viernes, 9 de marzo de 2012

XV Festival Internacional de Cine de Punta del Este


Cercano Este

El próximo viernes 10 de marzo se celebra la inauguración del XV Festival Internacional de cine de Punta del Este, evento que además de las proyecciones en las salas Cantegril y Libertador, incorporará espacios menos comunes como la Sala de Cultura de Maldonado y proyecciones al aire libre en diferentes lugares del departamento (un formato que en los últimos años –especialmente en verano- ha demostrado ser muy efectivo).

Los quince años es una edad engañosa, considerando que el Festival tiene un largo y rico pasado que se remonta a su inauguración en el año 1951, donde era uno de los pocos de Latinoamerica. Algunas de aquellas ediciones forman parte de la mitología cinematográfica de nuestro país, entre ellas el comienzo de lo que sería la importantísima carrera de Akira Kurosawa (con la proyección de Rashomon), Diario de un cura rural, de Robert Bresson y, posiblemente la más comentada y recurrente, el descubrimiento de Ingmar Bergman por Alsina Thevenet (junyo a los otro diez que integraban el jurado de la crítica, como a Thevenet le gustaba aclarar) con el film Juventud divino tesoro, cuando el sueco era prácticamente desconocido por fuera de su país.

La selección del films de este año está marcada por un fuerte perfil latinoamericano, pero también se incluyen películas de Polonia, Francia, Estados Unidos, Italia, Japón y Dinamarca.

El Uruguay de viejos

Intentar encontrar un cable interior que atraviese a todos los films es un aventuramiento teórico prácticamente delirante, pero a la hora de hacer una lectura de un festival, se puede ir encontrando ritornelos o algunos arroyos y ríos compartidos en común entre varios de los films. El recurso más a la mano es agrupar a los films de acuerdo a su país de procedencia y de ahí poder hablar de ellos como reflejo de alguna realidad nacional. Una de las muestras que quizás se ofrecen mejor para este tipo de excursiones teóricas es la colección de películas uruguayas que integran al festival, entre las cuales tres de ellas (exceptuando Amor robot, de Nicolás Branca, que es una comedia experimental con mucho de cine de ensayo) abordan el tema de la vejez, o más bien, qué hacer con la vejez. Las flores de mi familia, dirigida por Juan Ignacio Fernández Hoppe -a quien tuvimos el gusto de entrevistar unos días atrás-, es un film sobre su abuela y la relación que ésta mantiene con su hija –es decir, la madre del director- quien al formar una nueva pareja decide mudarse y no tiene con quién dejarla. La presencia fantasmal del director, como si estuviera detrás de un grueso vidrio, registra pequeños detalles e inflexiones, llegando a una proximidad que toma al mismo apartamento como un personaje más. Hospi, de Gerardo Castelli, también aborda el tema de la vejez, pero en este caso en un documental sobre un centro de cuidados paliativos, donde se atiende a los pacientes y sus familiares en sus últimos momentos de vida. Finalmente, alejándose del estilo documental está La demora, primera película uruguaya dirigida por Rodrigo Plá, radicado en México, que viene a Punta del Este después de haber alzado dos premios en Berlín (la película dará el cierre al Festival el sábado 17 de marzo y contará con la presencia de la escritora Laura Santullo y todo el elenco del film). En ella se narra la vida de una mujer (Roxana Blanco, que también estelariza El sexo de las madres, siendo la única actriz que protagoniza dos films del Festival) que acosada por una vida cotidiana asfixiante decide dejar a su padre –que parece acusar los inicios de una enfermedad degenerativa- en el banco de una plaza. Cabe mencionar que no es la primera vez que se trae ese tema a pantalla, ya habiendo sido retratado en el durísimo film La espera (Aldo Garay, 2001). En un escenario comandado por directores jóvenes, que a partir del éxito de 25 watts pareció zambullirse en historias sobre esta franja etaria, esta nueva recurrencia en el tema de la vejez es un síntoma interesante para analizar, más allá del cine actual, a nuestra sociedad en sí.

