jueves, 24 de mayo de 2012

La culpa del cordero (Gabriel Drak, 2012)



El burdo encanto de la burguesía
La culpa del cordero, para quien anda dispuesto a asociar libremente, se presta a algunos juegos de palabras con respecto a la famosa película de Jonathan Demme. La traducción más fidedigna del aquel film que hizo famoso a Anthony Hopkins en el rol de Hannibal Lecter sería “El silencio de los corderos”, pero el obtuso sistema de versiones en español, como todos sabemos, terminó convirtiéndola en El silencio de los inocentes. Curioso es el efecto contrapuesto que genera con el film uruguayo, porque en la película de Gabriel Drak el cordero sigue asándose en su silencio (casi como el resto de las víctimas de Buffalo Bill), pero alrededor suyo se agita una culpa que grita desconsoladamente.
Siguiendo con las asociaciones, en todo caso, la película más evidente que viene a comparación es La celebración, de Thomas Vinterberg, donde una reunión familiar, como quien tironea de un hilo para ver con qué se encuentra, derivaba en una colisión de secretos, reproches y cinismo que, al mejor estilo del Dogma 95’, arrastraba al espectador a escenarios completamente angustiantes y perversos. Al igual que en esta película, una cámara en mano sigue la comida de una familia burguesa (algo curioso en un cine nacional casi exclusivamente obsesionado con la clase media) en el que los secretos de cada uno de los miembros irán cayendo como fichas de dominó. La comida tendría que culminar con “Un aplauso para el asador”, porque lo que parece estar a las brasas, diseccionado, como las escenas iniciales del film (donde se muestra el metódico adobado del cordero), es el mismo funcionamiento familiar.
Sin embargo, cuando uno ve La culpa del cordero, más que en La celebración, piensa en el “Festivus” (otro de los geniales descubrimientos de la serie Seinfeld), aquella celebración con la que el padre de George Constanza había suplantado la navidad, consistiendo el evento en la oportunidad de agarrarse a un poste y comenzar a vociferar todo lo que le había decepcionado de su familia en el último año. Esta ocurrencia viene en forma directa con el gran problema (entre muchos otros) de La culpa del Cordero: sólo es graciosa cuando pretende ser seria, al tiempo que nunca llega a ser lo suficientemente inteligente o sutil como para manejar el cinismo o humor ácido a su provecho. Siendo una familia numerosa, con cuatro hijos, un yerno, su hija y su niñera, sorprende cómo el guión se encarga de presentarlos, ya desde el comienzo, desde sus rasgos más obvios y distintivos. Es sólo verlos entrar a la casa y uno ya sabe quien se lleva bien con quién, por dónde anda rondando la responsabilidad de cada uno y cómo se va a desarrollar la trama. No es que uno tenga poderes adivinatorios, sino que lo que en La celebración, o en otro tipo de films familiares como Interiores (Woody Allen) dejaba a las peculiaridades familiares agitarse en el fondo, el guión de La culpa del cordero se encarga de presentártelo en primeros y primerísimos planos. Este aspecto del guión es fundamental ya que, salvo algunas actuaciones como la de Agustín Rodríguez (rozando lo robótico), a uno le parece que el elenco no es en sí malo, sino más bien algunos parlamentos y, sobre todo, la forma en que se filma a cada uno de los personajes. Sobre todo al comienzo, hay un abuso del recurso casi telenovelesco de plano/contraplano que parecía ser el resurgimiento de un pecado de juventud que el cine uruguayo parecía haber dejado atrás, pero que parece en todo caso obedecer a esa idea de mostrarnos las reacciones y emociones de los actores de la manera que más fácil y obvia.
Quizás el problema más evidente va en cómo el guión se encarga no sólo de manejar el material ya procesado para el espectador, sino en esa obsesión de construir una megafigura en la que cada integrante guarda una culpa determinada. Quizás el caso más notorio es el de mostrar a una de las hijas vomitando, cuando ya era suficiente con mostrarla con su flacura evidente y alguna indirecta que ya había salido por parte de la madre (parecería decirse que el vómito, a falta de un verdadero pecado por parte de ella, sirviera para rellenar el cartón de culpabilidad familiar). De esta manera, la omnisciencia del espectador termina por corresponder casi biunívocamente con la del padre, que por momentos tiene un conocimiento sobre el funcionamiento familiar similar al de un escuadrón de la CIA sobre una célula terrorista en vigilancia.
En todo caso, si uno intenta rastrear las grietas desde sus cimientos, el gran problema de La culpa del cordero es principalmente de lenguaje cinematográfico, en especial vinculado a los problemas de adaptación del teatro al cine (un asunto que, como bien sabemos, durante muchísimo tiempo había sido una de las cruces más pesadas que tuvo que cargar la cinematografía uruguaya). El “humor ácido” y declamatorio del que parece jactarse el film, podría funcionar mucho mejor en las tablas, sin tener que hacer demasiados cambios de setting ni al guión original. Uniendo los últimos cabos, a uno le quedaría citar un viejo dicho de la industria: “Lo que no cierra en el teatro, es catastrófico en el cine”.

