lunes, 21 de noviembre de 2011

Todas las canciones hablan de mi (Jonás Trueba, 2010)

Coleccionista de mariposas




Alta fidelidad (Stephen Frears, 2000) le arruinó la vida a una generación entera. La idea de poder seriar relaciones en rankings, citas o canciones generalmente es un recurso neurótico para dar formato a un montón de circunstancias y sensaciones que en nuestra vida cotidiana, en su forma pura y salvaje, podrían resultar demasiado inasibles, cuando no traumáticas. El problema con esa generación identificada con aquel personaje interpretado por John Cusack es que nunca llegó a entender del todo que las canciones son toros que nos pueden servir para lucirnos haciéndole alguna elegante media verónica, pero que en la corrida, cualquier descuido puede terminar con nuestra sangre en la arena. Las canciones, así, pueden servirnos, pero a la larga tienden esa insólita costumbre de cobrar autonomía, a veces incluso imponiéndose, comenzando a exigirnos que vivamos y representemos sus dramas en nuestras vidas. Así, la subversión ha sido lograda, lograda sobre todo en el aspecto de que ni nos damos cuenta.

Todo este devaneo existencial no es en vano, ya que sirve para traer una película que lleva el título de Todas las canciones hablan de mí, opus de Jonás Trueba, quien hace un par de meses abrió el último Festival Internacional Cinematográfico de Cinemateca presentando Chico y Rita, la última obra de su condecorado padre, Fernando Trueba. La referencia a Alta fidelidad también sirve para contemplar un tipo de cine romántico, más típicamente estadounidense, que con el tiempo ha perdido gran parte del charm de este film, para convertirse en un mero recurso de referencialidad endogámica musical (un ejemplo de ello podría ser 500 días juntos, película que ya su trailer incluía escenas de ascensor con música de los Smiths, remeras de Joy Division, guiños a Sid Vicious y un largo y pomposo etcétera). Así como en las relaciones humanas, las canciones muchas veces también terminan convirtiéndose en los amos de las películas.

En los primeros minutos de Todas las canciones… nos encontramos con Ramiro esperando a alguien en un bar. Luego de fumarse nervioso un cigarro, aparece Andrea, de quien la película, al comienzo, no se esfuerza en decirnos prácticamente nada. Sin embargo, es sólo suficiente para que Ramiro le diga “Te has cortado el pelo, ¿no?”, para darnos cuenta de que es una ex novia suya, alguien con quien convivió y ha dejado una importante mella en su vida. Este último detalle, de la profundidad de una frase tan vana como la anteriormente citada (más que en lo que dice, en la forma que es dicha), marca un contrapunto interesante en un film donde abunda el voiceover y las citas literarias –después de todo, Ramiro es filólogo y trabaja en una librería-, pero que tiene sus momentos más altos en las charlas y detalles más circunstanciales. Especialmente el voiceover, como si quisiera dotar al film de un formato cuasi literario (que se potencia por el ordenamiento de la obra por capítulos), por momentos parece algo innecesario y anquilosa algunas escenas que harían mejor si se permitieran hablar por sí solas.

El estilo, más allá de la referencia a esta nueva camada de películas estadounidenses, es muy europeo, específicamente emparentable al cine de Rohmer, no sólo en los retratos de aquellos personajes medios distantes, pero al mismo tiempo emotivos, sino también por el cariño con que la ciudad (en esta caso, Madrid) es filmada. Remitiéndonos a autores más contemporáneos, podría pensarse también en el francés Arnaud Desplechin, sobre todo por esa manera juguetona de intercalar distintos lenguajes cinematográficos dentro del mismo film, así como también escenas que están ocurriendo en paralelo, entre la mente y lo que realmente acontece en la vida de Ramiro (como un ejemplo interesante de ello, podemos pensar en aquella escena en que camina con Irene, siendo seguido lentamente por Andrea como la corporización de esa ausencia que lo persigue a todos lados). Trueba tampoco está descubriendo el fuego con estos recursos, pero lo que sí se nota –y que quizás sea el elemento más destacable en su estilo- es la forma en que sabe retratar y filmar a las mujeres. Con una cantidad curiosa de primeros planos de estas musas mirando a la cámara (con la cámara siendo más que el punto de vista real de Ramiro, la forma en que sus sentimientos procesan a estos rostros), podríamos reconocer en el director esa fascinación casi entomóloga, de coleccionista de mariposas, de tomar un rostro y encontrarle detalles encantadores, como las dos pequeñas marcas en la frente de Andrea, las puntas del pelo rubio de Irene, o incluso el acento argentino de Silvia.