Centroamérica en llamas

Otra de las líneas más distinguibles del Festival son los documentales políticos, con muchos títulos que vienen con un extenso historial de polémicas y efectos sociales inmediatos (y que en cierto modo parecen concentrarse en la franja centroamericana). Uno de los films más comentados que integran esta lista es Granito de arena, de Pamela Yates, documental que actúa como una especie de secuela de la conocida Cuando las montañas tiemblan, película 1983 que fuera uno de los primeros registros que introdujera a Rigoberta Menchú y el drama de la situación política y social de Guatemala, cuando la defensora del pueblo maya todavía no había adquirido la notoriedad que tendría a partir de ser galardonada en 1992 con el Premio Nobel de la paz. La película estuvo en primera plana el pasado mes de febrero, porque fue una de las pruebas principales para enjuiciar a Efraín Ríos Montt, quien dirigiera una campaña de exterminio a la población maya durante la guerra civil de aquellos años. La realidad centroamericana entre guerras también es ratratada por El lugar más pequeño (Tatiana Huezo, 2011) y El cadáver exquisito (Víctor Ruano, 2011), dos films que se centran en la historia reciente salvadoreña, pero con aproximaciones estilísticas completamente diferentes. Finalmente, a la grilla se le agrega Big Boys Gone Bananas!, de Fredrik Gertten, que más allá de ser una producción danesa, lleva un tema que involucra al pueblo nicaragüense, vinculado a las actividades ilegales de una industria bananera norteamericana que utiliza pesticidas prohibidos que afectaron a una gran parte de los trabajadores del lugar.

La otra pared

El festival cuenta con una sólida participación de films argentinos, entre los que se encuentran Aballay, el hombre sin miedo (western gauchesco inspirado en la obra de Antonio de Benedetto, que resultara el film elegido por Argentina para que los representara en los premios Oscar), Medianeras (Gustavo Taretto 2011), El polonio (Daiana Rosenfeld 2011), y El sexo de las madres (Alejandra Marino, 2011), todos ellos acompañados por sus respectivos directores, que presentarán sus obras y darán entrevistas. La película de Taretto es, a simple vista, una comedia romántica, pero el verdadero tema es la ciudad de Buenos Aires y la metáfora de la arquitectura y las medianeras sirve para señalar ese aspecto antropófago y asfixiante de una urbe en la que a la gente le resulta imposible encontrarse. En esta temática, compone junto a El hombre de al lado (de la dupla Cohn-Duprat, directores de la disparatada Querida voy a comprar cigarrilos y vuelvo, que también está incluida en la grilla del festival) una especie de díptico sobre vínculos humanos examinados a través de la arquitectura.

Junto a visitas especiales como la de la brasileña Cecilia Amado (directora de Capitanes de la arena, obra adaptada de la novela de su famoso abuelo, Jorge Amado), o Francisca Gavilán (quien encarnara a Violeta Parra en Violeta se fue a los cielos, película que abrirá el festival), se suman unos interesantes títulos extranjeros, entre ellos Essential Killing (Jerzy Skolimowski, 2010) y Culpables de romance (Sion Sono, 2011). La primera trae a pantalla a un afgano capturado por el ejército de Estados Unidos (interpretado por Vincent Gallo, con un papel que le mereciera el premio a Mejor Actor en el Festival de Venecia), que tras volcarse el camión que lo transportaba en un frío bosque europeo, emprende una fuga que enmarcará todo el film. La película de Skolimowski forma parte de ese subgénero que conforman las “películas de cacería”, sólo que, a diferencia de El fugitivo o la entretenidísima Apocalipto, despoja todo lo que no forma parte de la huida –desde el contenido político hasta los mismos diálogos (Gallo no dice una sola palabra en todo el film- y se queda con un retrato casi animal de lo que es el juego del depredador y su presa. Finalmente, Culpable de romance es Sion Sono como sólo él sabe serlo: una mujer policía encuentra en un barrio de prostitutas los cuerpos de dos mujeres, o más que los cuerpos, partes de ellos complementados con trozos de maniquíes, y a partir de ahí la película empieza a tejer los inicios, la historia que derivó en aquel bizarro resultado. Sono, uno de los directores más desaforados y apabullantes del cine japonés actual, siempre parece estar haciendo muchas películas al mismo tiempo, y en este caso los fans del realizador podrán ver más de lo que aman: hombres disfrazados de druggos de la Naranja Mecánica, bombas de pintura rosa entremezcladas con sangre y una subhistoria de amor y adulterio que actúa como una Belle de jour delirante.

