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jueves, 28 de agosto de 2014

Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014)

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La venganza de los negros

Quizás con la excepción de El secreto de sus ojos (más que nada inflada por el impacto de haber sido premiada con el Oscar a Mejor Película Extranjera), desde Nueve Reinas no hubo una película argentina con tanto comentario y entusiasmo a su alrededor como el que está teniendo Relatos salvajes, de Damián Szifrón. Con una ovación de pie en Cannes y casi quinientos mil espectadores en salas argentinas durante su primera semana en cartel, Relatos salvajes también pegó su coletazo de influencia en nuestras tierras. En una primera instancia, uno podría marcar una diferencia bastante clara entre el estilo y el contenido de Bielinsky y Szifrón, pero sus dos obras parecen deber una parte importante de su éxito a su ingenio narrativo, pero más que nada al haber encastrado con un determinado momento de la Argentina, o más bien, un conocimiento doloroso y grotesco de la argentinidad.

La argentinidad al palo

Posiblemente la escena más famosa de Nueve Reinas no sea alguno de los trucos de los dos timadores, ni la famosa vuelta de tuerca del final, sino un breve momento intermedio en el que Darín le hace abrir los ojos a su discípulo, deteniéndose un instante en una calle de Buenos Aires, comentando todos los engaños y robos que están sucediendo frente a sus (nuestros) mismos ojos en ese momento. En lo cierto que tiene eso de que el cine es grande por ser capaz de anticiparse a ciertos eventos, pero culpable por no poder ayudarnos a prepararnos frente a ellos, Nueve Reinas captó el sentir general de un país que caminaba por el angosto tablón hacia una de sus más severas crisis económicas. Pero Nueve Reinas no se anticipaba a una crisis económica en general, sino una bien argentina, y por esa misma razón es que había algo que –más allá de la calidad inferior del film- se perdía en la traducción de costumbres de la adaptación estadounidense hecha por Gregory Jacobs.

Algo prácticamente idéntico puede decirse con respecto a la adaptación mexicana de Los simuladores. Si bien la versión mexicana no daba con la gracia del formato artesanal con que Santos y compañía resolvían sus casos en la versión argentina (un error de lectura que la colocaba más cerca de Los magníficos –o “The A-Team”- en la que se había inspirado Szifrón), había algo específico con la raíz tana de la “viveza criolla” porteña de la que los simuladores parecían beber –y, a su vez, a la que solían, en la mayoría de los casos, combatir-, que era intransferible a un país como México, no sólo por la diferente idiosincrasia, sino también por una realidad mucho más terrible en cuanto a la corrupción y sus medios (en ese sentido, el fenómeno narco es algo que dinamita desde adentro cualquier posibilidad ficcional, pero si seguimos este hilo ya estaríamos entrando en otra nota periodística).

De la misma manera, en esa forma de encontrar “soluciones argentinas a los problemas del presente”, Los simuladores era una especie de bálsamo en medio del caos económico e institucional que quedó tras la renuncia de Fernando De La Rúa. El éxito de la serie se sostenía por el manejo de un estilo narrativo clásico y sólido, junto a una conformación de personajes equilibrados y queribles, pero también por poder articular aquello con la fantasía de resolución de un montón de problemas que atravesaba la clase media argentina por aquel entonces. En la epidermis de los capítulos nos encontrábamos historias de amor, de reencuentro, o de venganza, pero lo que permanecía de fondo en la mayoría de ellos eran asuntos propiamente económicos, casi escritos en clave de lucha de clases. En varios de los capítulos, encontrábamos a los simuladores tratando de resolver deudas usureras y desempleos, así como también a ayudar a ganar juicios a administradores de consorcios, construir un sistema de seguros de salud más justo y engañar a estafadores, extorsionadores y el mismísimo sistema de inteligencia de Estados Unidos. Lo que quedaba nadaba en las profundidades de Los simuladores era una cierta noción humanista, la esperanza puesta en una colectividad capaz de resolver sus propios problemas, en tiempos en que los gobernantes parecían fallar casi sistemáticamente –tal como esa miríada de influencias mutuas que iba extendiéndose conforme se iban resolviendo casos.

La conformación de Relatos salvajes en una serie de seis viñetas –todas ellas actuadas por actores de la talla de Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia y Darío Grandinetti- hace imposible no colocarlas bajo el reflejo de aquel programa de televisión antecesor, pudiendo obtenerse algunas reflexiones interesantes, no sólo sobre el proceso de Szifrón como director, sino también de una suerte de lectura alegórica o sintomática de la Argentina actual.

Justamente, en todo este largo preámbulo sobre lo que hace importante, o lo que hizo tan anticipada a Relatos salvajes, se abstuvo de mencionar a otro de los grandes sucesos en redes que expandió la ola de interés sobre la película: la intervención de Damián Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand, hablando sobre la pobreza estructural en el capitalismo y cómo le parece bastante razonable que alguien prefiera ser ladrón a ser albañil, tal como está dado el sistema económico hoy en día. Lo que parece una verdad dada para cualquiera que haya tenido un mínimo de lectura marxista –incluso ciertas lecturas de corte neoliberal - los comentarios agitaron el avispero y elevaron a discusión la intervención que el director –correctamente- no dudó en ratificar.

Los nuevos monstruos

Muchos preferirían silenciar esa suerte de “exabrupto político” del director y limitarse a abrazar las virtudes narrativas y la calidad de entertainer y “director de cine industrial” de Szifrón, pero lo cierto es que la película se entiende con y continúa, de alguna manera, lo dicho por él en la mesa de la “Chiqui”. La escenificación de lucha de clases es algo que atraviesa el film de cabo a rabo: el asqueroso candidato a intendente que la cocinera asesina en el segundo capítulo, el conflicto entre el argentino ricachón y el “negro resentido” en la ruta, la impotencia frente a la burocracia estatal del desactivador de bombas, el arreglo entre una familia y un portero al que se lo quiere hacer cargar con un accidente de tránsito, el mozo que viene a consolar a la novia en el último capítulo. Incluso ese primer extracto algo almodovariano del avión en donde todos los pasajeros se conocen por haberse relacionado con un personaje difuso, sigue el cordel de esa lucha de clases: qué pasa cuando alguien es denostado, olvidado y molestado constantemente por el resto del mundo, cuánto es necesario para cortar un cable rojo que haga estallar toda la maquinaria social que lo sostiene. Lo que hay debajo de esos relatos es justamente el tironeos y las humillaciones constantes que llevan a una persona a robar antes que hacerse albañil.

La película es, por ponerlo en palabras de Luca Prodan cuando hablaba de su canción “La rubia tarada”, algo así como “La venganza de los negros”, ese término genérico, pero muy específico con el que los porteños en un comienzo llamaron a los “cabecitas negras” del interior, pero que con el tiempo fue ampliándose a todo lo que estuviera por debajo de cierto estándar de vida (más alto o bajo de acuerdo a la persona que los critica). Si en Los simuladores había una especie de esperanza en esa forma de lazo social entre los perjudicados, Relatos salvajes es ese otro costado que aparece cuando se quita de la ecuación la variable humanista. Algo similar a lo que ocurría entre la edición de 1963 de Los monstruos, de Dino Risi y la de Los nuevos monstruos, de 1977 (con la colaboración de cortos de Ettore Scola y Mario Monicelli). La primera estaba marcada por un espíritu aún dulce y alegre de la recuperación económica italiana, mientras que la siguiente estaba ya atravesada por el espíritu un poco más pesimista de los setentas. En palabras del director italiano, sobre las diferencias entre su primera y segunda versión: "Mi antigua película era sobre todo un espejo de la sociedad italiana de entonces. En aquella época los monstruos eran bastante cómodos. La monstruosidad no era ni difusa, ni violenta como hoy. Mientras pensábamos en los episodios de la nueva película, nos dimos cuenta que la realidad italiana sobrepasaba la imaginación. Leíamos el periódico, veíamos los telediarios y observábamos monstruosidades mucho mayores que las que tratábamos de presentar. En mi antigua película se podía hacer una deformación de costumbres italianas de entonces. Hoy no sólo la monstruosidad es general, sino que cotidianamente se presenta como un hecho natural. Sólo es necesario poner la cámara en la esquina”.

