las últimas grandes sagas épicas como El señor de los Anillos –entre Sam y Frodo (lo que pasa en Mordor, se queda en Mordor)- y Harry Potter –entre el protagonista y Ron Weasley (relación que los poco sutiles videos de El bananero en youtube sacaron jugo como quien exprime una piedra). Pero apartándonos de los ejemplos, los últimos años fueron testigos, especialmente en la cultura yanqui, de una explosión de la bro-culture (bro por el apócope de brother –hermano-, forma en que suelen llamarse los amigos entre sí), dando lugar a un montón de sucedáneos como el bro-ism, la Bro Bible (una serie de mandatos sobre todo lo que debe hacer un buen “bro” que se aprecie como tal) y el bromance (en esas circunstancias en donde un par de amigos comparten un montón de tiempo de calidad juntos). Si intentáramos marcar una diferencia entre este término y el de las buddy movies lo que sale a relucir es la disposición más amplia hacia la demostración de afecto, algo que por primera vez sedimenta a la amistad en un más allá de los posibles subtextos gays que puedan encontrarse. Es decir, en tiempos donde el posmodernismo ha dejado todo en un entrecomillado de hierro, el bro-ismo es consciente de la carga afectiva de la demostración pública de afecto y subvierte el miedo a ser considerado gay llevándola a nuevos exponentes.

Es curioso, en este sentido, cómo las últimas grandes comedias de Estados Unidos no han sido románticas per sé, sino ancladas sobre una sensación de camaradería llevada a lugares impensados, que se ha visto específicamente en los films de Judd Apatow, entre ellas Pineapple Express (2008), Talladega Nights (2006)y específicamente Superbad (2007). Al menos estas tres citadas, son grandes epopeyas de la amistad masculina, donde las mujeres, más allá de ser estrellas guías que titilan en el horizonte, nunca opacan lo más importante que es el desempeño de las coestrellas masculinas en sí.

Pensar si éste es un producto cultural que fue asimilado por la población, o algo que los diversos directores supieron captar en el aire es bastante complejo, pero el hecho es que en el 50/50 es la confirmación definitiva de que la bro-culture se expandió como metástasis (casi así como Love Story –Arthur Hiller, 1970-, versión camaradería masculina). Este último término médico viene con doble, considerando que 50/50 no es nada menos que una cancer movie –término jodido si los hay, pero que se ha convertido con el tiempo en un género en sí mismo-, sólo que escrita y armada en clave indiscretamente humorística. Ante semejante tema, se suele optar por dos caminos básicos: o el formato lacrimógeno lleno de golpes bajos, o el humor negro más desbocado. Curiosamente 50 y 50 es la forma en que el film se reparte estos dos recursos, nunca llegando a ser completamente ninguno de los dos. Adam (Joseph Gordon-Levitt), de apenas 27 años se entera que sufre de un peligrosísimo tumor alojado en su columna vertebral. El tratamiento es quimioterapia y una posible y complicada operación en el caso de que ésta no funcione. A partir de ahí, lo que nos centraremos es en la relación entre Adam y su madre, su novia, su psicoterapeuta y, especialmente, su amigo, Kyle (Seth Rogen). Es en este punto 50/50 una epopeya sobre lo que puede hacer un amigo por otro, sólo que en el aspecto concreto de los hechos, nada parece haber cambiado demasiado entre la relación del enfermo con su amigo. Llega al punto que, un poco para hacerlo olvidar de su mal, Kyle insta a Adam a que aproveche de su cáncer para ir de levante –cosa que en apariencia parece una estrategia imposible, pero que con el tiempo termina dando sus réditos, especialmente para Kyle. Esto es uno de los puntos más interesantes del film, considerando que nadie en realidad produce un cambio significativo en lo que respecta a su comportamiento a lo largo del film (la madre de Adam sigue siendo una hincha bolas, pese a sus buenas intenciones; su padre sigue sumergido en su Alzheimer sin entender realmente mucho; su psicoterapeuta es pésima en tanto tal hasta el final; su amigo nunca deja de meterlo en este tipo de embrollos ya mencionados). Sin embargo, algo cambia de registro cuando Adam se encuentra con un libro en el baño de Kyle. Ahí hay un quiebre simbólico, que hace que todo lo que había sucedido antes se resignifique –no sólo por él, sino por el espectador mismo- de una forma muy particular. En un momento del film, Katherine (Anna Kendrick, que rinde su peso en oro, representando a esa nerviosa e insegura psicoterapeuta que nunca sabe del todo bien en dónde está parada) le dice a su paciente el ya lugar común de que uno no puede cambiar a sus padres, sino la forma de pararse frente a ellos. Es este movimiento lo que parece atravesar a Adam en toda la parábola del film (no sólo frente a sus padres, sino el resto de su entorno), y que llega a su cierre en este movimiento de resignificación simbólica ya mencionada.