En fin, estos sólo fueron algunos de los títulos que van a tener al Este del país en foco durante una semana. Para más información, se puede visitar la página http://cinepunta.com donde se actualiza información sobre programación y eventos del Festival.

jueves, 1 de marzo de 2012

Entrevista a Juan Ignacio Fernández Hoppe


(foto: Nicolás Celaya, la diaria)

El astronauta

Las flores de mi familia es un documental de Juan Ignacio Fernández Hoppe, que retrata los conflictos de su familia a la hora de tomar una importante decisión –a dónde irá a parar su abuela, de más de noventa años, una vez que su madre decide mudarse con su nueva pareja-. Teniendo en cuenta que la película tendrá su merecida premier en el XVº Festival Internacional de Punta del Este (a llevarse a cabo del 10 al 18 de marzo de este año), aprovechamos la oportunidad para hablar con el director sobre los distintos avatares a atravesar cuando uno filma películas en las que está hondamente involucrado.

Estuvimos hablando de cómo Tres, la próxima película de Pablo Stoll, plantea que, en definitiva, toda familia en cualquiera de sus circunstancias va a ser una resolución de tres. En tu película también aparece ese tema sobre los tres.

Sí, si. Siempre se vive de a tres. Es la explicación psicoanalítica de mi madre. Ese es el momento en que mi abuela dice “no me gusta las teorías, me gusta la realidad”. Está el tres, revoloteando por ahí. La pareja no deja afuera a ese tercero, pero lo incluye de otra manera. Pero en la película, bueno, parece difícil esa inclusión.

Pero ese tercero en la película, en realidad sos vos…

El tercero soy yo. Ese es otro triángulo. Los hombres están fuera de cuadro en la película. Está ese personaje al que varias veces se refiere, pero nunca aparece en cuadro, que es el futuro marido de mi madre. Mi abuela en la película dice “si no hubiera aparecido este personaje, nada de esto hubiera ocurrido”. Siempre tuve mucha suerte de que se refiriera a esa persona de esa manera, porque eso, para mí, lo colocaba en un lugar más simbólico que lo sacaba de la importancia concreta de la persona. De hecho, cuando mi madre habla de eso de tener que cortar el cordón umbilical, si bien se nota que yo tengo un parentesco, siempre estoy en ese lugar que mi madre define como “el astronauta”, ese que está siempre detrás del vidrio, detrás del lente. Es ese tercero que observa y que cierra ahí.

En el cine actual, específicamente en los documentales sobre familias, está muy de moda incluir al observador como parte integrante del film. Sin embargo, algo que se ve en tu documental es una intención algo evidente de distanciarte de esto.

Yo la película la empecé a filmar antes de saber que iba a ser una película. Eso fue en el 2002, yo estaba en la Católica y era tercero, el primer año en que vos elegís la orientación que te gusta y te llevabas una cámara un fin de semana a tu casa. El ejercicio era filmar un concepto, re abstracto. Entonces yo filmé todo un fin de semana y eso que filmé fueron cosas que se fueron desarrollando con el paso del tiempo. Los elementos fundamentales estaban. Alguna pelea entre mi abuela y mi madre, justo ese fin de semana el perro que se quedó en la casa mordió a mi abuela… Yo que sé, ya estaban los elementos básicos. En ese momento, entonces, fue simplemente filmar algo, onda, quedarse en sólo los elementos que sirvieron para su ejercicio. Después, en el 2005 me fui a vivir con una mujer con la que después me separé y en un momento volví por unos tres meses a lo de mi vieja. Por aquel entonces tenía una cámara propia e hice dos o tres medios en la facultad y ya trabajaba haciendo documentales e institucionales y ahí volví a la casa materna y a filmar a mi abuela sólo en el jardín. Recuerdo que a mi obra, en el final cut le había puesto “En el jardín”, como la de Peter Sellers. Vi en mi abuela esa cuestión de filosofía y reflexión, filosofía sencilla, ojo, entre abuelo y niño, acerca de las flores y las plantas, y ya de ahí se empezó a dar un movimiento del balcón hacia adentro.

