jueves, 20 de septiembre de 2012

Madrid, 1987 (David Trueba, 2011)



Notas al pie

Son tres, cuatro líneas y ya se nos desnuda el modus operandi de Miguel (interpretado por el mítico José Sancristán): ante cualquier situación, por más mínima que sea, un comentario, una nota al pie de página, una ocurrencia o una máxima filosófica. Le dice al mozo “tu haz tu rollo de mozo, yo haré mi rollo de escritor” y la norma parece aplicarse en el momento que llega Angela (María Valverde), una joven estudiante de periodismo que unos días atrás le realizó una entrevista.

Miguel es un periodista famoso, un bohemio, una importante voz que parece haber sobrevivido los múltiples embates de la dictadura franquista. La imagen que podemos hacernos de él es bastante similar a la mítica que solemos hacernos de la generación del 45’ uruguaya, especialmente por el pequeño, pero inteligente detalle de David Trueba (director del film) de mostrarnos cómo una vez que Miguel abandona el bar, los mozos guardan su máquina de escribir, señalando la transformación de aquel sitio en un cuasi despacho.
El rasgo principal de Miguel es su autoconsciencia, una especie de desprecio por la capa fantasmal que envuelve todos los ritos sociales. Desde el comienzo sabemos que él quiere acostarse con Angela, que no hay ninguna otra razón para el reencuentro post entrevista que quemar su última posibilidad de lograr la proeza, y él se lo hace saber. Con las cartas tiradas sobre la mesa, la invita a subir al estudio de un amigo y ella, aún dudosa, termina aceptando.

El puente interminable

La situación inicial de aproximación deja remarcada cierta disposición estanca de qué lugar ocupa cada uno, con Miguel casi disponiendo de Angela según sus propios deseos, haciendo uso de su extensiva retórica (por ejemplo, exigirle a ella desnudarse, considerando que él ya se desnudó en su entrevista). El nudo central del film, por así decirlo, su tour de force, es el hecho de que en determinado momento Miguel y Angela se quedan trancados en el baño, sin nadie que pueda abrirles y sin nada más que dos toallas. El resto de la película transcurrirá ahí, con los dos personajes desnudos, alternando en monólogos que están lejos de centrarse meramente en ellos mismos.

La parte más atractiva del film es justamente la, por momentos, más insoportable. Miguel no sabe hablar más que en grandes frases, pero la irregularidad de calidad, lucidez y pomposidad de ellas parecen que fueran citas alternantes entre Faulkner, Onetti, Benedetti y Ricardo Arjona. En este punto, en ese apetito omnívoro de las citas e hipertextualidades es innegable la herencia de la nouvelle vague (si las películas de Godard fueran un libro, sus notas al pie de página superarían el largo del texto oficial). Justamente, la referencia a la nouvelle vague no es solamente estética, sino también moral, con un marco de personajes hombre-mujer que parece notoriamente afincado en esta tradición –no injustamente acusada de cierta misoginia- del hombre como ser pensante, disertante y estático y la mujer como objeto fascinante, físico, histerizado, catalizador de la acción (pensemos en Pierrot el loco, con Jean Paul Belmondo eternizado en su diario íntimo y la Anna Karina performática, asesina, explosiva).

La película, sin embargo, trata de ocultar estas huellas. En un principio, parecería que quien tiene el control es Miguel, pero a medida que despliega su arsenal retórico, vamos viendo que las palabras, más que mostrarlo como es, son ladrillos con los que pretende construir una muralla, vestirse, a diferencia de Angela que progresivamente se siente cada vez más cómoda con su desnudez. Un ejercicio interesante con películas de notorias aspiraciones trascendentes es intentar despojarse de todo el material filosófico subyacente y pensar el aspecto más banal e inmediato que nos invoca, y en el caso de esta película es “por qué Miguel no deja de hablar y tienen sexo de una vez”. Precisamente, es en este punto donde vemos el nudo velado del film, que es la falsa inseguridad de Angela, su falsa colocación en el lugar de alumna, que ella, en cierto punto, hace jugar, quizás como interés personal, quizás como contrato subrepticio entre ella y él.

La realidad de la fantasía

En estas referencias, la película recuerda a otra que también desfiló en el último festival de Cinemateca (próxima a exhibirse en el Festival de la crítica de octubre), Noche #1 (Anne Émond, 2011), en la que dos extraños, luego de una jornada de sexo, comienzan a confesarse, a sacar todas las miserias que arrasan sus vidas. Sin embargo, podría decirse que la relación entre las dos obras es casi inversa. En Noche #1 el conocimiento original se realiza por medio del sexo, la película directamente es lanzada con la escena sexual, mientras que la estructura de Madrid, 1987 está marcada por la curvatura del camino hasta este objetivo. A su vez, mientras en la película de Trueba el aprisonamiento de la pareja es dado por una situación específica (la puerta del baño queda trancada), en la de Émond las razones del atrincheramiento de los dos cuerpos en el apartamento del protagonista se debe a algo más personal e incierto, casi una fuerza metafísica similar a la que mantiene encerrados a los comensales en El ángel exterminador, de Luis Buñuel. Pero la diferencia más notoria va en la desnudez y las fantasías de las dos parejas. Noche #1 parte de una imagen idealizada de cada uno, conduciéndose hacia sus secretos más jodidos, una especie de desnudamiento radical en el que la mujer termina encontrando su núcleo de verdad, algo que la hace a ella. Madrid, 1987, por el contrario, parte del desnudamiento efectivo y frío, la suprema autoconsciencia de Miguel, hacia la composición de un marco de fantasía compartido que termina siendo más real que la realidad misma (y que se redondea en la escena de la película inexistente que Miguel le relata a Angela).

El final justamente marca, en oposición a Noche #1, una verdad, no de Angela, sino de Miguel, en la curiosa inclusión de música extradiegética al final del film. Este hecho ha sido criticado por gran parte de la crítica, en el sentido de considerarlo una traición final al “estilo” “desnudo” la obra (que prescindió completamente de ella a lo largo de todo el metraje). Sin embargo, el detalle de la música de cierre debe leerse de otra manera: con ella (a la que Miguel criticaba, diciendo que la música en las películas es como semáforos que nos dicen cuándo emocionarnos) se termina demostrando la incongruencia final del protagonista, justamente devolviéndole de forma invertida su falsa y declarada guerra contra el estilo (el estilo es, justamente, lo que lo aleja de todo vínculo auténtico). Lo que queda en Miguel es justamente la emoción, la posibilidad de elaborar una fantasía que habla más de sí que lo que pretende ocultar con su falsa sinceridad y pragmatismo. Angela siempre tuvo el poder, y recién ahora, él lo sabe.

publicado en la diaria el 20/9/12

viernes, 14 de septiembre de 2012

Mi padre Baryshnikov (Dmitri Povolotsky, 2011)



La libertad importada

Boris tiene catorce años y asiste al más importante conservatorio de danza de Moscú, cuna de los más grandes bailarines del teatro Bolshoi. A diferencia del resto de sus compañeros, Boris está un paso más atrás, no sólo en lo que refiere a físico, sino también a fuerza, técnica y habilidades sociales (a esto le agregamos ser judío en la Unión Soviética –caracterizada por un largo historial de acciones antisemitas-, detalle que no parece pasar inadvertido por la mayoría de sus profesores y coetáneos). A este difícil marco social, se le agrega el detalle de no haber conocido a su padre, cuya identidad es férreamente mantenida en secreto por su madre, quien parece pasar sus días alternando entre amantes que conoce en clases de inglés y tours en los que trabaja como guía.