Uno puede discutir si el cast está seleccionado a medida (con Seth Rogen haciendo su clásico papel de amigo fumeta, siempre algo desubicado, pero nunca menos tierno y Joseph Gordon-Levitt, con esa forma distanciada, extrañamente fría que tanto lo caracteriza) o si en definitiva los actores ya terminan actuando de sí mismos. Se podría pensar también, que la comedia yanqui está entrando a una especie de nuevo clasicismo, donde hay un par de fórmulas que comienzan a funcionar por sí mismas (como el montón de la screwball comedies hollywoodenses de los cincuenta). En estos registros, 50/50 no es demasiado novedosa, ni tampoco es una gran película, pero nunca deja de ser, dentro de las convenciones del género, un artefacto razonable y querible, en tiempos de hermandad masculina.

Desmontando la violencia en los videoclips del 2011

Dulce violencia



A comienzos del 2010 empezó a circular Dear god, I hate myself, un videoclip de la siempre extrema banda Xiu Xiu, en donde se registraba, tal como si fuera una de esas shockeantes performances del movimiento accionista vienés, a Angela Seo (la mujer detrás de los sintes del dúo), metiéndose los dedos en la garganta para inducirse el vómito, mientras Jamie Stewart (líder de la formación), a su lado, comía tranquilamente una barra de chocolate. Lejos de la ya de por sí visceral propuesta, lo que podría augurar meramente la clásica jauría de padres enojados, o determinados grupos y organizaciones reclamando la bajada del video de la web, culminó en una lectura interesantísima que la misma Angela Seo hizo del fenómeno y que, de cierto modo, terminó de cerrar el mismo concepto del videoclip. En una entrevista, la música (de clara ascendencia asiática) señalaba que lo que más le sorprendía de todo aquel fenómeno era la cantidad de críticas y amenazas vertidas hacia Jamie Stewart, la mayoría de las mismas alegando un posible forzamiento de parte suya a la tecladista para realizar el videoclip, cuando el concepto y puesta en escena había corrido por cuenta de Seo. Para rematarla, explicó que lo que más le preocupaba no era tanto la indignación de la gente, sino el machismo y racismo subyacente al identificar, a priori, a una joven mujer asiática como inherente objeto de violencia y dominación masculina. Es así que, de golpe, como si fuera un atravesamiento del espejo, Angela ponía en evidencia, detrás de la aparente posición moralista y escandalizada del público, una fantasía, un oscuro goce que se agitaba de fondo en la aparente defensa de sus derechos (con sus consecuentes imaginarios culturales y raciales –la asociación no es casualidad, considerando que las asiáticas suelen ser una fija en la plantilla de actrices a la hora de retratar un sometimiento sumiso).

Con el video, Angela mostraba cómo, ante toda reacción resistencial instantánea, hay que pensar cuál es el combustible que la pone en movimiento, incluso pudiéndose trascender el mero video y llevarse el ejemplo hasta la gran cantidad de escándalos vinculados a la violencia y sexualización infantil, cuando por momentos, parecería que lo que más altera a la gente no es tanto la vulnerabilidad de los niños en su exposición como objetos de deseo, sino la propia vulnerabilidad de los mayores a la hora de mantener a raya sus propios deseos inconfesables.