La película atravesó muchos procesos, ganó el FONA, después también ganó en el Work in Progress de 2010… ¿Cuando fue que sentiste que tenías una película entre manos?

Desde el principio sentí que estaba ocurriendo una película delante de mí. Yo siempre la defendí, en términos casi de una ficción. Era esa forma de filmar, del montaje, de la cámara y, en definitiva, de contar historias. Quería evitar a toda costa la estructura documental del reportaje, de los bustos parlantes y eso. A mí, lo que me pasaba en el rodaje era que en un momento, cuando sentía que había una escena que servía, simplemente era porque me decía algo así como “esto parece una película”. También, lo que necesitaba de la ficción era que el asunto era tan comprometido emocionalmente para mí que yo realmente necesitaba esa distancia que me permitiera filmar y sobrevivir. Volviendo a la primera pregunta, yo podría haber editado una película que era mucho más metacine, porque lo que también pasó fue que a medida que fui filmando, mi abuela también fue integrando el proceso de filmar. Mi abuela en lo mismo que grababa, se empezó a interiorizar preguntándome cosas que a ciertos críticos o ciertas escuelas de cine les hubiera encantado, que se hubieran regodeado en eso, que era ella diciendo “¿estás filmando un documental o una ficción? ¿cuál es la diferencia?”. Es decir, podría haber ingresado muchísimo más en eso. Lo que pasa, y que se ve en todas las películas que abusan de eso, es que es anticlímax total. Si yo jugaba con eso, de que los personajes estuvieran todo el día saliendo y reflexionando de su lugar en el film, lograría llamar la atención sobre el discurso de la película, algo así como decir “mirate esta pirueta que hago” , pero me olvidaría un poco de la historia. La historia es lo que manda y ahí estaba mi emoción. Siempre es tentador, pero hay que tener cuidado de que a uno no se le vaya la moto con esa cosa metacinematográfica. Kiarostami hace mucho eso, pero me parece que siempre logra una especie de equilibrio. Las cosas que agrega, como al final de El sabor de las cerezas, no termina por romper esa ilusión de que hay una historia que está sucediendo delante de nuestros ojos. Imaginate que en el montaje, en 260 horas había muchas películas posibles. Las escenas que me generaban la ilusión de estar frente a un largo de ficción fueron las que mandaron. Yo al principio el comienzo ya lo sabía, que era ese mandato de mi abuela de filmar las flores, y el final, cuando lo filmé, lo supe. No de un modo intelectual, simplemente lo sentí. Bueno, puse el principio, puse el final y a partir de ahí hay que hacer el medio. Fui poniendo esas escenas que eran esa especie de grajeas que iban contando la historia. Las pensé casi temáticamente. Ejemplo “acá tengo estas escenas que son los dramas cotidianos”. Después, “qué escenas me sirven para mostrar que mi vieja está cada vez menos en casa, que está en una pareja…”, y así con todo.

A mí me pasó que, sabiendo que vos fuiste hijastro de Levrero, antes de ver la película pensé que la cosa iba a ir más por el lado del metacine, como una especie de herencia metaliteraria de, por ejemplo, El discurso vacío.