El ejemplo de Los monstruos no sólo sirve para tematizar un contenido social de fondo que parece atravesar a Relatos salvajes, sino algo propiamente cinematográfico. Los capítulos de la película –filmados con una maestría que a veces están en un punto intermedio entre Almodóvar y Spielberg-, no parecen ser algo que no haya sido contado antes. La pelea entre el automovilista paqueta y el pobre es tan sólo una forma a lo grand guignol de las clásicas comedias de conflictos de clase, como así también lo son el envenenamiento del comensal y la historia del arreglo entre patrones y portero –incluso el mismo ejemplo del caso de omisión de asistencia del hijo menor es un conflicto moral llevado a pantalla hartas veces en la historia del cine. En este sentido, a diferencia de otras obras de su autoría, no hay nada francamente original, ni demasiado interesante con Relatos salvajes. De hecho, vemos todas las historias más o menos sabiendo qué va a acontecer. Lo que los separa de la media de estos relatos comunes, lo que vuelve todo más efectivo y excepcional, tal como sucedía con los segmentos de Dino Risi –que tampoco se alejaban en sí mismos de paradigmas e historias bastante compartidas por el público italiano en general- es algo más vinculado a la intensidad y el pulso narrativo a la hora de llevar estas historias a pantalla. La película agarra la argentinidad y le encuentra el volumen once, la hace más ácida y más explosiva, especula con cuáles son los límites admitidos de la misma. De la misma manera que se colorean los cromosomas para poder obtener datos genéticos, Relatos salvajes es una virtud de la hipertrofia, una especie de caballo de troya vestido de entretenimiento, pero mucho más serio de lo que parece ser.

Relatos salvajes entra en un momento difícil de definir de Argentina, un entorno enrarecido por una especie de progresivo desinflamiento del optimismo kirchnerista, pero al mismo tiempo sin el grado de paroxismo confrontativo y la polarización social que supo desplegar años atrás. En las virtudes señaladas sobre la capacidad augúrica –siempre tristemente tardía- del cine, habrá que ver si Relatos salvajes es una radiografía del argentinismo actual o una anticipación de algo por venir, pero de todas formas, sigue siendo una película engañosamente importante para los tiempos que corren.

Mr. Kaplan (Álvaro Brechner, 2014)

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El nuevo clásico

Entre todo lo que se ha dicho de la reciente y flamante Mr. Kaplan, segundo largometraje de Álvaro Brechner tras la muy lograda Mal día para pescar, hay un comentario en particular que ha sido frustrantemente repetido en los medios y entre los espectadores en general: lo poco que se parece a un producto salido del cine nacional. En la mayoría de los casos, el comentario, lejos ser el visto malo de algún purista que no encontrara en tal obra algo que recogiera elementos de una matriz identificatoria de nuestro país (una disquisición más propia de algunas décadas atrás), suele estar enmarcado como una virtud a señalar. Una virtud que en algunos casos se define en torno a algo que marca diferencia con respecto a un estilo de cine ya establecido (lo que la mayoría de la gente lo ha solido acotar, de una manera excesivamente gruesa, a Control Z y sus sucedáneos), pero también –muchas de las veces- a una que encierra en sí misma un elemento cipayista, la idea de un cine “bueno” en tanto que se parece al propio de países más desarrollados, no casualmente asociado y reducido a los formatos hollywoodenses.

Lo frustrante de la forma en que están zanjadas estas apreciaciones no corre tanto –o “no sólo”- por una especie de complejo de inferioridad subyacente (que bebe tanto del comentario “está buena para ser uruguaya”, como el “está buena porque no parece uruguaya), sino por la miopía de lectura de lo que es la escena cinematográfica nacional. Hoy en día el cine uruguayo en cartelera dista de ser aquel comúnmente asociado con el circuito festivalero, el cine “de los largos silencios”, del “que no pasa nada” que la gente y muchos críticos se han referido hasta el hartazgo. Películas como Re-locos y Re-pasados, Kamikaze, La casa muda, Rincón de Darwin, Reus, o Manyas (quien escribe esta nota sólo rescataría las dos primeras) dan una noción de que la cinematografía uruguaya ya se ha diversificado en microescala, con films de género o con lineamientos de cine más clásico –“comercial” es un término demasiado tramposo- que prácticamente superan en cantidad y en presencia a esas nociones anacrónicas –incluso, infundadas- que se tiene del escenario del cine nacional.

En todo caso, lejos de una discusión sobre lo uruguayo o no en el cine, la aparición de un film como Mr. Kaplan resulta interesante por la presencia, en un mismo año, de dos films (uruguayísimos, a su manera, los dos) de directores sobresalientes y a su vez, en algunos elementos, opuestos. En una primera línea, Mr. Kaplan y El lugar del hijo, de Álvaro Brechner y Manolo Nieto, respectivamente, son dos segundas obras de un refinamiento técnico inusual en nuestra cinematografía, pero con resultados casi opuestos y, en algún punto, complementarios. En El lugar del hijo la impecable fotografía de Arauco Hernández y el sonido de  Santiago Fumagalli, Guillermo Picco y Catriel Vildosola crean una densa capa de extrañeza en la que se siente como meterse bituminosamente en la propia realidad vital del protagonista (la escena del toque de Genuflexos en la Facultad de la Regional Norte es de lo mejor que se haya logrado estéticamente en nuestro territorio). En Mr. Kaplan todo lo que se podría decir de los logros técnicos en cuanto a lo experimental de El lugar del hijo se acentúa en lo elegante y ágil de la obra, la bella plasticidad de las imágenes y la minuciosa selección de los colores (el amarillo de la camioneta robada, el mostaza de la camisa del alemán, el turquesa del vestido de Rebecca mimetizándose con el celeste de la piscina, los azules y verdes mortuorios del velorio de Otto Müller), llevada a cabo por la dirección de fotografía de Álvaro Gutiérrez y la dirección de arte de Gustavo Ramírez.

Al mismo tiempo, desde la construcción narrativa también se pueden oponer al estilo sincopado, episódico y brumoso de la obra de Nieto, el toque clásico, lineal y de fuerte peso en los arcos dramáticos de Brechner. En este sentido, ya mucho de todo esto señalado se podía percibir en Mal día para pescar, con un manejo inusual de lo épico en el desarrollo de la trama. Ciertamente, casi ninguna película, ya sea en el corte intimista, en el costumbrismo simpático, o en lo experimental supo llegar hasta la fecha a algo tan emocionante como la pelea final entre Jacob van Oppen y El turco.

En Mr. Kaplan, si bien los momentos de épica no llegan a niveles tan álgidos –hay, por el contrario, un pequeño distanciamiento en el humor que ronda toda la película- hay, sin embargo, un desarrollo de los personajes en donde a través de una serie de resoluciones de conflictos cada uno llega a una verdad o mayor conocimiento de ellos mismos. Una fórmula básica de casi todo el cine clásico –aquello es casi como la primera clase de todo curso de guión- pero que en el cine uruguayo, cuando ha aparecido, siempre fue de forma tímida, encubierta, o fallida.

En este caso, el proceso paranoico que a Kaplan hace sentirse llamado por Dios es lo que enmarca todo el film, siempre haciéndonos jugar entre la duda de si el viejo tiene razón o son puras chifladuras suyas. Al mismo tiempo, ese crecimiento personal va aparejado al de Contreras (Néstor Guzzini, en su rol más reluciente hasta la fecha), un policía alcohólico y retirado que se suma a la investigación de una suerte de nuevo caso Eichmann en territorio nacional. Esta segunda oportunidad del destino aplicada en la dupla de Jacobo y Contreras, de cierto modo continúa la del valeroso Jacobo y el cínicio Orsini, de Mal día para pescar, dos personajes en sus últimas que buscan una especie de redención personal.
Lo que se siente al ver las películas de Brechner es algo similar a lo que los críticos de cahiers du cinéma le pondraban, en su momento, al cine americano, una especie de efectiva liviandad, un cine liberado, intuitivo, con swing, y terso en el montaje. Una especie de cine vital y relajado, con el arco dramático como elemento ordenador de lo técnico, y no viceversa –como sí fue ocurriendo, en el caso citado de Cahiers, en el cine europeo. Esto no necesariamente lo hace un mejor o peor estilo de cine, pero en cierto punto, Mr. Kaplan, apenas siendo el segundo film de Brechner, coloca al director como el más digno exponente de un cine clásico que desde los noventa –en algo que puede rastrearse desde esa especie de alegato en respuesta a la hermética El dirigible que fue Una forma de bailar, pero también incluso con casos recientes, como Rincón de Darwin- nunca estuvo a la altura de sus pretensiones.

