jueves, 28 de agosto de 2014

Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014)

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La venganza de los negros

Quizás con la excepción de El secreto de sus ojos (más que nada inflada por el impacto de haber sido premiada con el Oscar a Mejor Película Extranjera), desde Nueve Reinas no hubo una película argentina con tanto comentario y entusiasmo a su alrededor como el que está teniendo Relatos salvajes, de Damián Szifrón. Con una ovación de pie en Cannes y casi quinientos mil espectadores en salas argentinas durante su primera semana en cartel, Relatos salvajes también pegó su coletazo de influencia en nuestras tierras. En una primera instancia, uno podría marcar una diferencia bastante clara entre el estilo y el contenido de Bielinsky y Szifrón, pero sus dos obras parecen deber una parte importante de su éxito a su ingenio narrativo, pero más que nada al haber encastrado con un determinado momento de la Argentina, o más bien, un conocimiento doloroso y grotesco de la argentinidad.

La argentinidad al palo

Posiblemente la escena más famosa de Nueve Reinas no sea alguno de los trucos de los dos timadores, ni la famosa vuelta de tuerca del final, sino un breve momento intermedio en el que Darín le hace abrir los ojos a su discípulo, deteniéndose un instante en una calle de Buenos Aires, comentando todos los engaños y robos que están sucediendo frente a sus (nuestros) mismos ojos en ese momento. En lo cierto que tiene eso de que el cine es grande por ser capaz de anticiparse a ciertos eventos, pero culpable por no poder ayudarnos a prepararnos frente a ellos, Nueve Reinas captó el sentir general de un país que caminaba por el angosto tablón hacia una de sus más severas crisis económicas. Pero Nueve Reinas no se anticipaba a una crisis económica en general, sino una bien argentina, y por esa misma razón es que había algo que –más allá de la calidad inferior del film- se perdía en la traducción de costumbres de la adaptación estadounidense hecha por Gregory Jacobs.

Algo prácticamente idéntico puede decirse con respecto a la adaptación mexicana de Los simuladores. Si bien la versión mexicana no daba con la gracia del formato artesanal con que Santos y compañía resolvían sus casos en la versión argentina (un error de lectura que la colocaba más cerca de Los magníficos –o “The A-Team”- en la que se había inspirado Szifrón), había algo específico con la raíz tana de la “viveza criolla” porteña de la que los simuladores parecían beber –y, a su vez, a la que solían, en la mayoría de los casos, combatir-, que era intransferible a un país como México, no sólo por la diferente idiosincrasia, sino también por una realidad mucho más terrible en cuanto a la corrupción y sus medios (en ese sentido, el fenómeno narco es algo que dinamita desde adentro cualquier posibilidad ficcional, pero si seguimos este hilo ya estaríamos entrando en otra nota periodística).

De la misma manera, en esa forma de encontrar “soluciones argentinas a los problemas del presente”, Los simuladores era una especie de bálsamo en medio del caos económico e institucional que quedó tras la renuncia de Fernando De La Rúa. El éxito de la serie se sostenía por el manejo de un estilo narrativo clásico y sólido, junto a una conformación de personajes equilibrados y queribles, pero también por poder articular aquello con la fantasía de resolución de un montón de problemas que atravesaba la clase media argentina por aquel entonces. En la epidermis de los capítulos nos encontrábamos historias de amor, de reencuentro, o de venganza, pero lo que permanecía de fondo en la mayoría de ellos eran asuntos propiamente económicos, casi escritos en clave de lucha de clases. En varios de los capítulos, encontrábamos a los simuladores tratando de resolver deudas usureras y desempleos, así como también a ayudar a ganar juicios a administradores de consorcios, construir un sistema de seguros de salud más justo y engañar a estafadores, extorsionadores y el mismísimo sistema de inteligencia de Estados Unidos. Lo que quedaba nadaba en las profundidades de Los simuladores era una cierta noción humanista, la esperanza puesta en una colectividad capaz de resolver sus propios problemas, en tiempos en que los gobernantes parecían fallar casi sistemáticamente –tal como esa miríada de influencias mutuas que iba extendiéndose conforme se iban resolviendo casos.

La conformación de Relatos salvajes en una serie de seis viñetas –todas ellas actuadas por actores de la talla de Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia y Darío Grandinetti- hace imposible no colocarlas bajo el reflejo de aquel programa de televisión antecesor, pudiendo obtenerse algunas reflexiones interesantes, no sólo sobre el proceso de Szifrón como director, sino también de una suerte de lectura alegórica o sintomática de la Argentina actual.

