sábado, 26 de febrero de 2011

Secretos de dos matrimonios (Jörgen Bergmark, 2009)


La Europa impávida

La traducción en inglés de Dat enda ritornella, no sólo es más fiel al nombre original de este film sueco, sino también a lo que atraviesa a toda la película, diferente de la insípida Secretos de dos matrimonios, que se eligió para distribuirla en Latinoamérica. En el mercado anglosajón, la película lleva el nombre de A rational solution (“Una solución racional”), y justamente habla sobre eso, el peso que debe cargar alguien que intenta resolver todo dejando de lado las emociones.

Erland (Rolf Lassgard) está casado con Maj (Stina Ekbald) y parecen llevar un matrimonio donde hay más compañerismo que amor. Los dos viven en un pequeño pueblo industrial de Suecia y alternan sus actividades laborales con grupos de consejería matrimonial llevados a cabo en una iglesia. A su vez, tenemos al timorato e hipocondríaco Sven-Erik (Claes Ljungmark), compañero de fábrica de Erland, que fue rescatado por él de un intento de suicidio en un pasado no muy lejano. Es en la fiesta en honor a Sven-Erik donde Erland conoce a Karin (Pernilla August), la esposa del cumpleañero. El amor (o la pasión, esa discusión de nomenclatura abarca todo el metraje de la película) es casi a primera vista, no sin existir entre ellos un vallado emocional que apenas puede contener esos deseos. La tentación termina resultando inevitable y los dos comienzan un affaire (hay que reconocer la maestría con la que Jorgen Bergmark y los actores resuelven el primer encuentro íntimo, en el estacionamiento de un supermercado) que se mantiene hasta que los dos deciden comentárselos a su respectivas parejas.

Ahí es que la película pega su vuelco más importante, cuando las dos parejas se juntan en una mesa redonda para discutir la situación. Lo curioso es la decisión que toman: los cuatro intentarán vivir juntos, suponiendo que ese amor entre Erland y Karin es sólo una pasión pasajera. Elaboran una especie de decálogo de convivencia, entre cuyos artículos está el no poder tener sexo a la vista de los otros, y no dejarse llevar por las emociones. La racionalidad de la lista, lejos de limar asperezas y permitir una vida conjunta más sana, se va volviendo contra los personajes, primero contra los más claramente damnificados, que intentan dormir escuchando pequeños rechinares de cama que les confirman que sus respectivas parejas están teniendo sexo en un cuarto contiguo, pero después también alcanzan a los mismos ideólogos del plan.

La película exuda “suequés” por todos lados. Más allá de la naturaleza del clima frío y la luz tenue del mundo nórdico, por momentos las elecciones estéticas del grueso del cine independiente de dicha región parece que estuviera filmado por un mismo director de fotografía: tonos pálidos, filtros celestes en contraposición a amarillos ténues, como los del sol de invierno (ya sólo en películas que desfilaron por Cinemateca podrían citarse The king of pong –también de Jorgen Bergmark- pero también Nord –del noruego Rune Denstad Langlo-, o La comedia de la vida – Roy Andersson). En La comedia de la vida podía notarse un detalle curioso que parece registrarse en este film: la alternancia de un tono desafectivizado con emociones contenidas que salen del cuerpo como yuyos entre las baldosas.

En un momento, a Sven-Erik comienza a obsesionarse con una cortadora de papel en la cual se escenifica a él y al resto de los trabajadores siendo seccionados en trozos perfectos. La imagen de la cortadora se presta muy fácilmente a la metáfora del rompimiento que están atravesando todos los personajes, pero, ahondando más, parece no sólo hablar de la vida del elenco, sino también de Suecia en sí, un país que desde su postura social-demócrata tan reconocida, moldea a sus habitantes desde su nacimiento (por ejemplo, las políticas de orientación vocacional de los liceos y universidades, que le limitan el rango de elección al estudiante), con una sociedad de bienestar que deja muy poco lugar a la espontaneidad, o al menos la permite, pero en ámbitos cerrados, casi en un orden predefinido y fiscalizado. No por nada es el país del black metal más violento y uno de las mayores índices de suicidios. Esto último parecería un detalle accesorio, pero parece atacar la misma película, con un tono indefinible entre la melancolía, la desesperación y la comedia. Secretos de dos matrimonios, se podría decir que es casi una comedia, pero también es un amargo cachetazo a esos ideales progre y liberales que embanderan la Europa actual (y que suelen ser bastante fastidiosos en el cine contemporáneo de dicho continente, sobre todo en el mundo de las comedias francesas, donde todo está tan bien, tan aceptado, que el conflicto se diluye, dándole a los films una capa de superficialidad insalvable).

Más que en ningún otro de los creadores de comedias de los países escandinavos, Jorgen Bergmark parece darse cuenta de que el amor no es tan sencillo, y que en ciertas circunstancias, la racionalidad es la más loca de las elecciones.