La vida de Boris –pese a no conmiserarse demasiado con su presente, intentando a todo momento encontrar variantes y soluciones-, se mantiene en una meseta de pequeños fracasos, hasta que da con una cinta que cambiará su vida. El vhs contrabandeado por uno de los amigos extranjeros de su madre es la película Noches Blancas (Taylor Hackford, 1985), hito de los 80’ protagonizado por Baryshnikov, en donde cada movimiento parece darle a Boris fugaces, pero intensos destellos de otro mundo posible. La obsesión por el film lo lleva a ensayar una y otra vez todos los movimientos, intentando mimetizarse con su ídolo (y mejorando notoriamente en su baile). Luego de serle señalado por un amigo el parecido que hay entre él y Baryshnikov, el chico va construyendo una ficción en la que se asume como hijo del bailarín, mentira con fines prácticos que se la termina creyendo, similar a lo que ocurría con otro niño con respecto a su madre en El chico que miente (Marité Ugás, 2010),  también exhibida este año en Cinemateca.

Las referencias a la irlandesa Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) resultan más que evidentes, sobre todo en aquellas escenas del niño bailando desquiciadamente en su cuarto o en espacios públicos. Sin embargo, lejos de meramente señalar el tópico en común (el baile como un espacio liberador y de autoafirmación personal), habría que repasar lazos aún más profundos. Un ejercicio siempre fructífero –además de entretenido- es aislar alternativamente el marco social del arco argumental, haciendo un intercambio entre figura-fondo. Con este tipo de lectura, Billy Elliot no es otra cosa que un drama político materializado en un hombre que se ve obligado a elegir entre dos marcos identitarios y de referencia (el de padre/familia, o el de huelguista/sindicato). Mi padre Baryshnikov, por su parte, es un retrato mucho más evidente del fin del comunismo, cuando no una celebración lisa y llana del capitalismo.

Baryshnikov es persona non grata en la Unión Soviética por haberse escapado e instalado en Estados Unidos; su nombre está prácticamente prohibido en el conservatorio. La cinta con la que se deslumbra Boris –al igual que el resto de sus compañeros- es un elemento de contrabando que en el fondo no se diferencia demasiado a la mercadería que traspasa y vende a rusos ávidos de las maravillas del occidente. Paralelamente, el mismo Boris capitaliza la realidad política de su país vendiendo artículos soviet kitsch –prendedores, petacas, camisetas de la CCCP- a ingenuos turistas. Es así que tanto el marco de referencia, como las aspiraciones a la libertad (justamente es lo que parece ver en Baryshnikov, aquello que hace mella en su psiquismo) están íntimamente relacionadas con el comercio, con la apertura al mundo mercantil (y sin saberlo, también es el punto donde Boris hace contacto y recrea la vida de su verdadero padre). Una vez que uno asume esta premisa, comienza a ver cómo en todos los aspectos, el tema del comercio termina siendo lo que atraviesa longitudinalmente todas las acciones y vínculos sociales de Boris. Ejemplos de esto se pueden ver en la frase “un verdadero hombre trae carne a la casa” –carne que logra traer a cambio de cigarrillos Marlboro-, o la conquista fallida a su compañera de clase por medio de jeans Levis.

Sin embargo, el punto central donde se nota el papel del capitalismo como terreno de la libertad, se da justamente en la resolución del argumento, la manera en que Boris logra estampar su nombre en el teatro Bolshoi. El mensaje del film, la forma de resolver el presente de esa persona ya consagrada en el arte de la danza que nos habla en voiceover (imposible de enlazar con el torpe bailarín que es Boris), justamente señala la liberación del mercado como escenario de cumplimiento de los deseos. La escena de baile final –con obvias referencias a Flashdance- no es el retrato de un logro personal, sino un Caballo de Troya capitalista, metido en el corazón de la refulgente Perestroika.

Publicado en la diaria el 14/9/12

jueves, 13 de septiembre de 2012

Una bala para el Che (Gabriela Guillermo, 2012)




El lobo de guata
Es de esas películas en donde uno se pregunta por dónde empezar. Una bala para el Che pretende ser una reconstrucción libre de un hecho real, sucedido en 1961, en el que, tras la visita del Ernesto Che Guevara a Montevideo, un profesor resultó muerto por un balazo que, supuestamente, iba dirigido al insigne revolucionario. El espacio vacío de esta muerte y el férreo anonimato del responsable del disparo ha sido rellenado por diversas teorías y, en este caso, la película de Gabriela Guillermo y Raquel Lubartowski intentaría construir, no sólo un retrato familiar de la víctima, sino un thriller político.

Ante esta premisa, el problema de Una bala para el Che es tan estructural como contingente. En primera instancia, quiere jugar al thriller sin hacerle caso a –o no conocer- sus principales reglas. Como todo género, el thriller ya ha atravesado un montón de procesos de deconstrucción e hibridación, incluso en films donde uno de sus núcleos duros (la resolución del misterio) no termina de concretarse (¿no son, en definitiva, gran parte de las mejores obras de Antonioni, ya sea La aventura, o Blow up, thrillers donde lo trunco o la misma vaguedad se convierte en el motor silencioso, el leit motiv disipado del film?). Sin embargo, en la película de Guillermo hay un desenganche a todo tipo de conclusión y redondeo de la trama que no parece tan apostado en un bordeamiento de este misterio (elevar éste a su dimensión sublime), sino en un error tanto conceptual como de lenguaje cinematográfico (algo que se hacía igual o más notorio en su anterior largometraje, Fan -2007).

En primera instancia, el juego de diferentes tiempos es caótico, cuando no innecesario. El film alterna entre 1961, 1971 y la actualidad –quizás son los ochenta, pero una pintada sobre Tabaré Vázquez que aparece en cuadro parecería señalar lo contrario-, entre lo que fue el suceso y la investigación familiar, por momentos generándonos una molesta desorientación temporal. Esto no está sostenido únicamente en un asunto de montaje, sino en cosas más sencillas como el detalle de que algunos personajes envejecen, mientras otros  no. En el caso de los personajes interpretados por Ileana López y Martina Gusmán, parecen que los años no dejaran ni una cana, una arruga, prácticamente nada, mientras que a uno de los hijos lo vemos pasar de ser joven a ser un señor adulto, con una incipiente pelada. En Ese oscuro objeto del deseo (1977) Buñuel jugaba con las identidades de una misma protagonista, haciendo, sin autojustificarse, que el mismo papel fuera interpretado por dos actrices diferentes. Uno podría abrir un paraguas metafórico e imaginar que esa inmutabilidad física querría decir algo, quizás el golpe de un trauma que deja a un personaje fosilizado en determinado tiempo vital, sin ser capaz de envejecer, anclado a la temporalidad de ese suceso concreto (¿podría tener que ver con eso la serpiente en un frasco de formol sostenida por la garra del Cóndor –en referencia al plan Cóndor- que aparece en la escena del sueño de Ethel?), pero parece algo bastante rebuscado, quedando aún sin explicar cómo es que sí envejece uno de los hijos.

A esta vaguedad se le agrega un montón de relleno que no aporta mucho o está terriblemente resuelto. Escenas que pretenden ser absurdas sólo logran ser ridículas (como la burocrática búsqueda de papeles en la Suprema Corte de Justicia). Las álgidas asambleas de facultad son un cliché sobre otro, con una pelea entre juventudes de izquierda y “fachos” que parecen dos tribunas notoriamente demarcadas. A esto se le agregan las escenas de golpizas, o enfrentamientos, filmadas con un amateurismo preocupante.