viernes, 18 de mayo de 2012

Ufesas- Ufesas LP (Independiente, 2011)


Alumnos prodigios
Por las inmediaciones de la granja desierta del rock nacional, se nos acaba de informar que se encontró un nuevo cuerpo. Sin embargo, en este caso, más que descubrir un Juan Pérez en una cuneta, el disco póstumo de Ufesas es como dar como dar con una pirámide enterrada, guardando la tumba del jerarca de una civilización de la que nada se sabe. Ufesas, banda secreta de Canelones, siempre circuló en la periferia, no sólo de la capital (muchos toques en Margat, Santa Lucía), sino del mismo rock. Desde su formación, demostró ser de esos extraños casos de bandas con un pie en Uruguay y otro en el extranjero –no sólo en referencia a sus citas musicales, o el haber optado cantar en inglés, sino por ciertos contactos con sellos y disqueras foráneas- que no resultan incongruentes, que no parecen un híbrido mal construido. En abril de 2009, por esas casualidades de la vida quien escribe se topó con el EP, en formato vinilo, de The black Ride y ya con apenas dos canciones, los pibes de Canelones demostraban ser algo distinto dentro de lo conocido, sin descubrir la pólvora, pero demostrando tener una ejecución impecable de todo lo aprendido. Riffs densos, bordeando el stoner rock, atmósferas muy a lo Spacemen 3, cadencia cansina pero indetenible, The black ride era una buena carta de presentación y generaba gran interés por lo que podía ofrecer la banda en formato larga duración.
El disco homónimo de la banda de Canelones, editado en el 2011, ya cuando toda la formación se encontraba en proceso de desintegración (con alguno de sus integrantes yéndose a estudiar a Nueva York) supera con creces lo que prometía en su anterior trabajo. Con tanto nuevo hincapié que se le dio a la autoproducción y el low-fi –al menos en terrenos del indie uruguayo, donde se fue dando una crisis de paradigmas musicales-, hoy en día suena curioso señalar entre las bondades de un producto su prolijidad y lo meticuloso que es , pero cuando uno escucha Ufesas, debe hacer mención sobre lo notable que es la producción y mezcla del disco. Son de esos casos particulares en donde con los auriculares uno nota que todo está exactamente en su preciso lugar, sin que esta meticulosidad vuelva frío o artificial el trabajo. Ufesas, también, demuestra tener una de las mejores duplas de guitarristas que haya tenido la escena actual uruguaya, en un trabajo fabril, pero a la vez colgado, como el proveniente  de un estado de control involuntario, como los movimientos de un camaleón. El solo del tema que abre el disco, Dead man walking es una mezcla perfecta de este estilo: pareciera que se deslizara por la base, que se fuera estirando y extendiendo por toda la superficie del tema.
He notado que cuando uno escucha a Ufesas –en vivo o en disco- empieza a achinar los ojos, como si estuviera viéndolos a través de una cortina de humo. Pero al mismo tiempo que achina los ojos, sigue el ritmo con el tronco y la cabeza, en un tranco lento que acompaña todo el viaje, como si uno se abriera camino sobre un caballo sereno y experiente. Todo este tono que es demasiado fácil asociarlo a referencias marihuaneras, pero que tienen otras raíces más introspectivas, empieza a encontrar sus resonancias en los temas que se continúan en el disco, casi siempre optando por líneas repetitivas que a medida del tiempo empiezan a tomar el tono de un mantra, y que llegan a su punto álgido, de completa posesión en Part of the night. La línea del bajo se superpone con las guitarras y luego la de un órgano psicodélico. Es un tema tribal, que parece invadirte de a poco (y cuando menos lo esperás te encontrás a vos degollando una gallina). “You always will be, part of the night” (siempre serás/serán parte de la noche), repite una y otra vez el tema. A medida que el órgano y trompetas deformes empiezan a invadir la mezcla, el cuarto parece volverse oscuro, uno entra en un extraño estado primal, como si estuviera en la caja de resonancia de un gigantesco instrumento. Esta línea también había sido tomada por Hablan por la Espalda (sobre todo en sus últimos trabajos, donde el afro-beat fue adquiriendo más protagonismo), o también en el vuelco cada vez más cinemático y stoner de Santa Cruz, pero Ufesas, más que un mero continuador, parece un alumno prodigio (no solo de ellos, sino también de Black Rebel Motorcycle Club, Swans, Queens of the Stone Age) , que vio lo que había a su alrededor, lo entendió demasiado bien y logró conjugarlo y desarrollarlo a otros niveles de orfebrería.
Uno aprendió con casos como Los Olimareños a no tomar tan al pie de la letra las separaciones, pero escuchar el disco de Ufesas, tan redondo, tan bien entendido, por momentos se siente como extrañar a alguien a quien uno nunca conoció. Es una formulación matemática nueva y perfecta, escrita en el pizarrón de un liceo del interior por un estudiante a quien nunca se va a conocer.

