sábado, 18 de junio de 2011

El cine de Lars von Trier

Anticristo

Ya antes de sus desafortunadas declaraciones en Cannes (en las que decía que podía entender a alguien como Hitler, y que le valió ser declarado como persona non grata por la organización), pronunciarse a favor o en contra de Lars von Trier era un hecho que dividía aguas. Algo particular de sus películas es que siempre exigen, de una forma u otra, una toma de decisiones de parte del espectador, y en el caso del crítico, aquella vuelta de la pelota a cancha del otro lo deja en un lugar donde está obligado a ocupar una posición y hacerla explícita. He intentado pensar cómo se hace para escribir una nota centrada de Lars von Trier, pero he concluido que de una forma u otra, cuando lo hacés, no importa cuantas elipsis y consideraciones fríamente técnicas utilizas, se nota si te gusta o lo odiás. A mi me gusta Lars von Trier. Este es el momento donde pueden decidir seguir leyendo o no.

Lars von Trier es un director curiosísimo en lo heterogéneo, casi bordeando con lo contradictorio, en lo que refiere a su estilo visual. Más o menos lo ha probado todo, desde la despojada técnica de la cámara en mano, gobernada por las reglas de castidad del Dogma 95’, hasta los tonos exuberantes y místicos de Andrei Tarkovski en su forma de retratar la naturaleza en Anticristo, pasando por la construcción en set, de corte brechtiano de Dogville o Manderlay . Simplemente tome el prólogo en ralenti de Anticristo, en donde el bebé se cae al abismo, mientras Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg tienen sexo en la ducha (una escena que, en contraposición al dolorosísimo contenido que encierra la escena, llega a una estilización de aviso de perfumes) y se dará cuenta de que aquel director no puede ser el mismo que a poco menos de quince años atrás bregaba por un cine de iluminación natural, apartado de todo tipo de géneros y música por fuera del universo diegético del film. Sin embargo, en lo que refiere al contenido, podríamos notar un fantasma que se repite, una fijeza que parece meterlo en una rueda de repeticiones. Una y otra vez. Lars von Trier siempre parece querer hacer lo mismo, tomar una posición en la que como espectador te obliga a identificarte o repeler lo que estás viendo, pero en el que de una forma u otra terminas sintiéndote una marioneta.

Esta fijeza en el proceder de Lars von Trier no guarda mucha diferencia con su figura pública (podría decirse que su persona es tan ficticia como sus películas, o que sus películas son tan reales como su persona), en la que extiende la ola expansiva de sus películas, también obligando al entrevistador a tomar una u otra posición. Lars siempre ha jugado en el pretil, pero siempre se trató, en el fondo, de un mismo acto (por más que ese acto le lleve la vida entera). Incluso, para uno que comúnmente lee las entrevistas que se le hacen al danés, descubre en su metida de pata en Cannes, algo que era parte de una performance, que ya se había leído casi íntegramente en otras entrevistas, pero que en determinado momento de dilación le salió mal. Ver a Lars von Trier pifiarla, cometer un error de cálculos del cual ya no puede retroceder, sino sumergirse más y mas en las arenas movedizas de su discurso (con el rostro lívido de Kirsten Dunst, que parecería preguntarse por qué no siguió haciendo comedias teen), genera una sensación similar a la de ver un truco que sale mal, una acrobacia volante sin red en la que la mano entalcada de un trapecista no llega a tiempo a recibir la del otro. Tenemos la escena del crimen, tenemos la silueta del cuerpo de Lars dibujada con tiza en el suelo del circo, ahora empecemos a reconstruir el caso.

Contradicciones propias

Más interesante que analizar sus films uno por uno (Lars y casi cualquier director diría “para eso vayan al cine y opinen por ustedes mismos”, circunstancia para la que se presta la sabia decisión que ha tomado Cinemateca de comenzar este mismo viernes un ciclo de cine con varias de sus películas, en las que el espectador podrá emitir juicio definitivo) es investigar aquellos rastros psicológicos y de procedimiento del director que se pusieron en juego desde el comienzo y que en cierto modo constituyen la crónica de una muerte anunciada sobre la que estamos indagando ahora. Ya se ha hablado de sobra sobre el impacto del Dogma 95’ (un impacto breve, pero en el que por un momento, avalanchas de directores independientes morían por tener aquel certificado de autenticidad al comienzo de sus films), sobre la arbitrariedad y contradicción interna de sus normas. Como ejemplo de esto último, se podría citar, como bien señala el boletín de Cinemateca, el hecho de bregar por un cine libre y no imponer restricciones al montaje, siendo desde Eisestein uno de los instrumentos de manipulación psicológica (y de la realidad) más conocidos en el cine. Otra contradicción evidente era la de volver a esa costumbre medievalista de no incluir el nombre del artista en los créditos de la obra, cuando Lars von Trier había hecho –y sobre todo en los manifiestos del mismo Dogma- un ejercicio de culto a su misma persona, convirtiendo el movimiento en más que nada uno de los principales recursos para introducirse en los circuitos de discusión del arte cinematográfico de los noventa. Hasta podría extenderse la contradicción a las obras mismas, dándonos cuenta de que la única película que cumple con casi todas las normas impuestas por dicho movimiento es Los idiotas (que, junto a La celebración, de Thomas Vintenberg, fue el principal caballito de batalla de aquella propuesta ética/estética). Las otras dos películas que se incluyen dentro de La trilogía del corazón dorado (formada por Los idiotas, Contra el viento y marea y Bailarina en la oscuridad), tienen sólo algunos elementos del Dogma, pero parecería que en el trayecto el mismo Lars hubiese sido el primero en dejar de interesarle dicho manifiesto, como un niño que arroja a la basura un juguete por el que lloró varias semanas antes de nochebuena.