Mr. Kaplan, a contrapelo de la tarea divina que se autoadjudica el viejo Jacobo, no llegará a ser una obra que marque a fuego nuestra historia, pero justamente en esta naturalidad está la virtud que le permite marcar una especie de mojón tardío, la forma de un posible y buen cine uruguayo de corte clásico con el que poder oponerse o cotejarse otro tipo de cine más autoral y experimental.

martes, 3 de junio de 2014

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

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La espera del siluro

En la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, un grupo de nudistas homosexuales acuden al lago Sainte-Croix para retozar en su pedregosa orilla, aprovechando el agua calma, pero más que nada, el tupido bosque que parece levantarse morosamente detrás. Armada en base a episodios que dotan a la cinta de una cierta circularidad, cada nuevo día parte de un plano general, en el que el director, de acuerdo a la cantidad de automóviles que hay en el improvisado parking, da una idea de la fluctuación de público dentro de ese mismo espacio.

Convertido en un centro de encuentros sexuales, el bosque actúa como un costado alternativo del espacio más abierto de la orilla, pero entre los dos lugares hay como una continuidad plácida, como si todo estuviese sumergido en el mismo sincretismo letárgico. Nada parece alterar la pausada rutina de los bañistas y los amantes, imbuida en un silencio que es similar al de la superficie calma del lago. Es en esa misma superficie plácida e indiferente a la existencia de los hombres donde Franck (Pierre Deladonchamps), el protagonista del film, presenciará un asesinato perpetrado por Michel (Christophe Paou), un hombre de bigote (parece una mezcla más delgada entre Burt Reynolds y los dibujos de Tom of Finland) codiciado por la mayoría de los allí presentes. Es curiosa esta premisa, porque, si bien existe una considerable cantidad de thrillers eróticos en el que el objeto del deseo es posiblemente el asesino (piensen en la mayoría de las películas de Sharon Stone durante la década de los noventa), casi siempre el principal resorte es la cuestión de si el amado es realmente el culpable, algo que carbura la culpa con la duda, expandiendo las tribulaciones del protagonista –y, naturalmente, de nosotros espectadores. Sin embargo, el perfecto plano fijo en el que Franck ve, a lo lejos, cómo lo que parece ser un juego en el lago termina siendo un ahogo provocado, no parece elevar mucho campo a la duda: nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, no hay un solo corte, ningún posible rashomon cinematográfico o vuelta de tuerca que nos permita instalar algún grado de ambigüedad entre lo que vimos y sucedió.

Es así que  el asunto deja de ser concretamente el conocido “whodunit”, para volcarse en el tema de la obsesión de Franck sobre alguien que no sólo fue responsable de una muerte, sino que también podría ser un futuro perpetrador de la suya. Con un particular interés por mantener a las figuras centradas en cámara  -el corte del eje axial fijo a veces hasta parece coquetear con el estilo de Wes Anderson, pero con una atmósfera radicalmente distinta-, el retrato de la obsesión personal, entremezclada con la indiferencia radical del entorno –es de gran poder la imagen de las ropas y la toalla del asesinado prácticamente pudriéndose en la orilla sin que a nadie le llame la atención-, por momentos nos retrotrae al cine de Michelangelo Antonioni, haciendo de El desconocido del lago una especie de versión gay de L’avventura (1960).

Sin embargo, parece agitarse algo más allá del asunto del asesinato. En un espacio cerrado (no hay ninguna escena filmada por fuera de esa zona), donde el público, salvo el investigador policial, es invariantemente gay, la alternancia entre bosque y lago y las escenas de sexo que suceden ahí parece una forma cifrada de lo que ocurre más allá del argumento de thriller. Sorprende, en una primera instancia, la forma desapasionada y distante con que el director filma los encuentros sexuales. Con un estilo casi utilitarista, la gente deambula por el bosque y con un solo gesto o mirada queda fijado el encuentro, realizado en silencio, pero levemente a la vista de todos los allí presentes (los matorrales y arbustos tapan más bien poco, pero a nadie parece molestarle demasiado). A esta cuestión cuasi mecánica, sin embargo, sorprende cómo las escenas de sexo entre Franck y Michel son mucho más detalladas y sensuales, no escatimando detalles, introduciendo pocas elipsis, movida como por un ímpetu a registrarlo todo (algo que también sucedía en las escenas sexuales entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle).
De alguna forma, la placidez y frialdad con la que se documentan estos encuentros se rompe a partir, justamente, de la distante escena del asesinato ¿Pero cómo se articula este asesinato con ese algo más de lo que parece decir, quizás sintomática, y no concientemente, la película de Alain Guiraudie? El desconocido del lago es, sin lugar a dudas, un producto de su época. Estamos en la primera decena del siglo XXI, el SIDA no retrocedió, pero sus efectos devastadores fueron paliados por medicamentos más efectivos y una progresiva concientización e inclusión social a sus víctimas (todo esto, obviamente, tomando la perspectiva de los países desarrollados), y a su vez, los gays han ganado –al menos en Francia y otros países europeos- un lugar de respeto y apertura que, pese a no llegar a un grado último de consolidación, era impensable para los años ochenta. Efectivamente, en la película, salvo algún comentario menor del policía, no parece haber una particular animosidad hacia los gays, y todo parece suceder de una forma transparente, endogámica y sin subterfugios. Sin embargo, justamente el costado de este mundo demasiado adaptado, por momentos maquinal, asexuado en su misma proliferación del sexo, es que surge el asesinato. El crimen, en cierto punto parece en la película una especie de sucedáneo del SIDA, algo que pone un quiebre en una liberación total, volviendo a instalar el terreno de la prohibición, pero no el de una prohibición moral, sino de circulación sexual. En la película hay una línea de esto en cómo Franck elige tener sexo sin protección con Michel, a quien ya reconoció como asesino (mientras que en otra escena la posibilidad de sexo con otro personaje se vio frustrada por la ausencia de preservativos).


El crimen parecería entrar en escena en el film para dislocar un sistema circular sexual y así habilitar el deseo del protagonista, o el deseo a secas. Citando a Baudrillard en uno de sus artículos de Pantalla total –escrito en 1987, tiempo en el que el SIDA seguía haciendo estragos: “Frente al peligro de una ingravidez total, de una insoportable levedad del ser, de una promiscuidad universal, de una linealidad de los procesos que nos arrastraría al vacío, esos torbellinos súbitos que llamamos catástrofes son los que nos preserva de la catástrofe. Estas anomalías, estos fenómenos extremos recrean zonas de gravitación y densidad contra la dispersión total”. Esa catástrofe a la que se refería Baudrillard era justamente la de la transparencia total, la del desfondamiento radical de lo sexual, la norma, o la salud. No es, específicamente un tema de la comunidad gay, es un tema del sexo en sí mismo, elevado a su máximo grado de transparencia y su extremo más radical del orden. Michel, saliendo del agua y aproximándose hacia el centro de la pantalla es, casi por así decirlo, un agente de homeostasis para mantener un desequilibrio que permita subsistir al deseo, o quizás al mismo sexo. Michel, en definitiva, ocupa en El desconocido del lago el lugar de aquel siluro (un bagre gigante que puede llegar a los cuatro metros) del que se Franck habla con miedo: un resabio casi bíblico, un emisario de un antiguo desequilibrio, esperando en el fondo del lago. 

23 Segundos (Dimitri Rudakov, 2014)

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Los sueños de Emi

Todo lo discutible o analizable de 23 segundos se juega en una sola escena: el breve interludio onírico en el que Emiliano, que presenta un retardo mental, fantasea con una cena entre amigos en el Salón Rouge del restaurant Rara Avis, en la que se transforma en un hombre exitoso y sin una sola traza de su condición. La escena marca tanto el punto fuerte como el débil de la construcción del personaje a partir de la escritura de guión y la actuación de Hugo Piccini, a la vez que es la que en mejor y peor forma cristaliza la tensión, no sólo entre los sueños de Emiliano, sino entre el conflicto de clases que atraviesa al film.

