lunes, 12 de enero de 2015

Power Chocolatín Experimento - Jonathan Sánchez (Caracol Rojo, 2014)


Informe sobre Valeria


Pasó mucha agua bajo el puente entre el cover que los Berocay, jovencísimos y bajo la pequeña ala de su padre (Roy Berocay, escritor mítico local de novelas infantiles y juveniles), hicieran de “Autoblues” -cuando todavía integraban La Conjura- y la furiosísima versión de “Informe sobre Valeria”, que se incluye en Jonathan Sánchez, último disco de Power Chocolatín Experimento (con varios EPs a cuestas, ya con Bruno, Demian y Pablo Berocay mucho más grandes). En realidad, en ese río pasó más que agua. Pasó alcohol, resacas, latas oxidadas, agrotóxicos y derramamientos de buques petroleros. Casi en contrapartida a la misma historia de “Informe de Valeria”, en donde en una reedición reciente Fernando Cabrera optó por reversionar un verso de la canción, limando las asperezas que podrían generarse bajo la mirada de la policía de la corrección política (esa inaudita suplantación de “un sofá atiborrado de homosexuales”, por “un sofá atiborrado de rivalidades”), los Power Chocolatín han ido profundizando en  la misantropía y distorsión de su sonido, casi redoblando la apuesta disco a disco.


Esto es algo curioso, casi sintomático, en un país que no deja de aferrarse a los últimos retoños celebratorios del superávit económico de la década, pero que a su vez va dejando en la estela aceitosa de esa lancha último modelo un montón de bandas y músicos enojadísimos, con una producción cada vez más oscura y nihilista. No es que la oscuridad y malestar sea cosa nueva -en los ochenta y noventa era moneda común entre toda la mala onda que irradiaban las bandas postdictadura-  pero curiosamente, en el pico de la crisis económica del 2002, el rock, más que ser un prisma convexo de sus efectos más devastadores, se convirtió en una pastoral, una especie de fenómeno de masas con un “nosotros” bien marcado y un detenimiento en los aspectos más positivos y arengadores. La cosa cambió tanto que hasta las letras de La Vela Puerca en sí mismas son muchísimo más oscuras en la actualidad que lo que era por aquel entonces.

Entonces, quizás lo que emerge cuando uno escucha una banda como Power Chocolatín es la pregunta de “¿qué ha venido pasando, que no lo veníamos viniendo?”. Si uno tuviera que resumir, en plan pensamiento clásico griego, cuál es el elemento que conforma o define el universo de Power Chocolatín, lo primero que saldría a la mente es el resentimiento. El resentimiento social, el resentimiento urbano, el resentimiento paranoico, el resentimiento a veces justo, político y fecundo, el resentimiento que se vuelve boomerang contra sí mismo, que arrastra sus cordones desatados por el piso meado de un baño de bar. En su anterior EP, Ernesto Paz, había un verso gratuito y casi en formato de coda que parecía resumir este universo personal: “Mirá, mirá, gente bien que hace Kite Surf”. En Jonathan Sánchez estos pequeños detalles, esos versos solitarios y punzantes aparecen desperdigados como abrojos en un fondo de pasto guacho. Estrofas como “Parado frente al mundo con la elegancia/ De un niño con sombra de bigote/ Y a vos te parece que es normal/ Hacete el boludo y saluda”, en “Niño con bigote”, o ese verso de la frustración dialógica de una pareja de cuando te dicen “¿Vos estas bien?/ Como para hablar…”, en “De vuelta en el cuarto rojo” –una especie de guiso espeso de todos los malos momentos que puede atravesar una relación amorosa.
Sentimentalmente, por momentos al disco se le pueden rastrear, estilística y emocionalmente algunas cosas del “screamo”, ese género del punk que injustamente fue asociado a los mucho menos vitalistas emos de fines de la primera década del actual milenio. Incluso, hay algunas canciones que perfectamente podrían haber figurado, por citar una banda nacional, en el disco Le petit détail qui change tout, de Hablan por la Espalda. El tema es que justamente, la sinceridad dolorida y supurante del screamo convive con esa cota más cínica, que hace más difícil encasillar al álbum.
En ese plano, el sonido está a la altura de todo lo comentado sobre las letras. Con un doble bombo enloquecido, entre metalero y hardcore, que arrecia en el comienzo mismo del disco (“1, 2, 3, va”), la arenga furiosa de golpe pega un volantazo y baja temporalmente el ritmo para entrar en esas mesetas efectivísimas de At the Drive-In. Demian grita “vienen por todos, por mí y por todos acá” y se lo ve más paranoico y violento que nunca.

El rock uruguayo y el grito es un tema complejo, un tema que daría lugar a una nota en sí misma. Uno podría pensar en Pedro Dalton y en ciertos momentos imprevistos de Pau O’Bianchi. Incluso, extendiendo el criterio, uno podría recordar el lamento desesperado –sí, que no es un grito en sí mismo- de Darnauchans en “Pago”, o Jorge Lazaroff en la psicótica –psicotizante- “El ojo”… pero me estoy yendo de tema… la cuestión es que si hubiera una lista de gritadores, Demian estaría en esa lista. Y sin embargo, también es un cantante curiosamente melódico para la media de bandas de alta factura de distorsión. Jonathan Sánchez posiblemente sea el disco en que se lo encuentre en mejor forma, con mejor economización de recursos. Casi todo lo que antes le hacía sonar a la escuela de cantantes influidos por la vocalística de Incubus (una banda que curiosísimamente moldeó el sonido de un montón de bandas jóvenes de mediados de los 2000) desapareció, y ahora el enojo se siente más directo que nunca.

Mención aparte merece la batería de Bruno Berocay, que muchas veces logra instalar dentro de la canción una revolución contraria, como esas ruedas en cuyo giro, si uno se concentra, permite percibir dentro de ellas un movimiento contrario al eje, pero aún así, en perfecta sincronía. Este movimiento opuesto por momentos parece encarnarse en los sonidos latinos, un sincopamiento que mete, como una comadreja escabulléndose en la apertura de una banderola, un breve momento de cumbia, a veces algo casi colindante con la salsa. Aun así, no todo corre de parte de Bruno, también Pablo Berocay, con el bombardeo de sonidos programados hace lo suyo. Momentos altos de esta incursión es el alud electrónico acompañado por vientos –muy a lo “The National Anthem”, de Radiohead-, en “De vuelta al cuarto rojo”, con una irrupción aporreada del teclado que retrotrae, cambiando completamente de género, el piano de “Moto 1” del brasilero Raimundo Fagner.


“De vuelta al cuarto rojo” es tempranamente el punto más alto del disco, pero posiblemente lo más insigne o representativo del sonido de Power Chocolatín es el cover de Cabrera con que comenzaba en esta nota. En un terreno donde cada vez –al fin, podría decirse- se rescata más a Cabrera, los covers suelen rodear su costado más puro y poético. En un escenario repleto de músicos argentinos, o españoles que se mueren por hacer un cover de “Imposibles”, la elección de los Berocay por “Informe sobre Valeria”, posiblemente el tema menos amable de la carrera de Cabrera, va más allá de una simple elección estética y se vuelve una declaración de principios. Versos como “Por la cara de Valeria/ deduzcan asco, abulia y otras cosas/ ella todo lo soporta/ porque es bastante astuta, fina y falsa” suena curiosamente actual, y Power Chocolatín rescata todo ese ánimo volviéndolo más furioso que resentido. Una bola eléctrica y epiléptica que no cambia un ápice de la letra, pero la vuelve otra cosa. Escuchando ese tema uno comprende a los Power Chocolatín, cada vez más fuertes, nadando cada vez más hondo: unos mineros que escarban y escarban para volver carbón al diamante.

publicada en la diaria el viernes 9 de enero del 2015

viernes, 26 de diciembre de 2014

Los 10 discos uruguayos del 2014

Los diez del 14’

2014 fue un año lleno de música. La ya acostumbrada profusión de discos grabados de forma casera y los nuevos sellos con música descargable de forma gratuita (incluso en artistas de larga trayectoria como lo ocurrido en el lanzamiento online de Formidable! de Riki Musso) quintuplicó el ya vasto material que había que cotejar a la hora de hacer las famosas listas de fin de año. Fue tanto lo que circuló, que dio para hacer, por fuera de los acostumbrados diez álbumes nacionales-internacionales, un conteo aparte los diez elaborados en nuestro territorio.


10) Ataque Chino- Archivo 1 (edición independiente)
Prácticamente construido como un diario de viaje, rincones de Irlanda, Estonia, Alemania, Latvia y Noruega se entremezclan en pasajes mentales como si alguien decidiera arrancar todas las fotos de un álbum y arrojarlas al viento. En los últimos tres años la poesía y el rock nacional han ido sufriendo un largo proceso de polinización mutua, alternado entre referencias a veces demasiado evidentes (por ejemplo, la de Pequeña Orquesta Reincidentes) y una dificultad de decodificación entre los tonos y las necesidades propias del pop y de la palabra escrita. Archivo 1 no deja de tener un tenor a proyecto piloto, pero es posiblemente haya oficiado de cura en el matrimonio más feliz entre estos dos mundos tan difíciles de conjugar.


