El dicreto encanto de la nobleza
Uno debe tener más o menos claro que las reconstrucciones de época de la Inglaterra de los siglos XVI y XVII siempre tienen una cuota de ridículo, sobre todo en ese exceso de despliegue y tono algo bombástico, que por momentos parecerían sacadas de esas películas ficticias de las que todos solían hablar –pero nunca mostrar un solo fotograma- en Seinfeld (el caso de Rochelle Rochelle, Cry Cry Again, o Ponce de León). Películas solemnes que suelen ser en los premios de la Academia las grandes ganadoras en las categorías de vestuario, y que en cierto punto apuntan a mover un cierto perdido goce de clase en el espectador entusiasta del género.
En este sentido, la epítome de este subgénero cinematográfico fue Elizabeth: La edad de oro (Secar Kapur, 2007), una película que parecía un híbrido entre el videojuego Age of Empires y un desfile de modas, con un tono siempre al borde del desfallecimiento y estilización visual de videoclip (esas cámaras de grúa, esos planos imposibles, el desborde de tecnología CGI). Sin embargo, Anonimo se presenta como fiel competidor, no tanto por los excesos técnicos –que los tiene, pero que no llega a los extremos de la anterior-, sino por su pretensión de condensar en un mismo rodaje todos los géneros y tramas posibles.
Es extraño pensar en Emmerich, director de películas pirotécnicas como Día de la independencia, o 2012 como el responsable de una película sobre la Inglaterra Isabelina. Sin embargo, cuando uno ve lo que a Emmerich le gusta hacer con varios de los grandes íconos arquitectónicos de Estados Unidos –dígasele el Empire State o el Monumento a Washington-, uno puede entender que su ola de destrucción se extienda hacia un personaje casi mitológico como Shakespeare. Para hacerla corta, la película se adscribe a la famosa teoría oxfordiana que sustenta que sir William Shakespeare no fue el autor de sus trabajos (treinta y siete obras, ciento cincuenta y cuatro sonetos, como el film gusta recalcar varias veces), sino un mero testaferro de Edward de Vere, Conde de Oxford, quien intentaba, a través de sus trabajos, sembrar intrigas dentro y fuera de la corte. Hasta ahí parece una hipótesis, más allá de jugada, sencilla, pero pronto comienzan a agregarse, como si de un palimpsesto se tratase, más y más intrigas: de Vere como amante de la reina Elizabeth, Elizabeth (ejem, La Virgen) como madre de varios vástagos entregados en adopción, Shakespeare no sólo como un testaferro, sino como un borracho corrupto e iletrado, junto a un montón de intrigas por la sucesión del trono. A esto debe agregarse una pretenciosa estructuración narrativa, en la que los saltos en el tiempo abundan: del tiempo presente, en donde se presenta una obra llamada justamente Anónimo, hasta 1603, luego remontándonse a cinco años antes, después cuarenta más atrás, y así sucesivamente. Es así que Anónimo es al mismo tiempo un thriller político –casi como si fuese un film de espías de la guerra fría, con dobles y triples agentes-, una romance cortesano –similar a la de Shakespeare apasionado (John Madden, 1998)-, una película épica –si bien no es la marca principal, abundan las escenas de acción, las peleas de espadas y los tiroteos- una obra sobre los celos y la competencia artística –la relación entre de Vere y Ben Jonson es similar a la de Mozart y Salieri en Amadeus (Milos Forman, 1984)-, una tragedia griega y también una construcción “meta” sobre la magia del teatro (el hincapié que se hace en el artificio de la lluvia en la presentación teatral en donde se presenta la obra y cómo entramos y salimos del universo diegético casi por un rasgado del telón).
En ninguna de estas series Anónimo es una gran película –incluso, por sus mismos excesos, extendiéndose en su rodaje un poco más de lo debido- muchas veces cayendo en convencionalismos y versiones for dummies –¿había necesidad de recrear el acto tercero de Hamlet, con el actor repitiendo el famoso “ser o no ser”?- cuando no en algunas cursilerías –pero que en definitiva, son propias del subgénero, como la charla final entre Jonson y de Vere. Sin embargo, sería injusto afirmar que Anónimo es una película que no entretiene y que no maneja, dentro de todo, bastante bien la inmensa cantidad de información que debe procesar el espectador.
El gran cuestionamiento que sí debe hacérsele al film corre más en lo que refiere al manejo de la teoría conspiratoria. Primero, muchos de los hilos causales parecen estar atados muy flojamente, a la vez que hubiera sido preferible mantener a de Vere como un noble hipercreativo, y no esa especie de galán torturado, héroe secreto, experto político e intrépido espadachín en que se lo termina convirtiendo (en algunos aspectos, toda esta pompa lo convierte en algo así como un Bruno Díaz del siglo XVII). También, hay algunos aspectos en los retratos y los manejos de la teoría en sí que suelen ser bastante machistas y reaccionarios, cuando menos. Primero, más allá de la impecable actuación de Vanessa Redgrave, sorprende la presentación de la Reina Elizabeth, no como la férrea mente política que logró mantenerse en el poder durante más de treinta años (tal como un sinfín de historiadores sostienen), sino como una muchacha enamoradiza –y que sigue en ese plan hasta su ancianitud-, que a lo largo de la película no para de ser manipulada intelectual o sexualmente por cada uno de los hombres que se le presentan a su paso. Por otro lado, en la postulación de de Vere como el verdadero hombre detrás de Ricardo III y Macbeth, subyace un argumento de fondo que es el de considerar semejante obra impropia de un hombre de extirpe no noble (cuando una parte importante del teatro de aquella época era llevado por no cortesanos). Este encantamiento cortesano se corresponde con el retrato del pueblo, en general representado como una chusma enardecida (demasiado) fácilmente controlable.
En definitiva, todo lo bueno y malo termina en lo que, en definitiva, suele adjudicársele, a Roland Emmerich por sus otros films: una obra difícil de querer en aspectos ideológicos, así como también algo inconsistente, pero innegablemente entretenida y vistosa.
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