Educando a Víctor Vargas (Peter Sollett, 2002)


Premio a la insistencia

La película podría ser vista como el Ying del Yang que fue la truculenta Kids, de Larry Clark. Ambas se centran en la vida cotidiana de un conjunto de adolescentes de un ghetto latino de Nueva York, con un tono naturalista particularmente potenciado por la decisión de los dos directores de incorporar al cast adolescentes provenientes del mismo barrio sin experiencia cinematográfica previa. El sexo (o más bien, la obsesión de los protagonistas sobre la sexualidad) atraviesan todo el film, pero mientras en la película de Clark esta búsqueda daba la cabeza de sus personajes (de la manera más violenta posible) contra un denso muro de nihilismo, con los jóvenes latinos de Educando a Víctor Vargas, lo que comienza solamente en ejercicios fallidos de acercamiento, termina en cierta meta sublimada de conocimiento mutuo, amor y entendimiento.

Víctor vive en un diminuto apartamento regenteado por una abuela tan anticuada que parece salida de Macondo, junto a su hermanastra Melonie y su hermano Nino (quien, instantáneamente, por el parecido físico que mantiene con respecto a Víctor, no deja lugar a dudas de que es hermano del protagonista en la vida real).

La primera captura del film habla lo suficiente sobre la vida y medios de Victor, con la cámara inspeccionando a su cuerpo lentamente, mientras moja sus labios y se acomoda en poses seductoras. Los ojos que lo miran son de la gorda Donna, vecina con quien intenta perder la virginidad, pero la cámara perfectamente podría estar escenificando la imagen que el protagonista proyecta de sí mismo. Y es que Víctor realmente se siente un galán, quizás tomando una posta invisible que quedó de su abuelo (conocido por sus dotes de picaflor), de quien tiene, como única información, algunos cuentos lejanos de su abuela y un cuadro descolorido en el comedor de su casa. Tal como comenzaba el film, el vínculo del personaje (a decir verdad, de todos los personajes masculinos) con las mujeres, se da de pose en pose, perdiendo cualquier tipo de naturalidad, terminándose por volverse contra él en su afán de conquistar a la exótica

Judy (cuyo aspecto se encuentra en un curioso punto intermedio entre Jennifer López y Chlöe Sevigny –quien comenzara a hacerse conocida por su actuación en Kids), una exótica chica notoria por lo poco amigable que es con sus pretendientes. A partir de ahí, más o menos la misma y conocida batalla de los sexos, donde Víctor (en paralelo a su amigo Harold con una amiga de Judy y Carlos, quien intenta conquistar a la hermana del protagonista), a los ponchazos, intentará ganare el corazón de la chica. La educación sentimental de Víctor (no por nada se llama Educando a Víctor Vargas) es la que lo separa de actuar como un hombre (esas poses del comienzo, esos piropos ridículos, esas invitaciones poco elegantes a su cuarto) a ser un hombre, lo que también instala la película en ese género de los “coming-of-age films” (historias que se centran en el pasaje de la adolescencia a la adultez), con mensaje redentor.

La película es indudablemente simpática, con unos personajes creíbles, aunque no por ello algo estereotípicos (por “estereotípico” no debe entender “irreal”, considerando que hay pocas cosas más genuinamente estereotípicas que el galanteo en tiempos de la adolescencia). En todo caso, la película se aparta de varios lugares comunes del cine centrado en barrios latinos pobres (durante todo el metraje no hay mención alguna de aquellos traficantes, embarazos indeseados, o enfermedades que a los yanquis les gusta tanto temer), para quedarse en otros. A lo largo de todo el metraje prevalece una noción invisible bastante molesta sobre la seducción hacia la mujer, que es la de “no es que quiera estar conmigo, es que se resiste a sus ganas”, que lleva a los hombres a triunfar sobre sus mujeres, casi a base de persistencia y hartazgo. Aún así, ahí capaz que no es tanto culpa del film como del contexto cultural machista en el cual construye su historia.

Más allá de esto, el afán de la película (a diferencia de la de Clark, que en entrevistas decía que pretendía hacer “La gran película adolescente americana”) es modesto, y la estética y narrativa de Educando a Víctor Vargas va correctamente de la mano con estos fines. No es la primera, y segurísimamente no será la última de este tipo de películas, pero, aún manteniéndose fiel al mundo de convenciones que la precede, le falta ese “algo” excepcional del que sí supo sacar jugo el tunecino Abdellatif Kechiche en L’Esquive, película de amor cortesano entre dos púberes de un barrio árabe en Francia, que había logrado plasmar algo propio y distinto del lenguaje, valores y medios de los núcleos de jóvenes inmigrantes.

Flammen & Citronen (Ole Christian Madsen, 2008)