Para ordenar al posible espectador y lector de esta nota, 23 segundos cuenta la historia de Emiliano (Emi, para los que lo conocen), un hombre de 33 años con un notorio déficit intelectual, que en una de sus jornadas diarias como limpiavidrios auxilia a una bella conductora accidentalmente baleada en un intento de robo. El protagonista, casi como en una versión uruguaya del jorobado de Notre Damme, salvará a la chica, pero enamorándose casi instantáneamente de ella, de una forma tan pueril como obsesiva.

Desde King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933) hasta Misery (Rob Reiner, 1990) las historias de enamoramientos rayanos en el secuestro han adoquinado las sendas del cine, pero curiosamente, la película de Dimitri Rudakov (ucraniano, pero afincado en Uruguay, donde cursó sus estudios cinematográficos) se aliviana rápidamente de este peso argumental, permitiéndole a la pobre chica escapar de los rústicos cuidados de su salvador/captor. Es ahí donde entra la mencionada escena del Salón Rouge. Emiliano mantiene guardia en el cuarto de la convaleciente, sumergiéndose en el sueño mencionado más arriba, que comienza con él manejando un moderno auto, donde es asistido en la limpieza del parabrisas por uno de los adinerados hombres que suelen dejarle algunos pesos en la ruta.  Hugo Piccini, tamborileando despreocupadamente el volante, mientras habla con aquella chica que en el sueño ya es su novia constituida (impecable, vestida de gala), se muestra desenvuelto, bordeando lo cajetilla, hablando con una ductilidad mucho mayor que aquellas frases pastosas que suele hilvanar en su vida real. Es, en teoría, un sueño de restitución, un deseo enarbolado alrededor de la imagen que él construye de aquellos para los que trabaja. En el mismo bar no parece haber ningún rastro de la discapacidad de Emi. Por el contrario, el barbudo y narigón logra, con unos breves detalles corporales y de habla, ser un hombre al que podríamos imaginarnos escoltado por una mina como la que lo acompaña. El único detalle que dota la escena de cierta extrañeza, quizás como una progresiva penetración del mundo real a la membrana onírica, es que los platos principales son hamburguesas con papas fritas, diferente de la sofisticación que podríamos imaginarnos en un recinto como aquel. Así, el detalle de las hamburguesas no parecería ser menor, ya que marcaría el punto ciego de imaginación de alguien como Emiliano. He aquí el acierto y error más grave de 23 segundos. La película podría haber presentado esta fantasía como un jugueteo del mismo film, como algo no proveniente de la subjetividad del personaje, sino como un paréntesis extradiegético, en el cual se nos permitiera pensar una realidad alternativa. No suele ser un recurso muy elegante –sobre todo en películas que tienen una estética que por momentos bordea lo documental-, pero no hay, de por sí, nada malo en ello. Sin embargo, si la idea del director es efectivamente sumergirnos en el inconsciente de Emiliano, ahí la cosa flaquea. Principalmente, alguien como Emiliano no podría crear en su fantasía un alter ego tan resuelto como el que se presenta en el sueño. No es un interludio de un paralítico que sueña con bailar (algo para lo cual se combinan dos capacidades diferentes y no necesariamente inclusivas), es el de una persona con un déficit intelectual que fantasea con tener una soltura que ya en la detallada construcción del deseo trampea la misma condición intelectual de la que se pretende partir. Es como intentar recrear el mundo de un ciego, reproduciendo todo tal cual lo vemos nosotros.

La escena, por así decirlo, brinda, sin embargo, una oportunidad de lucimiento a Piccini, que logra, de muy buena manera, saltar de un estado a otro en cuestión de un chasquido de dedos, sin que se noten muchas costuras. Sin embargo, cada tanto hay en frases, o intervenciones del protagonista, irrupciones intermitentes en las que esta normalidad se precipita (una palabra, un gesto, un detalle que lo saca del retardo). Esto, justamente, no es que sea exclusiva responsabilidad del actor, sino más bien efecto de una complicada relación entre la interioridad del personaje y el estilo de narración optado por Rudakov, el cual, por ejemplo, opta por un voiceover protagónico –sumamente innecesario- en el que parecería borrarse todas las dificultades propias del habla, o de esta interioridad.

23 segundos es, de esta manera, una película que como resonancia de esta esquicia particular, también parece estar confrontada fallidamente en una mixtura demasiado liviana de géneros, que van desde el policial al thriller, pasando por el drama y la comedia romántica, casi siempre pisándose uno al otro, sin lograr ser convincentes en ninguno de los flancos.

Todo esto con respecto a lo más interesante que podría presentarse a discusión en un film como este. Después está lo otro, las escenas innecesarias (la de la madre de Emiliano y su ex esposo, o la absurda inclusión de una banda en vivo dentro de la película), giros y deus ex machinas improbables, el descenso de ritmo en la segunda mitad del film, una banda sonora que actúa demasiado como prótesis de cualquier viraje emocional y un intento de cierre circular con las palabras del comienzo de la película–las razones por las que aquellos 23 segundos le cambiaron la vida al protagonista- que parece bastante forzado.

viernes, 2 de mayo de 2014

En la casa (François Ozon, 2012)

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En la casa, de François Ozon tiene –al menos- tres lecturas posibles: una sexual, una política y una literaria. Por supuesto, no hay una demarcación discreta entre los ítems de esta trinidad interpretativa, pero este recuerso, además de auxiliar en el análisis, permite ver un elemento longitudinal en el cine del autor francés.

La historia, casi en el mismo esquema que era planteada La piscina (pareciera como si Ozon nos estuviese llevando de la mano, como un agente inmobiliario paseándonos por una propiedad que funciona como escenario de las fantasías de clase francesas –a no sorprendernos una nueva película que se llame “El jardín”), se desmonta en dos: la historia de seducción de un joven a una mujer mayor y la historia de esa historia, la del chico contándosela/escenificándosela a su maestro/voyeur. Tal como Charlotte Rampling frente a la deshinibida sexualidad de Ludivine Sagnier en la ya citada La piscina, Germain (Fabrice Luchini), un profesor cansado por lo chato de la creatividad de sus alumnos, se deslumbra con la composición de un joven que empieza a describir la vida cotidiana de la familia de un compañero de clase. La historia que escribe (que involucra el progresivo adentramiento en la familia de un amigo de clase social más elevada) se va desarrollando en un formato de entregas, las cuales, tal como las historias que cuenta Scheherezade en Las mil y una noches -a las que se hace referencia en la película más de una vez-, mantienen en vilo a Germain, no sólo interesado en el desarrollo de las facultades literarias de Claude, sino gobernado por un verdadero placer de mirón, dispuesto a incluso transgredir las reglas escolares para lograr que se mantenga viva la empresa.

Lo sexual

En una primera línea, el drama sexual es tramposamente tradicional: la vieja historia de la Señora Robinson, cortejada por el joven e inexperiente estudiante. Detrás de ese esquema podemos ver que la verdadera relación flotante es la de la misma sexualidad de Germain, que inmerso en su fascinación por Claude, empieza a ser responsable del desmoronamiento de su matrimonio.

Sin embargo, el tema sexual va más allá de un mero escenario de deseo homosexual reprimido: en el cine de Ozon, las opciones sexuales–tal como en uno de sus más famosos cortos, Une robe d’eté (1996)- son como un vestido que uno se puede sacar y poner, una noción de género fluido, que se intersecta en la vida de los personajes de una forma libre de binarismos. Las películas de Ozon son, en ese sentido, parte de un discurso poderosamente posmoderno, el del género, incluso el cuerpo, como una construcción social, algo atravesado por el lenguaje, las prácticas y las ficciones que nos construimos. Justamente, en En la casa la erotización de los personajes no viene tanto en los hechos concretos, sino en la narración de los mismos, todo quedando en un estado de suspensión en el que nunca estamos del todo seguros si lo que se despliega ante nosotros es lo que sucedió, lo que está escrito, o lo que se construye en la cabeza de Germain.

De la misma manera, uno no puede pensar esta actitud polivalente de la sexualidad en Ozon como algo liviano y meramente natural, sino que en esta misma horizontalidad hay una apuesta de políticas sexuales más que evidente. En este sentido, la llegada del intruso, o la otredad –tal como la rata, el negro y la latina en Sitcom (1996)- aparece como algo parasitario que se instala en una institución convencional (la familia) para hacerle conocer y juguetear con verdades impensadas de su moral y sexualidad. Recurriendo a este elemento, no es sorpresa que aparezca Pier Paolo Pasolini citado en boca de Germain, en tanto el papel de Claude, fascinando, cortejando, o siendo seducido –real o simbólicamente- por Esther, Germain, Rapha, Jeanne, o el mismo Germain es una reminicencia evidente al personaje de “el visitante” (Terence Stamp) en Teorema (1968).