Todo el film delinea la parábola que debe atravesar Ramiro en sus intentos de olvidarse de Andrea. Conoce a estas otras mujeres, tiene sexo con ellas, se emprende en la elaboración de un libro, pero todas las canciones le recuerdan a ella. Acá es que vemos un punto interesante, que es la aparente contraposición del título con el hecho de que lo que Ramiro no parece poder dejar de evocar es a Andrea. Sin embargo, el título resulta por ser más sabio de lo que parece. El neurótico Ramiro, ese que escribe un poemario llamado “Amor transparente”, en realidad es alguien completamente opaco, tal como ese edificio que a Andrea le gusta, a pesar de que muchos se quejen de la manera en que tapa la Almudena. Este libro termina por catalizar, casi como si fuese un síntoma, lo que verdaderamente debe hacer el protagonista, pero que ha sumido en una incesante procastinación. En la misma imprenta, Ramiro descubre que se han equivocado en el apellido que aparece en la portada. La equivocación no es inocente, por lo menos para quienes nos tomamos en serio a los actos fallidos: se equivocan en el apellido, apareciendo, en vez de Ramiro Lastra, Ramiro Lastre. El mismo Ramiro es ese lastre que debe dejar caer, para poder amar verdaderamente. La única manera para que esas canciones puedan incluir a alguien más que a sí mismo.

martes, 15 de noviembre de 2011

El hombre que podía recordar vidas pasadas ( Apichatpong Weerasethakul, 2010)



Sabe a pollo

En esas clásicas sobremesas que más de alguno de nosotros podemos haber integrado o padecido, la charla sobre vidas pasadas no es precisamente uno de los temas más insólitos e intocados. Por más amplio que sea el tema (con una importante agenda de autores a consultar, desde el Libro tibetano de los muertos hasta la bazofia markattinera de Brian Weiss) sorprende lo estandarizado que suele ser el desarrollo de tales conversaciones. Por lo general, la gente cuando se aventura en el críptico mundo de las vidas anteriores, busca con ello complementar lo aburrida de su existencia con pasados más interesantes, más gloriosos o insignes. Todos quieren ser Napoleón o Cleopatra, pero nadie está dispuesto a haber sido un mediocre vendedor de seguros de Wisconsin, o un grillo que murió en una helada en el interior argentino. En este marco de tías locas, ocultistas e intelectuales fascinados por el oriente, llega El hombre que podía recordar vidas pasadas (2010), película que, como bien lo indica el título, trata sobre el tema ya mencionado, aunque la palabra “trata” va a tener que ser sucesivamente revisada a lo largo de esta reseña.