Dos lobos sin manada

Construir películas en base a personajes verídicos de guerra es una labor llena de trampas. Por un lado, el héroe de guerra (incluso el anti-héroe) tiene un cableado emocional con el espectador completamente directo. Uno cuando filma películas sobre ellos va a tener que elegir su tratamiento, sobre todo si pretende hacer de él un héroe épico o una persona de carne y hueso. He aquí uno de los primeros problemas: uno debe elegir uno u otro registro, siendo el hacer que funcionen los dos simultáneamente una labor harto difícil. Segundo, si uno cubre una guerra verdadera (y no pretende manejarse en una ucronía, tal como lo hace maravillosamente Tarantino en Bastardos sin gloria), también debe saber si pretende hacer una épica fantasiosa o una película más contemplativa, con cierto control hacia la espectacularidad ¿Pero qué pasa cuando las historias ya son de por sí, en los hechos concretos, espectaculares, épicas, increíbles? Podemos poner el ejemplo de Audie Murphy, el soldado norteamericano más condecorado de la Segunda Guerra Mundial, que luego de la misma actuó de sí mismo en To hell and back, teniendo que, por sugerencia de los mismos directores y productores, bajar un poco el tenor porque lo relatado –más allá de ser verídico- era demasiado increíble. Es decir, quién creería, entre muchas de las situaciones vividas por él, un pibe de menos de veinte años y un metro sesenta y cinco, que, tras ser acribillado su amigo se lanzó sin armas y mató con sus manos a un grupo de artillería alemán, metiéndose en un tanque en llamas para aprovechar sus balas y protección, dando combate durante varias horas. Enemigo al asecho (Jean Jacques Annaud, 2001) narra la historia del duelo de francotiradores entre el soviético Vasily Grigoryevich y el alemán Edwin König, pero muy pocos se animarían a contar la historia de Simo Hayha (también conocido como “la muerte blanca”), un cazador de alces que, sin mira telescópica, se convertiría durante la resistencia del ejército finlandés, en el mejor francotirador de la historia, habiendo matado a un número estimado de setecientos soldados rusos, en el tiempo de poco menos de un año.

Redondeando, hay héroes y héroes, como también hay guerras y guerras, y ahí es donde entra en un punto tan interesante Flammen y Citronen. Dirigida por Ole Christian Madsen, más conocido por sus películas de menor presupuesto (emparentado con el Dogma 95’), generalmente enfocadas a devenires de relaciones sentimentales, Fammen y Citronen es casi todo lo contrario a lo que lo hizo conocido. Con más de ocho millones de euros de presupuesto, la película retrata la historia verídica de Bent Faurschou-Hviid (Flammen) y Jorgen Haagen Schmith (Citronen), los dos miembros más célebres de la Holger Danske, grupo de resistencia danesa durante la ocupación alemana de dicho territorio, desde abril de 1940. La película comienza con imágenes de archivo, con el voiceover de Flammen preguntándole a alguien indeterminado, si se acuerda del día en que llegaron los nazis (recordar que Dinamarca se declaró neutral, pero pronto se mostró notoriamente colaboracionista con las fuerzas hitlerianas). Acto seguido, escuchamos la voz de Flammen que dice “sé que estoy haciendo lo correcto” y tras abrir la puerta, haciéndose pasar como un cartero con flores, le dispara un tiro entre ceja y ceja a un informante colaboracionista danés.

La primera mitad de la película está sumida a un pulso perfecto, armada en base a una dinámica que no tiene un mapa preciso, salvo lo que acontece a y en los protagonistas de un golpe a otro. Flammen, flaco, joven, veloz, preciso, lleva su nombre por el rojizo de su pelo (en danés significa “flama”), que no le tiembla la mano al disparar a sus enemigos. En esa dupla, Citronen es casi todo lo contrario, chofer oficial de los golpes que deviene en asesino, pero siempre sudando, atormentado por las dudas y las deudas emocionales hacia su familia. La estructuración episódica está filmada con una sobriedad, elegancia y un manejo de los tiempos envidiable. La película en sí nunca abandona esa secuencia, sólo que en la segunda mitad del metraje, comienza a dar un vuelco atmosférico y emocional distinto. Lejos de la presentación simpática de varios de los miembros de la resistencia danesa presentados en la mesa de un bar al comienzo del film, pronto se comienza a encontrar las intrigas, los delatores y la persecución de fines distintos del de la mera lucha contra los nazis. En ese mundo noir, de dinero, traiciones y dobles o triples agentes, aparece la esperable femme fatale, una mujer de la que nunca –como en toda buena película de género- se sabe cuales son sus verdaderos fines y que arrastra al protagonista hacia su último destino. Ahí entra la etapa más neurótica del film (tal como señala Gilbert en una confesión perfecta a Flammen sobre los distintos tipos de soldados) y el ritmo se quiebra, comenzando a presentarnos a los personajes desde sus dudas, ya no como figuras. Hay un momento en que Flammen y Citronen no les sirven a nadie ya, demasiado locos para la resistencia, evidentemente peligrosos para los nazis. Es eso lo extraño de Flammen y Citronen, los dos anomalías, líneas de fuga entre dos sistemas corruptos (tanto el nazi, como el de la mera resistencia), que terminan siendo unos locos, dos lobos que perdieron la manada y que, como el protagonista de The hurt locker (en una guerra completamente diferente, como es la guerra en Irak) en el fondo ansían su muerte tanto como la de los nazis. Hay momentos que parecen más propios de los héroes de comics, con una charla entre Flammen y Hoffmann (líder de la GESTAPO), cazadores y presas mutuas, que tiene mucho de la dinámica entre Batman y El guasón en las historias de Alan Moore, o, si se quiere la cita cinematográfica, la relación de mutuo completamiento que se da en entre los antagonistas de The dark knight (Christopher Nolan, 2008).

Pero al tiempo en que se los erige desde este lugar, también se los van dotando de un pasado, de remordimientos y fallas. Y ahí es donde entra lo más relevante, que es que, pese a las contraindicaciones que mencioné al principio, la película nunca deja de funcionar (aunque la segunda mitad tiene algunos baches, como ese tiroteo que a Madsen le va un poco la mano, pareciéndose, por momentos, a la escena famosa de Cara Cortada).