Lo político
Al igual que en Teorema, la visita de Claude no sólo sirve para poner en juego lo reprimido de la moral burguesa en la que se adentra (“el distintivo olor de una mujer de clase media”, como se insiste en el relato del muchacho), sino que para dinamitarla desde adentro. En este plano, la intrusión de Claude puede leerse de dos maneras casi opuestas, pero no excluyentes. Por un lado, el chico proviene de un entorno mucho más pobre que el de la familia en la que se alberga –su madre lo abandonó desde chico y su padre permanece inválido por un accidente laboral- y su llegada actúa como una especie de venganza de clase, ganando desde adentro, exponiéndole a sus superiores sus propias miserias. Sin embargo, esta teoría revanchista y emancipadora no deja de esconder un reverso ideológico un poco perturbador, tanto en su lado más amable como el más jodido. En primera instancia, la existencia del chico pobre que nos permite ver nuestras ruinas burguesas no desmonta, sino que más bien retroalimenta el fantasma del pobre como algo más posta, una infusión de vitalidad y autenticidad de la que se dota vampíricamente la clase alta cuando se encuentra decaída, o embargada por un conflicto existencial (algo que se puede ver en un montón de films en donde aparece lo que ha sido comúnmente llamado “the magical negro”, referido a compañeros de descendencias africanas cuya existencia se diluye en asistir al protagonista a ser más desinhibido y descubrir la felicidad por las pequeñas cosas de la vida). Pero por otro lado, también está la otra lectura, la del pobre que “está entre nosotros”, que se confunde y que puede estar en cualquier lado, intentando seducir a nuestras esposas o madres. No es casualidad que el comienzo de la película parta de la nueva medida del director del liceo de adoptar uniformes para todos los alumnos: “en un instituto con estudiantes socialmente muy heterogéneos, el uniforme se convierte en un símbolo audaz que colocará por fin a todos los alumnos en pie de igualdad”. Justamente, vestimenta y desnudez (esa palabra que repite Rapha cuando se indigna por cómo el profesor lo obligó a hablar en clase, al igual que la escena en el vestuario, donde simbólicamente Clauda es aceptado como parte de la familia) es el elemento clave, el mismo que demarca ese riesgo a que un infiltrado se confunda con uno de los nuestros. Uno no puede afirmar que ese sea el discurso explícito de En la casa, pero de una forma u otra, el discurso sintomático del film reduce al pobre, de una forma u otra, como un instrumento de goce de la clase media.

Lo literario
No hay que olvidar, sin embargo, que En la casa es también una película sobre la escritura. En los juegos de oposiciones que mencionábamos más arriba se da, un poco más invisiblemente, uno de los conflictos centrales del film: la contraposición entre lo moderno y lo clásico. Germain, en una especie de comic relief (alivio cómico) de la historia, discute con su esposa sobre la futilidad del arte contemporáneo, con sus instalaciones y su constante obsesión por los grandes alegatos conceptuales por encima del producto táctil o visible fruto de la creación. Los ejemplos son cuasi satíricos (las muñecas inflables con caras de dictadores, los marcos sin pinturas con audioguías que describen lo que no está ahí), pero en esa discusión se debate el verdadero asunto que es sobre cómo se debe contar la historia. En todas las oportunidades que les recomienda y presta libros a Claude hay en Germain una voluntad de “volver a los clásicos”: Flaubert y Dostoievski. De igual manera, sus consejos sobre cómo continuar una historia son harto clásicos, propios de los esquemas shakespearianos de desarrollo de la acción. En este sentido, la obra de Cluade es tramposa, porque en la misma medida que es una novela rosa, un “bildungsroman” –novela de amor de iniciación, tal como es mencionado por el profesor-, la forma en que la realidad sale y entra y des-escribe y reescribe lo acontecido es más propio de los estilos más contemporáneos de escritura. Quizás, en ese sentido, no sorprende que el golpe en la cabeza que se lleva Germain sea ocasionado por un ejemplar de  Viaje al fin de la noche, una de las novelas parteaguas de la literatura francesa del siglo XX. Este asunto de moderno vs clásico se da también en forma de guiño en el discurso inicial –el mismo que mencionaba el tema de los uniformes-, hablando de una nueva forma de educar a los jóvenes, de forma más didáctica e inclusiva, aspecto que le molesta bastante a Germain.

Lamentablemente esta última oposición parece más una licencia teórica de la interpretación que algo que está estratégicamente puesto en juego en el film. En todo caso, estos conflictos parecen darse de manera más accidental, como un clasicismo o miopía inherente del mismo Ozon, que mete el pie en una trampa de oso en la que han caído sistemáticamente un montón de directores: el problema de hacer una obra dentro de una obra que esté a la altura de lo que genera en el campo ficcional del film. El primer capítulo de las entregas que Claude le brinda a su maestro parece suscitar una verdadera voz literaria, pero como pasaba en películas como Más extraño que la ficción (donde un voiceover narraba lo que para algunos especialistas era “una de las mejores obras literarias de los últimos años”), pronto el texto nos parece algo plagado de lugares comunes y facilismos que difícilmente podrían cautivar de tal manera a un profesor de literatura –y ex escritor- como Germain.


Se puede decir que esta dimensión fallida es sólo una de las tres que mencionamos –aunque las otras dos también, como ya vimos,  tienen sus claroscuros-, pero justamente es la que necesita mantenerse sólida para lograr anudar al resto. Lamentablemente no es el caso y pronto empezamos a sentirnos parte de una novela que por la mitad de nuestra lectura ya nos dejó de interesar, pero que nos da lástima tirar por la borda el tiempo que hemos venido malgastando leyéndola.

publicado en la diaria el 2 de mayo de 2014

viernes, 11 de abril de 2014

32º Festival Cinematográfico Internacional de Montevideo

heli


Posible ensayo sobre la crueldad

Escribir adelantos de festivales de cine es una labor complicada. Uno quiere evitar el formato gacetilla, que consistiría en un breve salpicón de sinopsis y datos extra de varias de las películas a exhibirse, pero al mismo tiempo carece del material y el tiempo para adelantarse a toda, o lo más importante de la programación. En ese plano, uno debe ingeniárselas para buscar copias de difusión, o bien abrirse a machetazos en la espesa selva de las descargas ilegales.

Ante la limitada cantidad de films a los que uno puede llegar a acceder, la opción más plausible es hacer un repaso a vuelo de pájaro asistido por boletines y material periodístico encontrado, pero otra es, justamente, intentar realizar una narración, casi un montaje intelectual a partir del material a disposición. En ese sentido, la primera opción confluiría en una nota que hablara de este 32º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay (con ceremonia de apertura hoy jueves a las 20:30hs en Cinemateca 18), que hiciera hincapié en las películas de apertura y cierre, de los principales films en competencia, de las películas del “Focus Palestina” y “Portugal desde el margen”, junto a la retrospectiva de Lionel Baier y una mención de las películas uruguayas que se presentan por primera vez (Cometas sobre los muros –de Federico Pritsch- 23 segundos –del ucraniano, pero radicado en nuestro país, Dimitry Rudakov- y una presentación especial del proceso de restauración de Almas de la costa, a cargo de Nelson Carro). Sin embargo, quien escribe esta nota optó por el otro camino, intentar realizar una suerte de narración a través de las migajas que se fue encontrando en la espesura del gran bosque.

El llano en llamas

Una de las películas más esperadas del festival es Heli, obra por la cual el guanajuatense Amat Escalante  ganó el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes y los Premios Platino , celebrados en Panamá hace tan sólo una semana. Discípulo de Carlos Reygadas –y por lo tanto, también familiar cercano de Bruno Dumont- Amat es un director que con sólo tres películas ya ha logrado construir una condensada noción de obra, con películas no sólo atravesadas por una temática en común, sino por una particularísima forma de filmar, algo que incluso llega a vislumbrarse en la gráfica de sus títulos, con mayúsculas abriéndose espacio entre el blanco y el rojo, que recuerdan al comienzo de Funny Games. La referencia a Michael Haneke no es gratuita, el cine de Escalante es un cine sobre la deshumanización maquinal del hombre, con héroes/villanos que parecerían estar desprovistos de una interioridad, o cuyo drama los envuelve como un manto, sin poder hacer nada más que reaccionar o actuar según los designios que les caen. Es, en definitiva, una especie de tragedia griega pero con un pathos sin ethos, los reflejos de un mundo al que los dioses hace tiempo le dieron la espalda.