9) Riki Musso- Formidable! (Montevideo Music Group)
Posiblemente el disco más celebrado, comentado y analizado del año, con un Riki Musso que luego un álbum críptico, retornaba a las canchas con un sonido más “normal” (habría que agregar, tres o cuatro comillas más al término para que se aproximase a su verdadero sentido) y una extrañísima raza de temas tan hiteros como surrealistas. Formidable! no es sólo una expedición de safari por el vastísima sabana mental de Musso (con sus animales, sus personajes excéntricos y desgraciados y sus laberínticas permutaciones de pensamientos sin ancla), sino una pieza arqueológica, o más bien un resto fósil –pero pasible de ser devuelto a la vida como el adn de dinosaurio reposando en los mosquitos atrapados en las piedras de ámbar de Jurassic Park- que nos permite rastrear aquello que una vez fue, o que podría ser el Cuarteto de Nos. Elemento de peritaje del drama más reciente del rock uruguayo, el álbum tuvo una inevitable comparación con lo que posteriormente salió por parte de sus antiguos compañeros y fue prácticamente unánime la opinión de la crítica sobre quién siempre había tenido razón.


8) Ivan y los Terribles- Los incautos no fallan (Esquizodelia)
Una especie de contra-manual de la moral y las buenas costumbres, Los incautos no fallan es un disco lleno de mala leche, de esa que solíamos ver en su esplendor más agrio en los primeros discos de Wire, o Crass. Con un bajo tan sucio y punzante como los rayos de sol que se cuelan por la persiana en una mañana de migraña, la banda no necesita de guitarras para hacer un muro de sonido que se van acumulando como los ladrillos alrededor de un condenado a emparedamiento. Aun así, detrás de toda la misantropía, hay una cuota vital, algo que parece escaparse en sus bordes, como una irrupción salvadora de la entropía.


7) Vincent Vega- El gran galgo (edición independiente)
Vincent Vega era la mejor banda de folk del Uruguay. En la asepsia melódica de las dos guitarras acústicas, los cuidadísimos arreglos y superposición de voces entre Matías Gonzalez y Mauri Sepúlveda se encontraba un nivel de fineza pocas veces visto en alguna banda –sobre todo, tan joven- que recogiera los sonidos maderosos de los hitos vivientes del folk de los sesenta. Un par de años después, el dúo se convirtió en banda y se pasó al sonido eléctrico, pero el resultado fue tan contundente que no fueron necesarias protestas como las que sufriera Dylan en el Newport Folk Festival. Con un swing envidiable, el nuevo sonido de Vincent Vega los eleva al nivel de los Travelling Wilburys uruguayos (o quizás, en igual medida, la versión local de The Band), haciendo gala de ese juego de voces que siguen intactos en temas como “She’s a boy”, posiblemente una de las mejores baladas que haya dado el rock uruguayo en los últimos años.


6) La Orquesta Subtropical- Tropicalgia (Ayuí)
En la canción “La negra Sofía” Diego Azar canta “No hay nada de malo con los repiques y sí hay cosas malas que alborotean / No hay nada de malo con ser ingenuos y sí lo que complicaría es no aprender / Tu nombre es sabiduría pero los griegos no son los que mandan aquí / acá manda aquel bantú que nunca viste". Tal estrofa es prácticamente una declaración de principios sobre la difícil relación entre la amnesia selectiva del rock uruguayo –más que nada el postdictadura- y la herencia negra de nuestra música. Armada originalmente como una superbanda para tocar en whiskerías, Diego Azar sumó a su proyecto figuras míticas de la talla de Carlos Fortes y Carlos “Boca” Ferreira, junto a una sección de tamboriles de altísima factura, para dar con un disco lleno de candombe y plenas (un estilo muy particular de plenas, propio de los años cincuenta, producto de la mixtura de los músicos caribeños y los locales) que nos llevan a un Uruguay no muchas veces inspeccionado. En años donde la cumbia, el pop latino y los sonidos caribeños volvieron a ocupar la primera plana (entre ellos músicos de muy diferente en extracción y público como El Gucci, El Reja y Lucas Sugo), al mismo tiempo que bandas de rock y electrónica importan los sonidos, a veces olvidándose de lo más íntimo del género, La Orquesta Subtropical ofició como la vuelta a un purismo perdido, una pieza para recordarnos de todo lo que nos estamos perdiendo.


5) Alessandro Podestá- Partido el ganado (Feel de agua)
Alessandro Podestá ya había hecho una excelente carta de presentación con sus discos Aspavento (2009) y, sobre todo, con Lo que no sé (2012), una tan densa como interesante pasta hecha del vastísimo folclorismo latinoamericano. En contraposición a su anterior álbum, Partido el ganado saca del eje lo percusivo y coloca en el centro de la composición la guitarra, un instrumento que se parecería en un mismo rasgado fisionarse y convertirse en muchos seres de voluntad propia. Con temas que incorporan la milonga, el huayno , la zamba y el rasguido doble, Partido el ganado coloca a Podestá no sólo en el sitial de los guitarristas más interesantes de nuestro país, un terreno cada vez más interesante, compartido con otros músicos emergentes como Santiago Bogacz (que quedó fuera de la lista por mero injusticia de la decena exigida), sino también como uno de los vocalistas más interesantes de la vuelta –escuchar en particular en “Cada pueblo y cada plaza” los ecos vocalísticos del Lazaroff de “Albañil” o “Milonga del caminante” en esa forma mántrica de mantener una vocal o una consonante.


4) Hijo Agrio- Jabalismo (El octavo sello- Módulo Records)
“Gueeerreeeroooo, guerreeeroooo!”…en algún momento la negrura en el rock se había perdido, como si una represa hubiese secado los cinco ríos del Hades. Por supuesto, seguían estando los Buenos Muchachos, los lejanos recuerdos de Gallos Humanos, alguna banda de black metal, los Mareos, o los momentos más autísticos y autolesivos de 3Pecados, pero Jabalismo de Hijo Agrio volvió a una negrura abstracta que devuelve a una pálida escala de grises todo lo que convive a su alrededor. Con presentaciones en vivo demoledoras y Darvin Elizondo como una de las figuras más extrañas en escenario del nuevo indie Uruguayo, el disco no llega a captar la intensidad de sus espectáculos abiertos al público, pero ya con esos retazos le da para bajar por la espiral descendiente cinco pisos más abajo que el resto de sus congéneres.


3) Ernesto Díaz- Cualquier uno (Ayuí)
La relación del música montevideana con la del interior es tan o más complicada que la de nuestro país con la brasileña. En esta eterna dicotomía, Cualquier uno es un disco que parecería patear el tablero con la agilidad de un salto de capoeira, con ese portuñol  del artiguense Díaz que atraviesa todo el álbum, mezclando samba con candombe y otros géneros con una sencillez y a la vez riqueza compositiva que se vuelven un deleite de escuchar con audífonos. Con un dream team de invitados, entre los que se incluye a Galemire, Leo Masliah, Ney Peraza y Braulio López, las canciones de Ernesto Díaz incluyen oboes, fagots, clarinetes, trombones, chelos, pianos, bajos, congas, mridangas y tamboriles, en lo que es uno de los álbumes con mayor riqueza tímbrica que haya dado el país en los últimos años. Ya al escuchar los primeros minutos del tema de apertura del disco (“Los Oreia”), con Díaz cantando “¿Quién son esos gurí que andan pidiendo por ahí?/ Y comen resto de chivito y toman caña Marumbí”, uno se mete en ese mundo tan lleno de Milton Nascimento y Tom Zé, como de Jaime Ross y Jorginho Gularte y se da cuenta de que lo que tiene en manos no es un disco, es un caballo de Troya importado de Brasil.


2) Julen y la gente sola- Julen y la gente sola (Estampita Records)
El más auténtico suceso dentro del terreno del indie uruguayo fue el de Julen y la gente sola. El disco rápidamente se disparó dentro de su microuniverso, armado sobre la base de pequeños himnos generacionales y un universo personalísimo del cantante y líder Federico de Paula, uno de los músicos vocalística y fisionómicamente más particulares que haya dado el nuevo rock uruguayo. Canciones casi todas orbitando alrededor del colchón autoficcional que se coloca el cantante para sobrepasar los abates del mundo real, Julen y la gente sola es casi un disco conceptual sobre la alienación imaginativa, con varios ríos que beben de los afluentes del twee pop, pero que lo vuelven una cosa distinta al resto de los grupos melifluos que parecieron salir como por molde después de películas como Juno. Ver el toque de Julen en la sala Vaz Ferreira fue de esos espectáculos extraños en donde uno se siente en un lugar clave, en un momento germinal de algo. Habrá que ver qué depara el futuro, pero con canciones como “La chica del mantenimiento” ya hay suficiente lana para tejerse unos cuantos buzos para el invierno.