jueves, 17 de mayo de 2012

Solar- La banda (Feel de Agua, 2011)



La esquina de la muerte
Solar murió y nos deja un pedazo de asfalto con su cadáver marcado en tiza.
Material confiscado en la escena del crimen:
a) “(…) pero nadie nos escuchó en realidad, pudimos dudar y no dijimos nada/ nadie va a extrañarnos aquí, todo lo que fuimos es como el viento que sopla/ que rara manera tenemos, para hablar del pasado/ otra primavera en el sótano”.
b) “Tengo tu cara y no te la devuelvo, cierro la boca y canto por dentro/ todo este tiempo que estuve acá parado trataba de decir esto”
c) “Veo el reflejo del agua en las baldosas, tapa el sol la sombra de la ola/ habrá que nadar en el maremoto, habrá que nadar, habrá que desearle lo mejor a los demás y habrá que desearlo de verdad…
Todo en “La banda” -disco póstumo de Solar- habla, no sólo de la separación, sino de un ambiente en general, no tan frágil como apagado, similar al de levantar las mesas de una fiesta a la que no fue mucha gente, los decepcionantes amaneceres de una pareja que se da una nueva oportunidad en un viaje a la costa y se da cuenta de que las cosas ya no son las mismas. Hay una alternancia, incluso dentro de un mismo tema, de momentos y melodías ligeramente alegres que de repente se desploman en un bajón, temas puente –como India muerta que son cuatro minutos de alegría petrificada, esperando para derretirse en el calor de la noche.
Vichando el pequeño librillo en pdf que viene con el disco (disponible en www.feeldeagua.net), uno comprende que “La banda” no refiere tanto a la formación de Solar en sí, sino a “la banda” de amigos que los rodean o los supieron acompañar a lo largo de los años. En este anti-álbum fotográfico encontramos a personajes fuera de foco, en baja resolución, una espalda manchada, uñas con esmalte negro, manos sosteniendo una copa de vino, “pipas” Nike entre las baldosas húmedas, rostros recortados, perdidos en la vereda. Desprolijidad, pero sin ningún atisbo de espíritu punk, o encanto hipster. Uno reconoce geográficamente las fotos, todas emplazadas en la conocida “esquina de la muerte”, un embudo de la noche concentrado en la aglomeración de bares que se dan entre Canelones y Ciudadela. En esa colección social, uno percibe que Solar habla de algo más allá de ellos, de un ánimo general de esa, por así decirlo, “generación”, de metodologías para vivir y sobrevivir la noche.
Uno puede cometer el error de proyectar, o armar al muerto a partir de evidencia poco confiable, pero difícilmente se encuentre, en toda la producción musical local, un disco que hable tan bien, casi sin quererlo, de lo que han sido los últimos años en la “Esquina de la muerte”. A diferencia de los mitologizados bares Juntacadáveres, o Perdidos en la noche, exagerados, hipertrofiados y vandalizados en todas las memorias y reseñas de antiguos habitués, el retrato nocturno de Solar dista de tener los broches de violencia, oscuridad densa o explosivo hedonismo que podía registrarse en bandas paradigmáticas de aquella época como Chicos Eléctricos, Buenos Muchachos, o Gallos Humanos. Solar habla más sobre estar solo, vagabundeando de un boliche a otro, con un vaso de fernet ya completamente aguado en la mano, buscando a algún conocido, algún trago garroneado, cien pesos que puedan hacer rendir el resto de la noche, hablar con una piba con la que una vez pudo haber pasado algo pero ya no, el temor de emprender camino vuelta a casa, eludiendo a porteros que riegan el frente de edificio, sabiendo que nada es suficiente (“no es raro despertar viajando en una nave imposible, cada conversación puede parecer pura ficción/ no hay que estar muy drogado para viajar por acá”, en Viajar; o “y veo a mis amigos, que vienen, con muchas historias raras, muy raras/ con mucha cosa inventada por quién sabe ni dónde/ y tal vez alguien pueda contarme tu vida, seguro es más divertida si la contás vos”, en La ronda inventada).
Es una melancolía extraña, una melancolía de algo que quizás nunca existió y que se derrite como el diálogo de guitarras que parecen ir desafinandose a lo largo de las canciones (un sonido y un ambiente general que recuerda a los últimos temas más pop e introspectivos de Sonic Youth, como Malibu Gas Station). Las letras de Solar, que siempre padecían de una cuestión algo incómoda, un poco new age, por así decirlo, están casi limadas hasta el hueso, con muy pocas metáforas, casi como un registro de escritura automática de esos momentos de vagabundeo o dejadez : “no puedo concentrarme en la conversación, algo que me dijiste me hizo perder el hilo/ y ahora no sé si estás hablándome a mi o estás hablando con tu recuerdo…”. Casi todos en la banda cantan, pero Fabrizio Rossi en especial muestra la extraña cualidad de lograr introducir con su tono monocorde ciertas melodías inesperadas, que se elevan por encima de las guitarras. La parte más experimental e instrumental que solía aburrir un poco en sus en vivos está bastante recortada y casi todos los temas parecen bien encadenados, como si fuesen arrastrados mansamente por un río.
Es un año difícil para el rock. Son tiempos grises, con boliches que cierran –o “los cierran”- con pocas cosas para hacer más que agarrar el vaso de fernet y lanzarse a la deriva, haciendo pinball de un boliche a otro, intentando encontrar un consuelo en anécdotas que si no ocurrieron, es preciso inventar.
No sé si era la idea, pero accidentalmente -o no- Solar se despide con un disco generacional, por más que casi nadie vaya a darse cuenta.