Di-sci-pli-na

Por más efímero y poco consistente que haya sido su manifiesto, viendo el modus operandi del director, no nos queda otra que considerarlo un síntoma que habla por el director, y que arroja uno de los elementos fundamentales de su cine: el control. Rastrando los orígenes de toda la –por ponerle un nombre- economía libidinal de Lars von Trier, nos damos cuenta de que su cine siempre se ha sostenido en una dinámica de dominador/oprimido. Esto no tanto –o no sólo- en las pobres mártires de La trilogía del corazón dorado (con Björk casi ciega inmersa en un musical de fantasía mientras camina hacia la orca por un crimen que no cometió, o la psicótica, pero devota Emily Watson prostituyéndose como un contrato con Dios para sanar a su marido), sino en la misma construcción de las películas y en las relaciones de poder frente al espectador. Para esto podrían rastrearse muchos puntos que hacen a la biografía del director, la de una infancia vivida en una comuna nudista, en la que sus padres le daban la libertad de hacer absolutamente todo lo que quería, pero frente a la que, como bien señala Lars von Trier, todo terminó volviéndose pesadillezco, ya que, al no haber autoridad, él mismo tenía que creársela, construyéndola posiblemente a la medida de sus propios terrores. A esta libertad absoluta se le impuso, como si apareciese de la nada, las obligaciones de un colegio pupilo, en el que Lars era contínuamente atacado por sus compañeros y por un sistema de normas nunca antes conocido por él. Esta relación íntima frente al control se rastrea no sólo en sus films (Cinco obstrucciones es una película experimental básicamente sobre este mismo tema) sino en los mismos rasgos psicológicos sobre los que se suele aquejar el director en entrevistas: cualquier cosa que se escape de su control lo angustia hasta arrastrarlo a niveles casi catatónicos, entre ello, el terror a viajar en avión, que no sólo lo ha llevado a no viajar nunca a Estados Unidos, sino a ir anualmente a la entrega de premios de Cannes en una camioneta, desde Dinamarca.

Este contrato, en el que parece jugarse lo más íntimo, pero de una manera reglada, como aquellos acuerdos que establecen las parejas sadomasoquistas anónimas, llegando a poner por escrito lo que se puede y no se puede hacer en aquellas violentas jornadas, es similar al que los actores tienen que someterse durante el rodaje. Ya es conocido el hecho de que Björk entró en un colapso nervioso durante la filmación de Bailarina en la oscuridad, algo similar a lo que vivió Nicole Kidman, en aquel despojado hangar –en el que casi no entraba la luz del sol- donde se filmó Dogville, negándose a actuar en Manderlay, la secuela de dicha película.

Lars y Sade

Sade decía que uno no puede tener mucha noción de cuándo le hace bien a un otro, pero puede estar bastante seguro de cuando le causa dolor. Esta exigencia de la prueba, que se ve, más que en la temática, en los tentáculos que tiende el danés hacia nosotros, es uno de los puntos fundamentales de su estilo. Los momentos de abyección de Lars von Trier no sólo logran impresionarnos, sino hacernos sentir peores personas. Lars se ofrece como instrumento del goce del espectador, intenta poner en escena su deseo, y en ella misma nosotros terminamos desnudos, llenos de culpa. Este control se ve en la misma Europa, donde el voiceover de Max von Sydow, encarnando a la del mismo director, parecía ser la de un hipnotizador que nos metía en un mundo donde nuestra voluntad quedaba suspendida. En Dogville, un pueblito estadounidense le brinda asilo a una joven que parece estar escapándose de la mafia. Lo que comienza siendo un apoyo desinteresado, tiende a abrirse por distintas sendas, hasta que el resto del pueblo empieza a apovechar la dinámica de poder, maltratándola y siendo objeto de violación por casi todos los hombres de aquellas tierras. “Te mutilo, no porque quiero, sino porque puedo”, parecerían decir los antagonistas de las pobres protagonistas del cine del director. Pero he aquí que aparece la venganza y en ese momento, mientras Kidman borra con todo el pueblo, niño, niña, mujer o anciano, nosotros exigimos que lo haga ejemplarizantemente, que lo haga a la medida de su odio, pero también del nuestro, que se ha ido acumulando. También, Charlotte Gainsbourg se termina convirtiendo en Anticristo, en aquellas mujeres-bruja a las que la que la inquisición terminó exterminando, y en este mismo acto, Willem Dafoe, que parece encarnar la ciencia y la psicología, acaba actuando de la misma manera que sus ancestros. Todo proyecto emancipador, de buena fe, que emprende un personaje, ya sea en Dogville, en Europa, o en Anticristo, terminan, por una ley superior o un código (recordar las leyes del libro de la vieja en Manderlay), desencadenando la muerte o violencia. Cuando nosotros queremos acordarnos, ya percibimos que somos parte de lo mismo, firmamos el contrato con Lars von Trier, sin fijarnos en la letra chica.