La paja del trigo

Habiendo sido laureada por gran parte de la crítica (incluyendo una Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado) y defenestrada por un grupo más reducido (pero con un fervor odioso inversamente proporcional a su tamaño), uno termina percibiendo que, más interesante que escribir sobre la última película de Apichatpong Weerasethakul (Joe, para los amigos), es escribir sobre los críticos y las imaginerías que entran en colisión a la hora de tratar una obra como esta. Volviendo al asunto de lo complicado del término “trata”, podríamos citar uno de los calificativos más repetidos por casi todos los medios: El hombre que podía recordar vidas pasadas es un film sensorial, una experiencia que más que explicada, debe ser vivida. Hasta ahí nada nuevo, Weerasethakul no va a ser el primero ni el último en hacer un film que más que narrar, intoxique, casi por ósmosis, al espectador con imágenes y estados de ánimo, así como tampoco va a ser la primera ni la última vez que una película desencadene el alegato por un periodismo no hermenéutico (ya lo hacía Susan Sontag en Contra la interpretación al hablar sobre films como Vivir su vida – Jean-Luc Godard, 1962). Lo que sí sorprende es cómo una película tan supuestamente amplia, multirreferencial y hermética como El hombre… desencadena lecturas tan comunes y vagas como las de las tías locas creyéndose Cleopatra. Lo que explota en la cara –y posiblemente lo más interesante que genera el film- es la brecha imposible, esa jungla-frontera que son las diferencias ontológicas y representacionales entre oriente y occidente. La vaguedad conceptual que rodea a estas notas – criterio que perfectamente puede incluir a la que está leyendo en este preciso momento- obedece a un film que más que entendido, sólo puede ser sentido certeramente si uno es parte de ese microcosmos que se re-presenta. Ante un film como este, los espectadores occidentales estamos tan desguarecidos que no sólo nos cuesta enfrentarnos ante una difícil secuencia temporal, o ante varias referencias budistas, sino que se nos complica en asuntos más relativamente banales como “¿esta bien o mal actuada?”. Esta es la jungla-frontera en que nos perdemos, una jungla que es tan peligrosa como los animales-palabras que la habitan. Los personajes del film conviven con lo extraordinario con una naturalidad de realismo mágico. En un momento se aparece en la mesa el espectro de la difunta mujer del tío Boonmee (que también está en el zaguán de su muerte, afectado por una mortal deficiencia renal) y la reacción es de liviano asombro. Lo mismo cuando aparece un hijo suyo, perdido en la selva hace varios años, ahora devenido a un fantasma de ojos rojos que corporalmente podría definirse como un híbrido entre Chewbacca y alguno de los espíritus nipones de Miyazaki. Ante semejante aparición, la tía le pregunta por qué se dejó el pelo tan largo. Así, decidir si el film está sub-actuado, o si expresa la naturalidad entre el mundo de los vivos y el más allá en la selva tailandesa, es algo más engañoso de lo que parece.

La película, entonces, no es tan complicada como el acto de opinar sobre ella. En el fondo, es tan simple como la relación de un hombre con sus recuerdos (cosa que sabemos que en realidad, de simple no tiene nada), pero que, a diferencia de la joya de El espejo, de Tarkovski –que por más impronta de catolicismo ortodoxo ruso que tuviera, seguía teniendo vasos comunicantes claros con nuestra cosmovisión occidental-, se le agrega que estos recuerdos se extienden a otras vidas, en las que no necesariamente siempre se remiten a las de humanos –entre las diferentes encarnaciones, tenemos un buey y un pez gato. Es así que con El hombre… este mismo alegato de una erótica, en vez de una hermenéutica del cine, termina siendo igual de tramposa, como un plato tan exótico a nuestras papilas, que no nos quedara otra que caer en el “sabe a pollo”. No todo lo exótico es profundo, no todo misterio esconde un tesoro y no todo lo adormecedor es hipnótico.

Axolotl

En definitiva, la obra plantea como uno de sus principales asuntos, el hecho de lo complicado que es comprender el simbolismo de una sociedad, entendiéndose en definitiva que las significaciones no pueden simplemente responderse por algo estructural, o un concreto saber decir algo por otros medios. Es el mismo dilema que enfrenta Levi Strauss cuando habla del totemismo, al darse cuenta que determinadas especies animales están investidas totémicamente, no porque sean “buenas para comer”, sino “buenas para pensar”. Quizás saltar con antropología es demasiado para una nota, pero el verdadero drama entre el espectador y el film (y más que nada entre el crítico y la obra) es inextricablemente antropológico.

Pero hasta ahora se ha precisado de todo lo que no es el film, y no de lo que es, o puede ser. Si pudiese precisar una cualidad que hace de El hombre… un film particular, es cierta condición de lo extático, de súbito arrebato que producen algunas de sus imágenes. Podría citarse al buey con que comienza el film, que en la detenida captura de su cuerpo, entre torpe y atemorizado, por momentos parecería encontrarse algo indiscerniblemente humano (y en lo que habría que anotar un poroto a favor a Weerasethakul, porque la bestia no deviene en humana por su naturaleza, sino por la forma en que es filmada). Así también, los espíritus del bosque están construidos por el director en una tan extraña como interesante indefinición entre lo salvaje y lo artificial, con esos movimientos que resultan auténticamente simiescos, pero esos ojos que parecen, más que dos órganos, dos lasers infatigables. Ante una película que se suele preciar por su fundición de espacios temporales y sus lentos y sostenidos planos, lo que fascina es la ireegular y descolgada voluptuosidad de algunos de estos elementos, en los que por un momento uno parecería quedarse presenciándolos, con la nariz contra el vidrio, hasta intercambiar identidades con ellos, como ocurre con el narrador de Axolotl, de Julio Cortázar.