1) Eté & los problems- El éxodo (Bizarro)

“Sos como Jordan flotando/ sobre las manos del resto/ Y en las alturas/ Estás tan sola”. En el 2014 se dio la casualidad de que el estribillo del año está contenido, no sólo en la canción del año, sino también en el mejor disco. Hecho como un disco de separación, donde el éxodo artiguista –y a la vez el del antiguo testamento- se equipara con el de la ruptura amorosa, en su último trabajo tenemos a Ernesto Tabárez tanto en su versión más dionisíaca y descarnada, como en su más medida e inteligente. Viéndolo desde los sonidos del rock rioplatense, Eté y los problems tienen la peculiaridad de tener un sonido y espíritu por momentos colindante con el del rock de La plata, pero que a su vez se distancia por la pluma de Tabárez que siempre se mantuvo lejos de la imaginería del indie chabón, con una riqueza de imágenes que provenían más de los clásicos y la abigarrada y minuciosa profusión de imágenes y temas  (recordar la impecable y existencial letra de “Los muertos”). En El éxodo tenemos a Tabárez y su banda en lo más cerca del tope de sus capacidades, con momentos de una intensidad impresionante como cuando lo vemos gritando “Río arriba”, así como cuando baja varios cambios y entra en terrenos más introspectivos. Uno escucha El éxodo y se va dando cuenta lo difícil que separar un solo tema. Es más bien la banda sonora de cualquier persona que se va dando cuenta de cómo esa eternidad ficticia que uno se proyectaba en su juventud comienza a derretirse como la escarcha en el freezer de un frigobar. Un disco que nos hace dar cuenta de que estamos solos, pero que no somos los únicos.

publicado en la diaria el 26/12/14

viernes, 14 de noviembre de 2014

El Cuarteto de Nos (Warner Music, 2014)

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El dilema de la cajita de cristal

Difícilmente haya en el rock nacional disputas más ideologizadas que la que rodea a las múltiples transformaciones sufridas por el Cuarteto de Nos desde la llegada de Juan Campodónico a hacerse cargo de la producción y, más que nada, a partir de la renuncia de Riki Musso, luego de la grabación del Bipolar (2009). Hay algunos antecedentes de disputas del estilo: el distanciamiento respecto de lo gótico que significó el pasaje de Los Estómagos a Buitres, las amargas y múltiples escisiones de No Te Va Gustar, las ilógicas peleas entre los fans de Plátano Macho y el Peyote Asesino. Sin embargo, el caso del Cuarteto de Nos parece cristalizar algo que va más allá de la banda y de identidades de su público, algo que toca más el aspecto longitudinal del rock nacional en los últimos veinte años: el papel de la producción y la consecuente internacionalización de la misma.

En un terreno marcado por una sorprendente profusión de proyectos solistas –muchos de los cuales, lamentablemente, suelen sonar demasiado parecidos entre sí (parece haberse puesto en boga el concepto de disco solista electrónico, como una especie de resaca bajofondista)- el intento de determinar quién tenía la posta en tal o cual sonido de la banda dispara bizantinismos, backlashes y reescrituras históricas. En este plano, la pieza de Riki Musso se convirtió para muchos de los fans de la vieja escuela en la piedra Rosetta para decodificar todo lo que pasó o dejó de pasar con la banda. En esta línea una parte considerable del –al menos para quien escribe esta nota- desmedido entusiasmo creado alrededor de Formidable! (2014) fue alimentada más por el despecho de lo que había dejado de hacer El Cuarteto y lo que seguía conservándose en el músico y productor. Una especie de búsqueda de la “esencia perdida” de la banda.

Los reclamos de la esencia de la banda siempre tienen un tufillo de egoísmo infantil. Por momentos, el sentimiento del fan, que a menudo especula con arreglos y presiones de codiciosos y desalmados sellos internacionales, parecería  abrigar el anhelo de tener al músico como la bailarina de una cajita de música que hace el mismo baile, una y otra vez, cuando se levanta la tapa. Parecería existir una necesidad que no cambien, que no los decepcionen. Sin embargo, al mismo tiempo, reclamar integridad artística a un músico parecería suponer que es siempre el mismo y que su entorno vital no cambia en absolutamente nada. En ese sentido, sería menos íntegro tener a un artista cantando sobre cosas que ya no son parte de su vida ¿Sería posible pensarse las críticas a los cambios sufridos por el Cuarteto de Nos como un comportamiento de este tipo?

En una nota periodística, Gabriel Delacoste –que suele comentar asuntos políticos, pero que inesperadamente se había dado la oportunidad de comentar algunos aspectos idiosincráticos de las letras de la banda - hizo uno de los comentarios que más se ajustan a los cambios del Cuarteto: “una banda de pop que pasó de ser rara a decir que es rara”. El comentario era atinado, en la medida en que tanto las letras como la música, que jugaban con el desparpajo, la desprolijidad adrede y la intrusión de elementos e instrumentos impensados de un tema a otro, habían dado paso a los timbres y producción mucho más homogénea del trabajo de Campodónico. Aun así, Raro (2006) nunca había dejado de ser un artefacto pulidísimo y suficientemente efectivo como para poder polinizar las exigencias de la irreverencia cuartetera y el nuevo formato que terminó colonizando mercados norteños. Ya en Bipolar como en Porfiado (2012) el rapeo de Roberto fue agarrando cada vez más protagonismo y las letras fueron dejando casi completamente atrás el tono absurdo para convertise en letras de rebeldía con ribetes existenciales bastante directas y sin muchas de las imágenes que aún rendían en canciones de Raro –aun así, seguían habiendo temas poderosos, como la ira contenida y revanchista de “Buen día Benito”-.

Habla tu espejo es lo que se suele llamar, “un disco de madurez”. Álbumes arriesgados, si los hay, que suelen hacer trapecio sin red sobre temas como ser padre, envejecer y enfrentarse a los propios demonios, intentando de driblear la sensibilería de película y la exigencia fáustica de los fans. En este sentido, Roberto Musso –a cargo de la letra y música de la casi totalidad de los temas- marca el visto sobre todos los ítems posibles: el paso del tiempo (“Como pasa el tiempo”), la paternidad (el corte de difusión “No llora”), el aprendizaje en base a tumbos (“El aprendiz”) la tensa relación de uno mismo con respecto a su propia identidad (“Habla tu espejo”), o incluso la enfermedad de Alzheimer (“21 de septiembre”).

En serio

De más está decir que el humor desapareció y prevaleció, más que nada, una versión disipada de ingenio en frases cortas. Como se venía diciendo, sería algo injusto criticar al Cuarteto sólo porque no hacen lo que solían hacer, pero aun así, incluso recortando el álbum del resto de su discografía y concentrándose en las canciones, el resultado es tremendamente irrelevante. Un poco menos rapeado que antes, con un salpicado un poco más presente de canciones melódicas, Habla tu espejo sufre de un mal que se percibe en la lírica del rap local: las letras son una repetición ad infinitum de un cierto valor, una constatación de principios que se ve reafirmada verso a verso. En el rap uruguayo generalmente estos valores suelen alternar entre ciertos vagos conceptos de izquierda (La Teja Pride en ese sentido tenía un poco más de cancha teórica, en parte debido a la formación académica de algunos de sus integrantes) entremezclados con cierto autobombo y arenga. En algún punto, quien escribe esto podría aventurarse –sin pretender dar una opinión definitiva - que el peso y expansión del freestyle ha sido en parte responsable en la mejora del flow de muchos raperos locales, pero aparejada con letras cada vez más abstractas, que en cierto punto hablan de todo y no hablan de nada, que tienen sentido en la dinámica de un duelo rapero, pero que en la frialdad del papel parecen totalmente vacuas.

El Cuarteto, naturalmente, nunca fue parte activa de ese palo, pero parece haber incorporado algo de esta dinámica. En algún aspecto, la mayoría de la canciones del cuarteto siempre funcionaron con la misma lógica del chiste “The Aristocrats”: no es el remate del chiste en sí lo que vale, si no el in crescendo de barbaridades que iban alineándose en el medio. Uno más o menos leyendo la primera estrofa –incluso cuando la letra se lanzaba a contar una historia- ya sabía cómo sería la estructura de la canción, pero aun así se podía quedar a esperar los versos llenos de ingenio e irreverencia que iban engrosando el saco. No tenía que ser necesariamente absurda la cuestión, temas más o menos lineales y sin intrusión de elementos impensables, como “Ya no sé qué hacer conmigo” seguían siendo poderosísimos en tiempos del Raro.