La perversión es una auténtica posición política, esto lo tiene claro el danés. Si embargo, no hay que olvidarse de que en la perversión, por distinto a lo que parezca, no hay relación de uno a uno, y el mismo perverso es quien se termina haciendo al otro y ofreciéndose como objeto, objeto de algo más de una ley que expuesta en su propia carne, de la manera más radical, terminando por señalar las mismas fallas, o sus aberraciones inherentes. En ese sentido, tal como el mismo Sade, que terminó sufriendo en una cárcel el resto de sus días, todo perverso es también un mártir de algo que intenta traer en escena. Pensar a Lars von Trier como un mártir es una teoría bastante audaz, pero habrá que ver qué se trae y nos trae preparado en tiempos futuros.

sábado, 11 de junio de 2011

El cine de Romain Gavras

El hijo terrible

Es conocido el dicho de que no es justo juzgar a los padres por sus hijos (así como tampoco es muy feliz estar todo el tiempo midiendo al hijo con sus progenitores), pero en el caso de la familia Gavras, con un padre insigne dentro del cine político y dos hijos que se han abierto camino en el séptimo arte con estilos diferentes, pero que tocan cierta dimensión política de una manera bastante clara, la comparación, la búsqueda de los genes y los definitivos rasgos fenotípicos en cada una de las obras termina siendo inevitable.

De Julie Gavras ya habíamos hablado el año pasado, con su film La culpa es de Fidel (2006), en donde se retrataba la vida –quizás, en cierta medida, autobiográfica- de una niña durante los años de agitación política, dividida entre el discurso de sus cariñosos abuelos fanáticos de Charles de Gaulle y sus padres izquierdistas, que pasaban gran parte de su vida ausentándose, yendo a Chile y albergando allendistas que se escapaban de la dictadura de dicho país. Más allá de esto, lo que se perfilaba como una película cuestionadora, que analiza hasta qué punto un padre deja de ser un padre al sobreponer un compromiso político muy por encima de la vida familiar, en el momento fundamental, cuando Julie llegó al borde, en vez de pegar el salto dio la vuelta y se alejó. La película así, mostraba una ambivalencia extraña, propia de los sentimientos de amor y odio que uno puede sentir frente a un padre (no es mi intención edipizar en exceso a la pobre Julie, que quizás tiene una relación con Costa Gavras completamente diferente a la que planteo, simplemente señalo algunas costuras morales que quedan demasiado a la vista en su film).

Por otro lado, también habíamos hablado de Romain Gavras, en una nota sobre A cross the universe, documental sobre la el grupo Justice, uno de los retratos más crudos y hedonistas de una banda de rock. Más allá del documental, Gavras era más conocido por sus trabajos como director de polémicos videoclips, epecialmente por Stress, también de Justice y el no menos shockeante Born Free, de M.I.A. A principios del 2010 había comenzado a circular de forma viral un trailer de Notre jour viendra, la película con más presupuesto del director hasta la fecha. El video se volvió célebre por ser uno de los trailers más crípticos y sensuales que hayan circulado en los últimos años, y a esto se sumó un inquebrantable silencio del director –a la vez que un inusitado manejo del secreto a niveles de la web, donde las filtraciones suelen ser inevitables-, que llevó a generar una importante expectativa (de esas expecativas de doble filo) para el estreno de su obra. En el trailer aparecía una cruz –una de las particulares obsesiones de Gavras- una mujer mordiéndole el pulgar a Vince Cassel, una niña pelirroja regordeta, un desierto y Olivier Barthelemy afeitándose la cabeza y las cejas.

El día tan temido

En cierto punto, Notre jour viendra es una continuación (o precuela, es imposible de ser claro al respecto) del video Born Free. En el film se retrata una Francia ucrónica en donde los pelirrojos son parias, generalmente insultados o degradados de una u otra manera. Remy es un muchacho mórbidamente tímido, que a pesar de su altura, es cotidianamente golpeado en su liceo, a la vez que mantiene un único contacto con una cyber-novia que nunca llegó a conocer físicamente. Vincent Cassel, como Patrick, aparece casi como un angel guardián, subiéndolo a su auto una noche en que Remy se escapa de su casa. Patrick es casi el opuesto del otro, es un pelirrojo que asume su condición de minoría como el mismo filo de su espada, considerando que va a ser todo y mucho más de lo que los otros piensan, hasta que por insistencia, por terror o por costumbre lo comiencen a amar. Remy añora tomarse un buque y viajar a Irlanda, donde los pelirrojos abundan y donde se imagina que no será más discriminado. Lo que parece un deseo específico y no necesariamente imposible de concretar, en el puente entre planificación y llegada, se sucederá uno de los viajes más violentos, pero por sobre todo, erráticos, que se hayan filmado en mucho tiempo.