Lo que quedan son esas imágenes, el hilo de agua de una diálisis avanzando por el suelo, una majuga albina en el fondo de una cueva, un pez gato cogiéndose a una princesa (con una extrañísima sensualidad que recuerda a los momentos altos de Tsai Ming Liang). Ante todo el resto, por momentos parece que Weerasethakul se quedara sentado sobre su hueso –descendiendo en calidad estrepitosamente cuando el film intenta hablar de algo más concreto y más atado al presente, como cuando al final se trae al monje que tiene celular y quiere vestirse y hablar diferente- tratando ciertos temas tan tangencialmente que sería un error incluirlos dentro de su agenda temática (en este sentido, hablar de una dimensión política y social, como se habló en otros medios, parece algo completamente forzado).

Lo que queda es eso, quedarse mirando a los dos ojos rojos y esperar la transmutación, aunque para algunos podrá ser tan aburrido como mirarse las manos sin estar drogado.

Manyas, la película (Andrés Benvenuto, 2011)



Tela de retazos

Manyas es una película que apareció con tan buen timing (al menos, en lo comercial) que hasta parece lógica. Si a la clasificación de Peñarol a la final de la Copa Libertadores (luego de muy malas campañas que llegaron a su punto cúlmine con los gritos de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo” en el 2009) le sumamos algunos extraños fenómenos mediáticos como El Tano Pasman, de River y El gordo de la Colombes, uno puede ver que el camino estaba pavimentado para un producto de tal naturaleza.

El negocio era redondo, y hasta cierto punto extraño en lo que refiere al tiempo que demoró en salir algo similar a escena. Siendo el fútbol la más indiscutible pasión de un país como el nuestro (que tiene más efectos coagulantes en la población que cualquier consigna política, artística o humanística), es curiosa la escasa aparición que dicho deporte que ha tenido en la historia cinematográfica uruguaya. Sin contar los materiales de archivo (como la filmación del mundial del 30’, que todavía se puede consultar en Cinemateca) y el documental Mundialito, apenas tenemos alguna aparición del deporte en películas como las de Control Z (haciendo particular mención a aquel partido de fútbol 5 interminable que asiste el personaje de Hiroshima), y algún film que otro más como Joya (las referencias a la campaña de Progreso de 1989 de parte de Robert Moré). Quizás ya haya salido un montón de material en vhs y en dvd, de esos que suelen incluirse en revistas encaramándose en cierto triunfalismo luego de algún logro, pero hasta la fecha, Manyas es la primera película uruguaya a mayor escala dedicada, no al fútbol en sí, o al fútbol y sus implicancias socio-históricos, sino a los hinchas.

Volviendo a lo dicho, el negocio era redondo, y la película, al poco tiempo de estrenarse le sobra las cifras para ser el film más visto en la historia de las producciones uruguayas. Sin embargo, la lógica espectatorial no debe tomarse en cuenta como si fuera la de cualquier película. Cabe mencionar que muy posiblemente, independiente de cualquiera de sus fallas y logros, una película como Manyas estaba destinada a ser exitosa por la misma lógica que la retrata: el film no es meramente un film, sino que es un acto de fé, donde rige una lógica de rito, una procesión a verla, más que sencilla apreciación artística. Por estas mismas razones se debería pensar si habría que juzgar la película con la misma lógica que cualquier otra del circuito comercial. Evaluar, no tanto si el film trasciende lo meramente ritualístico para acariciar otros elementos artísticos, sino si es posible evaluarlo como una obra separada de toda la maquinaria de fanatismo que la sostiene (esto se puede ver hasta en el cambio de las costumbres del público en las salas, donde se percibiría una nueva territorialización de las mismas como un espacio de tribuna, con gente gritando o haciendo comentarios en voz alta desde las butacas, comportamientos que serían inconcebibles en la mayoría de las otras proyecciones). No es un documental que intenta desenterrar una verdad objetiva. Tampoco es una ficción. Es Manyaxploitation.