¿Music Television?

Este breve caso sirve como introducción de algo que se ha notado particularmente en los últimos dos años, que es la creciente violencia en los videoclips, pero como algo diferente a la violencia estándar presente en la casi mayoría de la programación televisiva, algo que en su ir más allá, deja en su espuma, algunos elementos que sirven para poner en tela de juicio las fantasías de la sociedad actual.

Lo primero que habría que señalar como premisa de tal fenómeno, es el destronamiento radical de MTV como última palabra a la hora de presentar videoclips. Cualquier persona mayor de dieciocho años puede recordar, de manera precisa, o al menos fugaz, una época lejana en la que dicha señal funcionaba como un canal de música, antes de que aquello metamorfoseara en una colección de realities sobre estrellas de rock devenidas en caricaturas decadentes, niños gordos que quieren ser populares, o quinceañeras que preparan quisquillosamente su fiesta de quince. La primera reacción ante tal disolución fue la de pensar en los videoclips como una futura arte extinta –sobre todo proyectándose en una menor difusión que iría generando un abaratamiento de los productos audiovisuales-, pero casi por el contrario, lo que se terminó gestando fue una radicalización de la propuesta (incluso en lo que refiere a presupuestos –y si no creen en esto vean el hiperbólico y, por así decirlo, jacksoniano “Runaway” de Kanye West-) , creándose videos que nunca podrían haberse trasmitido en dicho canal –ya sea por la duración, la propuesta, o el contenido de los mismos-. Youtube y su hermano más profesional, Vimeo, se convirtieron en los nuevos medios donde el público podía, no sólo elegir qué videos ver –hagamos el ejercicio de recordar cómo era quedarse prendido a MTV esperando que apareciera de una vez “ese” video que tanto queríamos acceder- sino hacerlos ellos mismos. Es difícil decir algo que ya no se haya dicho sobre dichas páginas y comunidades de Internet, pero un detalle fundamental a señalar es cómo se eliminaron los escalones intermedios, cómo con un golpe de suerte, una coyuntura particular de los hechos, o mediante una inventiva o aparato mediático muy bien articulado, uno podía pasar de ser un don nadie a, bueno, un don nadie con un video de más de tres millones de vistas. Por tal motivo, es entendible que se haya radicalizado la propuesta, con bandas más pequeñas, muchas de ellas independientes, intentando hacerse conocer con videos más jugados o extremos.

La espuma



Uno de los videos más relevantes en lo que incluía violencia gráfica y un trasfondo social específico, fue el díptico conformado por Stress, de Justice y Born Free, de M.I.A., ambos dirigidos por Romain Gavras. En el primero, se mostraba cómo un grupo de adolescentes negros y árabes con campera de cuero arrasaban París, atacando y destruyendo todo lo que se interpusiera. Lo que llamaba en particular la atención no era la violencia en sí –ya se había visto cosas peores en la televisión- sino una particular sensación de indefensión ante un otro radical al que nada ni nadie puede detener y que parece venir a por el mismo espectador (los jóvenes encuerados no sólo destruían a patadas una radio que reproducía uno de los hits de la banda francesa, sino que terminaban atacando a los mismos directores del video). La primera reacción que genera al ver el videoclip es la de miedo, pero la primera lectura es la de estar ante un producto jodido, claramente demonizador de una clase social específica. Sin embargo, al verlo varias veces, uno percibe que en ese exceso, en esa obscena radicalidad, lo que se ponía sobre el tapete era las fantasías, el desmontamiento del mismo fantasma de la sociedad parisina en tiempos de Sarkozy; en otras palabras, el mismo monstruo que ellos crearon. El díptico se cerraba con Born Free, en donde ahora la violencia corría por parte de un aparato policial que se dedicaba sistemáticamente a apresar y aniquilar a pelirrojos. En el ejemplo absurdo de los pelirrojos como un pueblo en sí, también aparecía el cuero negro en los policías, como una continuación de los personajes del videoclip anterior. La violencia fija un continuum entre reprimido y represor.