Cassel se está convirtiendo de a poco –sobre todo después de la famosa Black Swan- en uno de esos hijo-de-putas profesionales, anclados en determinado physique du rol (la nariz aguileña, los ojos saltones, la pera puntiaguda), y en el caso de Notre jour viendra, está a la altura de las circunstancias. En cierto punto, en ese estilo aleatorio y errático, la película es posiblemente uno de los films sobre resentimiento en uno de los estados más puros que he visto. Posiblemente su escena más contundente es la de Patrick entrando al jacuzzi en el que está un empresario y su novia, masturbándose adentro del agua, sin decir nada, mientras Barthelemy los apunta con una ballesta (¡una ballesta, señores!). Los contraplanos del rostro cínico de Cassel y los de la aterrorizada pareja es una de las escenas de enfrentamiento de clases más escalofriantes y paroxística que haya visto.

Luego de un tiempo, he comprendido que en lo incómoda y violenta que es, Notre jour viendra es algo así como la Easy Rider del nuevo milenio, donde todo tipo de promesa (ya sea hippie, o izquierdista) quedó atrás, o muerta como un perro contra la banquina en la ruta.

Servidores de satán

Gavras ha hecho del cinismo su motor propio, logrando incluso en el documental de una banda, encontrar las dimensiones ominosas del auténtico hedonismo (sin filtros, sólo por medio de un epiléptico montaje, las groupies de la banda, desnudándose frente a la cámara, bailando o besándose entre sí, comienzan a parecerse a monstruos). Incluso por así decirlo, los mismos integrantes de la banda, lejos de mostrarse como esos rockstars desbordantes de deseo, se entregaban a un montón de excesos, pero con cierta dejadez, como si el gozar fuese una imposición de arriba, como si alguien en otro lugar estuviera tirando de las cuerdas.

Born Free y Stress funcionan como un auténtico díptico. Son las dos caras de un mismo terror. Stress es la pesadilla de la clase media parisina llevada a su acto definitivo. En ella, un grupo de negros, latinos y árabes, casi todos no mayores de veinte años, incluso algunos de trece o catorce, asaltaban las calles de París, con camperas de cuero y con la famosa cruz labrada atrás, dejando una estela de destrucción a su paso. La impresión que genera en el espectador es la de una completa indefensión, la de que “no hay nada que pueda salvarnos de ellos”. Incluso los mismos directores se incluyen dentro del universo diegético del videoclip, para ser arrasados por el mismo objeto de estudio al final del video (incluso, la participación del director en el video genera cierta incomodidad y complicidad pasiva, como sucedía también en Ocurrió cerca de su casa -Remy Belvaux, Andre Bonzel, 1992-, en donde se hacía un reality show de la vida cotidiana de un asesino múltiple). El radio de destrucción se extiende hacia la misma banda Justice, cuando parte de la gang se roba un auto y suena en la radio el single D.A.N.C.E., el primer hit de los franceses, para destruir el aparato a patadas inmediatamente. La cosa es en serio, los tipos no están para pavadas. Ese mismo gesto metamusical, dota a la destrucción de un gesto afirmativo, distinto del mero thanatos cerrado en sí mismo.

Hijo de un padre tan políticamente comprometido, un video en donde justamente se colocaba en su lugar monstruoso a aquella otredad radical que la sociedad francesa intentaba irradiar (el video fue lanzado en pleno gobierno de Sarkozy, marcado por esas políticas segregativas que han marcado su mandato) dejó a medio mundo desconcertado. A su vez, en Born Free, el papel de las violentas clases minoritarias es reocupado por fuerzas militares, que entran en casas, golpean y saquean buscando a pelirrojos, a quienes meten en un campo de concentración. Viendo Born Free queda claro de que todo es la misma violencia, omnipresente y arrasadora.

Retratista de pesadillas

Costa Gavras fue, a lo largo de su carrera, uno de los directores que mejor describieron los procesos de construcción de una verdad, proceso que llega a su más alto punto en Z, su más famoso film, en donde la reconstrucción del caso de un profesor asesinado por un gobierno de ultraderecha termina funcionando como uno de los alegatos más políticamente contundentes que hayan marcado los setentas. Viendo el cine de Romain, nos damos cuenta de que aquello no le interesa tanto como abrir el cuerpo y exponer el imaginario que sostiene dichos proyectos, las pesadillas que sostienen el fascismo más biopolítico o molecular que subsiste en la sociedad actual.

Ver a Romain es incómodo, a veces molesto, pero por así decirlo, durante el metraje se genera un efecto de suspensión crítica, procedido por la sombra de una duda, de no saber cómo nos paramos ideológicamente frente a lo que acabamos de ver. Ya no importa si nos parece bueno o malo lo que hace; lo logrado, en su aspecto más visceral, es ya suficientemente interesante. Cualquiera sea la opinión definitiva, es bueno que aparezcan estos directores, y es igualmente importante que se los discuta.

