La reina ha muerto
La primera escena es desconcertante, pero de alguna manera desmontará de primera toda la maquinaria que hace funcionar a Morir como un hombre. Primero, vemos el rostro inexpresivo de un personaje indefinido siendo camuflado por una mano mecánica y displicente. Luego, vemos a ese joven arrastrarse por un denso bosque junto a un compañero soldado, abriéndose paso por la noche. No entendemos si están en una guerra, si es solamente un simulacro, o en qué momento histórico se asienta la película, pero rápidamente nos encontramos con que los dos jóvenes soldados encuentran un rincón silencioso y cubierto y se embarcan en un presuroso acto sexual. La cámara, fiel al estilo que la caracterizará, permanece en un estado de suspensión, enfocándose en partes, seccionando los cuerpos o el entorno en un mínimo detalle. Una vez que los jóvenes terminan, se abren paso por el descampado y se topan con una extraña y luminosa casa en la que hay dos travestis componiendo un tema en el piano. Los ven de lejos, desde el otro lado de la ventana, completamente hipnotizados. De repente, uno de los voyeurs le dice al otro que aquellos deben ser amigos de su padre y en un impensado rapto de ira el otro dice “mi padre está muerto” y le dispara, sin más.
La próxima escena, en que partimos de lo que parece una selva, pero termina siendo un invernadero, señala este sistema de encadenamientos con que comenzaba la película: un juego constante de escalas, con hogares paqueta que aparecen en medio de un campo de batalla, con canciones cantadas en lip sync con total sentimiento (la escena de la drag queen negra cantando “Total eclipse of the heart” como si fuera la mismísima Bonnie Tyler, hasta que se corta la música y escuchamos su verdadera voz disonante), con la muerte y el sexo oliéndose sus mutuas colas.
Joao Pedro Rodrigues lleva la historia de Tonia, un travesti dispuesto a cambiar su sexo para poder satisfacer a Rosario, novio modisto con serios problemas de drogas con quien establece una relación de amor y mecenazgo siempre al borde de la disolución. Lisboa, lejos de las clásicas imágenes de sus hermosos puertos, es un mundo crepuscular, gélido, por momentos vaciado. Volviendo al tema de las escalas, sólo vemos, sólo existe el mundo de Tonia: compañeros de camerino (entre drags y modelos sadomasoquistas enfundados en latex), peluqueras travestis, o su mismo hijo (quien al tiempo se revela como el soldado con quien comenzaba el film). El resto del mundo –como los taxistas o los transeúntes- no se lo muestra, o para ser más preciso, simplemente no existe.
Esta Lisboa crepuscular habla del mismo estado vital del protagonista, que no sólo está quedando viejo y desactualizado en el teatro donde se construyó su persona, sino que uno de sus implantes de siliconas ha iniciado una infección que está tomando todo su cuerpo. La trama de los últimos días de un travesti no parece justamente la más alentadoras de las tramas, pero la película, filmada, no en clave tragicómica (como se ha dicho por todos lados), sino por una noción sobre la vida y la muerte inherente al kitsch y el melodrama se abre y transforma de múltiples maneras, tal como aquel pene de papel transformado en vulva en una excelsa demostración de origami que hace un doctor al comienzo del film. Lo que vemos no es tragedia ni comedia, es la vida, pero no “la vida misma”, para la cual podríamos pensar en un formato realista, sino la vida filmada desde sus pasiones, desde sus picos altos y bajos, drama y felicidad quemando la piel, algo que sobrepasa al mismo director y que coloca a su obra en la línea de la de personajes como Fassbinder, o Pedro Lemebel, y no tanto con Almodóvar, quien no podría ceder a la tentación de mostrar a Tonia brillar en escenario, levantar velas con su presencia escénica, mientras que al portugués no le tiembla el pulso y la deja fuera del foco de luz, solo exhibiéndola tras bastidores, o en taxis solitarios. Rodrigues, como Fassbinder es inmisericorde, tanto con la alegría como con la tristeza.
Otro ejemplo claro de esta noción de realidad e irrealidad ocurre a casi la mitad del film, en donde Tonia y Rosario, en una desviación que toman por el bosque se encuentran con la casa aislada de Maria Bekker (que al parecer es un personaje televisivo bastante conocido en Portugal), casi cerrando un círculo completo, a la que son inmediatamente bienvenidos. Todo lo que transcurre allí, desde la tumba del soldado desconocido, hasta la escena de la caza de luciérnagas (con un jolgorio bucólico limítrofe entre El sueño de una noche de Verano, de Shakespeare y Comida sobre la hierba- Jean Renoir, 1959), o el plano secuencia de la canción de Baby Dee en filtros rojizos, es rodeado por un aura mágica, tan diferente a todo lo que venía aconteciendo, que puede perfectamente no haber ocurrido, o al menos, haber sucedido en un rincón del alma de Tonia, como un sereno réquiem antes de su muerte.
Todo esto se alimenta de una dirección de arte excelente, con una cámara que tiene el mismo amor fetichista declarado hacia los objetos que los mismos personajes o, por así decirlo, toda la cosmogonía queer. Como todo aquello que Tonia encuentra enterrado por su perra en el jardín, ya sea un sueco, una metralleta de juguete, una cremallera, un ramo de nomeolvides, un rosario de oro, una extensión de peluca, es mucho más que un accesorio, es un pacto, una forma de encontrar la tragedia en lo banal y lo banal en la tragedia, de salvarse en el fulgor del objeto, una tablón para navegar a la deriva por el río Aqueronte sin mojarse los taco agujas.
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