Justamente, en todo este largo preámbulo sobre lo que hace importante, o lo que hizo tan anticipada a Relatos salvajes, se abstuvo de mencionar a otro de los grandes sucesos en redes que expandió la ola de interés sobre la película: la intervención de Damián Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand, hablando sobre la pobreza estructural en el capitalismo y cómo le parece bastante razonable que alguien prefiera ser ladrón a ser albañil, tal como está dado el sistema económico hoy en día. Lo que parece una verdad dada para cualquiera que haya tenido un mínimo de lectura marxista –incluso ciertas lecturas de corte neoliberal - los comentarios agitaron el avispero y elevaron a discusión la intervención que el director –correctamente- no dudó en ratificar.

Los nuevos monstruos

Muchos preferirían silenciar esa suerte de “exabrupto político” del director y limitarse a abrazar las virtudes narrativas y la calidad de entertainer y “director de cine industrial” de Szifrón, pero lo cierto es que la película se entiende con y continúa, de alguna manera, lo dicho por él en la mesa de la “Chiqui”. La escenificación de lucha de clases es algo que atraviesa el film de cabo a rabo: el asqueroso candidato a intendente que la cocinera asesina en el segundo capítulo, el conflicto entre el argentino ricachón y el “negro resentido” en la ruta, la impotencia frente a la burocracia estatal del desactivador de bombas, el arreglo entre una familia y un portero al que se lo quiere hacer cargar con un accidente de tránsito, el mozo que viene a consolar a la novia en el último capítulo. Incluso ese primer extracto algo almodovariano del avión en donde todos los pasajeros se conocen por haberse relacionado con un personaje difuso, sigue el cordel de esa lucha de clases: qué pasa cuando alguien es denostado, olvidado y molestado constantemente por el resto del mundo, cuánto es necesario para cortar un cable rojo que haga estallar toda la maquinaria social que lo sostiene. Lo que hay debajo de esos relatos es justamente el tironeos y las humillaciones constantes que llevan a una persona a robar antes que hacerse albañil.

La película es, por ponerlo en palabras de Luca Prodan cuando hablaba de su canción “La rubia tarada”, algo así como “La venganza de los negros”, ese término genérico, pero muy específico con el que los porteños en un comienzo llamaron a los “cabecitas negras” del interior, pero que con el tiempo fue ampliándose a todo lo que estuviera por debajo de cierto estándar de vida (más alto o bajo de acuerdo a la persona que los critica). Si en Los simuladores había una especie de esperanza en esa forma de lazo social entre los perjudicados, Relatos salvajes es ese otro costado que aparece cuando se quita de la ecuación la variable humanista. Algo similar a lo que ocurría entre la edición de 1963 de Los monstruos, de Dino Risi y la de Los nuevos monstruos, de 1977 (con la colaboración de cortos de Ettore Scola y Mario Monicelli). La primera estaba marcada por un espíritu aún dulce y alegre de la recuperación económica italiana, mientras que la siguiente estaba ya atravesada por el espíritu un poco más pesimista de los setentas. En palabras del director italiano, sobre las diferencias entre su primera y segunda versión: "Mi antigua película era sobre todo un espejo de la sociedad italiana de entonces. En aquella época los monstruos eran bastante cómodos. La monstruosidad no era ni difusa, ni violenta como hoy. Mientras pensábamos en los episodios de la nueva película, nos dimos cuenta que la realidad italiana sobrepasaba la imaginación. Leíamos el periódico, veíamos los telediarios y observábamos monstruosidades mucho mayores que las que tratábamos de presentar. En mi antigua película se podía hacer una deformación de costumbres italianas de entonces. Hoy no sólo la monstruosidad es general, sino que cotidianamente se presenta como un hecho natural. Sólo es necesario poner la cámara en la esquina”.