Una bala para el Che parece una película de otro tiempo del cine uruguayo, el de los años de la inocencia, la época del cine voluntarioso pero fallido de Montevideo-Proust (Hermes Millán, 1997), Acto de violencia en una joven periodista (Manuel Lamas, 1988), o Plenilunio (Ricardo Islas, 1993). Justamente, citando a la película de Ricardo Islas (que aún con sus fallas, se conserva en el corazón de muchos cinéfilos por su ingenio fallido), hay un momento que es recordado por todo aquel que la haya visto, que es la aparición del hombre lobo de guata al final de la película (¿por qué ponerlo? ¿por qué no sencillamente sugerirlo, como Islas había hecho a lo largo de todo el film?). En la película de Guillermo ocurre prácticamente lo mismo con la representación del Che ¿Por qué hacerlo hablar? ¿Por qué no sencillamente resumirlo a una sombra, a una referencia, a un bulto perdido entre el enjambre de seguidores? ¿Por qué hacerlo decir ese discurso ridículo y pomposo al comienzo del film?
Lo sensación que queda luego de ver Una bala para el Che es similar a la que deja aquel amor platónico de Ela (Gabriela Iribarren) hacia Luiz Melodía en Fan: una historia que se pierde relevancia, que se desintegra en la medida que es contada. La diferencia es que, a diferencia de los vagos dramas emocionales de una señora, acá estamos ante un suceso importante, algo que marcó y pareció vaticinar el oscuro futuro de una nación.

Publicado en la diaria el 13/9/12

lunes, 10 de septiembre de 2012

El estudiante (Santiago Mitre, 2011)



Más allá hay dragones

Ya desde el vamos estamos hablando de un dream team del cine independiente argentino. Por un lado, en la dirección y escritura el joven Santiago Mitre, coautor de la película colectiva El amor, primera parte (2005); en la coescritura del guión, Mariano Llinás, responsable de la ambiciosísima Historias extraordinarias (2008), posiblemente la película más relevante que haya dado Argentina en los últimos veinte años; finalmente, en la producción, Pablo Trapero, uno de los exponentes más reconocibles del Nuevo Cine Argentino, con películas como El bonaerense (2002), Carancho (2011) y Elefante Blanco (2012) –próxima a estrenarse en salas uruguayas. Es más que una sumatoria, entre todos ellos sus respectivas labores se solapan en películas coincidentes (como por ejemplo la coescritura de guión de Mitre en películas como Carancho, o la labor de producción de Llinás en El amor, primera parte) como las complejas interconexiones entre las raíces de varios árboles.

Similar a El bonaerense, comenzamos con un joven del interior argentino que viene probar suerte en Buenos Aires. En el caso de Roque (Esteban Lamothe), protagonista del film, es un estudiante que se inscribe en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, más allá de que este derrotero no es una novedad, considerando que es la tercera vez que prueba suerte en su errática vida académica. Con una curiosa capacidad de síntesis, en pocos minutos se nos narra el tránsito por sus primeras materias, un temprano amor sostenido en permisos mutuos y el deslumbramiento por Paula (Romina Paula), líder de la facción Brecha, grupo militante que pretende hacerse del poder en la facultad. Roque está fascinado con la inteligencia de Paula, algo que en principio parece distar a años luz de sus más bien llanas e ingenuas nociones políticas –tanto teóricas como pragmáticas. Sin embargo, en poco tiempo están saliendo juntos y comienza a aprender a velocidad vertiginosa, casi intuitiva, todos los mecanismos para ir acumulando poderes.

Detrás de todo el grupo está Acevedo (Ricardo Felix), quien pretende llegar al decanato de la Facultad, cosa que traería sustanciales beneficios para todos los que integran la facción Brecha. En todo momento, Acevedo se muestra como un príncipe maquiavélico, moviéndose detrás de las sombras, haciendo que sus peones (el resto de los integrantes de la agrupación) hagan el trabajo sucio. Es en este punto que Roque ocupa un lugar cada vez más creciente, demostrando ser un “natural”, comprendiendo velozmente todo el ajedrecismo polítco que se sostiene en mover, repartir, reagrupar y dinamitar desde dentro un montón de grupos de la oposición.
Sensei y discípulo

En este punto, uno le agrega pistolas y pasaportes falsos y tiene una auténtica película de dobles o triples agentes, donde todo se sostiene en un complejo equilibrio de traiciones mutuas. En este aspecto, hay tres elementos claves que hay que reconocer en la dirección y escritura del film. En primer punto, el excelente pulso con que se desarrolla la historia, pudiendo distribuir la enorme cantidad de información, nombres y coaliciones sin que en ningún momento perdamos el interés. El voiceover insigne de las películas de Llinás deja nuevamente su marca, comentando cosas que, si bien ya las podemos ver en el film (algo que para algunos puristas sería un pecado en cuanto a su redundancia) en el film dota a la historia de una mayor densidad, un estilo de cine y ensayo colindantes con cierto estilo godardiano.

Como segundo punto, la construcción de un personaje tan opaco como lo es Roque. Aún tomando como referencia al cine independiente argentino, donde los verdaderos motivos de los personajes suelen resultar inescrutables -sólo por citar un ejemplo, las protagonistas de Los labios (Santiago Loza- Iván Fund, 2010)-, Roque es un depredador (no por casualidad se utiliza el mantra percusivo de la banda Los Natas, que por momentos parece la musicalización de una león persiguiendo a un antílope en National Geographic), un camaleón similar al Sr. Ripley de Patricia Highsmith (no tanto el de Anthony Minghella), un tipo cuya subjetividad se disuelve en el poder. Uno puede pensar qué es lo que piensa, qué es el núcleo psicológico de Roque y uno sólo puede dar con una palabra: poder, un virus, un tumor a punto de hacer metástasis. A fin de cuentas, uno piensa en la paradoja del título (ya que lo que menos hace Roque es estudiar –algo no muy lejano a ciertas realidades de los claustros universitarios de nuestro país) y se da cuenta de que el protagonista efectivamente es un estudiante, pero de las enseñanzas de Acevedo, su mentor, su consejero, su sensei. Es quizás en la escena final donde nos precipitamos más radicalmente a ese encuentro estudiante-maestro, donde se equiparan las fuerzas con un final que es mucho más ambiguo de lo que parece ser.

