Pirotecnia
mojada
Lo cinematográfico y lo alucinatorio han formado un sólido matrimonio en el que ya no se sabe
precisar dónde empieza y termina cualquiera de los dos. Ya desde el desfile de
elefantes rosados en Dumbo (Ben
Sharpsteen, 1941), o la dura Días sin
huella (Billy Wilder, 1945), en donde se escenificaba una pesadillesca experiencia
de delirium tremens –producto del
síndrome de abstinencia de un alcohólico empedernido-, el cine fue desmontando
a la pintura como el arte por excelencia a la hora de dar materia a los viajes
inducidos por sustancias -o la falta de ellas. Ejemplos de estos abundan, desde
los bizarros e inglesísimos viajes lisérgicos de The acid house (Paul McGuigan, 1998), hasta la tan sincopada como
cansadora Spun (Jonas Åkerlund, 2002),
pasando por la generacional escena de Mark Renton deslizándose en lo profundo
de un wáter mugriento en Trainspotting
(Danny Boyle, 1996). A su vez, habría que pensar en qué medida el agenciamiento
cinematográfico afectó y moldeó complementariamente las mismas experiencias
sensoriales de personas bajo el consumo de sustancias, experiencias que, no por
nada, suelen ser descritas en los mismos manuales de psiquiatría como “cinemáticas”.
Tokio
en llamas
Es en esta tradición que se insertaba Enter the void como un paso más allá de
lo que solían brindar esta camada de films. La película de Gaspar Noé (director
argentino radicado en Francia, conocido por la mayoría de los cinéfilos por su
escena de violación en tiempo real –ni más ni menos que nueve minutos- a Monica
Bellucci en Irreversible) parte desde
un plano subjetivo sostenido por una steadycam
que capta las experiencias diarias y psicodélicas de Oscar, un joven que
alterna su consumo de alucinógenos con ventas al por menor en algunos distritos
de Tokio. La elección de Tokio no se debe sólo por ser un país con durísimas políticas
antidrogas (que gatillan el nudo de la trama), sino también por ser, en sí
misma, una ciudad alucinógena y enloquecedora, donde el neón salpica al rostro
como una pirotecnia incesante. Sin embargo, la película a la media hora de
transcurrido el film se aleja de este radical solipsismo (en donde la pantalla
se llegaba a apagar en cada pestañeo del protagonista), cuando Oscar resulta
mortalmente herido en una redada policial. A partir de ahí se articula la otra
rama principal de Enter the void, que
es la cita a El libro tibetano de los
muertos, en donde se describe y especifica el paso del alma por el mundo de
los vivos antes de morirse o reencarnarse definitivamente.
Temáticamente puede estar justificado (ya no vemos
desde los ojos de Oscar, ahora más bien vemos la vida suya, pero percibida por
él en tercera persona, fruto de esta experiencia extracorpórea), pero es
inevitable sentir que aquello termina resultando una trampa técnica, obteniéndose,
a partir de ahí, un film relativamente común, y hasta conservador, pese a los
ineficaces gestos del director en su afán por hacernos entrar en shock.
La
era del vacío
La experiencia de muerte, permitiendo saltos en
espacio y tiempo, como a través de breves portales encarnados en agujeros u
objetos luminiscentes, sirve, en todo caso, para retomar la arbitrariedad
narrativa y obsesión temática que Noé mostraba en sus anteriores films: una
cierta noción de destino trágico, rastreado hasta los mismos orígenes de la
serie de maquinaciones que lo terminaron por gatillar. Enter the void, en cierto sentido, es perfectamente comparable con El árbol de la vida (Terrence Malick,
2011), otra película que a partir de una reconstrucción vital juega con los
límites del tiempo y el espacio, pero justamente en esa comparación encontramos
por qué una es excelente y la otra es completamente burda. Mientras en El árbol de la vida la muerte de un hijo
hace a su madre emprender una búsqueda que parecería desplegar la historia del
mundo y el cosmos para encontrarlo, aún sea al comienzo de los tiempos, o hacia
una nebulosa a miles de años luz, en Enter
the void la labor del fantasma de Oscar, lejos de emprender un viaje de
autoconocimiento tibetano, parece más bien trenzarse en un trabajo
detectivesco, completamente llano, por sobre lo que fue su vida con su hermana –los
dos afectados por un accidente automovilístico que acabó con la muerte de sus
padres- y lo que pasa con cada uno de ellos después. El tema es que un fantasma
–al menos desde una perspectiva tibetana- difícilmente tenga la narrativa tan
justa y acertada para que todo su viaje sea completamente fiel a un itinerario
específico y temático, donde todo remite casi linealmente a lo que tuvo que
suceder para que ocasionara su desgracia. El
árbol de la vida, pese a las razonables críticas vinculadas a sus excesos cinematográficos
y sus tonos new age, era descomunal
en su capacidad para registrar eventos aislados del chico muerto, construyendo a
partir de pequeñas magdalenas proustianas una vida donde, sin decirse nada de
manera tan específica, terminábamos por conocerlo como si de nuestra propia
vida se tratara.
Distinto a esta noción de intimidad es el burdísimo
monólogo interior de Oscar, donde la mayoría de las veces –incluso al comienzo-
parecería más bien relatar lo que va a hacer, o comentar cosas que van
sucediendo, perdiéndose una oportunidad única en el cine para ensayar y
expandir los límites del monólogo interior. Aún la línea de asociaciones, donde
parece percibirse la vida como un conjunto de repeticiones alterados por
diversos matices (la imagen del oso de la hermana de Oscar, el pacto de sangre,
etc.) se establecen de una manera ridículamente lineal, algo que pierde completa
profundidad si lo contemplamos frente al mismo recurso utilizado en películas
completamente diferentes como Los amantes
del círculo polar (Julio Medem, 1998).
Todo lo que se da después es más de lo mismo: la
hermana de Oscar con una actuación en la que parece estar perpetuamente en celo,
sexo vagamente explícito, japoneses sórdidos, un primerísimo plano de un feto
extraído en una cubeta de aluminio, escenas grabadas con lentes de ojo de pez y
una serie de entradas y salidas de planos cenitales en vórtices lumínicos que
terminan por redundar y lentificar hasta los límites de lo soportable un film
de dos horas y cuarenta minutos.
Al final de la película, por medio de la
martillante repetición de escenas y desgracias la obra podría resumirse en algo
así como la perfecta comunión entre el videoclip Smack my Bitch Up, de Prodigy y un capítulo interminable de Pare de
sufrir.
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