Heli es un joven trabajador de una fábrica automotriz en una zona desértica del México profundo. Un día, al novio de su hermana se le ocurre robar unas bolsas de cocaína requisadas en un reciente golpe a un cartel, escondiéndolas en el tanque de agua de la casa. Heli descubre el paquete por accidente y sin dudarlo vacía el contenido del mismo, pero aun tomando estas precauciones no podrá evitar convertirse en el objetivo de un grupo de narcos que dieron con su paradero luego de torturar a su cuñado. Ante esta premisa uno podría pensar en una película de persecución como No hay lugar para los débiles, pero lo que en la mayoría de los films funciona como motor narrativo, en el cine de Escalante se articula más bien como fondo. Una muestra de esto es la escena de tortura, que entra, fiel al estilo de los otros directores mencionados antes, como un estallido de violencia que desarticula toda la narración, pero que a la vez presenta, como punto más perturbador, la naturalidad con la que es presentado. En medio de una escena en donde vemos a un encapuchado siéndole quemados los genitales, a lo lejos, abriéndose detrás del fondo, está la madre de los torturadores, sacando una olla para preparar algo de comer. Es un centro de torturas, pero también es una casa, y los palazos que reciben los torturados son sólo una continuación de los espadazos que los hijos de los narcos lanzan en una partida de Nintendo Wii.

En su anterior película, Los bastardos, se seguía el trayecto de dos jornaleros mexicanos que cruzan la frontera para intentar vivir y ayudar a sus familias, pero el film, con la constancia y precisión de una tortura china, va construyendo en el background ese mundo lleno de pequeñas indignidades que tienen que atravesar, hasta que se rebasa el límite y algo del registro interno estalla en la más pura violencia. El protagonista de Heli –al igual que el de Sangre- corre por el mismo camino, un personaj que personifica a México en sí mismo, observando cómo todo se va destruyendo como un terremoto en cámara lenta.

Desmontando al bullying

Fiel a ese estilo –y quizás asimilable a un género cinematográfico que podría arriesgarse a bautizar bajo el término “Nueva crueldad mexicana”- Después de Lucía (que ya había formado parte de una muestra del último Festival Internacional de Cine de Punta del Este) también describe un lento proceso de deshumanización, en este caso lejos de las clases pobres y más cerca de las altas, vinculadas al particular acoso liceal que sufre una adolescente. Al comienzo la chica intenta desentenderse con inesperada entereza a este ataque constante, pero pronto empieza a flaquear, tomando rol pasivo de esa especie de excrecencia humana que el resto de su grupo de compañeros pretende convertirla. A diferencia del ritmo de Amat, el grado de violencia de Después de Lucía va en un in crescendo constante, llegando al plano secuencia de sucesivos abusos sexuales (fuera de nuestra visión) a los cuales es sometida la protagonista, encerrada en el baño de un cuarto de hotel (algo bien típico de Haneke, en esas escenas desesperadas como la del asesinato del hijo en Funny Games). Sin embargo, hay algo que no cierra del todo en la película de Michel Franco, que es justamente el proceso interno de la violencia. Percibimos y sufrimos la violencia, pero nunca entendemos del todo su articulación, sólo cae porque cae, y por más que podamos establecer algunos vínculos con los móviles de la sociedad y algunos de los personajes (en donde el machismo es la moneda de cambio de todo el film), nunca se convierte en algo mayor –o cualitativamente distinto- a mera violencia. Lars von Trier suele tocar estos aspectos violentos y deshumanizantes también, pero casi siempre intentando colocar al espectador en un lugar en el que es interpelado. A diferencia de estos directores de referencia, cuando termina la película de Michel Franco no nos sentimos interpelados, ni llegamos a una noción de la particular ingeniería del sometimiento, sólo nos sentimos sucios y deprimidos.

Otra película del festival que lidia con el bullying es Los sucios, film dirigido y protagonizado por Matt Johnson, armado como un documental y película dentro de película en la que dos amigos intentan realizar un film en el que se vengan de los compañeros de clase que suelen acosarlos diariamente. Por fuera de lo vinculado estrictamente al bullying, es un interesante estudio sobre cómo nuestras vidas son moldeadas a imagen y semejanza de las ficciones que consumimos y una reflexión metacinematográfica paralela sobre el poder del montaje. En este último sentido, la película opera en un formato documental estrictamente filmado con cámara en mano –donde la presencia de micrófonos inhalámbricos siempre se hace consciente- pero luego volvemos a ver las mismas editadas, con filtros y banda de sonido, y vemos algo radicalmente distinto, en este punto, no sólo dentro de la película, sino fuera de ella, descubriendo en Matt Johnson un director habilísimo en el manejo de lenguajes cinematográficos.

En todo este proceso, en el cual el protagonista comienza a confundir realidad con ficción (y en donde la camiseta del toro que porta, tal como la que tenía el joven rubio de Elephant –Gus Van Sant, 2003-, pareciera anticiparse a hechos similares), los ataques esporádicos de los bullies aparecen como algo que hace saltar al metraje, obstáculos que parecen parte del fondo, en vez de ser la figura –como sí era el caso de Después de Lucía-, ocupando una suerte de invasión súbita de la realidad, que desgarra el mundo de fantasías de los protagonistas. Es un film inteligente, con un final un poco efectista y cierta traición a su premisa (algo que sucede con todas las películas con formato cámara en mano, que siempre terminan filmando mucho más de lo que podrían), pero aun así es una disección interesante sobre cómo la ficción puede ser colchón de resistencia, o arma definitiva de venganza en entornos marcados por la violencia.

Figura/Fondo/Ideología

En esta última dimensión, una película infaltable, la definitiva con respecto a todo esto hablado, sería El Acto de Matar. Ya se ha hablado en otras oportunidades sobre este fascinante objeto cinematográfico, una película en la que se da a antiguos miembros de un escuadrón de la muerte indonesio los medios para llevar a cine sus torturas, obteniendo un producto terrorífico, que supera los mismos límites de la ficción. Un ensayo sobre cómo, los mismos protagonistas de estos asesinatos, creyéndose Tony Montana, encontraban en el cine justificación y bálsamo  ante sus actos más violentos.

Repasando todo esto mencionado, uno percibe que el principal nexo y elemento diferencial entre todos estos films es la manera en que la violencia entra como fondo y figura, y el papel que la ficción actúa como escape o catalizador de estas explosiones. En referencia al papel del fondo, uno debería citar a Zizek en Guía del perverso a la ideología (también en la programación del festival): “No es sólo nuestra realidad la que nos esclaviza, la tragedia de nuestro predicamento cuando estamos dentro de la ideología es que cuando creemos que nos escapamos en nuestros sueños, a ese preciso punto es que estamos más adentro de la ideología”.

viernes, 4 de abril de 2014

Las brujas de Zugarramurdi (Alex de la Iglesia, 2014)

Las Brujas de Zugarramurdi Carolina Bang Hugo Si

El traficante de mulas

Ya desde La comunidad, uno podría decir que las mujeres de Alex de la Iglesia siempre tuvieron algo de brujas. Sean femme fatales, madres posesivas, o viejas desquiciadas, las mujeres siempre pasaron por su cinematografía como un síntoma del hombre, algo que tiene consistencia en el acotado mundo de los fantasmas masculinos. En Las brujas de Zugarramurdi, este aspecto disipado pero omnipresente en la filmografía del director aparece en todo su esplendor, ya no tras los velos, sino como la metáfora principal del film: todas las mujeres son unas brujas.

