lunes, 21 de marzo de 2011

La casa muda (Gustavo Hernández, 2010)

“¿Qué te hicieron?”

Las últimas grandes noticias de la industria cinematográfica uruguaya –al menos en cuanto a repercusión mediática- no vinieron tanto de manos de los grandes festivales (como fue la participación en los Cannes de Whisky, o el Oso de Plata de Gigante), como por sus logros técnicos, en cierto modo entrando en una categoría más vinculada a los records y las cifras, que a los jurados y crítica especializada. Todos más o menos conocen la primera gran mención: la contratación millonaria de Federico Alvarez, apadrinado por Sam Raimi, tras haber realizado el corto Ataque de pánico, un video con resultados visuales del más alto cine comercial con un presupuesto de trescientos dólares. Ahora llega La casa muda, película de horror que cuenta entre sus particularidades técnicas haber sido filmada en un en tiempo real y en un solo plano secuencia, los setenta y dos minutos que transcurren en la vida de una protagonista acosada en una casa tapiada del interior. Salvando las diferencias (tanto temáticas como estilísticas), la idea ya había sido trabajada por Sokurov en El arca rusa, pero uno de los principales ganchos del film uruguayo no era sólo el condimento de “terror en tiempo real”, sino, una vez más, el mérito de hacer mucho con poco: la película sólo costó seis mil dólares, y fue filmada con una cámara digital fotográfica, siendo apenas el segundo largometraje en el mundo en ser filmado con tal dispositivo. Ni bien corrida la noticia, un estudio de Estados Unidos compró la idea y todo parece que habrá una película norteamericana que tome elementos de la uruguaya, posiblemente en lo técnico, aunque no se sabe muy bien en qué aspectos de lo temático.

Todo esto queda en la mera periferia de lo que puede ser un análisis del film, algo más comúnmente visto en gacetillas de prensa que en crítica cinematográfica propiamente dicha.

Siendo precedido por un gran heredero de Edgar Allan Poe como es Horacio Quiroga, llama la atención cómo el cine de horror o terror uruguayo siempre se debió a sí mismo una gran, o al menos, decente película de dicho género. Los ejemplos siempre fueron varios, pero generalmente fallidos, ingenuos, o al borde del amateurismo (recordar el hombre lobo de guata en Plenilunio, de Ricardo Islas), casi siempre distribuidos en vhs, o reproducidos en festivales del género más bien proclives a lo bizarro. En este sentido, La casa muda retomaba, de cierto modo, la posta inaugurada con el programa televisivo Voces anónimas (serie un tanto irregular en lo técnico como en lo narrativo, pero ponderable en su idea original, y efectiva en algunos capítulos aislados), recurriendo a la recreación libre de un suceso enigmático de la crónica roja uruguaya. La película se centra en un hecho truculento registrado en Godoy, Uruguay, por el año 44’, donde se encontraron en una casa tapiada una serie de cuerpos mutilados, acompañados de un montón de material fotográfico que quedó regado en la escena del crimen, pero que no fue suficiente para concluir ninguna investigación.

El mago Luque

La cámara en mano (con unos filtros ocres, que le dan a aquella zona de campo un aspecto más venido a menos aún) es un personaje mismo en el film, partiendo al comienzo como un voyeur de Laura, como si fuera la misma presencia de la casa la que la siguiera a hurtadillas, arrinconándose en pequeños espacios con momentos en los que la protagonista casi pudiera llegar a oler la respiración del observador al borde de la nuca. En una película de una sola toma, el manejo de los tiempos y los desplazamientos (y, para completar el calvario, el complejo juego de iluminación –considerando que casi la totalidad de la película se da en una casa tapiada, sólo alumbrada por una serie de linternas) reclama del equipo técnico una habilidad rayana en lo coreográfico. En estos sentidos, Pedro Luque (director de fotografía del film) puede presentar a La casa muda como película de tesis, siendo la culminación de un proceso profesional y artístico propio que ha crecido a pasos agigantados. Los primeros dos tercios del film son impecables, con un sólido manejo del pulso y el suspenso y dándole al recurso de lugares ciegos y sobresaltos (tan bastardeado en el cine de horror actual) un nuevo uso, o al menos, una maestría técnica que no se ha visto en casi ninguna película contemporánea. Esta es algo así como la primera parte más slasher del film: dos personas entran a una casa tapiada, en donde hay alguien o algo que se lanza a perseguirlos como un cazador. Efectiva y contundente, a menudo vista entre la rendija de los dedos, la película retomaba (o inauguraba, al menos en el cine nacional) el horror del interior profundo, el miedo sencillo pero paradigmático de que en el medio de la nada, nadie te puede oír gritar.