Essential Killing (Jerzy Skolimowski, 2010)


Sangre sobre la nieve
Las películas de cacería, centradas en un protagonista que intenta escapar de sus persecutores se han convertido en un género en sí mismo. La lista podría incluir obras como la archiconocida El fugitivo (Andrew Davis, 1993), el western místico Dead Man (Jim Jarmusch, 1995), la subvalorada pieza de acción de Apocalypto (Mel Gibson, 2006), o la bizarrísima joya de Ozploitation, Turkey Shoot (Brian Trenchard- Smith, 1982). Lo que divide en general a las obras es el tratamiento que se le da al perseguidor, mientras que el protagonista, con sus luces y sus sombras, siempre está profundamente humanizado, a modo de que podamos armar un puente de empatía. Los dos extremos de las diferentes formas de construir a la fuerza amenazante se dan en entre Dead Man  (en donde los tres asesinos son retratados con un cariño, por así decirlo jarmuschiano, similar al papel protagónico de Johnny Depp) y No hay lugar para los débiles, la asombrosa obra de los hermanos Cohen, en donde el personaje interpretado por Javier Bardem parece una invasión súbita de lo real, un virus del sistema que comenzó a funcionar por sí sólo, con su propia lógica y sus propios medios.
Lo que sí es una maniobra extraña es lograr que se reduzca a esta última animalidad, o limado simbólico, no sólo al perseguidor, sino al mismo perseguido. Esto es lo particular de Essential Killing, última película de Jerzy Skolimowski, ganadora de tres premios de Venecia, entre ellos el Premio especial del Jurado y el premio a Mejor interpretación masculina. Vincent Gallo es un afgano –no sabemos a ciencia cierta si talibán- escondido entre unas grutas del desierto de dicho país. Acorralado por tres soldados norteamericanos, los mata, pero su fuga es rápidamente abortada, siendo conducido a una instalación de máxima seguridad al mejor estilo Abu Ghraib, en donde abundan las torturas y los interrogatorios. Tal como en El fugitivo, en un traslado por carretera hacia Europa, el camión vuelca y Gallo (vamos a llamarle así, porque nunca sabemos su verdadero nombre) se da a la escapatoria en los helados bosques polacos –no sin antes matar a los dos conductores.
Skolimowski, director experiente responsable de obras como la mítica Deep End (1970), sabe mantener el pulso firme, aún cuando en gran parte del film prácticamente no se ve rastro de las fuerzas norteamericanas. Casi como esos programas que están en boga últimamente, Essential Killing es un tutorial de cómo sobrevivir en condiciones extremas, incluyendo entre algunas de las proezas del protagonista destrabar trampas de oso, comer hormigas, borrar su rastro y sobrevivir a la hipotermia de múltiples maneras. Gallo en ningún momento pronuncia una palabra, la mayor parte del tiempo queda inmerso a un trabajo plenamente físico, en el que sufre, llora y pone todo lo suyo para mantenerse vivo y libre. Viendo el film, parecería que Skolimowski hubiese despejado todas las variables y reducido el asunto de la cacería a un álgebra puro y abstracto, en donde tenemos, de los dos bandos, no personas, sino más bien x e y’s, manada pura, sin codificar. El conflicto de medio oriente se presta muy fácilmente a la elaboración de alguna declaración o máxima, pero pronto nos damos cuenta de que Essential Killing tiene más de National Geographic que de History Channel. En todo caso, si intentáramos rastrear algun tipo de statement político, sería el de que en la guerra somos reducidos a nuestra máxima animalidad, a seres sin nombre ni habla, y de ahí posiblemente el término “Essential” (esencial). Sorprende cómo, no sólo no se dota a Gallo de voz –lo único que podemos rescatar de cierta interioridad psicológica es una serie de sueños o flashbacks mínimos, que se repiten de vez en cuando-, sino que, en el marco de su escapatoria, se lo obliga a hacer una serie de acciones que tienen una función secundaria de lograr cierto distanciamiento del espectador al personaje. A uno de los conductores a quien mata cuando se escapa de la camioneta lo vemos segundos antes recibiendo la información de que su esposa está embarazada de mellizos, así como en cierto momento de desesperación, Gallo acorrala a una mujer que encuentra amamantando en la ruta y a punta de pistola toma un poco de leche de su teta, logrando que se desmaye, por el shock, dejándola junto a su bebé al costado de la carretera (por más que obedece a una necesidad puramente orgánica, es imposible deconstruir la escena como la de un jodido abuso sexual). Todos estos excesos cuentan con la particularidad de ser filmados bastante tangencialmente, generando una extraña economía de emociones que no permite al espectador ni identificarse temporalmente con las víctimas (en muertes que otro director habría aprovechado sacarle el rédito más gore, Skoliwosky sólo reduce el suceso a sus efectos: de un asesinato con motosierra, sólo logramos ver los restos de sangre sobre el traje de nieve de Gallo, a la vez que las cuchilladas a un perro son filmadas con cierta distancia, casi como si el protagonista estuviera acuchillando un cuero.
Con un final que recuerda al de Jungla de asfalto (John Huston, 1950), el film brilla por esta disposición férrea a mantener todo fijado a la oposición de fuerzas abstractas: dos vectores en oposición, sangre y nieve, rojo sobre blanco.

El chico que miente (Marité Ugás, 2011)