El gran problema de las nuevas letras de Habla tu espejo es que en el enarbolado de estos temas existenciales no hay ningún tipo de ingenio ni sorpresa. Los versos se suceden reafirmándose en sucesión, pero sin la sensación de vértigo de aquella nueva ocurrencia, aquella imagen impensable que podía precipitarse sobre el escucha. El peso de las imágenes de anteriores discos ceden lugar al peso de conceptos, y entonces la mayoría de las estrofas van del lado de “Aprendí a escuchar, gritando/ Aprendí a dudar, confiando/ Aprendí a sufrir, queriendo/ Aprendí a llegar, esperando”, en “El aprendiz”, o “Voy contemplando cómo pasa el tiempo/ al mismo tiempo rápido y lento/ mezcla de dualidad y cinismo/ miro el reloj y me dice “ahora mismo” en “Cómo pasa el tiempo”, o “Cuando el amor le duela al corazón/ y una tentación le nuble la razón/ y descubra que no existe/una persona salvadora/ la nena se hace fuerte, la nena no llora”, en “No llora”.

Un clásico problema visto en los talleres literarios es cómo, cuando uno empieza a escribir, intenta abarcar todo el espectro emocional apelando a “las palabras grandes”. Esos grandes conceptos, esas grandes metáforas que parecen querer barrer con la fuerza de los términos y no del juego que se realza entre los mismos. Por supuesto, tampoco el uso de “las palabras grandes” es un pecado mortal y muchos han podido hablar impactantemente de grandes temas sin tener que recurrir a conceptos o imágenes más intrincadas. Sin embargo, el gran problema que se percibe en este disco de madurez del Cuarteto es un extraño tufillo a material de autoayuda. Parecería que casi todos los temas persiguen una especie de autoafirmación o enseñanza de valores que se repiten una y otra vez, y el problema es que muchos de los versos que una vez fueron ingeniosos, ahora lo son, pero en formato marcalibros vendido en el Mercado de los artesanos (“Al pasado pisado, como dio Machado/ somos empecinados y peregrinos/ camiante no hay camino/ y si hay es complicado/ pero se puede, claro, ir por otro lado”).

“Whisky en Uruguay”, el único tema de Santiago Tavella aparece como un entreacto agridulce de El Cuarteto intentando hacer una especie de cover de El Cuarteto de antes, con lo que se genera una extraña sensación con respecto al todo que conforma el disco.

Con la música pasa un poco lo mismo: el aplanamiento no deja lugar a mucho, y en algunos aspectos parece, más que marcar la cancha, tomar elementos de algunos músicos que hacen aquello de manera más efectiva. Por ejemplo, “Cómo pasa el tiempo” parece un tema de la fase más electrónica de The Killers; el estribillo de “No llora” tiene mucho del cantado por Rihanna en el tema de Eminem “I love the way you lie”; los coros y sintes de “Caminando” parece sacado del estilo neodisco de Sante Les Amis y “Hielo” tiene una mezcla subterránea que parece sampleada de esa electrónica mezclada con bossa que estuvo en boga en librerías y cafés en los últimos diez años.

Nuevamente, recriminarle a El Cuarteto haber tomado un tono más íntimo y serio es algo demasiado caprichoso e injusto, considerando que cada artista íntegro tiene la libertad de ir confeccionando su música de acuerdo a sus periplos vitales. Sin embargo, el problema está, a todas luces, en el disco en sí, teniendo la única salvedad en la serísima y dolorosa “21 de septiembre”, marcada por un arreglo de piano y cuerdas muy pulcro y algunos versos muy logrados: “Y pensar que algunos años atrás/ decías con convicción/ que el olvido era una forma/ de venganza y de perdón/ que el olvido es libertad/ y afirmando esa contradicción/ te fuiste tan de a poco/ que nunca dijiste adiós”.

El espejo ya no da el mismo reflejo. Es obvio que Roberto y compañía ya no son los mismos, pero será tiempo de ver qué seguirá haciendo el Cuarteto con los añicos que quedaron.

jueves, 28 de agosto de 2014

Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014)

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La venganza de los negros

Quizás con la excepción de El secreto de sus ojos (más que nada inflada por el impacto de haber sido premiada con el Oscar a Mejor Película Extranjera), desde Nueve Reinas no hubo una película argentina con tanto comentario y entusiasmo a su alrededor como el que está teniendo Relatos salvajes, de Damián Szifrón. Con una ovación de pie en Cannes y casi quinientos mil espectadores en salas argentinas durante su primera semana en cartel, Relatos salvajes también pegó su coletazo de influencia en nuestras tierras. En una primera instancia, uno podría marcar una diferencia bastante clara entre el estilo y el contenido de Bielinsky y Szifrón, pero sus dos obras parecen deber una parte importante de su éxito a su ingenio narrativo, pero más que nada al haber encastrado con un determinado momento de la Argentina, o más bien, un conocimiento doloroso y grotesco de la argentinidad.

La argentinidad al palo

Posiblemente la escena más famosa de Nueve Reinas no sea alguno de los trucos de los dos timadores, ni la famosa vuelta de tuerca del final, sino un breve momento intermedio en el que Darín le hace abrir los ojos a su discípulo, deteniéndose un instante en una calle de Buenos Aires, comentando todos los engaños y robos que están sucediendo frente a sus (nuestros) mismos ojos en ese momento. En lo cierto que tiene eso de que el cine es grande por ser capaz de anticiparse a ciertos eventos, pero culpable por no poder ayudarnos a prepararnos frente a ellos, Nueve Reinas captó el sentir general de un país que caminaba por el angosto tablón hacia una de sus más severas crisis económicas. Pero Nueve Reinas no se anticipaba a una crisis económica en general, sino una bien argentina, y por esa misma razón es que había algo que –más allá de la calidad inferior del film- se perdía en la traducción de costumbres de la adaptación estadounidense hecha por Gregory Jacobs.

Algo prácticamente idéntico puede decirse con respecto a la adaptación mexicana de Los simuladores. Si bien la versión mexicana no daba con la gracia del formato artesanal con que Santos y compañía resolvían sus casos en la versión argentina (un error de lectura que la colocaba más cerca de Los magníficos –o “The A-Team”- en la que se había inspirado Szifrón), había algo específico con la raíz tana de la “viveza criolla” porteña de la que los simuladores parecían beber –y, a su vez, a la que solían, en la mayoría de los casos, combatir-, que era intransferible a un país como México, no sólo por la diferente idiosincrasia, sino también por una realidad mucho más terrible en cuanto a la corrupción y sus medios (en ese sentido, el fenómeno narco es algo que dinamita desde adentro cualquier posibilidad ficcional, pero si seguimos este hilo ya estaríamos entrando en otra nota periodística).

De la misma manera, en esa forma de encontrar “soluciones argentinas a los problemas del presente”, Los simuladores era una especie de bálsamo en medio del caos económico e institucional que quedó tras la renuncia de Fernando De La Rúa. El éxito de la serie se sostenía por el manejo de un estilo narrativo clásico y sólido, junto a una conformación de personajes equilibrados y queribles, pero también por poder articular aquello con la fantasía de resolución de un montón de problemas que atravesaba la clase media argentina por aquel entonces. En la epidermis de los capítulos nos encontrábamos historias de amor, de reencuentro, o de venganza, pero lo que permanecía de fondo en la mayoría de ellos eran asuntos propiamente económicos, casi escritos en clave de lucha de clases. En varios de los capítulos, encontrábamos a los simuladores tratando de resolver deudas usureras y desempleos, así como también a ayudar a ganar juicios a administradores de consorcios, construir un sistema de seguros de salud más justo y engañar a estafadores, extorsionadores y el mismísimo sistema de inteligencia de Estados Unidos. Lo que quedaba nadaba en las profundidades de Los simuladores era una cierta noción humanista, la esperanza puesta en una colectividad capaz de resolver sus propios problemas, en tiempos en que los gobernantes parecían fallar casi sistemáticamente –tal como esa miríada de influencias mutuas que iba extendiéndose conforme se iban resolviendo casos.

La conformación de Relatos salvajes en una serie de seis viñetas –todas ellas actuadas por actores de la talla de Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia y Darío Grandinetti- hace imposible no colocarlas bajo el reflejo de aquel programa de televisión antecesor, pudiendo obtenerse algunas reflexiones interesantes, no sólo sobre el proceso de Szifrón como director, sino también de una suerte de lectura alegórica o sintomática de la Argentina actual.

