viernes, 16 de diciembre de 2011

Lucas Meyer- Música para nadie (Esquizodelia Records, 2011)



Restos de tormenta

Hace ya varios meses emergió a las aguas montevideanas, como el hocico de un caimán, el disco Música para nadie, de Lucas Meyer. Más allá de una entrevista al músico uruguayo realizada por este diario, poco fue lo que se comentó y difundió el disco. Una verdadera injusticia, tratándose de, no sólo un trabajo distinto y arriesgado (sólo por poner un ejemplo, no recuerdo casos específicos de álbumes uruguayos con sesenta temas), sino uno de los mejores discos que se hayan registrado en el 2011.

Lucas Meyer ya había dado su carta de presentación con Un accidente feliz, un álbum ideal para escuchar caminando mientras uno se mira en los espejos de galerías viejas de 18 de julio, ideal para dormir, o para pescar en la rambla sur. Un disco melancólico, pero con una melancolía diferente a la autocompasión común en que suelen caer algunos productos del indie actual.

En Música para nadie, el tono se mantiene, pero se dispara a lugares diferentes a los de la propuesta más condensada y estructurada de su ópera prima. Si hay algo que atraviesa a Lucas Meyer es el desarraigo, un desarraigo que puede ser tan geográfico como sentimental. En sus sesenta temas, las imágenes se repiten, incluso se intercalan con las del álbum anterior, como si fueran retazos de sueños que se van superponiendo entre sí (en especial, esa imagen, casi traumática, del narrador yendo a buscar a un antiguo amor a un pueblo, sin conseguir rastro alguno del mismo). Sin embargo, para marcar una posible diferencia, por momentos parecería que, mientras Un accidente feliz fuera música de ruptura y despedida, Música para nadie es un disco de reencuentro, pero no físico, sino más bien en el recuerdo. Sorprende en especial la cantidad de temas con nombre de mujer, algo que no es una novedad en el mundo de la música (cualquiera que haya escuchado a la Velvet, Springsteen o los Vétales puede llenar un cuadernito de anotaciones), pero que en su repetición marca pequeño microcosmos, sin saber uno muy bien si todos estos nombres son fantasmas a los que Meyer busca, o pedazos de mapa para saber en qué lugar se encuentra. Así, aparecen temas como Agustina, María Noel, Laurita, María en el campo, o Marianna. Esta referencia a lo fantasmal no es algo simplemente estilístico, a los fines de embellecer esta nota, sino que se percibe en el mismo ánimo del disco. Todos los recuerdos son una invocación, una forma de traer algo perdido y empezar a armar algo a partir de ahí.

Pero ¿Qué le puede decir uno a un fantasma? Uno posiblemente tenga un guión bien armado, puede escribirse algunas palabras en la palma de la mano, o en el reverso de su tabla de ouija, pero cuando el fantasma aparece, uno está solo y sólo puede decir un par de frases, algunos versos que aprendió en otros lados, como los niños cuando empiezan a comunicarse con los mayores, tomando prestados gestos que no son suyos, pero que son necesarios, parte de un proto-idioma. De la misma manera, la lírica de Música para nadie parecería armada a partir de un diccionario de no más de cincuenta palabras, una característica que para la mayoría de los discos podría considerarse algo nefasto (o cuando menos, achatado), pero que en la voz quebrada, como si se cantara a sí mismo, de Lucas Meyer, cobra otra dimensión. Las palabras, los versos quedan en la orilla, como objetos rescatados de la tormenta, y se comienza a construir a partir de ahí. Hay tristeza, hay añoranza, pero también hay pequeños reproches, de esos que no se pueden decir en voz alta.(“Dijiste que hoy no/ Que ya no sos así/ Yo también cambié/ para ejor”, en Para mejor; o “Pero así fue/ No nos volvimos a ver/ igual quiero decirte/ que no te has perdido nada/ no te has perdido nada/ no pasó nada especial”, en Algo del pasado). Volviendo al tema de las palabras perdidas, uno escucha ese disco interminable, tremendamente denso, que es Música para nadie, y uno se siente encontrarse con un diario íntimo mojado, con la tinta corrida y varias páginas arrancadas. Tratar de encontrar la historia es imposible, todo empieza y termina en Meyer, como un periscopio en el que uno termina viéndose su propia nuca.

Aún así, no es todo hermetismo intimista, hay varios momentos en los que vemos a Meyer arriesgándose por algunas imágenes poéticas, en las que casi nunca trastabilla, especialmente en La música de las estrellas, donde parece ser de los pocos casos en donde se usa lenguaje figurativo (“Bajaste de una montaña/ no parabas de correr/ Hasta mí, más allá/ Hasta el fin del mar/ y no es que pase mirando atrás/ pero a veces creo/ El amor me encontró/ no lo supe entender”). El último verso de esta estrofa marca algo interesante, que es la noción del amor, no como algo que se produce, fruto del vínculo natural entre dos personas, sino como algo que llega y se va, como un pajarito que se posa sobre un cable de alta tensión (también puede rastrearse esto en Las chicas del pueblo). Sin embargo, no todo es letra y poesía, en este disco, con Meyer más desatado, se incluyen varios temas instrumentales que actúan como interludios, pero que habría que considerarlas obras cerradas en sí mismas (por ejemplo, la perfecta intro del disco, Juventud, o Laurita, o Fue un momento y ya pasó)

Citar a Calamaro hablando de un músico que poco tiene que ver en su letrística y arreglos –ni que hablar en su persona-, podría parecer extraño, pero cuando pienso en Música para nadie no puedo evitar pensar en ese hermoso puente de Mi Rock perdido (“No me gustan las canciones porque mienten/ porque todo se resuelve en tres minutos/ son soldados de un ejército invisible/ partes rotas de un espejo nunca roto/ Te dedico mis canciones porque sientes/ que la vida no esta hecha de canciones/ esta hecha de pedazos de tormenta/ esta hecha de malditas sensaciones”). Aún siendo completamente otro el ánimo, pocas veces se ha podido sentir un disco así, de ese ánimo de sacarse la capa de engaño y quedarse sólo con las sensaciones, las de esos restos de tormenta que se acumulan en el disco de Lucas Meyer.

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