Huérfanos del deslave
La Tragedia de Vargas es el nombre dado a una serie de deslaves (aludes de barro productos de intensas lluvias) ocurridos en 1999 que constituyen la mayor catástrofe natural ocurrida en Venezuela durante el siglo XX. El trágico resultado fue una cifra de muertos y desaparecidos que van desde los diez mil a los cincuenta mil, dependiendo de la fuente, y una grandísima cantidad de edificios abandonados o semiderruidos, junto a un montón de gente sin hogar que aún en el año 2012 es una cruz que tiene que cargar el pueblo bolivariano.
El chico que miente (Marité Ugas, 2010) trata sobre uno de los hijos de aquel acontecimiento, con un niño sin nombre (Iker Fernández) que deambula entre las ruinas del deslave –ya no tan recientes, pero aún frescas como herida abierta-, buscando a una madre desaparecida, de la cual nunca sabemos a ciencia cierta qué ocurrió. El film se intercala con una serie de flashbacks, en los que se muestra la vida del chico antes de que emprendiera su búsqueda, relatando una cotidianeidad en un edificio derruido (la construcción de aquella mole sin ventanas ni paredes como hogar es uno de los grandes méritos de la buena fotografía del film) con un padre parco, en especial a lo que corresponde a su esposa.
El camino del inocente niño por las zonas derruidas recuerda un poco a Alemania año cero (1948) y Masacre ven y mira (1985), pero con un tono ligeramente dulce  -al igual que una falta de contundencia- que dista radicalmente de las durísimas obras de Rosellini y Klimov. La inocencia ya citada contrasta radicalmente con algunas vilezas y contrapuntos oscuros que se van registrando en el camino: un intento de abuso sexual soslayado, un tipo que roba los santos de San Juan, prostitución infantil. Casi como si fueran cucharadas de azúcar dispuestas a cortar con semejante amargura, el niño se va encontrando con distintas mujeres que ofician de madres substitutas, que le dan comida y sitio para dormir. El tema de la maternidad atraviesa de cabo a rabo al film. Venezuela se muestra como un país de huérfanos, o de madres sin hijos, en los que el chico va tratando de construir teorías que son tan evanescentes como sus mentiras –“¿si se le dice huérfano a un niño sin padres, cómo se le dice a una madre sin hijo”, repite en una de sus fórmulas intercambiables. En todo caso, parecería un mundo dividido, en el que las mujeres siempre se brindan como un rincón cálido y maternal en el que confiar, mientras que los hombres se retratan como un mal necesario con el que hay que pactar para salir adelante (vaya uno a saber si las oposiciones son ideas de la directora, o si es el intento de proyección del mundo interno de un niño que busca a su madre, o al menos a “una” madre entre tanta devastación).
En ese camino el niño, conforme se va encontrando con nuevos personajes, va ensayando una serie de mentiras/versiones de la desaparición de su madre, que pronto uno se da cuenta de que más que mentiras picarescas para abrirse paso en el mundo, son versiones que necesita contarse a sí mismo para rellenar de narración las oquedades dejadas por el trauma (como esos pozos que quedan tras el robo de los caños de saneamiento).