El ejemplo de Los monstruos no sólo sirve para tematizar un contenido social de fondo que parece atravesar a Relatos salvajes, sino algo propiamente cinematográfico. Los capítulos de la película –filmados con una maestría que a veces están en un punto intermedio entre Almodóvar y Spielberg-, no parecen ser algo que no haya sido contado antes. La pelea entre el automovilista paqueta y el pobre es tan sólo una forma a lo grand guignol de las clásicas comedias de conflictos de clase, como así también lo son el envenenamiento del comensal y la historia del arreglo entre patrones y portero –incluso el mismo ejemplo del caso de omisión de asistencia del hijo menor es un conflicto moral llevado a pantalla hartas veces en la historia del cine. En este sentido, a diferencia de otras obras de su autoría, no hay nada francamente original, ni demasiado interesante con Relatos salvajes. De hecho, vemos todas las historias más o menos sabiendo qué va a acontecer. Lo que los separa de la media de estos relatos comunes, lo que vuelve todo más efectivo y excepcional, tal como sucedía con los segmentos de Dino Risi –que tampoco se alejaban en sí mismos de paradigmas e historias bastante compartidas por el público italiano en general- es algo más vinculado a la intensidad y el pulso narrativo a la hora de llevar estas historias a pantalla. La película agarra la argentinidad y le encuentra el volumen once, la hace más ácida y más explosiva, especula con cuáles son los límites admitidos de la misma. De la misma manera que se colorean los cromosomas para poder obtener datos genéticos, Relatos salvajes es una virtud de la hipertrofia, una especie de caballo de troya vestido de entretenimiento, pero mucho más serio de lo que parece ser.

Relatos salvajes entra en un momento difícil de definir de Argentina, un entorno enrarecido por una especie de progresivo desinflamiento del optimismo kirchnerista, pero al mismo tiempo sin el grado de paroxismo confrontativo y la polarización social que supo desplegar años atrás. En las virtudes señaladas sobre la capacidad augúrica –siempre tristemente tardía- del cine, habrá que ver si Relatos salvajes es una radiografía del argentinismo actual o una anticipación de algo por venir, pero de todas formas, sigue siendo una película engañosamente importante para los tiempos que corren.

Mr. Kaplan (Álvaro Brechner, 2014)

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El nuevo clásico

Entre todo lo que se ha dicho de la reciente y flamante Mr. Kaplan, segundo largometraje de Álvaro Brechner tras la muy lograda Mal día para pescar, hay un comentario en particular que ha sido frustrantemente repetido en los medios y entre los espectadores en general: lo poco que se parece a un producto salido del cine nacional. En la mayoría de los casos, el comentario, lejos ser el visto malo de algún purista que no encontrara en tal obra algo que recogiera elementos de una matriz identificatoria de nuestro país (una disquisición más propia de algunas décadas atrás), suele estar enmarcado como una virtud a señalar. Una virtud que en algunos casos se define en torno a algo que marca diferencia con respecto a un estilo de cine ya establecido (lo que la mayoría de la gente lo ha solido acotar, de una manera excesivamente gruesa, a Control Z y sus sucedáneos), pero también –muchas de las veces- a una que encierra en sí misma un elemento cipayista, la idea de un cine “bueno” en tanto que se parece al propio de países más desarrollados, no casualmente asociado y reducido a los formatos hollywoodenses.

Lo frustrante de la forma en que están zanjadas estas apreciaciones no corre tanto –o “no sólo”- por una especie de complejo de inferioridad subyacente (que bebe tanto del comentario “está buena para ser uruguaya”, como el “está buena porque no parece uruguaya), sino por la miopía de lectura de lo que es la escena cinematográfica nacional. Hoy en día el cine uruguayo en cartelera dista de ser aquel comúnmente asociado con el circuito festivalero, el cine “de los largos silencios”, del “que no pasa nada” que la gente y muchos críticos se han referido hasta el hartazgo. Películas como Re-locos y Re-pasados, Kamikaze, La casa muda, Rincón de Darwin, Reus, o Manyas (quien escribe esta nota sólo rescataría las dos primeras) dan una noción de que la cinematografía uruguaya ya se ha diversificado en microescala, con films de género o con lineamientos de cine más clásico –“comercial” es un término demasiado tramposo- que prácticamente superan en cantidad y en presencia a esas nociones anacrónicas –incluso, infundadas- que se tiene del escenario del cine nacional.