Tercer y último logro a mencionar, el retrato cuasi coral de un problema actual, presentado con un cinismo que nunca llega a tirar por la borda el mismo mensaje. Más que un film político de iniciación, El estudiante es un film sobre el poder, sobre los mecanismos de producción y sostén del poder, un mapa, un manual de instrucciones y una denuncia de la función de la Universidad como plataforma política en la distribución de cargos públicos. En este punto, ese thriller burocrático, inquisitivo y preciso tiene mucho de lo mejor de Costa Gavras y, citando a un autor más actual, de Corneliu Porumboiu. La anatomía del sistema político universitario, sus interrelaciones y pactos con otras organizaciones como farmacias, fotocopiadoras, intendencias y obras públicas por momentos llega a puntos muy altos, quizás quedando en deuda el papel específico del estudiantado despolitizado (algo que si se hubiera incluido haría de El estudiante con respecto al sistema universitario lo que fue la serie The Wire con respecto a la política, policía y educación en Estados Unidos)
.
El fantasma de Perón
Dentro de toda esta serie de elogios, el punto más controvertido es, justamente, el de la política concreta que rodea el mismo film. Más allá de estar hablando de un sistema político real, anclado en el universo político argentino, El estudiante parece esquivarle a los mismos partidos, quizás intentando hacer de la película un asunto más universal –o evitando los embudos discursivos peronista/gorila en que suelen caer muchos productos argentinos. Lo cierto es que el peronismo –fuerza política suprema si las hay- aparece fantasmalmente alrededor del film, citado casi siempre por la tangente, en unas recreaciones históricas paródicas, o en una borrachera entre un alfonsinista y un integrante de un movimiento de izquierda agrícola. El peronismo está trazado casi como un límite, como el “más allá hay dragones” de un mapa antiguo, similar al papel del partido Republicano estadounidense en Secretos de Estado (George Clooney, 2011). Quizás en ese punto también podría criticarse al retrato de los trotskistas, que en todo momento parecen ser figurados casi como unos bueyes salvajes de los que se aprovechan las diferentes agrupaciones para lograr efectos políticos (el retrato de este grupo es quizás lo menos sutil y caricaturizado de un film que maneja una amplia gama de la escala de grises). Finalmente, uno de los centros polémicos que son inherentes, por no decir, sintomáticos al film, se centra en una discusión aparentemente trivial y vana entre dos estudiantes, que es el apoliticismo del discurso meramente denunciatorio. El “son todos corruptos” es presentado, en boca de los protagonistas, como meramente una forma de “no hacer política”, quedarse como héroe moral, evitándose ensuciar las manos de las verdaderas responsabilidades que implica ocupar un lugar y defenderlo. Esta es la paradoja de El estudiante, donde, a no ser por el inesperado final (que, aún siendo ambiguo, parece el momento donde Mitre se agarra fuerte del pasamanos), a fin de cuentas, queda en el espectador una sensación similar. Los contradiscursos de un film como éste no configuran necesariamente un punto negativo (“reaccionario”, a muchos les gustaría decir), sino la misma naturaleza, parte de la riqueza de una obra de semejante magnitud.

Publicado en La diaria el 10/9/12

martes, 4 de septiembre de 2012

Martha, Marcy, May, Marlene (Sean Durkin, 2011)



El terror va por dentro
A diferencia del año anterior, donde el nivel de las películas exhibidas en circuitos comerciales fue más bien bajo, el 2012 se ha mostrado como un año con potentes títulos (es verdad, muchas veces con films que llegaron inauditamente tarde), no sólo en lo que respecta a aciertos de estilo, sino también a variedad y procedencia. Aún así, no es sorpresa que muchos peces se escapen de la red, siendo este el caso de Martha Marcy May Marlene, ópera prima de Sean Durkin que llegó a Uruguay directamente en formato DVD, aspecto que probablemente la hará pasar desapercibida por la mayor parte de la crítica nacional. Esta nota intenta hacer acto de justicia frente a semejante joya independiente.

Habrá algo en el aire, pero el cine independiente norteamericano en un mismo año (2011) dio con dos obras redondas sobre el tema del padecimiento psicológico. Las películas en cuestión son Take Shelter, de Jeff Nichols (quien ya hubiera desfilado por las salas de Cinemateca con la áspera, pero precisa Shotgun Stories) y la anteriormente mencionada; obras de jóvenes y promisorios directores que abordan la angustia y la paranoia de formas radicalmente diferentes en estilo (la primera intentando levantar los muros del núcleo delirante del protagonista, la segunda bordeando el agujero del grado cero del terror de la actriz principal), pero compartiendo escenarios similares, la de la América profunda, con sus personajes imperfectos, perdidos, trampeados por la vida.

Escapar del tiempo
Martha (interpretada por Elizabeth Olsen, en una performance que automáticamente nos hace olvidar el parentesco con sus otras dos hermanas más mediáticas) contempla impasiblemente el lago que da a la casa de veraneo de su cuñado y le pregunta a su hermana “¿qué tan lejos estamos?”. Lucy (Sarah Paulson), naturalmente, responde “¿cuán lejos de qué?” y la otra le contesta “de ayer”. En ese mínimo intercambio ya se revela el núcleo emocional de Martha y posiblemente de todo el film. Martha acaba de escapar de una comuna con ribetes de secta, de la que vamos conociendo detalles a partir de flashbacks que se intercalan con el tiempo actual en que se desarrolla el film. Cada nueva escena es una nueva cuenta para el collar de recuerdos que vamos armando, comenzando a comprender lo que ocurrió en la vida de la protagonista para llegar a tal estado anímico. Un escapar, pero un escapar no espacial, sino del tiempo mismo, una fuga hacia delante de un terror informe, que parece pisarle los talones y que nosotros parecemos nunca entender qué es.

Lucy, por el contrario, es una fuerza sedentaria y la visita de su hermana, por más que en un comienzo parece tranquilizarla (no la ve desde hace más de dos años, tiempo en el que ésta decidió abandonar su casa y unirse al extraño modo de vida de esa casta secreta), no tarda en ir desflecando su paciencia, asediada no sólo por el comportamiento errático de su nueva inquilina, sino también por cierta condición y nivel que pretende mantener con su flamante pareja. Este es otro de los núcleos que muy tamizada y elegantemente se trazan en el film (similar a ese colorido algo gastado, como de polaroid, que tiñe el metraje), el drama en acordes menores de un vínculo fraterno en donde se vislumbran de los dos lados aciertos y mezquindades. Por un lado, tenemos a Lucy, que hace lo posible para ser lo más hospitalaria y maternal posible, pero al mismo tiempo que empatizamos en sus intentos de coherencia y honradez ante el por momentos bizarro comportamiento y diatribas de su hermana, también reconocemos en ella cierto molesto aire a superioridad moral, un privilegio de clase al que sólo llegó por haber formado pareja con alguien de carrera promisoria. Por otro lado, las mismas contradicciones morales que parece señalar explícitamente o por medio de su mera presencia Martha, también por momentos resultan injustas, bordeando con la hipocresía, considerando que es ella la que por momentos parece bregar por una forma de vida que fue la misma que la hizo huir despavorida. Esta particular capa de la cebolla que rodea a Martha Marcy May Marlene tiene algunas reminiscencias de los retratos familiares de Interiores, una de las películas más serias y bergmanianas de Woody Allen.

La mano en la garganta

La cita a Bergman no es meramente cosmética, ya que el otro ribete, el del auténtico terror psicológico, es el verdadero núcleo del film, algo que por momento recuerda a films como La hora del lobo (1968), o incluso Persona (1966). Si algo señala a Matha Marcy May Marlene como un film excepcional no es la eficaz construcción del mundo psicológico de la protagonista en base a las pequeñas y progresivas manipulaciones de su secta, sino un curiosísimo relacionamiento con el espectador, que se abstiene de revelar absolutamente nada, no sólo en el plano narrativo, sino en uno auténticamente emocional. Lucy nunca sabe qué fue lo que pasó con Martha para encontrarse así, pero al mismo tiempo nunca sabemos las verdaderas dimensiones del terror que parece azotarse detrás de ese grupo de fanáticos del que teme que vuelvan por ella. No hay ningún tipo de catarsis. Esperamos el momento donde el in crescendo estalle en unos los tórridos violines hitchcockianos, pero lo único que tenemos es una nota que crece, lenta y progresivamente dentro de nuestra cabeza. Pensamos en sexo, en muerte, en traiciones, en peleas, en, al menos, lacrimógenas confesiones, pero Martha sigue emperrada con su secreto, un secreto que parece devorarla y a nosotros con ella. Martha es muchas mujeres al mismo tiempo (quizás de ahí el nombre del film), es en definitiva una M (la del mismo poster del film), como podría ser la X a despejar de una extraña ecuación que nos indicaría el camino hacia un lugar desconocido.