Por otro lado, la película, en esa serie de personajes olvidados por el sistema que se va encontrando en la medida que continúa su roadtrip, recuerda un poco al estilo de Alfonso Cuarón en su tendencia a colocar en el background lo realmente importante de la película –véase el certero análisis que Slavoj Zizek hace sobre Children of men e Y tu mamá también. En el background del film parecería agitarse cierta denuncia a la negligencia del gobierno chavista –las construcciones abandonadas, las complicadas políticas en los proyectos habitacionales para los damnificados, un poster gigante que se agita por ahí-, que ya había sido criticado por su ineficacia en el tiempo de los deslaves (entre una de sus mayores controversias, está el hecho de haberse concentrado casi exclusivamente en el referéndum de la Constitución Bolivariana de 1999, mientras el país se desmoronaba “literalmente”). Sin embargo, toda crítica queda a medias tintas, combinando aquello con ciertos brochazos de color local, que parece querer equilibrar el tono.
Este último resultado es tan ambiguo que ha servido de carbón tanto para críticas chavistas como antichavistas, en un catenaccio ideológico difícil de sobrellevar. Más allá de los asuntos concretamente políticos, el resultado cinematográfico del film, pese a su buena fotografía e imágenes poéticas contundentes (el ataúd llevado por dos motos en línea, por ejemplo) es bastante pobre, con un guión con muchos agujeros, anticlímax e inverosimilitudes que terminan afectando el resultado final. Iker Fernández, en unos años que caracterizaron al cine latinoamericano por sus buenas interpretaciones infantiles (entre ellas Paula Galinelli Hertzog en El premio, o Fátima Buntinx en Las malas intenciones –junto a El chico que miente, tres películas que desfilaron por las pantallas del último Festival Internacional de Cine de Punta del Este) es bastante acartonado, muchas veces pareciendo que recitara un diálogo que le mandan por una cucaracha en el oído –sistema que sigue funcionando en algunas telenovelas venezolanas. El desempeño de los personajes secundarios también es flojo e irregular, aún en los casos de aquellos que “hacen de sí mismos”.
En definitiva, el resultado final es un film que queda a medias tintas de todo lo que pretende o podría ser, donde justamente lo que fracasa es la capacidad de la directora de hacernos creer su historia.

Entrevista a Pablo Stoll

La cinematografía uruguaya no existe 




Pablo Stoll, pieza clave del cine uruguayo, estrenó recientemente Tres, en varios sentidos la película más ambiciosa y laboriosa de lo que va de su carrera. Aprovechando el film en cartel, hablamos, no sólo de las ideas y medios puestos en la concreción de su obra, sino también de borracheras adolescentes, el estado actual del cine Uruguay, entre otras cosas