La maldita tuerca

Pero entonces pasa lo inconcebible. Ya bien avanzada la película, la historia comienza a pegar una vuelta de tuerca a la cual al principio nos cuesta entender y después nos cuesta aceptar, convirtiendo la película, la trama y nuestras expectativas en algo completamente diferente a lo que venía siendo. En el cine de horror, las vueltas de tuerca son a la historia lo que una pentatónica es a un blues, pudiéndose citar como film iniciático de este estilo El gabinete del Dr. Caligary, como también Psicosis, o la más bizarra Sleepaway Camp. Sin embargo, la gran lógica, el quid de la cuestión con la famosa vuelta de tuerca, no es tanto el efecto inmediato de deslumbramiento del espectador, sino la reconstrucción que le permite al mismo hacer de lo acontecido. Así, la gracia de la vuelta de tuerca es cómo el film sigue operando mucho después de terminado el film, en una especie de comunión entre mago y aprendiz. Sin embargo, en La casa muda, no sólo no hay nada que le permita al espectador prever lo que va a pasar –y por lo tanto, volver sobre sus propias huellas-, sino que, dado el cambio de circunstancias, se generan agujeros de guión inmensos que en esa revisión, son como una torre de yenga que se desploma por completo. Sería complicado explicar a fondo las razones de estos errores sin revelar más datos de los permisibles, pero hay un montón de situaciones que no cuajan, que desorientan argumentalmente –en el mal sentido- o que, al menos, para hacerlos, debería requerir un forzamiento de cierto tipo de explicaciones ad hoc que resultarían harto artificiosas. Realmente es una lástima y una locura lo que pasa a partir de la vuelta de tuerca, con un guión intentando integrar una subtrama que no le calza en ningún sentido con el metraje, y que, para peor, no deja lugar alguno a la imaginación al espectador, introduciendo un epílogo entre redentor y quiroguiano que trata al espectador de estúpido (condescendientemente en esta segunda acepción, sádicamente en el primer momento).

Realmente, por momentos, el “qué te hicieron” que repite más de una vez la protagonista habría que hacérselo a una película que si hubiera seguido la senda más sencilla, a lo Tobe Hooper y no tanto a lo Shyalaman podría haber dejado una cuña en la historia, quizás no sólo del cine uruguayo, sino también del internacional.