El final, una obra de arte en el manejo del anti-climax justamente señala esto, la manera en que, al no disipar nada, el terror queda encerrado en nuestra propia casa.

Publicado en La diaria, el 4/9/12

Declaración de guerra (Valérie Donzelli, 2011)



Las trincheras blancas
Los dos se conocen en el bar, intercambian miradas y, ya desde sus respectivos nombres (Romeo y Julieta), parece estar todo dicho. Sin embargo, cuando uno incurre en la metáfora shakespeareana (tal como lo señala Romeo en las primeras palabras que se cruzan) debe saber que la toma tanto por su referencia al amor, como por su inflamada dimensión trágica. Justamente, la tragedia irá apareciendo, ocupando pequeños espacios de sus vidas, hasta que, casi sin darnos cuentas, los encontramos a los dos con el barro hasta las rodillas. Adam, temprano hijo, retoño del amor entre los dos, luego de haber dado extrañas señales de que algo andaba mal, es llevado a pediatras e institutos de neurología, donde terminan por encontrarle un tumor maligno en el cerebro, detalle que cambiará esa dulce primavera que enmarcaba las vidas de Romeo y Julieta por un escenario de guerra, donde cada día es una batalla y cada habitación de hospital una trinchera.

Es una “Cancer movie”, y para peor, con niños involucrados. Agregándole más arena al costal, la historia es la de la misma directora y protagonista (Valérie Donzelli), que coescribió el guión junto a su antigua pareja, Jérémie Elkaïm, quien, cerrando el círculo de metadiscursividad, es el responsable de llevar a Romeo en la pantalla. Sin embargo, lo que en la mayoría de los films suele derivar en un drama lacrimógeno (aunque, lágrimas hay, y muchas), o en comedias escapistas, completamente ilusorias, en Declaración de guerra se encuentra un extrañísimo equilibrio entre tristeza y alegría, festejo y luto, aún en simultáneo.

Para un director que pretende mantener a raya el registro emocional para una película de tales magnitudes dramáticas, cada puesta en escena debe ser manejada como si se manipulase plutonio. Un movimiento en falso, una frase de más, un gesto extra, un corte demasiado abrupto, un travelling innecesario y la película se te convierte en un dramón venezolano o una obra fría, bordeando lo cínico.

Para esto, Valérie se pone los guantes quirúrgicos y recurre a una útil batería de recursos muy franceses –acuñados por la nouvelle vague, pero posteriormente desarrollados por otros autores-, que por momentos toman la forma de musical de Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy,1964), otras veces incurriendo en esa forma de ruptura dramática típica del cine más actual de Arnaud Desplechin, o jugueteando con algunos absurdos de los movimientos y puesta en escena de los protagonistas (la película insiste en la condición doble de los dos, a veces haciéndolos usar la misma ropa, otras haciéndolos moverse en espejo –como cuando fuman, o salen a trotar). El voiceover también es un recurso inteligentemente usado en el film, generando una mínima distancia y explicando aspectos que están en su justa medida mediatizados por lo más cercano a lo literario (especialmente con respecto a ciertos aspectos del vínculo entre Romeo y Julieta).

Este curiosísimo equilibrio lo percibimos en uno de los momentos claves del film, donde Julieta debe informarle a su pareja, via celular, el oscuro diagnóstico de parte de los médicos. Valérie opta por ahorrarnos las palabras y llenar esa escena de música, permitiéndonos ver, no sólo el acceso de locura o de shock en cada uno de los eslabones de la cadena familiar que se van enterando, sino cierta dimensión cómica en lo auténticamente trágico del asunto. De golpe nos damos cuenta de que al mismo tiempo que tenemos ganas de llorar también estamos riéndonos con esos cuerpos tan frágiles, tan veloces y torpes, que se desmallan o tropiezan, como si los estuviésemos viéndolo a esa particular velocidad que tienen las películas mudas.

Lo primero que a uno podría quejarse es de cierta manipulación -cuando no estetización- de la tristeza (la escena con estilo videoclipero de Julieta corriendo hacia ninguna parte por los pasillos de hospital cuando se entera de la noticia), lo que podría hacernos pensar de un juego medio tramposo de parte de la directora. Sin embargo, uno no puede dejar de percibir que alrededor de Declaración de guerra prima una intensa humanidad, no sólo de parte de ese batallón variopinto de familiares que se dedican cuerpo y alma a asistir a los protagonistas, sino también de todo el cuerpo de médicos y enfermeros que tratan al niño (en particular, una actuación pequeña pero dignísima es la de Fréderic Pierrot en su papel del cirujano Saint-Rosse, que en sus pausas y sus silencios tiene uno de los rostros más nobles que se hayan visto en el cine).

El mismo equilibrio y ambigüedad se puede decir del resto de los contenidos temáticos de la película. A fin de cuentas, Declaración de guerra puede ser tanto una película sobre la derrota del amor como de la celebración de la vida, pero el resultado sigue siendo el mismo: creemos que estamos tristes, pero no entendemos por qué nuestros músculos labiales trazan una parábola positiva en nuestro rostro. 

El chico de la bicicleta (Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2011)



Pedalear

Cyril (Thomas Doret) es un chico de once años, que fue recientemente dejado a cuidado de los servicios sociales por un padre que prácticamente se esfumó en el aire. Fiel a los comienzos de las obras de los hermanos Dardenne, de primera nos encontramos imbuidos en la trama, sin sernos brindadas demasiadas explicaciones, con Cyril negándose testarudamente a aceptar la realidad de que poco es el interés que tiene su padre con respecto a volverlo a ver. No sólo lo abandonó, sino que vendió su bicicleta y, en cierto punto, recobrarla es como volver a recuperar a ese padre negligente.

Aunque posiblemente sea mucho más que eso. Desde Ladrones de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948), tal objeto no ocupaba un papel tan central en la trama existencial de un protagonista. Si en la película de Vittorio de Sica la bicicleta significaba para Antonio una promesa, la posibilidad de comenzar de nueva vida en el mundo devastado de la posguerra, en el film de los Dardenne esta bicicleta conjuga el pasado, presente y futuro de Cyril. Las dos ruedas son sus piernas, su medio de escape y también su anclaje, ese punto que permite que su historia de vida no se disuelva en la nada.

Pero Cyril no está solo. Pronto conocerá, por puro azar, a Samantha, una peluquera que no tardará en convertirse en su tutora. En esta cuestión, el film parece retomar una de las principales preocupaciones de los hermanos Dardenne, en ese mundo tan áspero como humano en donde siempre parece preguntarse “¿Qué es un padre?”, “¿Qué es un hijo?”, “¿Qué es una familia?”. En El hijo veíamos cómo un carpintero se convertía en el tutor del joven que asesinó a su hijo, a la vez que en El niño se repetía la historia de padres abandónicos (en esa situación, era la historia de un padre que vendía a su hijo en el mercado negro, algo que parece retomarse en esta película, bajo el manto simbólico de la venta de la bicicleta).