Bummer Summer (Zach Weintrub, 2010)


Los pibes de Olympia

Isaac permanece postrado, con la pera contra un pupitre, y saca una navaja. En el momento en que presiona el resorte, a diferencia de lo que podríamos esperar, no sale una hoja afilada, sino un peine. La navaja falsa concentra en sí misma dos elementos que se van a hacer patentes en el propio espíritu o proyecto ético/estético del film: primero, el más obvio, la ausencia de auténtica violencia o cualquier monto mínimo de agresividad, en una película que trata a la juventud en su más definitivo perfil bajo, tratando muchos temas clásicos de dicha edad, pero desde las notas al pie de página; segundo, una notoria estética del distanciamiento iconoclasta, el “Esto no es una navaja” –citando a Magritte-, de la cultura hipster de los Estados Unidos. Lejos de ser los típicos slackers (aquellos vagos, demasiado feos para ser cool, salidos la famosa película de Linklater), los pibes de Bummer Summer tienen más onda, parecen de un contexto sociocultural más alto, están incluidos de una determinada escena y, más allá de su común farfulleo y silencios, parecen tener las cosas un poco más claras (o al menos, parecen un poco más autoconscientes de todo lo que ocurre a su alrededor, aún cuando aquello sea el mismo tedio inconsecuente).

Isaac toca en una banda y es novio de una chica adorable llamada Maya. Su hermano Ben acaba de llegar de otra ciudad donde estudia para pasar el verano junto a él. Al poco tiempo, en un toque de Isaac, Ben se reencuentra con Lila, chica que supo ser su novia en el pasado, pero que dejaron por la lejanía y motivos más bien poco claros. No tarda en generarse un trío amistoso, por momentos bordeando con lo romántico, que se disparará a otros niveles cuando Maya, celosa de Lila, corte con Isaac, quien, sin estar demasiado afligido, aprovecha la oportunidad para irse a un viaje bastante indefinido que tenían pensado hacer los otros dos.

El resto de Bummer Summer transcurrirá en el archiconocido formato de road movie, en donde no tardarán en aparecer los famosos personajes excéntricos que suelen condimentar dicho género, entre ellos un cuidador que en el medio de una playa desierta les viene a pedir esencia de vainilla para una torta que está haciendo para autocelebrarse su cumpleaños, o un ex empleado de una librería que suele llevar a desconocidos a su antiguo local, portando en su cabeza aquellas linternas típicas de mineros. Aún así, el film nunca se aparta de ese tono circunstancial, ni del centro principal de la trama, que es la callada competencia entre los dos hermanos por el amor de Lila. En este sentido, no sólo por la competencia con ciertos matices de resentimiento, sino por la estructuración del film en torno a un lugar mítico, posiblemente inexistente, que orienta el viaje emprendido por los tres, Bummer Summer parece como una versión asexuada y mascullante de Y tu mamá también (en el film de Cuarón, la Itaca de los viajantes era una alucinada playa escondida, mientras que en la película de Weintraub es un laberinto de ruta, que ostenta el título de ser el más grande de los Estados Unidos). El verdadero laberinto de Bummer Summer es el deseo de Lila (al igual que el de Luisa Cortés), pero el recorrido alrededor del mismo no sirve para otra cosa que desenterrar la verdad del deseo de los otros dos (en el caso de Y tu mamá también, los resultados de tal desocultamiento, como todo en aquel film, eran más radicales). La cámara, generalmente prefiriendo los planos fijos, sólo exceptuando un travelling en el cierre del film, al comienzo parece parca, con un blanco y negro digital que parece achatar demasiado la imagen. Curiosamente, como si en el mismo moverse, los planos se fueran despegando unos de otros, a medida que transcurre el viaje, la fotografía se vuelve más rica, al igual que los encuadres y los escenarios (la escena de Ben, Isaac y Lila en una playa está inmersa en un aura extraña, ensoñada, que parece una mezcla del último capítulo de Kaos, de los hermanos Taviani con la tapa de Spiderland, famoso álbum de la banda Slint).

Esta irregularidad de logros técnicos coincide un poco con mi propia postura frente a este film. Por un lado, es un poco más de lo mismo, como si a partir de la explosión del mumblecore en el cine independiente yanqui no se haya hecho otra cosa que filmar la misma película una y otra vez, a la vez que esa cuestión hipster de casi todos los personajes invade un poco por demás el metraje. Contradictoriamente, gran parte de lo atractivo del film también está afincado en estas mismas referencias culturales, o al menos aquella sensibilidad, como esa hermosa canción de créditos que cierra el film, que podría haber sido un tema instrumental de Chan Marshall cuando todavía no había dejado el alcohol, en el corazón de los noventas. Este espíritu noventoso no es sorpresivo que aparezca en una película independiente filmada en Olympia, ciudad conocida como uno de los centros neurálgicos de la música indie de aquella década, con bandas como Nirvana (un poco antes de irse definitivamente a Seattle), o los Beat Happening, que perfectamente podrían haber musicalizado esa condición pueril y conflictiva de aquel trío amoroso.