Justamente, en todo este largo preámbulo sobre lo que hace importante, o lo que hizo tan anticipada a Relatos salvajes, se abstuvo de mencionar a otro de los grandes sucesos en redes que expandió la ola de interés sobre la película: la intervención de Damián Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand, hablando sobre la pobreza estructural en el capitalismo y cómo le parece bastante razonable que alguien prefiera ser ladrón a ser albañil, tal como está dado el sistema económico hoy en día. Lo que parece una verdad dada para cualquiera que haya tenido un mínimo de lectura marxista –incluso ciertas lecturas de corte neoliberal - los comentarios agitaron el avispero y elevaron a discusión la intervención que el director –correctamente- no dudó en ratificar.

Los nuevos monstruos

Muchos preferirían silenciar esa suerte de “exabrupto político” del director y limitarse a abrazar las virtudes narrativas y la calidad de entertainer y “director de cine industrial” de Szifrón, pero lo cierto es que la película se entiende con y continúa, de alguna manera, lo dicho por él en la mesa de la “Chiqui”. La escenificación de lucha de clases es algo que atraviesa el film de cabo a rabo: el asqueroso candidato a intendente que la cocinera asesina en el segundo capítulo, el conflicto entre el argentino ricachón y el “negro resentido” en la ruta, la impotencia frente a la burocracia estatal del desactivador de bombas, el arreglo entre una familia y un portero al que se lo quiere hacer cargar con un accidente de tránsito, el mozo que viene a consolar a la novia en el último capítulo. Incluso ese primer extracto algo almodovariano del avión en donde todos los pasajeros se conocen por haberse relacionado con un personaje difuso, sigue el cordel de esa lucha de clases: qué pasa cuando alguien es denostado, olvidado y molestado constantemente por el resto del mundo, cuánto es necesario para cortar un cable rojo que haga estallar toda la maquinaria social que lo sostiene. Lo que hay debajo de esos relatos es justamente el tironeos y las humillaciones constantes que llevan a una persona a robar antes que hacerse albañil.

La película es, por ponerlo en palabras de Luca Prodan cuando hablaba de su canción “La rubia tarada”, algo así como “La venganza de los negros”, ese término genérico, pero muy específico con el que los porteños en un comienzo llamaron a los “cabecitas negras” del interior, pero que con el tiempo fue ampliándose a todo lo que estuviera por debajo de cierto estándar de vida (más alto o bajo de acuerdo a la persona que los critica). Si en Los simuladores había una especie de esperanza en esa forma de lazo social entre los perjudicados, Relatos salvajes es ese otro costado que aparece cuando se quita de la ecuación la variable humanista. Algo similar a lo que ocurría entre la edición de 1963 de Los monstruos, de Dino Risi y la de Los nuevos monstruos, de 1977 (con la colaboración de cortos de Ettore Scola y Mario Monicelli). La primera estaba marcada por un espíritu aún dulce y alegre de la recuperación económica italiana, mientras que la siguiente estaba ya atravesada por el espíritu un poco más pesimista de los setentas. En palabras del director italiano, sobre las diferencias entre su primera y segunda versión: "Mi antigua película era sobre todo un espejo de la sociedad italiana de entonces. En aquella época los monstruos eran bastante cómodos. La monstruosidad no era ni difusa, ni violenta como hoy. Mientras pensábamos en los episodios de la nueva película, nos dimos cuenta que la realidad italiana sobrepasaba la imaginación. Leíamos el periódico, veíamos los telediarios y observábamos monstruosidades mucho mayores que las que tratábamos de presentar. En mi antigua película se podía hacer una deformación de costumbres italianas de entonces. Hoy no sólo la monstruosidad es general, sino que cotidianamente se presenta como un hecho natural. Sólo es necesario poner la cámara en la esquina”.

El ejemplo de Los monstruos no sólo sirve para tematizar un contenido social de fondo que parece atravesar a Relatos salvajes, sino algo propiamente cinematográfico. Los capítulos de la película –filmados con una maestría que a veces están en un punto intermedio entre Almodóvar y Spielberg-, no parecen ser algo que no haya sido contado antes. La pelea entre el automovilista paqueta y el pobre es tan sólo una forma a lo grand guignol de las clásicas comedias de conflictos de clase, como así también lo son el envenenamiento del comensal y la historia del arreglo entre patrones y portero –incluso el mismo ejemplo del caso de omisión de asistencia del hijo menor es un conflicto moral llevado a pantalla hartas veces en la historia del cine. En este sentido, a diferencia de otras obras de su autoría, no hay nada francamente original, ni demasiado interesante con Relatos salvajes. De hecho, vemos todas las historias más o menos sabiendo qué va a acontecer. Lo que los separa de la media de estos relatos comunes, lo que vuelve todo más efectivo y excepcional, tal como sucedía con los segmentos de Dino Risi –que tampoco se alejaban en sí mismos de paradigmas e historias bastante compartidas por el público italiano en general- es algo más vinculado a la intensidad y el pulso narrativo a la hora de llevar estas historias a pantalla. La película agarra la argentinidad y le encuentra el volumen once, la hace más ácida y más explosiva, especula con cuáles son los límites admitidos de la misma. De la misma manera que se colorean los cromosomas para poder obtener datos genéticos, Relatos salvajes es una virtud de la hipertrofia, una especie de caballo de troya vestido de entretenimiento, pero mucho más serio de lo que parece ser.

Relatos salvajes entra en un momento difícil de definir de Argentina, un entorno enrarecido por una especie de progresivo desinflamiento del optimismo kirchnerista, pero al mismo tiempo sin el grado de paroxismo confrontativo y la polarización social que supo desplegar años atrás. En las virtudes señaladas sobre la capacidad augúrica –siempre tristemente tardía- del cine, habrá que ver si Relatos salvajes es una radiografía del argentinismo actual o una anticipación de algo por venir, pero de todas formas, sigue siendo una película engañosamente importante para los tiempos que corren.

Mr. Kaplan (Álvaro Brechner, 2014)

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El nuevo clásico

Entre todo lo que se ha dicho de la reciente y flamante Mr. Kaplan, segundo largometraje de Álvaro Brechner tras la muy lograda Mal día para pescar, hay un comentario en particular que ha sido frustrantemente repetido en los medios y entre los espectadores en general: lo poco que se parece a un producto salido del cine nacional. En la mayoría de los casos, el comentario, lejos ser el visto malo de algún purista que no encontrara en tal obra algo que recogiera elementos de una matriz identificatoria de nuestro país (una disquisición más propia de algunas décadas atrás), suele estar enmarcado como una virtud a señalar. Una virtud que en algunos casos se define en torno a algo que marca diferencia con respecto a un estilo de cine ya establecido (lo que la mayoría de la gente lo ha solido acotar, de una manera excesivamente gruesa, a Control Z y sus sucedáneos), pero también –muchas de las veces- a una que encierra en sí misma un elemento cipayista, la idea de un cine “bueno” en tanto que se parece al propio de países más desarrollados, no casualmente asociado y reducido a los formatos hollywoodenses.

Lo frustrante de la forma en que están zanjadas estas apreciaciones no corre tanto –o “no sólo”- por una especie de complejo de inferioridad subyacente (que bebe tanto del comentario “está buena para ser uruguaya”, como el “está buena porque no parece uruguaya), sino por la miopía de lectura de lo que es la escena cinematográfica nacional. Hoy en día el cine uruguayo en cartelera dista de ser aquel comúnmente asociado con el circuito festivalero, el cine “de los largos silencios”, del “que no pasa nada” que la gente y muchos críticos se han referido hasta el hartazgo. Películas como Re-locos y Re-pasados, Kamikaze, La casa muda, Rincón de Darwin, Reus, o Manyas (quien escribe esta nota sólo rescataría las dos primeras) dan una noción de que la cinematografía uruguaya ya se ha diversificado en microescala, con films de género o con lineamientos de cine más clásico –“comercial” es un término demasiado tramposo- que prácticamente superan en cantidad y en presencia a esas nociones anacrónicas –incluso, infundadas- que se tiene del escenario del cine nacional.

En todo caso, lejos de una discusión sobre lo uruguayo o no en el cine, la aparición de un film como Mr. Kaplan resulta interesante por la presencia, en un mismo año, de dos films (uruguayísimos, a su manera, los dos) de directores sobresalientes y a su vez, en algunos elementos, opuestos. En una primera línea, Mr. Kaplan y El lugar del hijo, de Álvaro Brechner y Manolo Nieto, respectivamente, son dos segundas obras de un refinamiento técnico inusual en nuestra cinematografía, pero con resultados casi opuestos y, en algún punto, complementarios. En El lugar del hijo la impecable fotografía de Arauco Hernández y el sonido de  Santiago Fumagalli, Guillermo Picco y Catriel Vildosola crean una densa capa de extrañeza en la que se siente como meterse bituminosamente en la propia realidad vital del protagonista (la escena del toque de Genuflexos en la Facultad de la Regional Norte es de lo mejor que se haya logrado estéticamente en nuestro territorio). En Mr. Kaplan todo lo que se podría decir de los logros técnicos en cuanto a lo experimental de El lugar del hijo se acentúa en lo elegante y ágil de la obra, la bella plasticidad de las imágenes y la minuciosa selección de los colores (el amarillo de la camioneta robada, el mostaza de la camisa del alemán, el turquesa del vestido de Rebecca mimetizándose con el celeste de la piscina, los azules y verdes mortuorios del velorio de Otto Müller), llevada a cabo por la dirección de fotografía de Álvaro Gutiérrez y la dirección de arte de Gustavo Ramírez.