Sin embargo, si algo caracteriza el cine de los dos belgas es que, donde en otros autores dichas preguntas intentarían ser respondidas con grandes imágenes-metáfora, intentos descarnados de conmiseración con el destino trágico de los protagonistas, o cierta construcción de realismo psicológico, ellos lo dejan todo a la puesta en escena, carente de pasado y motivos específicos, donde por momentos, el cuerpo parece entrar en juego más que la voz. Este es un punto poco tocado en el cine de los Dardenne, que sin embargo estalla a la vista en gran parte de sus obras. Cyril pedalea, golpea, muerde, grita, se esconde, se cae, pero sobre todo corre, y en ese correr está prefigurada una vida en la que avanza con las ojeras de caballo, dándose tumbos contra un montón de cosas, pero sin otra opción que ir para adelante (algo que tenía el papel protagónico femenino de Rosetta, con la chica tratándose de abrirse camino en el despiadado mundo laboral). Citar a Los cuatrocientos golpes en films sobre la educación sentimental de niños intentando encontrar una razón para vivir en los márgenes de la sociedad se ha convertido en un cliché, pero en esta cuestión del correr, la velocidad y la angustia se ve perfectamente plasmada en ese travelling en el que capta a Cyril huyendo en su bici luego de cometer un crimen.

En ese huir, en ese mero pedalear desenfrenado, se puede leer mucho más que lo que se lograría en un drama plagado de flashbacks y construcciones familiaristas. Cyril avanza porque no le queda otra, se aferra a una desconocida (la frase “podés agarrarme, pero no muy fuerte” es muy ilustradora de este vínculo), encuentra otro referente en un dealer del pueblo, pero lo que parecería estar buscando es justamente algo que detenga (la estabilidad familiar, una nueva identidad delictiva, o la misma policía), o que al menos, pueda mapear, dar dirección, a esa fuga hacia adelante.

Un recurso periodístico para comenzar o terminar una nota sobre un film como éste podría ser recurrir a un copete de manual como “Los Dardenne lo logran de nuevo”, pero cuando uno ve El chico de la bicicleta, se da cuenta de que no hay ningún “de nuevo”, estos hermanos siempre estuvieron ahí, esperándonos, existiendo en sus películas como una ciudad a la que cada tanto tenemos la suerte de volver a visitar.

El exótico hotel Marigold (John Madden, 2011)



Los dioses blancos

Si en los noventa, el cine más sintomáticamente xenófobo y racista había corrido por parte de los policiales, en la actualidad biempensante y políticamente correcta del nuevo milenio, ese papel lo han ocupado las comedias rosa, generalmente enmarcadas en relecturas históricas y parábolas de autoayuda. Al menos en películas donde las personas de raza o etnias diferentes a la caucásica eran villanos uno podía identificarse con el antihéroe o, al menos, encontrar en dicho personaje algún tipo de fuerza y valor específica. El papel de las nuevas comedias de “sopa para el alma” –generalmente encaradas a un público adulto, pasando los cuarenta, autopercibido como “cultivado” - dejan a estos personajes en un nivel de condescendencia en donde ya ni siquiera se puede ofrecer una identificación alternativa.

No es que sea algo particularmente nuevo, en la historia del cine ha proliferado una multitud de Tíos Tom (en referencia a la novela de Harriet Beecher Stowe), personajes serviciales cuya subjetividad prácticamente esta disuelta, a no ser para asistir al camino o búsqueda del protagonista blanco (léase el concepto de “Magical Negro”, que acuñó Spike Lee). En sólo cuestión de un año puede verse este nivel de estereotipia en películas exitosas e incluso aclamadas por la crítica como Comer, rezar, amar (Ryan Murphy, 2010), Historias cruzadas (Tate Taylor, 2011), o Las mujeres del sexto piso (Philippe LeGuay, 2012). Sin embargo, todas estas palidecen en su nivel de clichés culturales al lado de El exótico hotel Marigold (John Madden, 2011).

John Madden, más conocido por Shakespeare apasionado (posiblemente la ganadora del Oscar a mejor película más intrascendente de los últimos veinte años) y La mandolina del Capitán Corelli, esta vez viaja a Bangalore, India, para emplazar la historia de siete personas adultas –algunas de ellas bordeando la ancianidad- que por diferentes razones se trasladan a un centro de reposo en donde se redescubrirán a sí mismos.

La estrategia es lógica en lo que refiere a conjugar a un montón de actores de primera clase, esperando que por su sola presencia logren reflotar un film bastante falto de ideas. Aunque el reparto parezca en una primera instancia, meramente funcional a la trama, uno comienza a percibir en cada uno de los siete protagonistas un sistema de pesos y medidas morales que intentan hacer pasar a El exótico hotel Marigold como una película progre, cuando en realidad es justamente lo opuesto. La amarga Muriel (Maggie Smith) sirve para decantar el racismo inherente del film y condensarlo todo en su persona (con esto, Madden pretende localizar en un punto específico sus aspectos ideológicos problemáticos y hacer saldar a través de su progresivo cambio de opiniones esta cuota racista específica). El entusiasta Douglas (Bill Nighy) parece también hacer contraparte en este aspecto, frente a su esposa Jean (Penelope Wilton), un personaje tan odioso que tendría que haber sido arrojado al Ganges ni bien entrado el film. Graham (Tony Wilkinson), contrariamente, vehiculiza esa revisión National Geographic de India desde “sus colores, sus sonrisas, sus sonidos”, al tiempo que Evelyn (Judy Dench), en sus entradas de blog leídas como voiceover parecería ir relatando, escena a escena, las metáforas y moralejas que se van sucediendo en el film (no sea cosa que los espectadores pensemos algo diferente). Ronald y Madge intentan dar un tono más picante a la película, como si cada una de sus incursiones fuese una especie de minicapítulo de Sex and The City, sólo que ambientados en la tercera edad.

Todas estas historias vitales se entremezclan con la realidad del desvencijado hotel que da nombre a la película, lugar ancestral que el joven indio Sonny (vástago del antiguo dueño del lugar) parece intentar reflotar, pese a sus torpezas y las presiones de su madre aristocrática (al parecer, el único rol de las madres indias es presionar a sus hijos para que se casen en matrimonios arreglados). Es en este punto donde se vuelve más evidente la cara moral de una película en donde los británicos se muestran como dioses blancos que logran ordenar y dar forma a los locos sueños de los indios, seres simpáticos, aunque incivilizados (y que teje evidentes relaciones entre las multinacionales y los intentos de modernización de dicho país). Evelyn humaniza a los robóticos telemarketers indios (se señalaría de fondo, que esta poca plasticidad no es por algo inherente al desalmado sistema de ventas, sino más bien a una incapacidad de los indios de comprender la “calidez” y sutilezas de los británicos) y Muriel se convierte en la responsable de administrar un hotel que no puede ser comandado por un entusiasta, aunque medio estúpido y atolondrado chico de la India.
Lo que revela El exótico hotel Marigold es justamente lo contrario a su propuesta: un tipo de turismo y un tipo de dinámica espectatorial que sirve para reafirmar los valores culturales del viajante, más que conocer y empaparse de los del otro país.


El otro lado del embudo

En este último año, a fuerza de programas como Soñando por cantar, la televisión argentina pareció verse asediada por una horda espartana de imitadores de Sandro, Cacho Castaña, Freddy Mercury y Valeria Lynch. No es que no existieran antes, pero como por generación espontánea todos parecieron emerger de entre las baldosas. Enmarcada en este escenario de quince minutos de fama, de una épica grotesca de rostros empapados de lágrimas y los gritos anfetamínicos de Mariano Iúdica, aparece El último Elvis, ópera prima de Armando Bó (nieto), en la que, tal como indica el título, sigue a John Mc Inerny (en el papel de Carlos), imitador del rey del rock and roll.