Todo juicio vinculado a lo repetido o predecible de Bummer Summer (el final ya se lo puede ver desde media hora antes del cierre) se disipa con algunos de esos momentos y atmósferas mágicas, que parecen encontradas casi por casualidad. Creo que es más astuto reconocer las dos caras de un mismo film, antes que intentar someterlo a un sistema de pesos y medidas.

Yo maté a mi madre (Xavier Dolan, 2010)

El encanto de lo mundano

Con Yo maté a mi madre, Xavier Dolan, de veinte años (diecinueve cuando rodó la película) se erigió instantáneamente –sobre todo a nivel de festivales- como un nuevo enfant terrible de la escena mundial. De corte autobiográfico, la película –actuada, dirigida y escrita por él- narra la tensa relación de un adolescente con su madre. Uno podría pensar dicha tensión como una esperable y típica de films que retratan la adolescencia, pero dicho estado no es meramente fruto de desentendimientos cotidianos, sino que pone en juego, en perpetuo cuestionamiento ontológico, qué es una madre y qué es un hijo, dos cuestiones sobre la que se encontrará perpetuamente sumido Hubert (el personaje interpretado por Dolan).

Desde el comienzo se nos despliega toda la artillería verbal, con escenas altamente jocosas que muestran algunos de los terrenos típicos –pero llevados a la última potencia- de ciertos latiguillos discursivos entre madre e hijo (como por ejemplo, la escena inicial en el automóvil, en donde la madre le pide que le de cifras exactas de cuántas madres siguen llevando a su hijo al liceo). Más allá de este furioso odio que Hubert mantiene hacia Chantale, éste convive ambiguamente con un verdadero e intenso amor hacia ella: “No sé que paso. Cuando era pequeño nos queríamos. La quiero. Puedo mirarla, saludarla, hablar con ella, pero no puedo ser su hijo. Sería el hijo de cualquiera, pero no de ella”. Ciertas escenas, en donde no sólo se juegan los excesos verbales de Hubert, sino también las falencias maternas –en aspectos más sutiles, y por lo tanto más demoledores- son particularmente cómicos, pero curiosamente, los momentos más divertidos ocurren cuando los dos intentan sostener un pacto de no agresión, viendo cómo tratan de mantener las cordialidades a fuerza casi de generársele una úlcera.

En todo este despliegue intenso de emociones, la homosexualidad es marco, pero no tema del film. Hubert es novio de Antonin, con quien mantiene una relación flexible y completamente natural. Mientras que la mayoría de los films de la actualidad convertirían la salida del closet de Hubert como uno de los centros fundamentales de la trama, Dolan, que es lo suficientemente joven para pertenecer a una generación donde aquello se ha comenzado a aceptar más naturalmente, trabaja aquel tema como meramente secundario, o como un elemento más de lo que es el desentendimiento mutuo entre él y su madre. A pesar de esto, lo gay se hace presente, no tanto en temática, sino en lo estético, desplegándose en el binomio madre-hijo dos derivaciones estéticas típicas de aquel cine actual. En el costado de Hubert, la imaginería se centra en esa estética arty, bordeando con lo hipster, el pelo a lo Morrisey, las flagelantes autograbaciones en blanco y negro, las polaroids pegadas en la pared de su cuarto. En el costado de la madre, lo gay se hace presente en la decoración kitsch de estilo africano, las pantallas de lámpara con motivos animal print, aquellos ridículos angelitos de porcelana.

Con respecto a esto último, podría increpársele, o más bien comenzar a pensar algo que comentábamos con Diego Faraone, crítico de cine de Brecha, sobre qué es lo que ocurre con el cine gay actual, que se ha llenado de directores que están todo el tiempo hablando y filmándose a sí mismos, casi siempre comentando su vida de una forma demasiado desfalleciente, bordeando con la autoindulgencia –un ejemplo de ello, aunque con una historia mucho más dura detrás, era la película Tarnation (2003), de Jonathan Caouette, o Mon voyage d’hiver (2008), del alemán Vincent Dieutre-. Incluso, podría decirse que aquello se ha vuelto una marca del cine en general, con esos personajes jóvenes excesivamente instruidos y poco creíbles, como la fastidiosa niña de El encanto del erizo, que con doce años intenta hacer disecciones socioculturales dignas de un integrante de la escuela de Frankfort. Quizás esto es un poco lo que le resta algo de simpatía a una película, en muchos momentos tan divertida.

El problema típico del “self-aware”, como suelen decir los yanquis se expande por momentos al estilo, donde se ven algunas costuras que delatan de manera demasiado explícita quizás, los maestros de Dolan, sobre todo las escenas en cámara lenta, con un score de música clásica, típico de Wong Kar Wai. También, podría señalarse que las filmaciones vintage de ocho milímetros se han convertido en el cine actual, lo que era el blanco y negro a la hora de recordar momentos pasados en el cine de hace unas décadas. Un efecto que por ahora parece lindo a la vista (sobre todo para esta nueva generación sumida al encanto de la lomografía y las cámaras fotográficas Holga), pero que con el tiempo, si sigue haciéndose tal uso indiscriminado, corre el riesgo de convertirse en algo ridículo, como el flashback de una telenovela.