En varias de las listas de los mejores videoclips del 2011, parece ser tema fundamental la espectacularización de la violencia. En tiempos donde podemos ver a Saddam Husein siendo ahorcado, o al menos ver la reacción de Barack Obama y Hilary Clinton observando el asesinato de Bin Laden (algo mucho más interesante, en donde lo “meta” invadió hasta la misma política y medios de televisación), lo que señalan videos como Is tropical, de The Greeks y The day I die, de South Central, es el sedimento, la marca de la ola de toda aquella exposición. El primero muestra a un grupo de niños jugando con armas de juguete, sólo que las mismas (por medio de filtros de animación que pretenden asemejarse más a las de los dibujitos, que emular la realidad), disparan balas, atraviesan sus cuerpos, los hacen sangrar. Varios de los niños involucrados mueren una y otra vez, señalando la eterna circularidad de tales juegos. Uno podría pensar que, en definitiva, no es más que un juego de niños, pero en el exceso (los niños no sólo son disparados, muchas veces son electrocutados o víctimas de acribillamientos dignos de Scorsese), hay algo que toca un punto en particular y que adquiere completa densidad en el momento en que recrean una de las ejecuciones de soldados norteamericanos por parte de los grupos fundamentalistas árabes. En la escena, los niños portan turbantes y bigotes netamente caseros, y la cámara se acerca temblorosamente como aquellos videos que fueron subidos por Al Jazeera por redes como youtube. El efecto traumático de ver a niños jugando “juegos” de grandes, puede verse en su radical opuesto en World Class Driver, de Felix Cartal, donde vemos un entorno sórdido que haría ver a las fotografías de Weegee como un picnic de Renoir, en donde un montón de viejos se juntan a bailar y drogarse con todo (en algunos aspectos, también podría señalarse como el reverso de Y control, de los Yeah Yeah Yeahs, con un estilo sórdido similar al del director Chris Cunningham).



The day I die, por su parte, se resume, sencillamente, a la mira de un francotirador, disparando a gente al azar en un estacionamiento, mientras los integrantes del dúo electrónico caminan parsimoniosamente entre la multitud desesperada. La forma en que está filmado adquiere otra notoriedad al tener en cuenta que el álbum de los ingleses no lleva otro nombre que “The society of spectacle” (“La sociedad del espectáculo”, en referencia a la obra de Guy Debord). La realidad y la violencia se despojan de nosotros, se convierten en un espectáculo, hasta ocuparse de sentir por nosotros mismos, borrándose la delgada línea que separa a un videojuego de la vida. Esta línea también difumina la frontera que separa los videos que estudian la violencia en sí misma, de los que caen en ella sintomáticamente. Un ejemplo de esto podría ser I love the way you lie, de Eminem y Rihanna, en donde lo que aparentemente es una disección de las relaciones autodestructivas, termina generando, como un plus de goce, no otra cosa que la sensualización de la violencia doméstica (utilizando a nada menos que a Megan Fox para el papel)



