
El
nuevo clásico
Entre todo lo que se ha dicho de la reciente y
flamante Mr. Kaplan, segundo
largometraje de Álvaro Brechner tras la muy lograda Mal día para pescar, hay un comentario en particular que ha sido
frustrantemente repetido en los medios y entre los espectadores en general: lo
poco que se parece a un producto salido del cine nacional. En la mayoría de los
casos, el comentario, lejos ser el visto malo de algún purista que no
encontrara en tal obra algo que recogiera elementos de una matriz
identificatoria de nuestro país (una disquisición más propia de algunas décadas
atrás), suele estar enmarcado como una virtud a señalar. Una virtud que en
algunos casos se define en torno a algo que marca diferencia con respecto a un
estilo de cine ya establecido (lo que la mayoría de la gente lo ha solido acotar,
de una manera excesivamente gruesa, a Control Z y sus sucedáneos), pero también
–muchas de las veces- a una que encierra en sí misma un elemento cipayista, la
idea de un cine “bueno” en tanto que se parece al propio de países más desarrollados, no casualmente
asociado y reducido a los formatos hollywoodenses.
Lo frustrante de la forma en que están zanjadas
estas apreciaciones no corre tanto –o “no sólo”- por una especie de complejo de
inferioridad subyacente (que bebe tanto del comentario “está buena para ser uruguaya”, como el “está buena porque no parece uruguaya), sino por la
miopía de lectura de lo que es la escena cinematográfica nacional. Hoy en día
el cine uruguayo en cartelera dista de ser aquel comúnmente asociado con el
circuito festivalero, el cine “de los largos silencios”, del “que no pasa nada”
que la gente y muchos críticos se han referido hasta el hartazgo. Películas
como Re-locos y Re-pasados, Kamikaze, La casa muda, Rincón de
Darwin, Reus, o Manyas (quien escribe esta nota sólo
rescataría las dos primeras) dan una noción de que la cinematografía uruguaya
ya se ha diversificado en microescala, con films de género o con lineamientos
de cine más clásico –“comercial” es
un término demasiado tramposo- que prácticamente superan en cantidad y en
presencia a esas nociones anacrónicas –incluso, infundadas- que se tiene del
escenario del cine nacional.
En todo caso, lejos de una discusión sobre lo
uruguayo o no en el cine, la aparición de un film como Mr. Kaplan resulta
interesante por la presencia, en un mismo año, de dos films (uruguayísimos, a
su manera, los dos) de directores sobresalientes y a su vez, en algunos
elementos, opuestos. En una primera línea, Mr.
Kaplan y El lugar del hijo, de
Álvaro Brechner y Manolo Nieto, respectivamente, son dos segundas obras de un
refinamiento técnico inusual en nuestra cinematografía, pero con resultados casi
opuestos y, en algún punto, complementarios. En El lugar del hijo la impecable fotografía de Arauco Hernández y el
sonido de Santiago Fumagalli, Guillermo
Picco y Catriel Vildosola crean una densa capa de extrañeza en la que se siente
como meterse bituminosamente en la propia realidad vital del protagonista (la
escena del toque de Genuflexos en la Facultad de la Regional Norte es de lo
mejor que se haya logrado estéticamente en nuestro territorio). En Mr. Kaplan todo lo que se podría decir
de los logros técnicos en cuanto a lo experimental de El lugar del hijo se acentúa en lo elegante y ágil de la obra, la
bella plasticidad de las imágenes y la minuciosa selección de los colores (el
amarillo de la camioneta robada, el mostaza de la camisa del alemán, el
turquesa del vestido de Rebecca mimetizándose con el celeste de la piscina, los
azules y verdes mortuorios del velorio de Otto Müller), llevada a cabo por la
dirección de fotografía de Álvaro Gutiérrez y la dirección de arte de Gustavo
Ramírez.
Al mismo tiempo, desde la construcción narrativa
también se pueden oponer al estilo sincopado, episódico y brumoso de la obra de
Nieto, el toque clásico, lineal y de fuerte peso en los arcos dramáticos de
Brechner. En este sentido, ya mucho de todo esto señalado se podía percibir en Mal día para pescar, con un manejo inusual
de lo épico en el desarrollo de la trama. Ciertamente, casi ninguna película,
ya sea en el corte intimista, en el costumbrismo simpático, o en lo
experimental supo llegar hasta la fecha a algo tan emocionante como la pelea
final entre Jacob van Oppen y El turco.
En Mr. Kaplan,
si bien los momentos de épica no llegan a niveles tan álgidos –hay, por el
contrario, un pequeño distanciamiento en el humor que ronda toda la película-
hay, sin embargo, un desarrollo de los personajes en donde a través de una
serie de resoluciones de conflictos cada uno llega a una verdad o mayor
conocimiento de ellos mismos. Una fórmula básica de casi todo el cine clásico
–aquello es casi como la primera clase de todo curso de guión- pero que en el
cine uruguayo, cuando ha aparecido, siempre fue de forma tímida, encubierta, o
fallida.
En este caso, el proceso paranoico que a Kaplan hace
sentirse llamado por Dios es lo que enmarca todo el film, siempre haciéndonos
jugar entre la duda de si el viejo tiene razón o son puras chifladuras suyas.
Al mismo tiempo, ese crecimiento personal va aparejado al de Contreras (Néstor
Guzzini, en su rol más reluciente hasta la fecha), un policía alcohólico y
retirado que se suma a la investigación de una suerte de nuevo caso Eichmann en
territorio nacional. Esta segunda oportunidad del destino aplicada en la dupla
de Jacobo y Contreras, de cierto modo continúa la del valeroso Jacobo y el
cínicio Orsini, de Mal día para pescar,
dos personajes en sus últimas que buscan una especie de redención personal.
Lo que se siente al ver las películas de Brechner es
algo similar a lo que los críticos de cahiers du cinéma le pondraban, en su
momento, al cine americano, una especie de efectiva liviandad, un cine
liberado, intuitivo, con swing, y terso en el montaje. Una especie de cine
vital y relajado, con el arco dramático como elemento ordenador de lo técnico,
y no viceversa –como sí fue ocurriendo, en el caso citado de Cahiers, en el
cine europeo. Esto no necesariamente lo hace un mejor o peor estilo de cine,
pero en cierto punto, Mr. Kaplan,
apenas siendo el segundo film de Brechner, coloca al director como el más digno
exponente de un cine clásico que desde los noventa –en algo que puede
rastrearse desde esa especie de alegato en respuesta a la hermética El dirigible que fue Una forma de bailar, pero también
incluso con casos recientes, como Rincón de Darwin- nunca estuvo a la altura de
sus pretensiones.
Mr.
Kaplan, a contrapelo de la tarea divina que se
autoadjudica el viejo Jacobo, no llegará a ser una obra que marque a fuego
nuestra historia, pero justamente en esta naturalidad está la virtud que le
permite marcar una especie de mojón tardío, la forma de un posible y buen cine
uruguayo de corte clásico con el que poder oponerse o cotejarse otro tipo de
cine más autoral y experimental.
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