La película lleva un buen ritmo en sus dos primeros tercios, pero la última parte puede resultar prescindible, no sólo porque ya se han introducido demasiados vaivenes en la relación madre-hijo, sino porque hay un efecto reconciliatorio que le quita un poco la fuerza cruda que detentaba el film.

Quizás lo más interesante y vigoroso, justamente sea lo más mundano, lo más traído a tierra y alejado de las indagaciones existenciales de su director.

Luz silenciosa (Carlos Reygadas, 2007)

Los nuevos místicos

Al principio era la oscuridad. La luz entra, tal como indica el título del film, silenciosamente, en una ósmosis progresiva que salpica, como en pequeños estallidos rojos, naranjas, luego celestes, un horizonte lejano, un árbol acá, un pedazo de cielo allá. Hay que señalar la dimensión de la frase “todo comienza”, porque justamente esto es lo que indica: un comienzo que va más allá de un mero día, más bien la idea del comienzo de los tiempos, que va a estar marcado con cierto contenido místico y religioso que atrevesará de punta a punta la obra.

Durante todo el film hay una oposición tajante entre el adentro y el afuera: comenzamos con el espacio intenso, soleado y salvaje de la llanura mexicana, pero cuando nos introducen a los personajes, los encontramos a intramuros, en espacios blancos y vaciados, con una austeridad invernal, propia de esa “poesía del silencio” perceptible en las pinturas de Vilhelm Hammershøi (autor en que a su vez se basó Dreyer a la hora de hacer Ordet, película y director con el que Reygadas mantiene más de una referencia). Pero la oposición no es sólo estética, ya que la película se centra en el pequeño drama de vida instalado en el seno de una comunidad menonita, una sociedad que luego de persecuciones y un insigne devenir errante terminó instalándose en lugares como México y Argentina, pero manteniendo su cultura bastante impermeable a la modernidad e incluso lengua del lugar. En Luz silenciosa, película dirigida por un autor mexicano, todo lo que ocurre sucede en ese micromundo, donde los personajes hablan y se relacionan exclusivamente dentro de los marcos de esa comunidad. La reciente elección de pueblos anclados en un pasado incrustado en el presente (con películas que van desde La cinta blanca –Michael Haneke, 2009- hasta La aldea –M. Night Syamalan, 2004) suele dirigirse a los propósitos de partir de un caso radicalmente foráneo para tocar algo de lo universal, descentrándose de la posmodernidad, el capitalismo o cualquier hermenéutica específica del fracaso civilizatorio, para tocar algo más propio de el hombre a secas. En este caso, la historia no podría resultar más conocida: la paradoja existencial de Johanes, un hombre atrapado entre el amor y deberes familiares y un romance pasional con una mujer de la comunidad. Sin embargo, no sólo por el marco particular en donde se inscribe este adulterio, sino también por las opciones narrativas y climáticas del director (pero más que nada sostenido por la excelente fotografía de Alexis Zabé y la dirección artística de Nohemí González), lo que podría circunscribirse meramente al campo de los afectos se eleva a una dimensión espiritual, casi mística, que dota al film de todo un nuevo sentido. La escena de sexo entre Marianne (María Pankratz) y Johan (Cornelio Wall) se da a un ritmo tan contenido e intenso (nuevamente, paralelismo del entorno austero de la cultura menonita y lo cálido y salvaje del ambiente) que rodea todo con un aura de éxtasis religioso. Reygadas parece ser un discípulo de Tarkovski en su confianza a la imagen cinematográfica (a niveles que trascienden lo metafórico, o el lenguaje a secas, partiendo de algo más vinculado a la naturaleza, algo directo, cargado de intensidades –concepción a la que le debe mucho a la particular iglesia rusa, que da particular relevancia al ícono) y en el registro del tiempo real, el tiempo vivo, con el ritmo no asociado al montaje (como sí lo consideró toda la escuela rusa ramificada del cine de Eisestein), sino al que transcurre dentro del plano. En esta reverencia al maestro, a Reygadas se le va un poco la mano, no tanto por la forma en que se lentifica el film (que sí, puede resultarle bastante extenuante a muchos espectadores), sino por cierto aire de uso indiscriminado del recurso, que de a tanto parecería encontrársele un poco de artificio (algo que va justamente opuesto a esa particular noción de naturalismo que manejaba el soviético). Aún así, la decisión estética –que siempre es, en el fondo, una decisión ética- es respetable en la mayoría de los casos, lográndose escenas de gigantesco valor emocional –como la ya citada escena de sexo, o el momento en que Esther se va a un costado de la carretera a llorar contra un árbol, paraguas en mano-.

El final de la película deberá más (para algunos, demasiado) al ya mencionado genio de Dreyer (incluso también a ciertas películas de Bergman), donde el drama realista del film es invadido por un milagro, que sin embargo es asimilable a algo que ronda todo el tiempo al film.