Uno termina comprendiendo a sus luces y sombras la realidad de un hecho histórico no muy difundido en el cine (la de los claroscuros de las resistencias, que recién con El libro negro de Verhoeven comenzó a salir a tratarse), y a la vez desearía que Flammen y Citronen siguieran matando, sobreviviendo a todos los golpes, con posibilidades de secuelas y secuelas. Pero eso ya es pedirle demasiado a la historia.

viernes, 11 de febrero de 2011

Poesía tras las rejas

El cine de Jafar Panahi, prisionero político en Irán

La denuncia de la pena a la que es sometido el director iraní propicia también un vistazo a parte de su cine, que será repasado en Cinemateca Uruguaya el 27 y 28 de febrero

No era la primera vez que Panahi se metía en problemas con las autoridades. Conocido, junto a Abbas Kiarostami (maestro y colaborador en muchos sentidos) y Mosen Makhmalbaf, como una de las figuras más representativas de la Nueva Ola de cine iraní, a pesar de su prestigio, ninguna de sus películas fue permitida de ser exhibida en salas iraníes, lo que, paradójicamente, lo convierte en su territorio, un personaje famoso de quien casi nadie ha visto nada. Agregada a esta censura más bien incambiante a lo largo de los años, durante la promoción Crimson Gold (su penúltima película), fue detenido por inmigración en Estados Unidos (justo da la casualidad de que era un vuelo de conexión de Hong Kong a Montevideo), siendo esposado y obligándole a retornar al país asiático. Pero la verdadera noticia llegó en el 2010, cuando fue encarcelado por las autoridades iraníes, acusado de conspirar contra la seguridad nacional, intentando hacer propaganda en contra de la República Islámica. Tras varios meses de encarcelamiento, luego de haber Panahi reportado casos de abusos dentro de la prisión, se sumió en una huelga de hambre, que culminó en su salida de la cárcel, pagando una fianza de U$S 200.000 dólares. Recientemente se conoció la sentencia final, en la que se dictamina que Panahi deberá permanecer, al igual que su colega Mohammad Rasoulof, seis años en prisión, agregándole a esta ya absurda condena, una prohibición de veinte años a filmar, escribir o contactarse con cualquier medio extranjero (recordar que el director nació en 1960, lo que le habilitaría a filmar recién a sus setenta años). Como era de esperar, varios organismos y figuras del cine internacional comenzaron a hacer campaña para denunciar tal injusticia, a lo que se sumó Amnistía Internacional. Teniendo en cuenta la situación, resulta necesario repasar la filmografía de uno de los artistas más relevantes (cinematográfica y políticamente) que figura en el cine actual.

Brevísima historia del cine iraní

Para analizar de forma certera un cine donde el realismo atraviesa de punta a punta la mayoría de sus películas, sería necesario realizar una deconstrucción historiográfica que excede los límites de una nota como ésta. Sin embargo, para explicar un poco el fenómeno del cine en un país como Irán, podría decirse que tal recién comenzó como efecto o reflejo de la modernización forzada durante el mandato de Reza Shah, figura que, tras retirar del poder a Ahmad Shah Qajar, gobernó desde 1925 a 1941. El gobierno de Reza Shah fundó la primera universidad de Tehran, construyó puentes, líneas ferroviarias, introdujo reformas educativas y constitucionales y se alineó a una política económica –y cultural- más vinculada con el mundo occidental (por lo menos durante cierto período de su mandato). El cine llegó casi como de polizonte entre muchos de los europeos que comenzaron a llegar (entre ellos, muchos rusos influidos por el cine soviético) en ese período de apertura cultural a los nuevos avances y costumbres de occidente.

El cine tendría que esperar algunos años de derecho de piso (sumado a algunas coincidencias históricas) para ganarse el interés del pueblo iraní.