En todo caso, lejos de una discusión sobre lo uruguayo o no en el cine, la aparición de un film como Mr. Kaplan resulta interesante por la presencia, en un mismo año, de dos films (uruguayísimos, a su manera, los dos) de directores sobresalientes y a su vez, en algunos elementos, opuestos. En una primera línea, Mr. Kaplan y El lugar del hijo, de Álvaro Brechner y Manolo Nieto, respectivamente, son dos segundas obras de un refinamiento técnico inusual en nuestra cinematografía, pero con resultados casi opuestos y, en algún punto, complementarios. En El lugar del hijo la impecable fotografía de Arauco Hernández y el sonido de  Santiago Fumagalli, Guillermo Picco y Catriel Vildosola crean una densa capa de extrañeza en la que se siente como meterse bituminosamente en la propia realidad vital del protagonista (la escena del toque de Genuflexos en la Facultad de la Regional Norte es de lo mejor que se haya logrado estéticamente en nuestro territorio). En Mr. Kaplan todo lo que se podría decir de los logros técnicos en cuanto a lo experimental de El lugar del hijo se acentúa en lo elegante y ágil de la obra, la bella plasticidad de las imágenes y la minuciosa selección de los colores (el amarillo de la camioneta robada, el mostaza de la camisa del alemán, el turquesa del vestido de Rebecca mimetizándose con el celeste de la piscina, los azules y verdes mortuorios del velorio de Otto Müller), llevada a cabo por la dirección de fotografía de Álvaro Gutiérrez y la dirección de arte de Gustavo Ramírez.

Al mismo tiempo, desde la construcción narrativa también se pueden oponer al estilo sincopado, episódico y brumoso de la obra de Nieto, el toque clásico, lineal y de fuerte peso en los arcos dramáticos de Brechner. En este sentido, ya mucho de todo esto señalado se podía percibir en Mal día para pescar, con un manejo inusual de lo épico en el desarrollo de la trama. Ciertamente, casi ninguna película, ya sea en el corte intimista, en el costumbrismo simpático, o en lo experimental supo llegar hasta la fecha a algo tan emocionante como la pelea final entre Jacob van Oppen y El turco.

En Mr. Kaplan, si bien los momentos de épica no llegan a niveles tan álgidos –hay, por el contrario, un pequeño distanciamiento en el humor que ronda toda la película- hay, sin embargo, un desarrollo de los personajes en donde a través de una serie de resoluciones de conflictos cada uno llega a una verdad o mayor conocimiento de ellos mismos. Una fórmula básica de casi todo el cine clásico –aquello es casi como la primera clase de todo curso de guión- pero que en el cine uruguayo, cuando ha aparecido, siempre fue de forma tímida, encubierta, o fallida.

En este caso, el proceso paranoico que a Kaplan hace sentirse llamado por Dios es lo que enmarca todo el film, siempre haciéndonos jugar entre la duda de si el viejo tiene razón o son puras chifladuras suyas. Al mismo tiempo, ese crecimiento personal va aparejado al de Contreras (Néstor Guzzini, en su rol más reluciente hasta la fecha), un policía alcohólico y retirado que se suma a la investigación de una suerte de nuevo caso Eichmann en territorio nacional. Esta segunda oportunidad del destino aplicada en la dupla de Jacobo y Contreras, de cierto modo continúa la del valeroso Jacobo y el cínicio Orsini, de Mal día para pescar, dos personajes en sus últimas que buscan una especie de redención personal.
Lo que se siente al ver las películas de Brechner es algo similar a lo que los críticos de cahiers du cinéma le pondraban, en su momento, al cine americano, una especie de efectiva liviandad, un cine liberado, intuitivo, con swing, y terso en el montaje. Una especie de cine vital y relajado, con el arco dramático como elemento ordenador de lo técnico, y no viceversa –como sí fue ocurriendo, en el caso citado de Cahiers, en el cine europeo. Esto no necesariamente lo hace un mejor o peor estilo de cine, pero en cierto punto, Mr. Kaplan, apenas siendo el segundo film de Brechner, coloca al director como el más digno exponente de un cine clásico que desde los noventa –en algo que puede rastrearse desde esa especie de alegato en respuesta a la hermética El dirigible que fue Una forma de bailar, pero también incluso con casos recientes, como Rincón de Darwin- nunca estuvo a la altura de sus pretensiones.

Mr. Kaplan, a contrapelo de la tarea divina que se autoadjudica el viejo Jacobo, no llegará a ser una obra que marque a fuego nuestra historia, pero justamente en esta naturalidad está la virtud que le permite marcar una especie de mojón tardío, la forma de un posible y buen cine uruguayo de corte clásico con el que poder oponerse o cotejarse otro tipo de cine más autoral y experimental.