De hecho, cuando yo presenté el proyecto al FONA, yo lo había dividido en núcleos temáticos. Estaba la figura del perro, de mi abuela, de la nueva pareja de mi madre y también de la cuestión familiar. Ahí justamente yo hablaba sobre el discurso vacío, que de hecho tiene de personajes a Jorge –para todos es Levrero, pero para mí siempre fue Jorge-, mi madre, mi perro que se llamaba Pongo y a mí, que aparezco brevemente como un niño rompepelotas que lo va a molestar. Cuando mencionaba eso, tomaba la imagen de algo que nosotros hacíamos cuando vivíamos en Colonia, que eran las “Reuniones de familia”, que se armaban cuando había que discutir un tema que iba desde si yo iba a tener permiso para ir a bailar, o si nos íbamos a mudar de una casa u otra. Yo por ser hijo único, siempre me pasó que era un adulto más. Es algo que les pasa a los hijos únicos, que quedás en el medio. Y eso pasa con la figura del mediador, que en la película también queda bastante claro. Yo decía que esa necesidad de filmar era poder poner un espejo que ordenara un poco ese caos. Jorge predicó mucho esa cosa de escribir para poder vivir, y de hecho eso en El discurso vacío lo habla. Eso de “escribo para recordar y recordar viene de cordis, de corazón, de volver a pasar por el corazón”. Esas primeras películas que uno hace tienen eso de “necesarias”. De hecho, cuando gané el FONA, me vino esa duda jodida de si estaba bien filmar, de poner eso en una película.

¿Como te colocaste ahí?

Si entrás tenés que jugar las reglas de que si bien tenés esa cosa de hijo y nieto, y también eso de que sos ese cineasta que estás persiguiendo la emoción, estás subordinado a unas cuestiones técnicas muy estrictas. Tenés que tener claro que lo que te importa más en el fondo es la película, en el sentido de que funcione, de la narración. Eso incluso, hasta mi abuela me lo dijo. En un momento de mucho dolor, mi abuela se enojó conmigo y me dijo “a vos no te importa lo que pase conmigo, a vos lo único que te importa es sacar la foto”. Y me dejó realmente helado, no supe qué decir, porque en el fondo eso es, en parte, cierto. Hay veces que cae gente que me habla de que quiere empezar a filmar, no sé, a un hermano que sufre de esquizofrenia y le digo “mirá, si vas a entrar a este mundo, tenés que darte cuenta de que estás haciendo una película, que vas a estar todo el tiempo negociando con tu lugar real”. Pero en definitiva, eso también pasa en la ficción, uno tiene que negociar con actores, que son personas de carne y hueso, y eso también pasa. Fijate, si no, a Herzog y Kinski en Fitzcarraldo.

Una cosa que había pensado de tu película es que hay mucha consciencia de composición del cuadro. Hay en los planos una especie de condición de naturaleza muerta.

La propia casa, el hecho de estar filmándola, me fue permitiendo encontrar esos lugares, esos puntos de cámara donde yo podía filmar con suficiente distancia. Yo quería que se generara cierta cuestión irreal, de ficción, con los cuadros y la luz. El encuadre tenía eso, llevaba las cosas a ese lado plástico, pero con los límites que me imponía el hecho de que seguía siendo un documental. Yo no podía correr una cosa, pedirle que alguien se mueva de lugar, como un set. Sin embargo, cuando tenés la cosa seteada, cuando empezás a captar los ritmos, empezar a manejarte en el apartamento y saber donde están los encuadres, encontrás ese punto tipo Buscaminas, que tocás ahí y se abre. Yo, cuando encontraba esos puntos pensaba “yo sé que acá va a estar bien y la acción más o menos va a tener que pasar acá”. El cine, sobre todo en la búsqueda de posición de cámara, es una cosa muy física. Durante la filmación era como jugar al fútbol, yo iba a practicar todos los días, pero no sabía cuándo iba a haber partido. De repente llegaba, era la escena clave y había que estar ahí y clavar el trípode. “¿Qué hago con esta mesa?... No puedo ir ahí porque invado la acción…”, esas limitaciones que te imponen las propias condiciones, empiezan a formar parte, no sólo de la estética ya, sino del alma de la película.