Manyas comienza por una sucesión de cuadros fijos, en los que van desfilando un montón de hinchas, cada uno exponiendo su punto de vista sobre lo que para ellos significa ser de Peñarol. Enseguida, sea uno del equipo que sea –aunque es probable que la gran mayoría de los verdaderos hinchas de Nacional odien el film y todo lo que se relacione, tal como odian cualquier artefacto, animal o persona que esté coloreado de amarillo y negro- percibe cierta simpatía que emanan los personajes. El tipo que vendió la moto de la empresa donde trabajaba para ir a ver la final con Santos, el gordo que logró colar Rottweilers vestidos de Peñarol a la hinchada, el relator que se mide constantemente la presión mientras relata el partido, la señora que putea en la cancha como si fuera Violencia Rivas, el pibe que se pelea con la novia por la foto del Tony Pacheco en la mesita de luz… Hay una dimensión de su naturaleza como entrevistados en la que a uno no le queda otra más que creerles.

Quizás este sentimiento no sea igual con la película en sí. Sobre todo al comienzo, hay un montaje bastante tosco entre un entrevistado y otro, que podría pasar desapercibido si no fuera por otros videos de mayor factura audiovisual (generalmente burdos en sus intentos de ser “poéticos”, a no ser el detalle del diluvio de estrellas, tras la derrota contra Santos, que sí está muy bien rodado). Estos videos, que intentarían dar un mayor nivel al film, en su lógica más publicitaria terminan por hacer más notorios los cortes, volviendo a la obra en una masa bastante irregular. Parecería por momentos que no hubiese habido demasiado criterio, no tanto en el material a mostrar (que en cierto punto está articulado en base a segmentos, como los tatuajes, las casas peñarolenses, los hinchas en el exterior, o la bandera), sino en los filtros y los rumbos estéticos. Es así como, por ejemplo, en un momento, como salido de la nada, aparece un video de youtube que parece armado en powerpoint y que dura más de tres minutos, cortando notoriamente el ritmo del film. Viéndolo un poco más desde su esquema de producción, parecería una fiesta popular, en donde todos pueden entrar, y donde cada uno hace lo que quiere/puede.

La película no termina de desbarajustarse y, por más que cae en algunas falacias (como la de los dos hinchas de Peñarol que acusan a las barras de Nacional de vandalizar sus graffitis, cuando no perciben o no señalan la realidad de que sus mismos graffitis son, en sí, actos vandálicos –algo que en el fondo deben saber bien, considerando la elección de uno de los entrevistados de usar pasamontañas) y algunos sentimentalismos evidentes –y esperables-, nunca deja de ser efectiva en lo que realmente propone: la celebración de una pasión, mostrando algunos de sus máximos exponentes (y evidentemente obviando otros temas como los de la violencia, no sólo explícita, sino en los mismos cánticos). Incluso, se ha hablado de la censura de algunos entrevistados, como uno que prometió que si Peñarol campeonaba en la Libertadores, se cortaba una falange, testimonio que terminó desapareciendo del material final, al parecer, para que fuera una película apta para toda la familia. Aún así, la naturaleza de los entrevistados no es regular. Curiosamente a lo que podría esperarse, los entrevistados más interesantes son los hinchas más directos y menos pensados, siendo la participación de otros personajes como Fernando Niembro, Rafael Bayce, o Carlos Maggi, los momentos menos interesantes del film, con un montón de teorizaciones archiconocidas que poco aportan a lo que es la temática del film. Incluso, esta ineficacia se percibe hasta en la edición de la película, siendo este tipo de entrevistados los que más cortes y menos continuidad tienen en sus participaciones, muchas veces terminando en un collage de frases que el film las vuelve de perogrullo.

Evaluándolo de una manera estrictamente cinematográfica, Manyas es una película que en su irregularidad tiene algo de amateurista. En lo estrictamente emocional, justamente lo más amateurista (como las filmaciones con celular que un hincha metódicamente se dedica a hacer dentro de la tribuna) es curiosamente lo más efectivo del film. Y en lo comercial, un auténtico golazo. Ahora es tiempo de apostar cuánto tiempo va a pasar para que salga una película llamada Bolsos.