Al mismo tiempo, desde la construcción narrativa también se pueden oponer al estilo sincopado, episódico y brumoso de la obra de Nieto, el toque clásico, lineal y de fuerte peso en los arcos dramáticos de Brechner. En este sentido, ya mucho de todo esto señalado se podía percibir en Mal día para pescar, con un manejo inusual de lo épico en el desarrollo de la trama. Ciertamente, casi ninguna película, ya sea en el corte intimista, en el costumbrismo simpático, o en lo experimental supo llegar hasta la fecha a algo tan emocionante como la pelea final entre Jacob van Oppen y El turco.

En Mr. Kaplan, si bien los momentos de épica no llegan a niveles tan álgidos –hay, por el contrario, un pequeño distanciamiento en el humor que ronda toda la película- hay, sin embargo, un desarrollo de los personajes en donde a través de una serie de resoluciones de conflictos cada uno llega a una verdad o mayor conocimiento de ellos mismos. Una fórmula básica de casi todo el cine clásico –aquello es casi como la primera clase de todo curso de guión- pero que en el cine uruguayo, cuando ha aparecido, siempre fue de forma tímida, encubierta, o fallida.

En este caso, el proceso paranoico que a Kaplan hace sentirse llamado por Dios es lo que enmarca todo el film, siempre haciéndonos jugar entre la duda de si el viejo tiene razón o son puras chifladuras suyas. Al mismo tiempo, ese crecimiento personal va aparejado al de Contreras (Néstor Guzzini, en su rol más reluciente hasta la fecha), un policía alcohólico y retirado que se suma a la investigación de una suerte de nuevo caso Eichmann en territorio nacional. Esta segunda oportunidad del destino aplicada en la dupla de Jacobo y Contreras, de cierto modo continúa la del valeroso Jacobo y el cínicio Orsini, de Mal día para pescar, dos personajes en sus últimas que buscan una especie de redención personal.
Lo que se siente al ver las películas de Brechner es algo similar a lo que los críticos de cahiers du cinéma le pondraban, en su momento, al cine americano, una especie de efectiva liviandad, un cine liberado, intuitivo, con swing, y terso en el montaje. Una especie de cine vital y relajado, con el arco dramático como elemento ordenador de lo técnico, y no viceversa –como sí fue ocurriendo, en el caso citado de Cahiers, en el cine europeo. Esto no necesariamente lo hace un mejor o peor estilo de cine, pero en cierto punto, Mr. Kaplan, apenas siendo el segundo film de Brechner, coloca al director como el más digno exponente de un cine clásico que desde los noventa –en algo que puede rastrearse desde esa especie de alegato en respuesta a la hermética El dirigible que fue Una forma de bailar, pero también incluso con casos recientes, como Rincón de Darwin- nunca estuvo a la altura de sus pretensiones.

Mr. Kaplan, a contrapelo de la tarea divina que se autoadjudica el viejo Jacobo, no llegará a ser una obra que marque a fuego nuestra historia, pero justamente en esta naturalidad está la virtud que le permite marcar una especie de mojón tardío, la forma de un posible y buen cine uruguayo de corte clásico con el que poder oponerse o cotejarse otro tipo de cine más autoral y experimental.

miércoles, 4 de junio de 2014

Sobre Louie, de Louis CK

Louie Middle finger

Las pulsaciones de un faro

En la película que registraba su stand-up comedy, Hilarious (filmada en el 2010, un poco antes de su explosión hacia la masividad de la comedia norteamericana), Louis CK abría el show dirigiéndose al público de la siguiente manera: “Hola a todos. Es decir, por decir “todos” me refiero a ustedes. Es decir, a todos los que hay acá. Realmente no debería decir “todos”, porque la mayoría de la gente no está acá. Por una gran mayoría, la mayoría de la gente no está acá. La mayor parte de la gente está en China, de hecho. De hecho, eso tampoco es real, la mayor parte de la gente está muerta, ¿saben? De toda la gente que estuvo en la tierra, casi todos están muertos. Hay mucho más gente muerta, y todos ustedes van a morir, y luego van a estar mucho más tiempo muertos que el que estuvieron vivos”. Ciertamente, no es la forma más festiva para empezar un show, pero difícilmente haya un extracto que defina de forma más precisa la ética y comedia CK’iana –por llamarle de alguna manera-, elemento que, pese a encontrarnos con producciones propias en diversas formas y estilos, es uno de los elementos fundamentales e incambiables de la temática humorística del director.

Nacido en Estados Unidos, pero criado en México hasta los seis, la base católico-irlandesa del comediante (mezclada con ese catolicismo tan proteico mexicano) no es algo que suela aparecer en su literalidad –de hecho, varias balas del tambor de su revólver suelen estar reservadas para la religión- pero algo de la necesidad de ser agradecido por lo que se tiene, la importancia del perdón y la sensación de ser algo pequeño ante algo mucho más grande e inescrutable, marca a fuego su trabajo.

Quizás con una ética más protestante, la cimentación de Louis CK como figura pública fue un larguísimo proceso que abarca desde 1984 (en shows de open-mic, en donde suelen presentarse tanto principiantes como gente consolidada, un lugar de poco dinero pero de mucha legitimación de parte de los fanáticos de base más fiel del stand-up) hasta la fecha, incluyendo entre medio escrituras para late-shows y otros programas de televisión, también abriendo para comediantes de la talla de Jerry Seinfeld y dirigiendo un programa de televisión de culto (Lucky Louie) que fue cancelado por HBO en su primera temporada.

Comienzos ásperos

Este largo proceso (en el que durante sus arduos comienzos Louis tuvo que sostenerse en diversos laburos como mecánico, limpiador de piscinas o cajero en el Kentucky Fried Chicken) terminó por dar sus frutos en Louie, una serie lanzada por el canal FX en el año 2010, que ha tenido un crecimiento sostenido hasta su tercera temporada, en la que su éxito trascendió al de la crítica (ganando premios como “Mejor guión” en el Writers Guild of America Awards del 2013 y los Emmy’s del 202), también teniendo un gran impacto en audiencia. Con la cuarta temporada recién estrenada , es una buena oportunidad para repasar por qué este programa no es parecido a nada, no sólo remitiéndonos a la televisión actual, sino en la cultura en general.

Antes de ahondar en Louie deberíamos ir a sus raíces, Lucky Louie, aquella sitcom actuada y dirigida por el comediante, que fue misteriosamente dada de baja a un año de su estreno (algo a lo que no sólo no ameritaba los ratings de público –que no eran malos-, sino que iba en contra del estilo de producción jugado y respetuoso por el que es conocido HBO). En su formato, Lucky Louie no era más que otra sitcom del montón, con un escenario super estático, personajes con frases y personalidades super delineadas y una audiencia en vivo que reía y aplaudía como en casi todos los programas de aquella época. El centro de la temática también era conocido: las complejidades de la vida en pareja, junto a otros temas vinculados a la batalla de los sexos, la paternidad, la amistad y el trabajo. Sin embargo, cuando vemos Lucky Louie todas estas premisas se transforman radicalmente por el tono, en donde todo lo que puede ser definido como un lugar común y seguro se transforma, para interpelarnos de una manera tremendamente incómoda. En primera instancia, Lucky Louie interpelaba a la identidad de clase de series que, aun tomando el marco de familias de clase trabajadora, lo económico nunca era presentado más que como un mero obstáculo a un bienestar mayor. En Lucky Louie lo económico pasaba de ser fondo a figura y toda la vida familiar era mucho más precaria a la comúnmente retratada en esas comedias de suburbios, o de la zona cool de Los Angeles, o Nueva York. Era una serie sobre el desamor y la destrucción de los sueños, pero que al mismo tiempo zafaba de la tentación de ennoblecer al trabajador por su sacrificio, su folklore, o su sencillez. En Lucky Louie casi todos los personajes –incluso la hija de la familia- eran abyectos, pero había breves instantes de humanidad en los que la pelota llegaba al ras del piso y entendían –y entendíamos- que debía existir una especie de contrato de convivencia para hacer todo mucho más soportable. En esa misma línea, la estética del set era harto deprimente, con paredes color ocre que parecían estar descascarándose y un vestuario con el que parecía como si todos los personajes se arreglasen con lo último del ropero. Con un penúltimo capítulo en que Pamela Adlon y Louie se separaban, descubriendo cómo se odiaban en el fondo, pero a la vez, cómo ese odio sostenido y, de alguna manera, solidario, era un vínculo irrompible que los unía más que el amor, en la aparente convencionalidad del formato uno percibía una sensación cruzada, de ser iluminado en la misma medida en que quedaba despistado,  de la misma forma en que se reía durante todo el programa, pero sin evitar poder sentirse deprimido una vez que acababa.