El madito pudor

A estos errores guionísticos se le suma otro de matriz más bien ideológica. En un momento, se muestra en la casa un montón de fotos de lo que parecen ser orgías que se estaban celebrando previamente allí. El tono vintage de las fotos polaroid parecen más una tentación estética de cierto universo de fotografía indie actual que de la realidad de un morador en una casa pobre en medio del campo (las polaroid son tan caras como difíciles de conseguir en Uruguay). Esto último dejémoslo de lado, considerando que quizás los realizadores no estaban interesados en hacer una película centrada en Uruguay, sino en un campo más bien indefinido. Lo realmente molesto de este detalle son dos puntos. El primero: considerando que se celebran orgías de tono más bien sórdido en una casa hecha pelota en el medio de la nada (al menos, el fondo de la casa en las fotos no parece una mansión en Punta del Este), uno esperaría que el material femenino fotografiado acompañara dicha estética. Completamente al contrario, las chicas que aparecen fotografiadas son demasiado lindas, demasiado cool, algunas al borde del pin-up, como para imaginarse en tales correrías. Uno sabe que los tipos que sacaron las fotos no tienen la onda, la belleza, ni la guita para tener esas chicas haciendo esas cosas en esa casa. Y segundo y más importante: ¿cómo puede ser que en el montón de las fotos exhibidas en el film no aparezca siquiera una teta? Para cualquiera que haya visto fotos de orgías amateur, sabe que lo que menos hay en las mismas es espacio a la imaginación. Por el contrario, todo es demasiado estilizado, demasiado “cuidado” y arty como para unos bufarras del medio del campo. Cabe decir que si se hubiera preferido mantener un tono más leve, sencillamente se podría haber insinuado la existencia de dichas fotos, no era tan difícil. Si entrás a la pista tenés que bailar, no te metas a introducir sub-tramas en las que no estás a la altura de las consecuencias.

Lo que queda de La casa muda es el misterio, no el misterio presentado en la misma película, sino el misterio de qué pasó y qué podría haber sido, si se hubiesen tomado otras decisiones.

Publicado en La diaria, el 21 de marzo de 2011

martes, 15 de marzo de 2011

Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues, 2009)

La reina ha muerto

La primera escena es desconcertante, pero de alguna manera desmontará de primera toda la maquinaria que hace funcionar a Morir como un hombre. Primero, vemos el rostro inexpresivo de un personaje indefinido siendo camuflado por una mano mecánica y displicente. Luego, vemos a ese joven arrastrarse por un denso bosque junto a un compañero soldado, abriéndose paso por la noche. No entendemos si están en una guerra, si es solamente un simulacro, o en qué momento histórico se asienta la película, pero rápidamente nos encontramos con que los dos jóvenes soldados encuentran un rincón silencioso y cubierto y se embarcan en un presuroso acto sexual. La cámara, fiel al estilo que la caracterizará, permanece en un estado de suspensión, enfocándose en partes, seccionando los cuerpos o el entorno en un mínimo detalle. Una vez que los jóvenes terminan, se abren paso por el descampado y se topan con una extraña y luminosa casa en la que hay dos travestis componiendo un tema en el piano. Los ven de lejos, desde el otro lado de la ventana, completamente hipnotizados. De repente, uno de los voyeurs le dice al otro que aquellos deben ser amigos de su padre y en un impensado rapto de ira el otro dice “mi padre está muerto” y le dispara, sin más.

La próxima escena, en que partimos de lo que parece una selva, pero termina siendo un invernadero, señala este sistema de encadenamientos con que comenzaba la película: un juego constante de escalas, con hogares paqueta que aparecen en medio de un campo de batalla, con canciones cantadas en lip sync con total sentimiento (la escena de la drag queen negra cantando “Total eclipse of the heart” como si fuera la mismísima Bonnie Tyler, hasta que se corta la música y escuchamos su verdadera voz disonante), con la muerte y el sexo oliéndose sus mutuas colas.

Joao Pedro Rodrigues lleva la historia de Tonia, un travesti dispuesto a cambiar su sexo para poder satisfacer a Rosario, novio modisto con serios problemas de drogas con quien establece una relación de amor y mecenazgo siempre al borde de la disolución. Lisboa, lejos de las clásicas imágenes de sus hermosos puertos, es un mundo crepuscular, gélido, por momentos vaciado. Volviendo al tema de las escalas, sólo vemos, sólo existe el mundo de Tonia: compañeros de camerino (entre drags y modelos sadomasoquistas enfundados en latex), peluqueras travestis, o su mismo hijo (quien al tiempo se revela como el soldado con quien comenzaba el film). El resto del mundo –como los taxistas o los transeúntes- no se lo muestra, o para ser más preciso, simplemente no existe.