Mátame lentamente

La otra línea fundamental que circula es el claroscuro, la superposición de violencia en videos cuya atmósfera puede ser plácida o viceversa. El ejemplo más sencillo y gracioso puede ser Deathbound, de Mastodon, un video en el que nos adentramos en un universo paralelo de títeres del estilo de Fraggle Rocks, que se ofrecen a un festín caníbal en modo berseker. Sin embargo, los matices suelen ser mayores en la trasposición de sensaciones de un video como Sweetest kill, el último corte de Broken Social Scene, en donde una mujer en una cena romántica duerme a su esposo y le corta los miembros. Los realizadores del video no escatiman en detalles, y vemos cómo la mujer alterna entre hachas y sierras para lograr su cometido. Lo que vuelve al video algo distinto a una mera implementación del cine gore al mundo de los videos es el hecho de que la mujer termina en una especie de éxtasis romántico y sensual mientras entierra los miembros de su pareja en el jardín (escena que cala bien con la placidez de la canción). Por una senda casi contraria circula Bronx Sniper, de Mister Heavenly, en donde lo que parece ser una reversión 2011 de We’re not gonna take it, de Twisted Sister, empieza siendo una divertidísima celebración a la destrucción de un hogar (en su más dionisíaca y pirotécnica literalidad), terminando con el sacrificio de un niño, en una especie de rito extrañísimo, en el que se le extirpa de su vientre una mano dorada. El recurso es dislocarnos como espectadores, aquello que nos estaba divirtiendo tanto, de golpe deja de ser divertido, se vuelve otra cosa, como el desenlace de la violación en Ocurrió cerca de su casa, la película belga de Rémy Belvauz, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, que actuaba como una especie de reality show de la vida de un simpático asesino.



Preguntarse las razones para tanta violencia, requeriría otra nota aparte, pero algunas líneas se pueden seguir tras Money and Run, el último video de UNKLE (Cantado por Nick Cave), en donde un ministro más loco que Nicholas Cage en la reversión de Bad Lieutenant hace absolutamente todo lo que quiere, incluso llegando a acosar a unas mujeres, desnudo y con la máscara de la Reina Isabel. Podría pensarse en la crisis económica mundial, en cómo lo que en su momento denunciaban los punks en los setenta (acordarse el alfiler en la boca de la reina), ahora lo hacen directores de videos y publicistas. Preguntarse si esto es un avance, o un callejón sin salida es menos claro que saber que la violencia sigue siendo la misma, pero empezó a tocar otros medios.

Anonymous (Roland Emmerich, 2011)



El dicreto encanto de la nobleza

Uno debe tener más o menos claro que las reconstrucciones de época de la Inglaterra de los siglos XVI y XVII siempre tienen una cuota de ridículo, sobre todo en ese exceso de despliegue y tono algo bombástico, que por momentos parecerían sacadas de esas películas ficticias de las que todos solían hablar –pero nunca mostrar un solo fotograma- en Seinfeld (el caso de Rochelle Rochelle, Cry Cry Again, o Ponce de León). Películas solemnes que suelen ser en los premios de la Academia las grandes ganadoras en las categorías de vestuario, y que en cierto punto apuntan a mover un cierto perdido goce de clase en el espectador entusiasta del género.

En este sentido, la epítome de este subgénero cinematográfico fue Elizabeth: La edad de oro (Secar Kapur, 2007), una película que parecía un híbrido entre el videojuego Age of Empires y un desfile de modas, con un tono siempre al borde del desfallecimiento y estilización visual de videoclip (esas cámaras de grúa, esos planos imposibles, el desborde de tecnología CGI). Sin embargo, Anonimo se presenta como fiel competidor, no tanto por los excesos técnicos –que los tiene, pero que no llega a los extremos de la anterior-, sino por su pretensión de condensar en un mismo rodaje todos los géneros y tramas posibles.