Dinamitando los mitos

En su corteza temática Louie sería como una secuela discontinuada de su predecesora. En ella vemos a Louie, ya no como mecánico (o lo que fuera aquel trabajo que nunca se llegaba a explicitar del todo), sino como un comediante de mitad de tabla que intenta sobrellevar su vida artística junto a la crianza de sus dos hijas como padre divorciado. Siendo un comediante que ahonda bastante en el intrincado y contradictorio universo de la paternidad, gran parte de los chistes que aparecían tanto en sus stand-up, como en su anterior serie, marcan presencia en la serie, pero con un ligero cambio de licencias en el que lo vemos mucho más solo, brindado a su libertad y su responsabilidad.

Quizás el primer aspecto notorio que notamos en la serie es el estilo cinemático adoptado, radicalmente diferente a la mayoría de los proyectos adoptados por personajes de formación en el stand up. Con un trabajo que abarca actuación, escritura y dirección (libertad completa en la producción otorgada por FX a cambio de un presupuesto mucho más acotado que la media de los programas), algunos capítulos funcionan perfectamente como cortometrajes cerrados en sí mismos, con un estilo que puede adoptar tanto un formato documental, de cámara sobre el hombro, como algo plenamente cinemático, con planos secuencias, o ediciones veloces y frenéticas. En sí mismo, cuando uno ve Louie, lo primero que llama la atención es esa prestancia con la que se saltan ciertas convenciones en beneficio del efecto o la trama. Ejemplo de esto es la discontinuidad accesoria de ciertos personajes (los hermanos, o hermanas de Louie tienden a aparecer, desaparecer, o intercambiarse a gusto del director, sin una explicación convencionalmente narrativa sobre estas decisiones) en pos de un interés del director que va más allá de la verosimilitud (en una entrevista se le preguntaba a Louis CK por qué había optado por una mujer negra como ex esposa y madre de sus hijas –completamente rubias- y el comediante dijo “necesitaba una antigua pareja que le exigiera al protagonista trabajar, y qué mejor mujer para ese papel que una mujer negra”).

Exactamente, en la forma en que se cuenta el día a día de Louie parecería que se recortara todo para dejar lo esencial, y en este mismo punto también entra el mismo personaje. Es raro ver en una serie creada por un comediante stand-up que su rol se autolimite de una manera tal que casi no tenga momentos de perspicacia. Diferente a lo que se suele ver (con una lista de intérpretes que van de Richard Pryor a Jerry Seinfeld, pasando por Eddie Murphy, Chris Rock, Dave Chapelle y Robin Williams), Louis CK interpreta a ese personaje que asume en sus historias, pero despojado del ingenio del comentario añadido. Cuando uno observaba stand-ups como Hilarious o Live at the Bacon Theatre, uno se preguntaba cómo debía ser aquella vida tan desgraciada y autoflagelante que planteaba CK y justamente lo que vemos en pantalla es la vida de ese personaje. En esa dinámica, combinándose las convencionales intros del comediante en breves minutos de stand up y la historia en sí, se generaba una esquicia en la que, en un momento, parecíamos ver dos mundos paralelos, uno dentro y otro fuera de la ficción, pero que capítulo a capítulo se iban complementando mutuamente, mostrando de una forma radical cómo no había una partición del personaje, sino cómo el mismo era uno y otro fuera y dentro del escenario. En un pequeño, pero brillante extracto de un capítulo de la primera temporada vemos cómo una presentación en vivo suya se ve afectada por una chica del público que parece comentar cada ocurrencia suya, tras la cual, detrás del mismo micrófono, parece atacarla violentamente. La chica lo espera a la salida, mientras habla con algunos colegas comediantes y lo increpa y él dice algo así como “vos posiblemente seas exitosa y venís acá y pensás que se trata de vos, pero todos nosotros tenemos una vida espantosa, estos son nuestros diez minutos  de la semana en los que nos sentimos vivos y vos, haciendo esos comentarios, nos los arruinás”. Es curioso, pero difícilmente se haya registrado un retrato dan descarnado y humano de esa realidad esquizoide del comediante –sobre todo el comediante de mitad de tabla -, su obra y su vida.

En esa misma crítica que se le hacía a aquella mujer de la audiencia, se ve el centro gravitacional de la ética de Louis CK: un ataque despiadado a la noción de autoimportancia del norteamericano/consumidor del capitalismo tardío. Era algo que ya se criticaba en varios stand-ups, por ejemplo el caso de un comensal al que un mozo se le cae un plato de sopa encima y dice “¿cuál es el significado de esto?”, como si la mera noción de cliente generara una especie de aura protectora e infranqueable que lo mantuviera alejado de toda posible intrusión de la aleatoriedad y el caos. “Somos poco importantes, todo es pasajero”, parecería decir Louis, y aún lejos de ser un discurso novedoso –en algún aspecto, no es más que un aggiornamiento de la responsabilidad pregonada por algunos valores existencialistas-, difícilmente se haya visto un programa en donde estos valores se presenten tan “en tu cara”, interpelando no sólo al protagonista, sino al mismo espectador.

A luz y sombra

Ese proceso de lento pero constante aserramiento del mundo de referencia del hombre medio (dinamitando desde dentro mitos sobre el amor, la equidad, lo la paternidad) se complementa con un estilo que parece incomodarnos a todo momento, desacomodánonos como espectadores. Louie es como un toro bizco, al cual el torero nunca sabe para dónde va a dirigir su cornada. Hay capítulos que son prácticamente una sucesión de gags y hay otros en los que prácticamente se despoja de cualquier momento cómico (entre ellos, uno de los primeros y más famosos es un capítulo sobre la relación de Louie niño y la religión, en donde el tono es tremendamente serio y testimonial, con una reinterpretación escalofriante de la crucifixión a manos de un experto forense). Así también, uno puede interpretar equívocamente la serie como un producto misántropo y ahí donde espera el golpe recibe una caricia. Un ejemplo de ello era el arranque de la segunda temporada, en la que viene una hermana embarazada a quedarse en su casa y súbitamente entra en labor de parto, con Louie sin saber qué hacer ni a quién recurrir. En un entorno donde todo parece reaccionar de una forma cuasi alérgica a la gente, entran al socorro de Louie una pareja de vecinos gays y uno espera algún elemento comédico, algo que se instale como una situación bizarra entre él y los dos tipos, pero el capítulo sigue y lo que uno termina obteniendo no es más que pura comprensión, un grupo de personas ayudando a otras cuando lo necesitan. Viendo escenas como aquellas, en un formato televisivo que nos enseña a esperar el cinismo como primer plato, esos pequeños trazos de humanidad se convierten en lo auténticamente rupturista y revolucionario, una especie de vuelta a viejos valores que curiosamente no queda demodé, sino todo lo contrario.

Louie, casi como ningún otro programa de comedia que haya existido, plantea esa dualidad de la vida humana: un mundo lleno de belleza y fealdad, dolor y felicidad, egoismo y compañerismo. En dos ejemplos involucrados con el violín en la tercera temporada se puede ver esto. En un capítulo, Louie, machacado por ciertos traspiés emocionales y existenciales de los segmentos anteriores, ve a un violinista tocar una experta y sentidísima composición en un metro. Detrás suyo, esa epifanía convive con un bichicome que se lava el cuerpo con fruición, echándose encima una mezcla de jabón en una botellita de medio litro. Al mismo tiempo, varios capítulos después, un segmento empieza con un plano fijo extasiado de su hija tocando con el violín de manera curiosamente virtuosa otra canción y la composición es interrumpida por Louie, que le saca su instrumento y la manda a hacer los deberes. A uno le choca ver a ese personaje incomprendido de golpe siendo él mismo reproductor de ese mismo mundo de incomprensión, pero uno se pone a pensar y se da cuenta de que, justamente, no es el horario de su hija para practicar su instrumento, y que es necesario que también haga sus deberes. Así, los personajes que abundan en Louie –hasta el mismo protagonista- son presentados desde sus luces y sombras, con sus pequeñas glorias y sus pequeños fracasos, pero siempre tratando de comprenderlos, sin convertirlos en meros objetos de burlas. Puede ser el caso de esos pequeños momentos de felicidad entre unos soldados estadounidenses en Afganistán, un padre golpeador que al final del capítulo se pone a hablar con Louie de sus frustraciones, o una mujer que se siente atraída hacia él, pero que deja de estarlo cuando él mismo realiza un acto de compromiso civil, al no animarse a agarrarse a las piñas con un chico más joven. Incluso, en un famosísimo capítulo Louis CK tiene que juntarse con Dane Cook para ver si le puede dar entradas gratis para Lady Gaga, a modo de regalo a su hija. La invitación de comediantes epigonales a la serie no es nada fuera de lo común (hacen de sí mismos, como el caso de Sarah Silverman), pero en el mismo capítulo hay una sensación incómoda por una acusación vieja, en la que se aducía que Dane había robado chistes de Louis (que hasta aquel momento, en la vida real, era uno de los principales elementos que solían citarse al hablarse de la relación de los dos personajes). Es ahí que en el mismo marco ficticio de la serie, los dos protagonistas hacen las paces, tanto en el marco diegético como extradiegético, mostrándonos cómo, más que ser dos contendientes, son dos personas incómodas por dicha disputa.