Esta Lisboa crepuscular habla del mismo estado vital del protagonista, que no sólo está quedando viejo y desactualizado en el teatro donde se construyó su persona, sino que uno de sus implantes de siliconas ha iniciado una infección que está tomando todo su cuerpo. La trama de los últimos días de un travesti no parece justamente la más alentadoras de las tramas, pero la película, filmada, no en clave tragicómica (como se ha dicho por todos lados), sino por una noción sobre la vida y la muerte inherente al kitsch y el melodrama se abre y transforma de múltiples maneras, tal como aquel pene de papel transformado en vulva en una excelsa demostración de origami que hace un doctor al comienzo del film. Lo que vemos no es tragedia ni comedia, es la vida, pero no “la vida misma”, para la cual podríamos pensar en un formato realista, sino la vida filmada desde sus pasiones, desde sus picos altos y bajos, drama y felicidad quemando la piel, algo que sobrepasa al mismo director y que coloca a su obra en la línea de la de personajes como Fassbinder, o Pedro Lemebel, y no tanto con Almodóvar, quien no podría ceder a la tentación de mostrar a Tonia brillar en escenario, levantar velas con su presencia escénica, mientras que al portugués no le tiembla el pulso y la deja fuera del foco de luz, solo exhibiéndola tras bastidores, o en taxis solitarios. Rodrigues, como Fassbinder es inmisericorde, tanto con la alegría como con la tristeza.

Otro ejemplo claro de esta noción de realidad e irrealidad ocurre a casi la mitad del film, en donde Tonia y Rosario, en una desviación que toman por el bosque se encuentran con la casa aislada de Maria Bekker (que al parecer es un personaje televisivo bastante conocido en Portugal), casi cerrando un círculo completo, a la que son inmediatamente bienvenidos. Todo lo que transcurre allí, desde la tumba del soldado desconocido, hasta la escena de la caza de luciérnagas (con un jolgorio bucólico limítrofe entre El sueño de una noche de Verano, de Shakespeare y Comida sobre la hierba- Jean Renoir, 1959), o el plano secuencia de la canción de Baby Dee en filtros rojizos, es rodeado por un aura mágica, tan diferente a todo lo que venía aconteciendo, que puede perfectamente no haber ocurrido, o al menos, haber sucedido en un rincón del alma de Tonia, como un sereno réquiem antes de su muerte.

Todo esto se alimenta de una dirección de arte excelente, con una cámara que tiene el mismo amor fetichista declarado hacia los objetos que los mismos personajes o, por así decirlo, toda la cosmogonía queer. Como todo aquello que Tonia encuentra enterrado por su perra en el jardín, ya sea un sueco, una metralleta de juguete, una cremallera, un ramo de nomeolvides, un rosario de oro, una extensión de peluca, es mucho más que un accesorio, es un pacto, una forma de encontrar la tragedia en lo banal y lo banal en la tragedia, de salvarse en el fulgor del objeto, una tablón para navegar a la deriva por el río Aqueronte sin mojarse los taco agujas.

viernes, 4 de marzo de 2011

Hey Ladies! - Señora (Feel de agua, 2011)

