miércoles, 1 de agosto de 2012

Enter the void (Gaspar Noé, 2009)



Pirotecnia mojada
Lo cinematográfico y lo alucinatorio han formado  un sólido matrimonio en el que ya no se sabe precisar dónde empieza y termina cualquiera de los dos. Ya desde el desfile de elefantes rosados en Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), o la dura Días sin huella (Billy Wilder, 1945), en donde se escenificaba una pesadillesca experiencia de delirium tremens –producto del síndrome de abstinencia de un alcohólico empedernido-, el cine fue desmontando a la pintura como el arte por excelencia a la hora de dar materia a los viajes inducidos por sustancias -o la falta de ellas. Ejemplos de estos abundan, desde los bizarros e inglesísimos viajes lisérgicos de The acid house (Paul McGuigan, 1998), hasta la tan sincopada como cansadora Spun (Jonas Åkerlund, 2002), pasando por la generacional escena de Mark Renton deslizándose en lo profundo de un wáter mugriento en Trainspotting (Danny Boyle, 1996). A su vez, habría que pensar en qué medida el agenciamiento cinematográfico afectó y moldeó complementariamente las mismas experiencias sensoriales de personas bajo el consumo de sustancias, experiencias que, no por nada, suelen ser descritas en los mismos manuales de psiquiatría como “cinemáticas”.

Tokio en llamas

Es en esta tradición que se insertaba Enter the void como un paso más allá de lo que solían brindar esta camada de films. La película de Gaspar Noé (director argentino radicado en Francia, conocido por la mayoría de los cinéfilos por su escena de violación en tiempo real –ni más ni menos que nueve minutos- a Monica Bellucci en Irreversible) parte desde un plano subjetivo sostenido por una steadycam que capta las experiencias diarias y psicodélicas de Oscar, un joven que alterna su consumo de alucinógenos con ventas al por menor en algunos distritos de Tokio. La elección de Tokio no se debe sólo por ser un país con durísimas políticas antidrogas (que gatillan el nudo de la trama), sino también por ser, en sí misma, una ciudad alucinógena y enloquecedora, donde el neón salpica al rostro como una pirotecnia incesante. Sin embargo, la película a la media hora de transcurrido el film se aleja de este radical solipsismo (en donde la pantalla se llegaba a apagar en cada pestañeo del protagonista), cuando Oscar resulta mortalmente herido en una redada policial. A partir de ahí se articula la otra rama principal de Enter the void, que es la cita a El libro tibetano de los muertos, en donde se describe y especifica el paso del alma por el mundo de los vivos antes de morirse o reencarnarse definitivamente.

Temáticamente puede estar justificado (ya no vemos desde los ojos de Oscar, ahora más bien vemos la vida suya, pero percibida por él en tercera persona, fruto de esta experiencia extracorpórea), pero es inevitable sentir que aquello termina resultando una trampa técnica, obteniéndose, a partir de ahí, un film relativamente común, y hasta conservador, pese a los ineficaces gestos del director en su afán por hacernos entrar en shock.

La era del vacío

La experiencia de muerte, permitiendo saltos en espacio y tiempo, como a través de breves portales encarnados en agujeros u objetos luminiscentes, sirve, en todo caso, para retomar la arbitrariedad narrativa y obsesión temática que Noé mostraba en sus anteriores films: una cierta noción de destino trágico, rastreado hasta los mismos orígenes de la serie de maquinaciones que lo terminaron por gatillar. Enter the void, en cierto sentido, es perfectamente comparable con El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), otra película que a partir de una reconstrucción vital juega con los límites del tiempo y el espacio, pero justamente en esa comparación encontramos por qué una es excelente y la otra es completamente burda. Mientras en El árbol de la vida la muerte de un hijo hace a su madre emprender una búsqueda que parecería desplegar la historia del mundo y el cosmos para encontrarlo, aún sea al comienzo de los tiempos, o hacia una nebulosa a miles de años luz, en Enter the void la labor del fantasma de Oscar, lejos de emprender un viaje de autoconocimiento tibetano, parece más bien trenzarse en un trabajo detectivesco, completamente llano, por sobre lo que fue su vida con su hermana –los dos afectados por un accidente automovilístico que acabó con la muerte de sus padres- y lo que pasa con cada uno de ellos después. El tema es que un fantasma –al menos desde una perspectiva tibetana- difícilmente tenga la narrativa tan justa y acertada para que todo su viaje sea completamente fiel a un itinerario específico y temático, donde todo remite casi linealmente a lo que tuvo que suceder para que ocasionara su desgracia. El árbol de la vida, pese a las razonables críticas vinculadas a sus excesos cinematográficos y sus tonos new age, era descomunal en su capacidad para registrar eventos aislados del chico muerto, construyendo a partir de pequeñas magdalenas proustianas una vida donde, sin decirse nada de manera tan específica, terminábamos por conocerlo como si de nuestra propia vida se tratara.

Distinto a esta noción de intimidad es el burdísimo monólogo interior de Oscar, donde la mayoría de las veces –incluso al comienzo- parecería más bien relatar lo que va a hacer, o comentar cosas que van sucediendo, perdiéndose una oportunidad única en el cine para ensayar y expandir los límites del monólogo interior. Aún la línea de asociaciones, donde parece percibirse la vida como un conjunto de repeticiones alterados por diversos matices (la imagen del oso de la hermana de Oscar, el pacto de sangre, etc.) se establecen de una manera ridículamente lineal, algo que pierde completa profundidad si lo contemplamos frente al mismo recurso utilizado en películas completamente diferentes como Los amantes del círculo polar (Julio Medem, 1998).
Todo lo que se da después es más de lo mismo: la hermana de Oscar con una actuación en la que parece estar perpetuamente en celo, sexo vagamente explícito, japoneses sórdidos, un primerísimo plano de un feto extraído en una cubeta de aluminio, escenas grabadas con lentes de ojo de pez y una serie de entradas y salidas de planos cenitales en vórtices lumínicos que terminan por redundar y lentificar hasta los límites de lo soportable un film de dos horas y cuarenta minutos.

Al final de la película, por medio de la martillante repetición de escenas y desgracias la obra podría resumirse en algo así como la perfecta comunión entre el videoclip Smack my Bitch Up, de Prodigy y un capítulo interminable de Pare de sufrir.

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