Uno ve Louie y se da cuenta –o nos lo recuerda- que la vida es mucho más compleja, que hay belleza donde hay tristeza y que lo más lindo en el mundo –como puede ser padre- también está lleno de cosas jodidísimas, como el mero hecho de querer matarlos de vez en cuando (específicamente, es grandiosa una escena en la que la amiga de Louie le confiesa, en un juego del estilo verdad consecuencia, que por más que lo ame, a veces quiere pegarle a su hijo, pero no en el marco de alguna cagada o molestia que este le causa, sino en momentos de verdadero aburrimiento). Louie es un extraño brazo de una moralidad profundamente humanista perdida, algo que quizás retoma la posta de los dramas de Woody Allen, antes de que el director se dedicara a repetirse a sí mismo en comedias y dramas turísticos. Louie, en definitiva, es un espacio tanto ético como moral, activo y efectivo en un mundo donde una premisa como esa parecía completamente imposible.

martes, 3 de junio de 2014

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

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La espera del siluro

En la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, un grupo de nudistas homosexuales acuden al lago Sainte-Croix para retozar en su pedregosa orilla, aprovechando el agua calma, pero más que nada, el tupido bosque que parece levantarse morosamente detrás. Armada en base a episodios que dotan a la cinta de una cierta circularidad, cada nuevo día parte de un plano general, en el que el director, de acuerdo a la cantidad de automóviles que hay en el improvisado parking, da una idea de la fluctuación de público dentro de ese mismo espacio.

Convertido en un centro de encuentros sexuales, el bosque actúa como un costado alternativo del espacio más abierto de la orilla, pero entre los dos lugares hay como una continuidad plácida, como si todo estuviese sumergido en el mismo sincretismo letárgico. Nada parece alterar la pausada rutina de los bañistas y los amantes, imbuida en un silencio que es similar al de la superficie calma del lago. Es en esa misma superficie plácida e indiferente a la existencia de los hombres donde Franck (Pierre Deladonchamps), el protagonista del film, presenciará un asesinato perpetrado por Michel (Christophe Paou), un hombre de bigote (parece una mezcla más delgada entre Burt Reynolds y los dibujos de Tom of Finland) codiciado por la mayoría de los allí presentes. Es curiosa esta premisa, porque, si bien existe una considerable cantidad de thrillers eróticos en el que el objeto del deseo es posiblemente el asesino (piensen en la mayoría de las películas de Sharon Stone durante la década de los noventa), casi siempre el principal resorte es la cuestión de si el amado es realmente el culpable, algo que carbura la culpa con la duda, expandiendo las tribulaciones del protagonista –y, naturalmente, de nosotros espectadores. Sin embargo, el perfecto plano fijo en el que Franck ve, a lo lejos, cómo lo que parece ser un juego en el lago termina siendo un ahogo provocado, no parece elevar mucho campo a la duda: nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, no hay un solo corte, ningún posible rashomon cinematográfico o vuelta de tuerca que nos permita instalar algún grado de ambigüedad entre lo que vimos y sucedió.

Es así que  el asunto deja de ser concretamente el conocido “whodunit”, para volcarse en el tema de la obsesión de Franck sobre alguien que no sólo fue responsable de una muerte, sino que también podría ser un futuro perpetrador de la suya. Con un particular interés por mantener a las figuras centradas en cámara  -el corte del eje axial fijo a veces hasta parece coquetear con el estilo de Wes Anderson, pero con una atmósfera radicalmente distinta-, el retrato de la obsesión personal, entremezclada con la indiferencia radical del entorno –es de gran poder la imagen de las ropas y la toalla del asesinado prácticamente pudriéndose en la orilla sin que a nadie le llame la atención-, por momentos nos retrotrae al cine de Michelangelo Antonioni, haciendo de El desconocido del lago una especie de versión gay de L’avventura (1960).

Sin embargo, parece agitarse algo más allá del asunto del asesinato. En un espacio cerrado (no hay ninguna escena filmada por fuera de esa zona), donde el público, salvo el investigador policial, es invariantemente gay, la alternancia entre bosque y lago y las escenas de sexo que suceden ahí parece una forma cifrada de lo que ocurre más allá del argumento de thriller. Sorprende, en una primera instancia, la forma desapasionada y distante con que el director filma los encuentros sexuales. Con un estilo casi utilitarista, la gente deambula por el bosque y con un solo gesto o mirada queda fijado el encuentro, realizado en silencio, pero levemente a la vista de todos los allí presentes (los matorrales y arbustos tapan más bien poco, pero a nadie parece molestarle demasiado). A esta cuestión cuasi mecánica, sin embargo, sorprende cómo las escenas de sexo entre Franck y Michel son mucho más detalladas y sensuales, no escatimando detalles, introduciendo pocas elipsis, movida como por un ímpetu a registrarlo todo (algo que también sucedía en las escenas sexuales entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle).
De alguna forma, la placidez y frialdad con la que se documentan estos encuentros se rompe a partir, justamente, de la distante escena del asesinato ¿Pero cómo se articula este asesinato con ese algo más de lo que parece decir, quizás sintomática, y no concientemente, la película de Alain Guiraudie? El desconocido del lago es, sin lugar a dudas, un producto de su época. Estamos en la primera decena del siglo XXI, el SIDA no retrocedió, pero sus efectos devastadores fueron paliados por medicamentos más efectivos y una progresiva concientización e inclusión social a sus víctimas (todo esto, obviamente, tomando la perspectiva de los países desarrollados), y a su vez, los gays han ganado –al menos en Francia y otros países europeos- un lugar de respeto y apertura que, pese a no llegar a un grado último de consolidación, era impensable para los años ochenta. Efectivamente, en la película, salvo algún comentario menor del policía, no parece haber una particular animosidad hacia los gays, y todo parece suceder de una forma transparente, endogámica y sin subterfugios. Sin embargo, justamente el costado de este mundo demasiado adaptado, por momentos maquinal, asexuado en su misma proliferación del sexo, es que surge el asesinato. El crimen, en cierto punto parece en la película una especie de sucedáneo del SIDA, algo que pone un quiebre en una liberación total, volviendo a instalar el terreno de la prohibición, pero no el de una prohibición moral, sino de circulación sexual. En la película hay una línea de esto en cómo Franck elige tener sexo sin protección con Michel, a quien ya reconoció como asesino (mientras que en otra escena la posibilidad de sexo con otro personaje se vio frustrada por la ausencia de preservativos).


El crimen parecería entrar en escena en el film para dislocar un sistema circular sexual y así habilitar el deseo del protagonista, o el deseo a secas. Citando a Baudrillard en uno de sus artículos de Pantalla total –escrito en 1987, tiempo en el que el SIDA seguía haciendo estragos: “Frente al peligro de una ingravidez total, de una insoportable levedad del ser, de una promiscuidad universal, de una linealidad de los procesos que nos arrastraría al vacío, esos torbellinos súbitos que llamamos catástrofes son los que nos preserva de la catástrofe. Estas anomalías, estos fenómenos extremos recrean zonas de gravitación y densidad contra la dispersión total”. Esa catástrofe a la que se refería Baudrillard era justamente la de la transparencia total, la del desfondamiento radical de lo sexual, la norma, o la salud. No es, específicamente un tema de la comunidad gay, es un tema del sexo en sí mismo, elevado a su máximo grado de transparencia y su extremo más radical del orden. Michel, saliendo del agua y aproximándose hacia el centro de la pantalla es, casi por así decirlo, un agente de homeostasis para mantener un desequilibrio que permita subsistir al deseo, o quizás al mismo sexo. Michel, en definitiva, ocupa en El desconocido del lago el lugar de aquel siluro (un bagre gigante que puede llegar a los cuatro metros) del que se Franck habla con miedo: un resabio casi bíblico, un emisario de un antiguo desequilibrio, esperando en el fondo del lago.