Aplicadas

Una curiosidad que la perspectiva de vivir en el 2011 permite percibir es que, a diferencia de los ochenta o los setenta, los noventa fue una década que nunca se murió del todo. Toda década en general es negada por la subsiguiente, período de diez años que con el tiempo se fue acortando al rango de seis, siete años. Hoy, lo más demodé que podría uno recordar es ese estilo de nü metal que por un momento acarició cierta popularidad en la escena uruguaya (estaba Cleptodonte -más bien con un funk metal-, más conocidos por aquella canción del 104, y a la lista se le sumarían otras como Cave Canem -que en realidad es más reciente). Sin embargo, luego del período de ostracismo típico de ese impasse, surge la reconsideración de la década pasada, muchas veces de forma sincera, otras veces de forma paródica (pensemos el revival de los ochenta, que hace unos años eran impensables y que poco a poco fueron adueñándose de espacios de la publicidad, la moda y la música uruguaya e internacional). Pero los noventa, en Uruguay, a su manera siguieron su caminoo, como un elefante sonámbulo que se abre paso entre restos de marfil. Nunca dejaron de haber bandas devotas a Nirvana, hoy en día los toques tributo a Kurt Cobain y cia siguen realizándose concienzudamente por bandas como Mareos. Incluso, Buenos Muchachos, posiblemente la banda más importante del indie uruguayo, es un heredero directo de los años del Big Muff, más allá de todas las transformaciones e innovaciones que se fueron dando a los largo de los años.

Es en esta tradición que entra Señora, disco debut de las Hey ladies!, una banda íntegramente conformada por mujeres, que registra en su sonido un puente directo y sin concesiones al sonido de la época mencionada. Desde el comienzo de “Parque acuático”, vemos el pulso impasivo, semi distorsionado, pero a la vez melódico de la guitarra, un estilo que podía percibirse en el Rid of me, de Pj Harvey (de hecho, casi la totalidad de los temas de Señora están completamente arados por la guitarra, la cual aparece siempre sola al inicio, como marcando el tiempo o el ritmo, en algotan ritualístico como el grito clásico de “one, two, three, tour”). Sin embargo, lejos de la furia de Polly Jean, la voz de María Laura Prigue es más amable, más comprometida con la melodía, como una versión más relajada de la de Kim Deal en The Breeders (posiblemente la banda más notoria en el sonido de Hey Ladies!). Las letras tampoco optan por la furia, siguen siendo apostillas emocionales marcadas por rupturas o idilios, pero captadas por un tono medio chabacán y cotidiano, de mate y café con leche, que, de vez en cuando, llega a hallazgos interesantes. Ejemplo de esto se encuentra en versos como “me voy a quedar esperando, como una naba” (en Más plazas), “tus chicles de banana, se nota al pasar, que vos sos un banana, capaz no tanto” (en Banana, quizás el mayor acierto del disco entero). El personaje que encarna Prigue, muchas veces es el de una persona enojada, que no puede, a pesar de su intento, estarlo del todo. Es en esa ambigüedad que Banana es tan buen tema.

Retomando este aspecto, el estilo vocalístico tiene coherencia interna con estas decisiones, pero aún así le falta un plus para que lo haga verdaderamente interesante. Quizás la voz suene demasiado seca, pudiéndose haber optado en la producción por algún filtro que le diera más cuerpo, o capaz que por momentos las melodías buscadas no son las más adecuadas para el registro de la vocalista.

Lo más logrado de todo el álbum sea posiblemente el juego de guitarras, que también están muy inteligentemente grabadas (con las que, más allá de la referencia noventosa –conocida por el muro de sonido más clásico de Sonic Youth-, Señora logra en su mezcla separar e individualizarlas, escuchándose en los audífonos como si uno estuviera en el centro de una estrella, con cada una de sus puntas sonando algo alejadas entre sí). En este aspecto estilístico se reconocen todos los grandes piques de la época reproducidos con astucia: los crescendos y las intros distorsionados a lo Sonic Youth en “Cual es” e “Intromental”, respectivamente; el juego fundamental entre bajo y batería de los Pixies en “Interestelar”; o el sonido de Sebadoh en la entrada y salida de ciertos instrumentos. Se nota que las Hey ladies! entendieron muy bien todo esto y lo plasmaron en un disco consistente y con algunos temas con posibilidad de hit. Aún así, Señora termina resultando la carpeta final de un alumno aplicadísimo, pero demasiado atenido a los apuntes de sus antiguos maestros como para tener ese plus capaz de convertirlo en un trabajo memorable.

Publicado en la diaria el 4 de marzo de 2011