¿Cómo fue agarrar de protagonista a alguien que es parte del imaginario colectivo de casi todos los uruguayos, tratándolo de colocar en una situación completamente diferente?
Para mí fue muy fuerte ver a Humberto [de Vargas] en Alma Mater, me pareció algo muy imponente. Recuerdo haber hablado con [Alvaro] Buela cuando me comentó que iba a trabajar con Humberto y haberle dicho “¿A Humberto? ¿Te parece?”, y cuando terminé de ver la película me tapó la boca. De hecho, yo no hice casting para el personaje. Terminé el guión, lo hablé con la gente que estaba haciendo el casting y dije “quiero que sea él”. Ahí empezamos a trabajar el personaje y queríamos que tuviera otra estética que la del Humberto de la tele. Todos trabajamos para probar cosas y él se puso muy a disposición del equipo de arte y de vestuario y propuso cosas increíbles, unos peinados que no fueron, pero que eran muy impresionantes. El tipo tiene una ética de laburo impresionante y la puso en colocarse en disposición total para cualquier cosa que fuera de la película. No sólo era la apariencia, también era manejar su voz y un montón de cosas que no podía ser como el personaje que tenemos en nuestra cabeza. Había que trabajar en contra de sus propios clichés.

Algo que fue inteligente para romper esa imagen instalada fue introducirlo en la película en una escena en que está llorando.
Lo que pasa es que el personaje en sí es muy contradictorio. Los tres lo son. Manejar ese tipo de contradicciones es muy difícil. Esa escena está ahí porque es un personaje que es muy frágil, que construye un montón de cosas para tapar su vulnerabilidad. El laburo de montaje fue muy importante, porque había que trabajar cómo ir dosificando estas contradicciones desde el principio

En la película cada personaje abre líneas que hacen parecer que se van a tocar y nunca llegan a rozarse. Fluyen casi en paralelo.
Hay una cosa de entramado. La dificultad y el desafío desde el guión era que fueran tres personajes, que cada uno tuviera sus bagajes, sus historias, que los tres se interconectaran, pero en una sola de esas historias, no en las tres, y que todos tuvieran el mismo nivel de protagonismo.

Al principio uno no lo registra tanto, pero Ana debe ser uno de los personajes más complejos que haya dado el cine uruguayo, sobre todo entre esa ambigüedad de cosas jodidas que se dan y que siga siendo una nena…
Hay como una idea de que el personaje es joven, más inocente, que a todos nos puede hacer sentir identificados (por lo menos que me hace sentir a mí más próximo que con los otros dos, capaz que por ser hijo de padres divorciados), pero el personaje justamente es alguien que está buscando perder la inocencia en cada plano. O que se da cuenta de que la inocencia la tiene incorporada, pero que quiere dar el siguiente paso. Anaclara [Ferreyra Palfy] es una actriz super inteligente y lo entendió muy bien. Había como una lucha entre ese personaje para que no se fuera para el otro lado, que no fuera super cínico. Había una cosa de la media sonrisa, que trabajamos bastante, porque ella tiende a la sonrisa. Ella me decía “¿esta vez me vas a dejar reírme?” y yo le decía “no, esta vez no”

Tomar curaçao blue en la puerta de un boliche, eso es realmente jodido.
Lo del curaçao blue es una experiencia personal, de asaltar un barcito de abuela, esas mierdas que quedan ahí, nadie las tomó nunca y si te la tomás nadie te dice nada, porque es una mierda. Me acuerdo de un pedo grande de curaçao blue a los quince, dieciséis… son esas cosas que las tomás sólo para empedarte, que no te puede gustar, y habla un poco de ese anhelo de perder la inocencia.

Más allá de los tonos, me pareció ver mucho de Juan [Stoll] de Hiroshima en el personaje de Ana, sobre todo en la deriva esa de tomarte un ómnibus y ver dónde te deja.
La relación entre Tres e Hiroshima en mí es muy intensa. Capaz que no se ve tanto en la película, pero yo no podría haber hecho Tres sin Hiroshima antes, por un montón de razones. De alguna manera necesitaba dirigir, tomar los elementos del cine, ponerlos en orden y ahí poder tomar este proyecto que era mucho más grande. El Tüssi [Gonzalo Curbelo] decía que Hiroshima tenía cosas del clip de La vela, y es verdad. Hay cosas que tengo anotadas, que quiero hacer, que le busco la vuelta y que después quedan plasmadas de una forma completamente diferente. Por ejemplo, en Hiroshima había unas escenas de coreografía, está el tema del fútbol, pero usado de una manera re diferente.

Yo veía que en Hiroshima la, por así decirle, materia prima fílmica, está mucho más a la vista y en Tres se la ve mucho más procesada y dosificada
Bueno, en Hiroshima se requería una cosa mucho más cruda, y en ésta las cosas tienen mucho más vueltas y el recorrido de los personajes es mucho más circular. Es un movimiento que cuando pensás que va hacia un lugar, está volviendo.