Aguas turbulentas (Erik Poppe, 2008)



El mismo río

Jan Thomas es un joven que, tras cumplir una condena de quince años por un crimen que parcialmente cometió (el robo de un carrito con el que intentaba meramente hacerse de dinero, pero que por una serie de desafortunados accidentes terminó con la muerte del niño que estaba en él), solicita la libertad condicional, probándose como organista en una iglesia de Oslo. Pal Sverre Vallheim Hagen está impecable en esa condición taciturna, con tonos de amargura y oscuridad, de alguien que siente que se comió un auténtico garrón en su vida, pero que al tiempo que nunca puede olvidarse de ello, también tiene ganas de avanzar. En su rostro se conjuga todo, frustración, culpa, enojo y amargura, y pareciera que sólo pudiese desprenderse de él, en forma de viento, cuando toca los gigantescos órganos de la Iglesia donde consigue el trabajo (con composiciones interesantísimas, que salen de los típicos clichés cinematográficos y que llegan abrazar a géneros y estilos completamente diferentes a los que se pueden encontrar en la mayoría de tales aposentos).

La película en sí es una gran obra sobre la expiación, tema que se llega a tratar explícitamente en una de las charlas de Jan mantiene con una joven sacerdotisa (madre soltera) que vive con su hijo en la misma iglesia –y quien ya desde el comienzo imaginamos que atraerá la atención del protagonista. En los silencios e incomodidades de Jan -quien por momentos nos lleva a encontrarlo como un personaje opaco, frente al que es difícil saber qué pasa por su cabeza- vemos algunos detalles en común con el abusador de menores con anhelos de redención que interpretaba Kevin Bacon en El hombre del bosque. El único detalle moral que la película intentará suturar es el tema de la culpa, razón por la que Jan todavía sigue siendo un personaje amargado –en tanto nunca pudo expiarse, por considerare inocente de todos los cargos que se le imputaron.

Hasta ahí la película funciona bastante bien, con el retrato de una vida en donde ese pasado debe permanecer oculto, y en el que vamos encontrando nuevos aspectos de la vida del protagonista que lo dotan de aristas impensadas.

Sin embargo, la estructura de Aguas turbulentas pega un fuerte volantazo y de golpe, casi como si fuese aquella transmutación de cuerpos en Lost Highway (David Lynch, 1997), nos encontramos con la historia de Agnes, la madre de la criatura muerta quince años atrás. Es así que la película se elabora como un díptico, en donde vemos las condiciones y resultados de una tragedia vista en cada uno de los personajes. Erik Pope demuestra ser un director bastante meticuloso y pulcro, intentando en esa construcción de puentes ente un personaje y otro, conectar múltiples canales que a una primera instancia parecían completamente apartados. Esta noción de puente, ríos, canales, es uno de los elementos que no sólo nos servirá de socorro al analizar Aguas turbulentas, sino que también termina siendo un elemento fundamental en la película. Pope en cierto punto intenta establecer un punto de encuentro entre lo que es la concreción de un duelo y el proceso de expiación de alguien. Son dos procesos motivados por razones divergentes, casi opuestas, pero que operan sobre un mismo punto: el sacrificio de algo para poder volver al mundo de los vivos. Agnes tiene que dejar ir de una vez a ese fantasma del hijo que pudo haber tenido (porque cuando uno entierra a su hijo, no sólo tiene que enterrar al niño que fue, sino al hombre que pudo ser), así como también Jan tiene que reconocer una culpa que nunca llega a creer del todo. En este sentido, Agnes tiene algo de la Julie de Tres colores: Azul (Krzysztof Kieslowski, 1994), especialmente en sus escenas en la piscina –que guardan varias similitudes formales con las de la película del polaco-, esa mujer que cuanto más se esfuerza por olvidar lo perdido, más se le aparece en los recovecos. Pero en esa oposición/similitud entre Agnes y Jan, también hay algo que sale a colación en el film: la oposición hombres/mujeres. En la película, los hombres son personas que se tragan su orgullo, que sufren silenciosamente, incluso cuando están destrozados por dentro. Las mujeres, por el contrario, son la parte más activa, las que lloran, las que salen a buscar a aquello perdido, que están dispuestas a conversar sobre sus desaparecidos (como en el caso de la charla de la señora que le cuenta a Agnes sobre su hijo drogadicto, mientras los dos hombres de la mesa intentan cambiar de tema), que incluso están dispuestas a cometer locuras para solucionar esta falta.