En 1941, tras declarar Reza Shah su apoyo a las potencias del eje, sucede la invasión anglo-rusa que termina con su abdicación al trono. Su heredero, Mohammad Reza Pahlavi, medio colocado por las fuerzas aliadas, comenzó un gobierno completamente atento y balanceado a favor de los fines occidentales –incluso a perjuicio de los mismos intereses nacionales- lo que fue llevado de la mano con un nuevo cine que tomaba, casi sin digerir, los modelos, personajes y formas de construcción del cine norteamericano, generalmente optando por películas filmadas en sets y escenarios lujosos, que de cierto modo “hablaran bien” sobre la situación socioeconómica del país. A este cine (y a este modelo de país) es a lo que se opuso radicalmente la Nueva Ola del cine iraní, que no sólo debe entenderse como una revolución artística y técnica, sino también como un movimiento cultural y político. Tras la usurpación sostenida de un montón de bienes culturales, naturales y económicos de los países extranjeros, la población, plegada a la figura del Ayatollah Khomeini (y muchos cineastas compartiendo el influjo original de sus ideas), terminó con el período de occidentalización de Irán, retornando a los valores teocráticos y los códigos de vestimenta que más o menos se mantiene hasta hoy en día. En dicho marco, los cineastas comenzaron a filmar un cine más anclado en las cotidianeidad misma iraní (con títulos como La vaca –Dariush Mehrjui, 1969-, o Un evento simple –Sohrab Shahid Saless, 1973) tomando algunos preceptos del neorrealismo italiano, pero con una identidad estética y temática que lo hacen único en el mundo. Más que en ningún otro cine, forma y contenido coinciden en el cine iraní como la boca y cola de un Ouroboros. Esto podría explicar una de las razones por las que la mayoría de la Nueva Ola iraní (sobre todo en sus últimos exponentes, no tan así como en las primeras películas del movimiento), por más que esté enmarcada en un cine que toma al realismo como estrella guía, no es estéticamente fea, de bordes sin limar, como lo es la de otros países (necesario citar la desconfianza de Pasolini al decir que si filmaba una toma que se veía “linda”, la volvía a filmar hasta que dejaba de serlo). Tal como dice Mosen Makhmalbaf en Iran, a cinematographic revolution (la reconstrucción de histórica toma muchos elementos de este valioso documental), a diferencia de las producciones de otros países, donde las raíces de su cine suelen estar encontrarse en la pintura o la fotografía, la cinematografía iraní localiza sus orígenes en la poesía persa. Este basamento poético da forma al cine de la región, lo que explica en parte esa convivencia de una temática muchas veces amarga y áspera, con un estilo inexplicablemente bello y florido. El otro punto fundamental que influye estética y temáticamente al cine iraní –y que se nota a distancia en el de Panahi- es la condición omnipresente de la censura, lo cual, a primera instancia es un severo impedimento, pero que a la vez terminó haciendo de aquel defecto una virtud. La censura ha llevado a que los directores sean más meticulosos en los temas y medios, pero tal el código Hays determinó en parte la estética del mejor cine que dio Hollywood, también la censura iraní obligó a los directores a prestarse más a un mundo particular, lleno de imágenes y metáforas, que lo hace un cine muy diferente al del resto del “Tercer mundo”.

Lo mejor de los dos mundos

La breve historia sobre Irán y su cine expuesta aquí es harto sintética, pero sirve un poco para entender las raíces culturales y cinematográficas de Jafar Panahi. Asistente de dirección de Abbas Kiarostami en Más allá de los olivos, debutó en 1995, dirigiendo El globo blanco, escrita por su maestro y colega. Más allá de esta filiación, sería poco preciso considerar a Panahi un continuador de Kiarostami. Ya en su debut, podemos ver algunos detalles que separan su estilo del más reconocido de los directores iraníes. En Kiarostami las películas funcionan como una deconstrucción, donde el metadiscurso y la cámara son personajes en sí, cambiando las nociones de foco en cuanto a lo que debe prestar o no la atención el espectador. En Close-up (1990), posiblemente su obra maestra, vemos la historia del juicio de un hombre que se hizo pasar por el director Mosen Makhmalbaf para filmar a una familia en su vida cotidiana. El lugar de lo que es la ficción y realidad en la película se derriba sistemáticamente, comenzando la película desde la perspectiva del periodista que intenta llegar a la noticia, luego volviendo para atrás, a la historia del falsificador, y luego a la filmación del juicio, donde Abbas Kiarostami, como director de la misma obra, responde al pedido del enjuiciado a que se haga una película sobre su sufrimiento. En la película termina apareciendo incluso el mismo Mosen Makhmalbaf, llenando al film de un montón de capas que unen y separan al espectador con el director y el mismo acontecimiento de la película. En Panahi la relación de la cámara está más atenida a las normas tradicionales del universo diegético en que se circunscribe la trama, pero a la vez la mezcla con algunos cambios de escalas, lo que la vuelve, diferente al cine de Kiarostami –cuya obra tiene una condición más metacinematográfica, como ocurre con el cine Jean Luc Godard- un estilo híbrido, que tiene algo así como lo mejor de los dos mundos. El ejemplo más perfecto de esto es El espejo, en donde la película sigue a Mina, la misma actriz de El globo blanco en una nueva epopeya: volver a su casa sola, tras la extraña ausencia de su madre a la hora de su salida de la escuela (en la anterior película, teníamos la historia de la niña aventurándose en el mundo de los adultos, pero para comprar un pececito). Seguimos la trama y nos identificamos emocionalmente con ella, con la pobre niña perdiéndose en ómnibus atestados de gente, y de golpe, casi a la mitad del metraje, Mina mira a la cámara, se enoja, se quita la campera y un yeso falso que llevaba y dice que no quiere actuar más. La cuarta pared se derrumba sobre nosotros, pero de una manera más contundente que en el cine del otro, porque en Kiarostami la cuarta pared ya no existe desde el principio, mientras que en la película de Panahi pareciera que nos apedrearan el mismo espejo que da título a la película. Luego del enojo de Mina, podemos ver a Panahi, los extras y los mismos asistentes de dirección discutiendo, y se opta por dejar que la niña se vaya, pero dejándole incorporado el micrófono inalámbrico, siguiéndola por las calles sin que ella se de cuenta. Ahí, tenemos un vuelco de las leyes intrínsecas de la película, pero la trama, curiosamente, continúa de forma circular lo que había sido al comienzo: la historia de una niña y su vuelta a casa por sus propios medios. En Offside, su película más reciente, Panahi sigue incursionando en esta relación camaleónica entre figura y fondo, siendo un film que trata sobre un grupo de mujeres que intentan colarse –haciéndose pasar por hombres- en un partido definitivo de clasificación al mundial entre Irán y Bahrein. La película es un ejemplo perfecto de un “film in progress”, siendo la historia y las actuaciones afectadas por el mismo desenlace del partido (agregando el hecho nada minimizable de que Panahi no tenía el permiso de rodar dentro del estadio)