Carlos Gutiérrez, conocido por todos sus allegados –a fuerza de su propia insistencia- como Elvis, está lejos de vivir como un rey. Reside en una casa humilde y llena de grietas y hongos del Gran Buenos Aires y trabaja en una fábrica, intercalando esta actividad con shows en escenarios variopintos que van desde casamientos hasta presentaciones en geriátricos, pasando por peñas barriales y casinos. Sin embargo, su disposición hacia cada uno de estos eventos es similar a la de tocar en el Caesar’s Palace, y es que en la cabeza de Carlos/Elvis, no hay diferencia alguna. Este es quizás el punto fundamental en lo que se refiere al reto artístico al que debe lanzarse Armando Bó: el de poder conjugar el marco triste y “realista” de la realidad de Elvis con el fascinante mundo que se arma en su propia cabeza.

Una de las opciones podría ser la de plantear el paso de un mundo a otro como dos terrenos paralelos separados por una gruesa membrana pseudo-onírica (algo más bien común en musicales, encontrando su versión más dolorosa y descarnada en la insoportablemente triste Bailarina en la oscuridad –Lars von Trier, 2000), pero Bó intenta zafar de este juego de polaridades, arrojándose a conjugarlo todo en uno. El riesgo no es sólo temático y emocional, sino también propiamente cinematográfico, siendo casi, por así decirlo, intentar conjugar los ásperos entornos del Nuevo Cine Argentino con la dimensión épica y llena de pirotecnia del cine norteamericano. Algo similar a esta apuesta, pero con un pasaje de mundos un poco más evidente, se podía ver en la uruguaya La vida útil (Federico Veiroj, 2010), donde Jorge Jellinek atravesaba un derrotero similar, con una cinematografía que pasaba de los planos fijos de Sala Dos, de Cinemateca a la reverencia al cine de la era dorada de Hollywood en el edificio de la Facultad de Derecho.

Armando Bó se arroja a tener lo mejor de los dos mundos y, superando todas las expectativas, lo logra. Las charlas entre él y su ex esposa Alejandra (Griselda Siciliani), pese a estar enmarcada en su absurdo mundo de fantasías y referencias (uno pronto entiende que lo que está dentro del cuerpo de Carlos Gutiérrez es Elvis, y nada más que Elvis –no hay lugar para un padre, o un esposo) son completamente creíbles, y hasta identificables, al tiempo que sus presentaciones en vivo son alucinantes, sin intentar, en ningún momento, sumergirnos puramente en un mundo de fantasía. En el comienzo del film podemos ver esto, en cómo la cámara, en un travelling que hace acordar a la famosa entrada por la puerta trasera del bar de Buenos Muchachos (Martin Scorsese, 1990) llega a Elvis cantando “See see rider”, orbitando alrededor suyo, pero jamás sin perder la fatua presencia del público, señoras comiendo saladitos, hombres con la corbata floja, algunos prestando atención, otros hablando de cualquier otra cosa.

Las presentaciones en vivo ocupan los momentos más emocionantes del film, encontrando en “Unchained Melody” un momento extático, que no sólo muestra a Mc Inerny como un performer descomunal (llegando a una dimensión espiritual que lo separa de cualquier burdo imitador), sino que traza un oscuro, pero logradísimo paralelismo entre la senda vital de Elvis y Carlos.

El último Elvis resulta ser, entonces, la épica de una persona completamente dedicada (hasta sus dimensiones más lógicas y trágicas) a ser aquella persona, en un trayecto representado, pese a lo difícil de compartir tal fanatismo, con una dignidad tremenda, incluso cuando se acerca a otros personajes de imitadores como Iggy Pop o Mick Jagger (la escena de la fiesta, una especie de convención de performers que recuerda aquella comuna de extraños artistas de Mr. Lonely –Harmony Korine, 2007). El gran plan, milagroso en su propia lógica, ese al cual Carlos rodea constantemente, pero del que no llegamos a comprender hasta el final es, justamente, atravesar el espejo, pasar del otro lado del embudo.

Chris Marker (1921-2012)




El alma del mundo
El pasado domingo 29 de julio salió una nota de prensa particularmente extraña: Chris Marker, director, fotógrafo y ensayista responsable de joyas como Sans Soleil (1983) y La jetée (1962), habría muerto un día después de cumplir noventa y un años. No hay nada más propio de la vida que la misma muerte, pero resulta difícil pensar la vida de un personaje que, en la medida que prácticamente no hay registro de su persona física, parecía más como una entidad, la misma historia del cine –y del mundo- encarnada en una firma.
En un mundo donde el estrellato y el sistema de producción de imágenes –junto a la ampliación de medios de comunicación y nuevos implementos tecnológicos que permiten una circulación de fotografías muchísimo más vertiginosas- parece definir y configurar la forma de producir arte vinculándola biunívocamente a la presencia del artista, Chris Marker se presenta como un caso extraño, ya que prácticamente no tenemos imágenes suyas –habiendo preferido representarse a través de imágenes de gatos, uno de los lei motifs de sus trabajos-, aún formando parte activa de un sistema de representaciones (al mismo tiempo, Marker no podría estar más lejano del estereotipo de artista recluido y contrario a los avances tecnológicos, más bien todo lo contrario). En una tradición francesa dictaminada por la política de los autores, donde el mismo cineasta solía elevarse, no sólo como una autoridad, sino, a veces como un ícono en sí mismo (posiblemente encarnándose en Godard y su relación con Anna Karina como uno de las materializaciones más claras de esto), Marker es solamente una voz, palabras que planean entre imágenes como un fantasma que parece estar dentro de la película.

El cineasta invisible
Ya la misma fecha y lugar de nacimiento está cubierta por estas brumas míticas. Oficialmente, suele decirse que nació en Neully-sur-Siene, el 29 de julio de 1921, pero muchos sostienen una versión que mantiene que nació de una familia aristocrática francesa residente en Ulan Bator, Mongolia. De su vida previa a su actividad crítica y posterior realización de cortos y largometrajes tampoco se sabe demasiado. Apenas se menciona su actividad en la resistencia francesa durante la ocupación alemana y una supuesta participación en la Fuerza Aérea norteamericana durante el desarrollo de la guerra. Otros van más allá y dicen que el verdadero Chris Marker murió en la guerra y el personaje que realmente conocemos es una persona que lo sucedió.
Curiosamente, como en pocos casos, se puede percibir en el estilo y temática de la escritura crítica del director lo que vendría a ser su obra filmográfica. En una primera línea, su labor en la revista Espirit ya muestra su ágil y planeador estilo ensayístico, al tiempo que en sus colaboraciones en Petite Planete –hermosísimos libros que funcionan como ensayos psicogeográficos adelantados a su tiempo de distintos países- ya estará el germen de trotamundos documentalista, al tiempo que algunos de sus aspectos característicos de su estilo cinematográfico. De hecho, ya en la particularísima forma en que solía encadenar fotografía y texto –inspiradas en el estilo neo-dadá de William Klein, con quien trabajaría activamente- se ve el estilo de películas armadas a base de fotografías fijas que se desarrollaría en su máximo esplendor en el corto La jetée, pero también en otras excelentes obras como  Si j'avais quatre dromadaires (un film hecho a base de comentarios de seiscientas fotografías de lugares a los que visitó.