Lo que podría ser una buena película, incluso con semejante quiebre estructural y algunos excesos de puntillosidad, se termina volviendo demasiado moral, con una moraleja demasiado a la vista como para resultar desapercibida. Erik Pope está tan preocupado en que se entienda, en que la cosa funcione sin una marca de costura, que mete al film en una circularidad algo plagado de analogías y obviedades. Sobre todo, el eventual encuentro entre Agnes y Jan, con la escena del niño ahogado recapitulada casi en forma literal, vuelve todo un poco incómodo, como si de golpe nos hubiéramos dado cuenta de que la bella historia y construcción de carácter de los personajes, hubiese sido sólo una breve excusa para una moralina del orden de: “uno no puede saber la verdad hasta colocarse en el verdadero lugar del otro”. Con la escena final del pequeño río (y que, en cierto punto le da el nombre de “Aguas turbulentas” al film) y la operación rescate, se ve los errores de idiosincrasia del mismo director. Es casi como si nunca hubiera leído aquella famosa máxima de Heráclito, porque el agua del río en que se acaban de meter Agnes y Jan, parecería ser exactamente la misma de quince años atrás (no tanto física como existencialmente), como si hubiera quedado esperando todo ese tiempo para dar la segunda parte del recado.

Burrowing (Frederik Wenzel, Henrik Hellström, 2009))



Silencioso Dios

Cinemateca viene exigente con sus socios, considerando que en el transcurrir de un mes integrarán su grilla El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (la obra tan premiada como defenestrada del críptico Apichatpong Weerasethakul) y Burrowing (Frederik Wenzel, Henrik Hellström), que tampoco se caracteriza por su amenidad y facilidad de lectura.

Desde el comienzo, percibimos en el film, no tanto un estilo poético, como sí una auténtica estructura poética. Es así que en su extraña estructura (centrándose fundamentalmente en cuatro personajes), la película podría ser pensada en versos, o estrofas, más que en escenas y cuadros. La única particularidad es que Burrowing parecería, por momentos, un poema que, al acercarnos acercamos, nos damos cuenta de que está escrito en un idioma desconocido. Hablar de trama sería un término harto impreciso, considerando que principalmente vemos a cuatro personajes en su hábitat, encapsulados en actividades circulares que se caracterizan por el errabundear entre los laberintos de un suburbio escandinavo y los húmedos recovecos de un bosque virgen. Decir que la película intenta diseccionar la vida cotidiana de sus personajes es un error doble, primero porque no hay en sí una construcción de personaje, una auténtica alma con la que intentamos hacer conexión y empatía –con su pasado, sus móviles y sus miedos-, y segundo, porque tampoco vemos algo propiamente cotidiano. Más que su cotidianeidad, los personajes escenifican su drama interno, pero sin una gota de pathos, como si ellos se redujeran a ser expresiones de su infierno interior, más que la caja de resonancia en donde éste habita. Es así la forma en que vemos a aquel viejo que se fue de Rusia a Suecia para nunca volver jamás, pescando con un palo con clavos en las puntas, o el joven cuyos padres no lo dejan entrar a su casa y lleva a su pequeño hijo a cuestas, de un lado para otro, como si fuese su misma roca de Sísifo. Finalmente –y más importante que todos los demás- tenemos al pequeño Sebastian, que más que un niño con inclinaciones filosóficas (error de varios medios que acusan al film de dotar a un niño de un discurso improbable para alguien de su edad, considerando que el “realismo” es algo que no tiene absolutamente nada que ver con lo que persigue este film), un ser que actúa como coro griego de este mundo casi místico que parece creado de la nada por la misma materialidad del film. En esta referencia, hay que señalar ciertas similitudes entre el alba que abre Burrowing y la de Luz silenciosa -película de Carlos Reygadas recientemente estrenada en Cinemateca, que también tiene un contenido religioso y metafísico muy particular.