Círculos concéntricos

Retomando la metáfora del círculo, tal obsesion del director, no sólo se refleja en la estructuración de su cine, sino también en cierta noción humanista propia que maneja el director. Todas sus películas están sometidas a una lógica circular, como en el caso de Crimson Gold, que es algo así como una crónica de un atraco fallido a una joyería, trazándose a lo largo de todo el film las razones humanas –que no intentan explicar de forma definitiva nada- que llevan al protagonista a incursionar en el robo (desde el cual parte la película, o en El espejo, donde, más allá del quiebre, la vuelta de la niña a su casa atraviesa los mismos sitios para volver al lugar donde comenzó. Sin embargo, el mejor ejemplo de este tipo de construcción es, sin lugar a dudas, El círculo (2000), película que le valió el León de Oro en el Festival de Venecia y que es, hasta ahora, la película más famosa del director persa. También, es la película más políticamente cargada, en donde se relata el mundo opresor masculino que circunda a las mujeres en Tehrán. Lejos del mero melodrama, los personajes son presentados con sus aciertos y fallas, casi todos de manera inacabada, conforme la cámara va pasando de uno en uno, sin establecer jerarquías específicas. La película comienza con la mirilla abierta de una puerta de una sala de partos y termina con una mirilla similar, pero de una celda de prisión, donde se encuentran casi todas las mujeres sobre la que se “centró” –por así decirlo- la película. En esta repetición de imágenes, tal como se señala al comienzo, en la preocupación de la abuela por saber si su hija acaba de parir una niña, podemos juntar los dos extremos y concluir la noción circular de represión, como si hubiera una continuidad en el nacer mujer y estar encarcelada. Es ésta quizás, la más contundente de las declaraciones que haya hecho el director en su cine. Aún así, a diferencia de otros directores epigonales, el cine de Panahi, tal como lo describe él, es el menos político y el más humanista de todos. Realmente vemos cómo no interesa quién tiene la razón, sino las condiciones de existencia de cada uno de sus protagonistas. En pocas filmografías –quizás también en la de Miyazaki- se puede ver de una forma más nítida ese barrimiento de maniqueísmos, donde todos los personajes tienen un mundo de ansiedades y angustias que lo preceden, más allá de nunca desarrollarlos completamente. Esto último se debe al particular estilo de director persa, que parecería seguir el vuelo de un colibrí, de flor en flor, de personaje en personaje, en una pradera en donde se superponen un montón de discursos y formas de vida.

Publicado en la diaria el 11 de febrero de 2011

viernes, 4 de febrero de 2011

El cisne negro (Darren Aronofsky, 2010)

El alhajero de Aronofsky

Con cinco nominaciones a los Premios de la Academia, (que cuentan con las de Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actriz, Mejor Cinematografía y Mejor Edición), El cisne negro es una película que parece dividir las aguas entre la crítica. Están los que consideran a la película una gigantesca obra sobre la locura y que ostenta una de las mejores actuaciones (la de Portman) que se hayan registrado en años. En la otra orilla, están los que consideran la película otra basura efectista, completamente sobrevalorada de uno de los directores más manipuladores y over the top que haya dado el cine actual.

Luego de ver la película, podría decir que me encuentro a la deriva en el mar que separa ambos continentes.

Antes que nada, no hay nada muy innovador en la historia, desarrollo y desenlace de Black swan. Thrillers psicológicos sobre la protagonista (en general hay un gusto predilecto por las mujeres a la hora de atravesar tal calvario) confundiéndose con su rol o la posición de engranaje que hay entre ella y una megaestructura que es “la obra”, que la precede y la supera, hay muchos. Como ejemplos de ello podría citarse a Perfect Blue, Animé del genial y recientemente difunto Satoshi Kon, que plantea la fragmentación identitaria de una chica que decide dejar de ser una pop idol para probar suerte en el mundo del cine (el film es algo más complejo que eso, planteando de una forma muy interesante las relaciones del oriente tecnologizado con respecto a la sexualidad y la condición del ícono –bastante más extrema y particular que la que registramos en occidente), o incluso, el papel de Laura Dern en Inland Empire (aunque la película de Lynch, en sus tres horas de duración es una matrioshka semiótica en la que más que interpretaciones psicologicistas, sólo podemos dejamos arrastrar por la experiencia misma del cine). También es fácil de registrar ciertas reminiscencias de Polanski, y es que, en cierta medida, Black Swan es algo así como una mezcla entre The Red Shoes (Michael Powell, 1948) y Repulsión (Roman Polanski, 1965).