José (Hugo Silva), junto a su hijo Sergio (el jovencísimo Gabriel Delgado, que guarda un curioso parecido al niño de El Resplandor) y Antonio (Mario Casas) atracan una casa de empeño, tomando de rehén a un taxista (Jaime Ordóñez) y a un pasajero, dispuestos a escaparse hacia la frontera en Francia. La escena está filmada de una forma absurdamente vertiginosa, condimentándosela con el hecho de que José y Antonio planearon el atraco disfrazados de estatuas vivientes (de esas que pululan por la Plaza del Sol, en el centro de Madrid). Es, definitivamente, el mejor momento de la película, ya la mera posibilidad de ver a un Bob Esponja siendo acribillado a balazos paga el ticket de entrada.

Ya entre toda la explosiva dinámica de la secuencia inicial se despliega el tema central de la película: la castración masculina a cargo de las mujeres. Todos los personajes, víctimas y victimarios, a pesar de los momentos de tensión, tienen un pequeño espacio para quejarse de lo insufrible que se ha vuelto su vida por culpa de las mujeres. El mejor chiste de todos, por lejos, es el de los rehenes temporales del atraco, juzgando a José por su decisión de haber traído a su hijo allí, con este replicando que nadie le va a quitar el poco tiempo que su custodia no compartida le permite. Al mismo tiempo, el taxista está más preocupado por lo mucho que se va a enojar su esposa si no va a cenar y Antonio dice que su reciente pareja prácticamente le lee los pensamientos. En algún sentido, todo este primer tramo podría ser un sketch y no le faltaría ni le sobraría nada de lo que se verá en dosis más exageradas e irregulares en lo que resta del film.

Sin embargo, casi como en un quiebre similar al de Del crepúsculo al amanecer (aunque, por supuesto, sin la sorpresa que generaba la película de Robert Rodríguez), los cuatro -los cinco, si contamos al amordazado en el maletero del auto- terminan perdiéndose en Zugarramurdi, pueblo conocido por su oscuro pasado durante la inquisición española, en donde se llevó a la hoguera a una importante cantidad de brujas (o, más bien, lo que los pobladores de aquella zona creían que eran esas pobres mujeres). Rápidamente, la historia se pone escatológica, con tres brujas, Graciana (Carmen Maura), su madre Maritxu (Terele Pavez) y su hija Eva (Carolina Bang), que pretenden hacer un extraño sacrificio para obtener el control del mundo. No es sorpresa que estas tres familiares representan, en algún sentido, esa tría de fantasmagoría sobre la femineidad desde la perspectiva masculina que se había mencionado más arriba.

De ahí en más vienen muchísimas más escenas de acción y mundos paralelos, como si fuese una extraña mezcla entre Los locos Adams, El laberinto del Fauno y Acción mutante, en donde los tres hombres tienen que abrirse paso a través de un oscuro mundo de maldad, demencia, e histeria femenina.

El canto de los castrati

Lo que evidentemente salta a la vista en la película es la discusión sobre la misoginia. En una primera instancia, uno podría decir que Alex de la Iglesia es plenamente consciente de este mensaje y que en cierto punto no hace otra cosa que satirizarlo (eso para lo que los ingleses tienen un muy buen término, llamado una “versión tongue in cheek”). También, podría decirse, a su defensa, que la película no es tanto sobre la maldad femenina, como sobre la definitiva emasculación de los hombres. Apoyando a esta teoría, podríamos ver que los hombres son, en definitiva, todos unos pollerudos, que le temen a las mujeres y cuya vida está siendo constantemente negociada con ellas, llevándose siempre la peor parte. La película, sería así, una fantasía de liberación masculina, escenificada en un conflicto abierto, físico, entre el hombre y la mujer (hacía tiempo que no se veía en una película tantos golpes legítimos de hombres hacia mujeres), una conquista cuasi bélica en un terreno donde el feminismo –o simple y claro, lo femenino- fue agarrando cada vez más poder. Apoyando esta teoría tendríamos los créditos de inicio del film, con la proyección de fotografías de mujeres que en su nómina incluye a Mata Hari, La Reina Isabel, Frida Kahlo, Margareth Thatcher y Angela Merkel. Casi podría decirse que, lejos de señalar a mujeres terribles (como puede ser la Thactcher, o la asesina de los niños Moor - esa sobre la que los Smiths compusieron “Suffer little children”), lo que hay es un listado de mujeres importantes, o poderosas, casi como si se señalara que todas, en el fondo, son parte de una especie de confabulación histórica (como esa suerte de concilio de brujas que en la película planean una suerte de Apocalipsis).

La temática vinculada a la crisis del poderío masculino se ha vuelto bastante presente en el cine español (recordar como un exponente de este núcleo de films, la película Una pistola en cada mano), posiblemente cebada por la crisis europea, que dejó a un montón de hombres sin empleo (siendo el trabajo, históricamente, el principal espacio identificatorio que definía el rol masculino). Justamente, en Alex de la Iglesia lo social siempre aparece colado de alguna manera, y tal como en El día de la Bestia la temática sobre el crecimiento de la xenofobia avanzaba disimuladamente acompañando al metraje, en Las brujas, José intenta robar la casa de empeño justamente para paliar problemas económicos propios, quizás como espejo de esa crisis.

La gran pregunta

Aún más allá de esto, nos sigue quedando el tema de la misoginia ¿Es o no es misógina? Por un lado, esta pregunta se ha convertido en una subcategoría del periodismo, con un montón de plumas feministas que se dedican a revisar films, canciones, discursos, o cualquier expresión cultural intentando de encontrar cualquier hilacha que pueda denunciar cierta cuota de misoginia en algún ámbito (a veces con resultados justísimos, otras con cavilaciones absurdas, cerradas en sí mismas).

Pero el terreno es mucho más complicado de lo que parece. Las brujas, incluso por la temática, puede compararse a la película de Lars von Trier, Anticristo. En ella, el juego psicológico que nos planteaba el malévolo escandinavo -tal como sucedía en Manderlay en esa puesta en juego sobre el lugar que nosotros ocupamos frente a la esclavitud- era poner delante de nosotros el fantasma de la mujer-bruja, esa locura que se adueña del cuerpo de Charlotte Gainsbourg y ante el cual, por un momento, casi deseamos que Willem Dafoe la asesine ejemplarmente, cual verdugo de inquisición (lo mismo se daba en el final de Dogville, donde deseábamos que Nicole Kidman arrasara con todo aquel pueblo a su paso, llevándose consigo ancianos, madres, niños). El efecto es perturbador, pero efectivo: en semejante hipertrofia de las identificaciones nos vemos a nosotros mismos y nos horrorizamos ante la puesta en acto de aquello que construimos en nuestras mentes.

De cerca no se ve

Por supuesto, Alex de la Iglesia no sabe o no gusta de poner en funcionamiento –al menos conscientemente- una máquina de reflexión política tan perversa, pero aun así no deja de tener efectos. Nuevamente, uno podrá decir “es sólo una comedia” y que en definitiva, es más que nada una parodia sobre los estereotipos pelotudos que el hombre ha construido sobre las mujeres, salvo que el único problema es que, pese a esta opacidad, estos estereotipos siguen siendo las herramientas que utiliza y que no encuentran un desdoblamiento reflexivo, como si ocurría con Lars von Trier.

En épocas donde hay una caza de brujas de corrección política, justamente a veces lo que más se nos escapa es lo más evidente. Un ejemplo fundamental de esto es los pocos golpes que recibió El Lobo de Wall Street, siendo un film cuya misoginia a veces se le escapa por todos lados (y que, a pesar de eso, no lo oscurece como una película genial, divertidísima, e impactante). Con Las brujas en alguna medida pasa lo mismo, reproduciéndose la famosa parábola del traficante de mulas, aquel nómade que siempre al pasar la frontera se le chequeaban, para ver si traficaba algo, los sacos que sus animales cargaban, cuando lo que efectivamente traficaba eran las mismas mulas.

publicado en La diaria el 3 de abril de 2014

martes, 13 de agosto de 2013

Entrevista a Che Sandoval


Chilenísimo

En el Festival de Cine de Piriápolis se exhibió la película" Soy mucho mejor que vos", una obra asfixiante y circular sobre la decadente noche (y día) de un hombre que intenta por todos sus torpes medios levantarse a una mujer 
-cualquiera- por despecho ante la reciente partida de su esposa. Siendo un film tan ácido y gracioso como controvertido, aprovechamos la oportunidad para hablar con su director, José Miguel Sandoval, que ya tiene en su haber "Te creís la más linda… (pero eris la más puta)", una de las películas que marcaron a una generación del Chile reciente.