Es extraño pensar en Emmerich, director de películas pirotécnicas como Día de la independencia, o 2012 como el responsable de una película sobre la Inglaterra Isabelina. Sin embargo, cuando uno ve lo que a Emmerich le gusta hacer con varios de los grandes íconos arquitectónicos de Estados Unidos –dígasele el Empire State o el Monumento a Washington-, uno puede entender que su ola de destrucción se extienda hacia un personaje casi mitológico como Shakespeare. Para hacerla corta, la película se adscribe a la famosa teoría oxfordiana que sustenta que sir William Shakespeare no fue el autor de sus trabajos (treinta y siete obras, ciento cincuenta y cuatro sonetos, como el film gusta recalcar varias veces), sino un mero testaferro de Edward de Vere, Conde de Oxford, quien intentaba, a través de sus trabajos, sembrar intrigas dentro y fuera de la corte. Hasta ahí parece una hipótesis, más allá de jugada, sencilla, pero pronto comienzan a agregarse, como si de un palimpsesto se tratase, más y más intrigas: de Vere como amante de la reina Elizabeth, Elizabeth (ejem, La Virgen) como madre de varios vástagos entregados en adopción, Shakespeare no sólo como un testaferro, sino como un borracho corrupto e iletrado, junto a un montón de intrigas por la sucesión del trono. A esto debe agregarse una pretenciosa estructuración narrativa, en la que los saltos en el tiempo abundan: del tiempo presente, en donde se presenta una obra llamada justamente Anónimo, hasta 1603, luego remontándonse a cinco años antes, después cuarenta más atrás, y así sucesivamente. Es así que Anónimo es al mismo tiempo un thriller político –casi como si fuese un film de espías de la guerra fría, con dobles y triples agentes-, una romance cortesano –similar a la de Shakespeare apasionado (John Madden, 1998)-, una película épica –si bien no es la marca principal, abundan las escenas de acción, las peleas de espadas y los tiroteos- una obra sobre los celos y la competencia artística –la relación entre de Vere y Ben Jonson es similar a la de Mozart y Salieri en Amadeus (Milos Forman, 1984)-, una tragedia griega y también una construcción “meta” sobre la magia del teatro (el hincapié que se hace en el artificio de la lluvia en la presentación teatral en donde se presenta la obra y cómo entramos y salimos del universo diegético casi por un rasgado del telón).

En ninguna de estas series Anónimo es una gran película –incluso, por sus mismos excesos, extendiéndose en su rodaje un poco más de lo debido- muchas veces cayendo en convencionalismos y versiones for dummies –¿había necesidad de recrear el acto tercero de Hamlet, con el actor repitiendo el famoso “ser o no ser”?- cuando no en algunas cursilerías –pero que en definitiva, son propias del subgénero, como la charla final entre Jonson y de Vere. Sin embargo, sería injusto afirmar que Anónimo es una película que no entretiene y que no maneja, dentro de todo, bastante bien la inmensa cantidad de información que debe procesar el espectador.

El gran cuestionamiento que sí debe hacérsele al film corre más en lo que refiere al manejo de la teoría conspiratoria. Primero, muchos de los hilos causales parecen estar atados muy flojamente, a la vez que hubiera sido preferible mantener a de Vere como un noble hipercreativo, y no esa especie de galán torturado, héroe secreto, experto político e intrépido espadachín en que se lo termina convirtiendo (en algunos aspectos, toda esta pompa lo convierte en algo así como un Bruno Díaz del siglo XVII). También, hay algunos aspectos en los retratos y los manejos de la teoría en sí que suelen ser bastante machistas y reaccionarios, cuando menos. Primero, más allá de la impecable actuación de Vanessa Redgrave, sorprende la presentación de la Reina Elizabeth, no como la férrea mente política que logró mantenerse en el poder durante más de treinta años (tal como un sinfín de historiadores sostienen), sino como una muchacha enamoradiza –y que sigue en ese plan hasta su ancianitud-, que a lo largo de la película no para de ser manipulada intelectual o sexualmente por cada uno de los hombres que se le presentan a su paso. Por otro lado, en la postulación de de Vere como el verdadero hombre detrás de Ricardo III y Macbeth, subyace un argumento de fondo que es el de considerar semejante obra impropia de un hombre de extirpe no noble (cuando una parte importante del teatro de aquella época era llevado por no cortesanos). Este encantamiento cortesano se corresponde con el retrato del pueblo, en general representado como una chusma enardecida (demasiado) fácilmente controlable.

En definitiva, todo lo bueno y malo termina en lo que, en definitiva, suele adjudicársele, a Roland Emmerich por sus otros films: una obra difícil de querer en aspectos ideológicos, así como también algo inconsistente, pero innegablemente entretenida y vistosa.