La película sigue esa estructura simétrica (similar a la fotografía del film, que suele buscar simetrías y detenerse en objetos encuadrados en el centro) y desemboca en la misma oscuridad de la que partió. La luz celestial que envuelve al milagro cede lugar a la oscuridad, Mexico se sumerge en el sueño. Es otra noche en la tierra, o quizás sea la última noche, pero definirnos con respecto a eso ya va más allá de nosotros

Las manos en la tierra (Virginia Martínez, 2010)

Mandíbula de acero

En determinado momento de Las manos en la tierra, el arqueólogo Lopez Mazz dice “la muerte es una responsabilidad de los vivos. Los muertos no se entierran solos”. Esta frase actuará como centro gravitatorio sobre el que circulará el documental de Virginia Martínez, directora conocida como una de las principales figuras del cine uruguayo dedicadas a llevar a pantalla temas de historia reciente (siendo responsable del exhaustivo documental Acratas, sobre anarquistas expropiadores, o Por esos ojos, sobre el caso Mariana Zaffaroni).

La historia es conocida por todos: la búsqueda en principio infructuosa (la famosa cifra casi exacta de la que Tabaré Vázquez hacía uso para señalar la seguridad del paradero del cuerpo de María Claudia García de Gelman, dato proporcionado por inteligencia militar) y el eventual encuentro de los restos óseos de Ubegesner Chávez Sosa y Fernando Miranda. A partir de ahí, el documental se articulará sobre dos líneas fundamentales: las voces de los antropólogos encargados de la investigación y los testimonios de los hijos de los desaparecidos. Desde el comienzo sabemos que más que revelarnos algunos datos de cómo se procedió en el proceso de investigación, el fin, o la operatividad del film, no es tanto informativa como ritualística (la mayoría de los datos fueron de común circulación en casi todos los noticieros de aquellos años). Retomando la idea del ritual, heridas tan grandes como las desapariciones durante el período de dictadura no tienen plaquetas capaces hacerlas cicatrizar (aún con el encuentro de los restos), y podría pensarse a la película no tanto como obra cerrada sobre sí misma, sino como producto cultural, anticuerpo que seguirá atacando aquella zona de carne abierta, independientemente de los resultados que surjan alrededor del tiempo (y que la incluye dentro del interminable ciclo películas latinoamericanas de historia reciente, que posiblemente no cesen de aparecer en la medida de lo imposible que es realizar aquel duelo). Hacer el duelo sobre alguien a quien no se llegó a conocer es, en cierto punto, anudar algo inanudable. Esto se sostiene por el mismo enunciado sostenido en voz de los hijos de desaparecidos, como Javier Miranda diciendo “[el descubrimento de los restos] no te devuelve nada, no sana nada (…) lo seguí viviendo como tal. Esos huesos no son mi viejo”. El encuentro de los restos, para confirmar la muerte y dejar al espíritu (tanto en su versión más religiosa como la mera cita a la memoria del muerto) libre de ese estado de “ni vivo ni muerto”, es un punto fundamental en el que un montón de religiones y sentires de distintos pueblos se sotiene, pero aquello es sólo la punta del iceberg. En todo caso, cuando uno da con los restos, lo que exhuma no es tanto una verdad, o una persona, sino un mundo de preguntas.

Esta dimensión del misterio atraviesa toda la película. A fin y al cabo, el ojo del huracán es ese agujero radical, esa nada, esa desaparición que hace de boca de embudo de todo aquello no dicho por una nación. Comprender esa nada ya no es trabajo de un antropólogo, ni de un arqueólogo, ni de los políticos, ni la de los mismos hijos. Es una nada radical que se enquista en la sociedad y se instala en la misma información genética. Irrebatible como la genética, los efectos de esa nada sólo se podrán percibir en las mutaciones generacionales que recién han comenzado a tener padres que nunca llegaron a vivir el proceso dictatorial. Quizás en referencia a este misterio se ha calificado a la película como un thriller arqueológico. En este último sentido, parecería que el título le queda un poco grande, porque la película, si bien maneja este centro de misterio, nunca parece articular de forma adecuada –o más que adecuada, de forma expresa- el tema del suspenso (otro de sus elementos constitutivos). Casi por el contrario, la película, comprometida con cierta sobriedad que es perfectamente coherente con la fotografía morosa de Christian Quijano y la banda de sonido casi minimalista de Herman Klang parece, en la forma en que está encadenada, que nunca quisiera sacar particular rédito emocional a los hallazgos, o que ya los diera por conocidos por el espectador. Es así que el film abandona toda intención catártica y se mantiene frío en su montaje y edición hasta en momentos fundamentales como el descubrimiento del cuerpo de Ubagenser.

Quizás es en este último punto donde a un film con tan buenos entrevistados no llega a ser tan contundente como debería, o al menos como podría. En su relativamente corto metraje (menos de una hora) da la impresión que quedan muchas cuestiones inconclusas, pero uno perfectamente podría decir que esto no sea más que reflejo de los mismos frustrantes resultados tras los efectos producidos por la infame Operación zanahoria (plan a cargo de las fuerzas militares que consistía en la relocalización de los restos de los desaparecidos).

Muchos hablan, pero quizás la última palabra la tiene la fría y sonámbula mandíbula de acero de la pala mecánica, que filmada de frente parece seguir masticando una verdad todavía no dicha.