-Creo que el centro de "Soy mucho mejor" que vos es la pregunta de qué significa ser hombre hoy en día, en tiempos en que las condiciones laborales y la relación entre géneros ha cambiado tanto.
-Claro, quizá reafirmarse como hombre sería asumir que tu pareja tiene un proyecto de familia,y esa quizá sería la decisión más macha, pero uno no sabe. Está el tema del estrés, está el tema del sexo, está el tema de ser padre... creo que son los grandes temas. Es justamente ésa la razón por la que la película comienza hablando del pico [pene], es decir, hace todo un recorrido por lo que se concibe que es ser hombre, desde lo más básico hasta lo más complejo. El tema es que nadie sabe qué es ser hombre. Yo creo que en la película el principal drama es el hijo. La gente se ríe y se ríe, pero al final sale amargada. De hecho, a quien hizo los créditos le dije que la película terminara con una música depresiva, pero él decía que no, que no puede ser así, que en el momento de los créditos la gente tiene que recordar que estuvo viendo una comedia.

-¿Cómo le ha ido a la película?
-En Chile todavía no se estrenó. Se estrena en Los Ángeles este mes y se estrena en Chile en octubre. Estuvo en Toulouse, Guadalajara, Montevideo, el BAFICI. Estuvo en el Festival de Cine del Mar en Uruguay, en uno en Turquía... ahora recién es que empezamos a buscarlo, ahora recién empezaron a caer otros festivales, pero la verdad, no sé, cuesta tratar de colocar la película en festivales.

-Vos me comentabas antes que a la gente le caía mejor "Te creís la más linda… (pero eris la más puta)" que esta película, ¿por qué creés que sea así?
-Es algo que me han dicho. Yo creo que es el tema de la adolescencia, es un tema más entrañable en el cine. Me dijeron que eso podía pasar más en Europa, pero creo que esta película puede funcionar en Latinoamérica. Me parece que habla de un tema latinoamericano muy actual... bueno, justo en Uruguay no sé si es así, pero si uno va a Perú, Colombia, Chile, son países bien conservadores, antiguos, que impusieron un liberalismo moral de respetar a todos por igual, de “no a la homofobia”... valores muy positivos pero que todavía no están integrados a la sociedad. La clase política de esos países creció en sociedades mucho menos libertarias y todavía es la que domina el discurso, es decir, nuestros padres. Es muy latina en ese sentido, porque habla un poco de que es mentira que estamos tan modernizados como sociedad. En el discurso oficial está eso, pero en el discurso privado la gente sigue siendo medio racista, sobre todo clasista, machista; es algo que sigue existiendo en toda Latinoamérica.

-En ese sentido, el Naza [personaje de la película] es como un cable pelado de todo lo que pasa en Chile...
-Esto fue algo de lo que me di cuenta después de ver la película, pero es algo así como lo peor de Chile, que tiene cosas muy lindas pero sigue siendo un país católico, culposo, clasista. Cuando la escribí, para mí lo más chileno era este huevón de clase media que tiene su pyme, que quiere destacarse.

-Tu película entra en un momento en el que el cine chileno agarró bastante fuerza.
-En general tiene que ver con las películas, pero también con grandes productores, grandes lobbies; y sí, el cine chileno está muy de exportación. Pero creo que mi película es muy políticamente incorrecta y se desmarca de otras que me parecen personales, pero que están hechas para un tipo de mercado. Yo no pienso mucho en eso. Igual, no es que esté mal... "Joven y alocada" (Marialy Rivas, 2012) me parece más un desmadre: la mina hizo lo que quería hacer y no pensó en ningún momento en Europa, en Estados Unidos, en nada.

-¿Pensás que a veces el horizonte, no sólo cinematográfico, sino también moral, de las películas latinoamericanas trata de coincidir con un horizonte europeo, de lo que se espera de ellas en los festivales?
-Creo que es un círculo vicioso: como al cine latinoamericano lo financia Europa, las películas que se hacen en general hablan de lo que Europa quiere que hablemos, y las otras no se hacen porque no tienen plata. Y después Europa toma esas películas y las levanta, pero al final las películas latinoamericanas se tratan de lo que los europeos piensan de nosotros, o de los pensamientos más europeos de los latinos, ¿cachai? Pero, por otro lado, está lo que pasa acá con [Pablo] Stoll, que hace su cine y llegó a un nivel tal que lo invitan de todos los festivales, pero haciendo un cine más latinoamericano. Llegó a un lugar en el que ahora lo llaman de donde sea. A mí me gustaría entrar a los mercados de ese modo, no me calienta mucho la cabeza entrar a los festivales.

-Justo que mencionás a Stoll... "Te creís la más linda..." tenía mucho de "25 watts".
-Yo no había visto "25 watts", pero siempre ocurren estas cosas... No sé, en el rock, cuando Estados Unidos estaba haciendo lo mismo que se hacía en Inglaterra, sin saber exactamente qué estaba sucediendo en cada uno de los países, pero había una necesidad mundial de hacer esa música. Quizá hubo algo de películas de ciudad decadentes. Está "25 watts", está "Pizza, birra y faso" [Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano], está "Rapado" de [Martín] Rejtman, que tiene que ver también con que son fanáticos de [Martin] Scorsese y de Jim Jarmusch. Son cosas que te llegan, pero la gracia es hacer lo propio, no una imitación. Creo que todas esas películas que te mencioné son muy propias.

-La primera vez que vi "Te creís la más linda..." lo primero que pensé es que tenía todo para ser una obra generacional. ¿Fue tan así que pegó en Chile o es idea mía?
-En Chile pegó muy bien. Fue un hitazo y la hice con los amigos de la escuela. La vendí un poco como película generacional y encima tenía una cosa que no era taquillera. No había esa idea de “somos hipster, somos cool”, sino que era sobre un perdedor, que odiaba los grafitis; todo al revés de lo que era una película ondera de los jóvenes. Están las películas de losers, de ultralosers, y las películas de cools. En la primera de Jarmusch, "Vacaciones permanentes", los personajes son demasiado cool, te llegan a caer mal, te hablan de Nietzsche, te hablan de filosofía, se pasan un poco, ¿cachai? Las películas cool en las que bailan, que tienen esa cosa de rock, me dan vergüenza ajena; no sé cómo la gente hace esas cosas. Las de losers me gustan más, pero no sé si quería buscar un punto medio; me terminó saliendo así. En esta última, si bien no habla de una generación que tiene que ver conmigo -tengo 27 años y el personaje tiene 40-, para mí sí hay algo de esa generación. Cuando escribí la peli pensaba: ¿cómo hago un personaje de 40 años si no lo conozco, si lo que más tengo es a mi padre, que trabaja de lunes a viernes, de ocho a ocho, el fin de semana está con los hijos... ¿Muy normal, cachai? Entonces me puse a observar con qué gente salía de joda y me di cuenta de que eran de 37, 41... no sé. Y me dije: “concha tu madre”...

"Soy mucho mejor que vos" es el spin off de uno de los personajes de "Te creís la más linda..." Tengo entendido que tenés pensado hacer otra sobre la historia con uno de los personajes femeninos de esta película.¿No te viene la tentación de hacer una franquicia de estas historias?
-Sí, de hecho lo haría muy fácilmente. Hasta el personaje que yo interpreto, que me voy a la playa con la mina, se podría hacer. Cómo debe haber sido la historia de ese hijo... El tema es que con los niños es complicado, fijate que a los seis meses tuve que redoblar algunas voces del niño y ya le había cambiado la voz...

En un momento la mujer del hermano de Naza -que es tu novia, argentina- se queja de los chilenos y de su forma de relacionarse con las mujeres. Tomando en cuenta que vos actualmente vivís en Buenos Aires, ¿no tiene un poco que ver con tu vida?
-Sí, lo que cuenta ella tiene mucho que ver con nuestra relación. Eso de “yo con mi ex obsesionado”... ella inventó esa frase de “mucho ex poco sex”, y me pareció tan chistoso que lo metí en la película. El personaje que hago yo tiene que ver conmigo y con relaciones anteriores, y el bar en el que está es uno al que yo iba siempre. No sé, esto de andar borracho en el auto de mi madre y tener que ir a devolverlo y no poder dormir, tener que estar a las siete de la mañana en su casa... La verdad, siempre meto cosas mías en distintos lados.


Publicada en La diaria el 8/8/13