Cámara y efectismo en mano

Nina es una bailarina en ascenso de una exitosa compañía de Nueva York. Thomas (Vincent Cassel, cara conocida en todo lo que refiere a personajes tórridos) es el arquetipo de director tirano que encarna el ideal perverso de una exigencia de goce pero con disciplina. Nina roza la perfección en cuanto a la técnica, pero Thomas, que intenta hacer una versión más visceral y violenta de la obra de la famosa obra de Tchaikovsky (y que pretende que el papel del cisne blanco y el cisne negro sea interpretado por una misma bailarina), considera que a la protagonista le falta la audacia y sensualidad, incluso la maldad para interpretar al Cisne negro. Es en este marco que aparece Lily (interpretada por Mila Kunis –habría que ver cuanto hay de relación de aquel nombre con el personaje bíblico de Lilith), una joven bailarina que se convierte algo así en el dopplegänger de la Portman. Es en la progresión dramática de la lucha y defensa del puesto que la aparentemente hipercontrolada vida de Nina comienza a desmantelarse por un mundo lleno de espejos en donde nunca se sabe qué está pasando en la realidad y que ocurre exclusivamente en la cabeza de la protagonista.

La trama es suficiente para que Aronofsky haga lo que siempre le gusta hacer (y a lo que muchos de sus detractores atacarán con completa fruición): cámaras en mano hiperactivas, exposición asfixiante de los protagonistas en planos cortos, gestos a lo grand guignol de espaldas sufriendo metamorfosis y uñas quebradas. En este caso, yo siempre fui de los que consideré a Aronofsky (a excepción de El luchador, que me ganó el corazón en todos los terrenos) un director más efectista que efectivo. En El cisne negro hay algo de eso (la insistencia en los espejos para crear reflejos falsos y la clásica técnica actual del terror de una dinámica a base de sobresaltos y aumentos de volumen parecen por momentos innecesaria y molesta), pero en general está manejado con maestría, al tiempo que tiene algo que hacer con una trama donde las piruetas y los giros forman parte fundamental de la misma (no como en otras películas como Réquiem por un sueño). Sobre todo, las escenas de baile, con la cámara satelizando a una velocidad centrífuga imponente alrededor de los bailarines está muy bien lograda. En especial, la escena inicial, con Rothbart imitando todos los movimientos de Nina, pero siempre permaneciendo detrás, guarda relación estrecha con una cámara que siempre parece olerle la nuca, como a hurtadillas, a Natalie Portman.

Después está el ambiente opresivo, cierta angustia que se enquista en el espectador y que no lo abandona nunca, hasta en las escenas más sexuales, donde hay un ambiente tan opresivo que no permiten disfrutar algo tan evidentemente sexual como una escena lésbica –imaginada o real- entre Portman y Kunis (que también puede entenderse como un recurso harto evidente para captar un grueso de público masculino).

Obseso

También se continúa una línea que parece obsesionar a Aronofsky, que es la búsqueda de lo que puede o no puede un cuerpo. Los pies de las bailarinas (a los que se dedican meticulosos primerísimos planos) no se diferencian demasiado, por momentos, de los brazos picados e infectados de los heroinómanos de Réquiem por un sueño. Al mismo tiempo, la idea de sacrificio físico (desde la famosa escena del taladro en Pi, hasta las peleas sangrientas y completamente orquestadas de El luchador, pasando por el cáncer de la protagonista de La fuente) no sólo tiñe todo el trascurso de la película sino que determina el final de la misma (a mi parecer, uno de las falencias del film, optando por una vuelta de tuerca excesivamente romanticista).

El público más afecto al cine de Aronofsky, gustará de ver El cisne negro varias veces esperando encontrar nuevas claves y nuevas interpretaciones al desgarro psicológico de la protagonista. Sin embargo, más allá de las interpretaciones psicopatológicas (que, vamos, están demasiado servidas en bandeja), hay una dimensión interesante que no suele ser mencionada en las revisiones de la película, y es la de El cisne negro como obra de rito de pasaje, una metáfora sobre la vida encapsulada, frígida y, más que nada, infantilizada de Nina (la vida asfixiante de su vínculo dual con su madre, encajonada como la muñequita de alhajero, entre todos aquellos peluches que en un momento tira –o no- a la basura) que termina incorporándose a los mandatos y planes del mundo adulto (un mundo de la sexualidad, pero también al mundo desalmado, al que termina alineándose en la encarnación de El cisne negro, alguien capaz de ser malo y cínico). Pero esta interpretación tiene otra arista, y es la de una relación de pasaje de fases que sobrepasa al mismo personaje y que envuelve, ya no a Nina, sino a Natalie Portman. En ese juego de dobles, hay un momento en que Nina se cruza con Beth (Wynona Rider), bailarina más veterana a la que le acaba de quitar el puesto y que está postrada en su cama, con las piernas completamente destrozadas por un accidente automovilístico. En ese reflejo, en ese miedo de irse convertirse en la otra, está también la imagen de Portman enfrentada a Winona Rider, dos actrices que empezaron de muy jóvenes (Natalie con su famoso papel de lolita en El perfecto asesino (Luc Besson, 1994), Winona en Beetlejuice –Tim Burton, 1988), con una que está a punto de llegar a sus treinta (Portman) y la otra que ya está al borde de sus cuarenta, y que ha ido decayendo en papeles, tanto como en vida personal –la escena conocida y reproducida mil veces de ella robando en una tienda de ropa).