El cine uruguayo, un poco a partir de 25 watts empezó a tomar un camino más autoral. Sin embargo, el año pasado aparecieron films con un sentido un poco más industrial, incluso más como negocio. Y en este año pasó casi lo contrario, con películas con un matiz mucho más autoral…
En realidad, a mi me resulta raro ese concepto de autor. Se le da valores a los conceptos que no los tienen. El hecho que una película sea “de autor” no dice nada en sí misma. De hecho, no quiere decir nada. El cine es un trabajo inminentemente colectivo. Sí, alguien tiene la última palabra, pero como en todo. Si por películas autorales entendemos películas que dicen algo personal sobre el mundo, puede ser, pero la forma en que se dicen esas cosas pueden ser un thriller, o una película de terror. Las películas pueden ser muchas cosas: películas autorales de género, experimentales comerciales, no sé, tenés muchas cosas para hacerlo. Y la parte de la industria, acá no hay, no va a haber. Está todo bien, no va a haber. Hay una artesanía, un artesanato. En ese artesanato cada uno va a hacer lo que puede.

También está esa dicotomía con respecto a los festivales
También hay festivales muy diferentes en el mundo. Hay una forma de hablar muy sintética que tienen los norteamericanos, que es referirse a películas como “audience-driven”, o “festival-driven”. No es que sean películas específicamente hechas para festivales, no es tan específico. Me parece una crítica bastante vaga de parte de cierta crítica uruguaya. Nada de esto importa demasiado. Lo bueno es que hay cada vez más películas uruguayas, bastante distintas entre sí, y después cada uno elige qué es lo que hace. Lo que me pasa a mí es que si voy a tener cinco años para hacer una película, voy a tener que estar muy convencido de que lo que voy a contar es lo que quiero contar, y que va a tener mis prerrogativas. Hacer una película cinco años para que venga un chileno y te diga “mejor cambiale el final porque el self-empowerment de los personajes según el focus-group que hicimos en La serena funciona mucho mejor” y vos lo hacés… bueno ta, está todo bien, yo no digo nada. Cada uno maneja su tiempo y su vida como quiere.

Yo creo que más allá de todo, muy de a poco se está empezando a notar que algunas películas uruguayas están dejando de ser “películas uruguayas”, para ser sólo “películas”.
Yo creo que falta como treinta años para que pase eso. Hay una cosa que yo siempre cito de Cabrera, que el loco en una entrevista que le hicieron por la radio comentó que “el cancionero uruguayo todavía estaba poco desarrollado”. Si el cancionero no está desarrollado, qué podemos decir de las películas… la cinematografía uruguaya no existe. Es como un granito de arena en una playa. Creo que hay esfuerzos, por ejemplo las pantallas itinerantes, que es un esfuerzo de educación, o el canal 5, que pasan películas uruguayas. Es un trabajo de hormiga que por ahí en “x” tiempo logrará que esas películas excepcionales formen parte del todo, y no sean como esa cosa que decía Rebella: las películas uruguayas en el videoclub no van a la sección que dice “comedia”, o “drama”, sino a “película uruguaya”. Es como “cine arte”. Un amigo mío tenía una división particular que era “las de tiros” y “las para pensar”. Dos tipos de películas en el mundo. El primer iraní que conocí, que fue Rafi Pitts, nos hicimos bastante amigos y yo le dije “me encanta el cine iraní” y él me miró bastante serio y me dijo “¿cuál?”. El cine geográfico no tiene mucho sentido.

O las viejas que dicen “a mi me gustan las comedias francesas”…
El noventa por ciento del cine francés que se estrena en Uruguay es espantoso. Tengo un amigo que dice “con el sello de Daniel Auteuil”. Son actores buenísimos, pero hay un momento que la embolan. Pasa también con el mal llamado “Nuevo cine argentino”, que se volvió un género en sí mismo, un lugar de clichés. Toda esa búsqueda original que había se terminó perdiendo. Lo que en realidad había era cinco o seis directores, que eran buenos y que iban a hacer lo que se les cantara el orto de hacer y que iban a seguir haciéndolo de cualquier forma. No era una búsqueda organizada, un grupo. Cada uno se come la pastilla que se quiere comer. Ahora pasa que ves cine argentino y ves cosas pesadas, que ya las viste, que las viste hace diez años. A mí me parecería horrible que pasara eso acá.

¿No tenés miedo de que se empiecen a hacer películas “estilo Control Z”?
Sería horrible. Sé que no pasa, pero sería horrible que fuera un subgénero. Pero también sé que sería horrible que  hubiera un subgénero de películas como La despedida. Cualquier cosa que sea un atajo me parece un poco al pedo, sobre todo por el tiempo y esfuerzo que te toma hacer una película.