El poder de una imagen
Ya en su temprana colaboración con Alain Resnais en Noche y niebla puede rastrearse uno de los centros invisibles de su cine. En un repaso de cruentas imágenes de archivo nazis obtenidas tras el fin de la guerra en los campos de concentración, la filmación a color retrata el nuevo escenario ocupado por estos centros de exterminio y se pregunta cómo puede ser que una imagen tan plácida haya sido escenario de aquellas atrocidades. O más aún, cómo el pasto podía seguir siendo verde y el cielo azul, cuando a través del vallado espinoso ocurría todo lo que ocurría. Esta duda fundamental sobre el papel de la imagen (e inherentemente el papel del plano, la relación que este guarda con la verdad y la realidad) se intercala con el papel de la memoria, siendo el cine la herramienta por excelencia utilizada por la humanidad para construir una escala de tiempo. Godard iba un poco más allá y mantenía en Historie(s) du cinemá, que el cine, más que un instrumento para capturar la historia, es constructor de la misma, el cine permite la historia, la historia es cinematográfica.
En esta referencia a Godard podríamos remontarnos a una escena insistente en la filmografía de Marker, que es la escena de la escalera de Odessa en El acorazado Potemkin Sergei Eisestein, 1926). La imagen de las botas avanzando deshumanizadamente mientras la gente corría y se tropezaba –junto a la famosa imagen del grito y el cochecito de bebé- se construyeron como un recuerdo, una referencia clave del movimiento obrero que definiría la historia ideológica del siglo XX. Sin embargo, tal evento, al menos en esas escaleras, nunca ocurrió. Esta escena servía tanto como disparador de Le fond de l'air est rouge (un tour de forcé cinematográfico sobre las esperanzas y decepciones de los movimientos socialistas en el siglo XX que asusta por lo actual que sigue resultando), como de El último bolchevique (una reconstrucción de la obra censurada de Aleksandr Ivanovitch Medvedkin, pero que actúa como un revisionismo de la relación entre el comunismo soviético y sus artistas a lo largo del siglo XX), donde veíamos las mismas escaleras ahora convertidas en centro de atracción turístico de cinéfilos anclados en un evento falso.

Godard / Marker/ Resnais
Marker, a diferencia de muchos de sus directores comprometidos epigonales, considera la ficción como una parte misma de la vida, y en ello vemos su misma presencia, como un director que más que filmar, por mucho tiempo se dedicó a construir sus obras a partir de material encontrado. Es en esta dimensión que por momentos Marker, más que un director de carne y hueso, parece un programa, la base de datos de un mundo que emite imágenes inconexas, esperando encontrar nuevos circuitos (y cortocircuitos).
Más allá del estilo y cierta estetización de sus musas y leit motifs que muchas veces ha hecho a la gente percibir la obra de Godard desde una perspectiva excesivamente romántica, cabe mencionar que la obra de este director está atravesada, de cabo a rabo, por el terreno de contradicción y conflicto entre imagen y sonido. La idea de la verdad en la imagen ya se articula con sus concepciones orginalmente ancladas en la idea de Eisenstein con respecto al montaje de que no hay una imagen, sino un montaje de imágenes (y por tal, siempre va a permanecer de fondo la manipulación intelectual del director). Esta misma razón que al principio bregaba el director francés luego será defenestrada por él mismo, haciendo cada vez más hincapié en el comentario por sobre la image, en particular cuando se aleja de sus films de la nouvelle vague y se aboca al cine político del colectivo Dziga Vertov –que originalmente estaba dedicado a hacer militancia y estaba dirigido a particulares grupos de resistencia, algo similar a lo que ocurría con el grupo SLON, creado por Chris Marker. Es así que –quizás movido por las ideas maoístas de contradicción permanente como combustible necesario del paso de la historia-, el cine de Godard siempre fue producto de la lucha entre imagen y sonido, espectáculo e ideología. Marker está completamente atravesado por estas discusiones, pero tiene la particularidad de, por fuera del estilo fuerte y friccionado de Jean-Luc, presentar estos problemas de una forma natural, orgánica, casi como mecida por una misma ola. Es quizás en este punto donde Chris Marker parece bucear a gusto en los mares donde sus otros contemporáneos intentaban mantenerse a flote: uno ve su cine-ensayo y percibe que es el punto intermedio, el río que une y separa las ideas de imagen de Godard y de recuerdo de Resnais. Algo que parece complejísimo y técnico pero que Marker pareció resolver sencillísimamente en el comienzo de Sans Soleil: “recuerdo aquel mes de enero en Tokio, o más bien, recuerdo las imágenes que filmé del mes de enero en Tokio. Se han sustituido a sí mismas en mi memoria. Ellas son mi memoria”.

La pluma
Viendo a Marker uno se da cuenta de cómo tiende a hacer del recuerdo y la geografía una misma masa con la que trabaja a gusto. Quizás, más que ningún otro antropólogo, ha sido capaz de captar la realidad de países distantes, desde una perspectiva donde lo exótico y raro era justamente el investigador. Una vez Marker dijo que hay cuatro formas de viajar, “la manera de Barnabooth, la manera de  Ghengis Khan y la manera de la pluma”. Uno puede ver el trabajo de otros directores que incansablemente se han adentrado en lo más profundo de los distantes rincones del mundo, como el caso de Werner Herzog, pero cuando uno ve films como Fitzcarraldo, Aguirre la cólera de Dios, o The Wheel of time percibe en él cierta tradición teutónica de conquista, mientras que en Marker se nota una despersonalización creciente con el ambiente, como si fuera desapareciendo en la medida que registra aquello (siendo en este sentido El misterio de Koumiko -1965- uno de los films más notorios, en el mero hecho de habérsele encomendado filmar los juegos olímpicos de Japón del 65’, optando por, en vez de filmar esto, dedicarse a filmar a una mujer que conoció en su viaje).

El cazador
Es difícil intentar percibir el paso del tiempo en un director donde todo esto quedaba en suspenso. Sin embargo, quizás viendo sus últimos trabajos podríamos encontrar ciertas líneas del paso del tiempo y de su conciencia de muerte. En Level 5 (1997) la idea del fin de sus días permanece insistentemente, y en cierto punto señala una diferencia de tono en lo que respecta a cierto optimismo de anteriores trabajos. En Si j'avais quatre dromadaires Chris Marker sostenía que el cineasta es como un cazador, que capta a su presa en el lente como un cazador lo hace con su presa en su mira, sólo que en vez de matarla, la vuelve inmortal. En Level 5 se vuelve a esta analogía del cazador, pero en este caso se muestra la situación de una mujer de Okinawa que, en el momento de Japón estar perdiendo definitivamente la guerra con Estados Unidos, nota que una cámara occidental la está filmando, decidiéndose a arrojarse a los abismos (todo esto permanece filmado). Marker aquí plantea cómo esta mujer, quizás si no hubiese sido filmada, hubiese optado por no arrojarse (la cámara-mirada de occidente era imposible de sostener, la señora no podía permitir la vergüenza de ser registrada en su falta de valentía de no acabar con su vida una vez que su país había sido vencido). En este caso, la cámara es cómplice de su muerte.
En un genial corto de Isaki Lacuesta, se plantea cómo no hay sólo un Marker, cómo un montón de filmaciones del mundo, de cineastas o no cineastas devienen Marker. Esta idea parece confirmar que, más que siete vidas de gato, no importa la noticia, porque Chris Marker seguirá existiendo en la medida que siga vivo el cine.