El cisne negro es una historia que habla de una bailarina (Nina) y una actriz (Portman) entregando lo máximo de sí, que contempla el precipicio sin saber si arrojarse o no. Si hay un colchón o no esperándola debajo, depende de los próximos años.

jueves, 3 de febrero de 2011

El rastro (Rolf de Heer, 2001)


Las dos Australias
Por algunos caprichos de la taquilla, El rastro llega a salas montevideanas con diez años de retraso, pero no por ello la cita deja de ser menos interesante. La película introduce a tres personajes sin nombre, que van a ser referidos exclusivamente por sus funciones: El rastreador (David Gilpilil, conocido por la famosa Walkabout, Nicolas Roeg, 1971), El fanático (Gary Sweet, que no tiene nada de dulce), El seguidor (Damon Gameau) y El veterano (Gran Page). Tal recurso no es nuevo, sino que pertenece a una larga tradición de road trips existenciales, que pueden incluir desde un montón de westerns hasta la ciencia ficción metafísica de La zona (Andrei Tarkovski, 1979). De hecho, hay un momento en particular de la película, en donde los personajes son presentados cada uno de perfil, con el soundtrack compuesto de Archie Roach relatando básicamente la naturaleza de cada uno de ellos (que funciona como una especie de coro griego que comenta cada episodio que da forma al film), que guarda varias similitudes con el famoso plano-secuencia del riel de aquella película de Tarkovski, en donde también la cámara se detiene en los personajes guardando la misma distancia y perspectiva.
Volviendo a la trama, los tres hombres blancos sobre caballos están en búsqueda de un aborigen que aparentemente violó y asesinó a una mujer blanca. Para tal empresa, precisan de la ayuda de un rastreador hábil, que, por lo que podemos ver, es un antiguo aborigen “convertido” al desalmado proceso “civilizatorio” de los británicos. La historia será estructurada alrededor de esa cacería en donde hay de todo excepto velocidad. Más que nada, es una cacería intuitiva, guiada por procedimientos que, en primera instancia, parecen puro azar, pero que después encierran procedimientos finísimos, e incluso, más de un simple motivo.
Esto podría hacer de El rastro una simple película de género, pero curiosamente, Rolf de Heer (director nacido en Holanda, pero que reside en Australia desde sus ocho años) se coloca en un punto intermedio entre las dos tradiciones más evidentes del cine de su tierra. En un lado de la balanza, tenemos al cine clásico australiano, formado en cierta condición metafísica y filosófica, generalmente interesado en los tiempos de construcción social del país y particularmente afecto a la elegancia y el comentario antropológico (la cara más conocida de Australia en festivales, y entre las que se pueden citar los trabajos de Peter Weir, Gillian Armstrong, o el mismo Roeg, que ya fue citado). En el otro lado, el cine más genérico, más guiado por la acción, la violencia y admiración al cine comercial estadounidense, que representó la llamada Ozplotation (que, curiosamente, más allá de ser generalmente ninguneada por la “alta cultura” de la cinematografía australiana, fue la responsable de generar el excedente económico para realizar las otras películas más respetadas). Precisamente, la película de Heer no deja de ser una especie de western, que sin embargo abraza la cultura nativa y se embarca en una construcción de fábula, al tiempo que se abstiene de retratar escenas de violencia. Siendo este último punto uno de los más interesantes de la película, vemos cómo en los acontecimientos más violentos del film (que los hay muchos, entre ellos una masacre de una familia aborigen que El fanático decide perpetrar por encontrar vestido a uno de ellos con restos de un uniforme británico) son interceptados por cuadros de estilo primitivo, que además de funcionar como elipsis, no dejan de resultar contundentes y dar una dimensión más mítica al relato (algo similar a lo que ocurría con las pinturas del niño Aureliano en Desierto Adentro- Rodrigo Plá, Laura Santillo, 2009).
Esta dimensión bipartita, de opuestos en permanente conflicto no sólo tiñe a toda la película (y el cine australiano), sino al mismo país, geográfica y políticamente. Australia, ese país cuya primera población europea fue integrada por reclusos británicos, pero que luego en su proceso de modernización se abrazó a una tardía tradición victoriana. Australia, ese país construido sobre sus costas, pero que tiene un enorme corazón rojizo que muy pocos –aún hoy en día- se han animado a explorar. La Australia aborigen y la Australia modernizada, y el rastreador que es la puntada y el almohadillado que une esos dos mundos.
El rastreador en la construcción occidental de Australia ocupaba un lugar peculiar, siendo, a pesar de su posición vulnerable –por ser aborigen y estar sometido a los blancos- alguien sobre el que el destino de la expedición dependía, tanto en su victoria como en su fracaso (el aborigen perfectamente podía hacer que los ayudaba y tenderle emboscadas a los mismos buscadores). Esa relación de desconfianza es similar, tanto para los personajes que acompaña al rastreador en la película de Rold de Heer, como para nosotros, espectadores (solo que nosotros –si tenemos un poco de corazón- deseamos que la misión, comandada por un personaje tan despreciable como El fanático, fracase). De hecho, en ciertos aspectos que se ven al comienzo, El rastreador es un personaje despreciable (traicionando a su propia raza, por momentos llegando a decir “el único negro inocente es un negro muerto”), que encadenado hasta nos hace recordar a Gollum, de El señor de los anillos. Sin embargo, esos ojos encendidos y curiosos de El rastreador encubren más de una dimensión, y es sobre ellos donde la película se vuelve algo más.