Un Dios silencioso parece estar de forma omnipresente en el film, sobre todo en esos insistentes planos picados, en los que pareceríamos observar desde sus ojos a los personajes que él mismo colocó en la Tierra, viendo con languidez su serena desesperación

Colocar a Sebastian en el lugar de Dios es una jugada arriesgada, pero cuando menos podría decirse que éste personifica a un enviado, o a un conocedor imperfecto de toda esa realidad que parece desmoronarse como al paso de un huracán en cámara lenta. Habría que tomar con pinzas la referencia a Gummo (Harmony Korine, 1997) que se hacía en la gacetilla de Cinemateca, pero igualmente resulta práctica a la hora de montar un juego de coincidencias y contraposiciones entre las dos obras. Tal como en Gummo, Burrowing concentra en la presencia de niños –pienso en el chico con orejas de conejo, o el pibe con perfil de comadreja que cazaba gatos - una sabiduría invisible –incluso para ellos-, pero que no los eleva como personajes, sino que los aplasta, o frente a la que casi son indiferentes. La otra similitud es la de los pequeños actos, los ínfimos gestos que convierten a una serie de objetos cotidianos en algo ominoso. Así, dentro de una oscuridad y sordidez tan densa que se podía cortar con el filo de un cuchillo, la película de Korine tenía sus momentos más impactantes, no en sus representaciones más jodidas, sino en los momentos más serenos y contemplativos (recordar en particular el baño del protagonista en la pileta de agua turbia, mientras su madre le lavaba el cabello y comía su almuerzo). En Burrowing el detalle de Sebastian intentando inflar y hacer explotar unos guantes de cocina adquiere un tono trascendental, algo dolorosísimo que ni siquiera entendemos realmente qué es.

Pero la voz del niño, además de la voz de un Dios negligente, es la de Thoreau, filósofo y poeta norteamericano que en cada cita a su obra, forma como una especie de columna vertebral del film. Encontrar un hilo en común entre todas estas citas es complicado, pero habría que pensar si la filosofía trascendentalista de Thoreau, un hombre que se caracterizaba por la introspección y su pregonar por el abandono de sí mismo en la naturaleza, no guarda relación con esos personajes desesperados, perdidos en ese suburbio perfecto, que los lleva una y otra vez adentrarse en el bosque, sumergirse –cada uno de ellos, literalmente- en sus ríos. O si esta relación difícil de precisar entre Dios y los personajes –por más que nunca se lo menciona explícitamente- no proviene de la misma noción trascendentalista de la indiferenciación entre el alma del individuo y el alma del mundo (algo que particularmente guarda relación con el texto que cierra al film)

Ahí se encuentra una de las diferencias fundamentales entre Gummo y Burrowing: mientras que en la primera, el pueblo redneck de Xenia es tan sucio como deprimente, el de Burrowing es aséptico y melancólico. Pero en Xenia, más allá de todo lo horrible que se ve, siempre parece ser algo masivo, sobrecargado –como las habitaciones repletas de ropa o cosas inservibles- con demasiada vida, aún cuando la misma se reduce a la basura. En Burrowing es exactamente lo opuesto, abundando unos colores cobre que parecen una auténtica luz divina, pero que sumerge a todo en un silencio de morgue, en el que sólo la hermosa música extra diegética parece dar densidad a un mundo que parece más un laberinto de laboratorio, que un pueblo.

Todos estos descubrimientos y más son pasibles de ser encontrados por un espectador conmovible, o que acude a la sala en un estado emocional que le permita ser permeable a lo árido de la película. Para otro tipo de espectador, Burrowing parecerá un insoportable ejercicio, en el que no vemos más que personajes deambulando –y en los que no hay tantos consuelos estéticos a lo Antonioni-, y para peor filmados con errores técnicos bastante graves (errores de continuidad, escenas como la del plano picado al muchacho con su bebé en el estacionamiento, en el que la cámara se mueve incómodamente, sin poder encontrársele una excusa cinematográfica más allá del mero error del director de cámara). Realmente resulta difícil poder precisar cuál de los juicios es el más acertado. Quizás el más justo consejo para ver una película como Burrowing es la de esperar varios días a emitir un juicio. Dios obra de maneras extrañas.