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Lo indecible, ya dicho
En el 2001 Joshua Oppenheimer realizaba un documental sobre unos campesinos indonesios que intentaban formar un sindicato. En poco tiempo el director percibió que no sólo su labor era constantemente entorpecida por fuerzas del orden que intervenían en todo tipo de reuniones (a menudo por medio de la fuerza) sino que todos los implicados guardaban un temor radical a ser descubiertos, o estar asociados con alguna organización de izquierda. Fue en este marco que comenzó a escuchar historias de las purgas anticomunistas que ocurrieron en el país entre 1965 y 1966, hecho poco conocido en el mundo occidental –incluso en Indonesia, donde el hecho suele ser tapizado con el término “lucha patriótica”, y en el que se reducen significativamente los cruentos desenlaces-, en el que el número de muertes está estimado entre 500 mil y dos millones de indonesios.
Fue a partir de estos fugaces testimonios que el director norteamericano decidió lanzarse de lleno a realizar un documental sobre este oscuro suceso. Sin embargo, conforme realizaba su investigación iba descubriendo lo imposible que era acercarse a su material de estudio: no sólo la producción era constantemente interrumpida por ariscas fuerzas del orden, sino que los mismos portadores de la historia tenían demasiado miedo para ofrecer testimonio. Fue en ese marco donde, a partir de una sugerencia algo absurda y a primera vista ingenua de un entrevistado, el foco del documental pegó un imprevisible giro: ¿si querés saber cómo fue el genocidio por qué no mejor preguntarle a los mismos que lo perpetraron?
“La historia siempre es escrita por los ganadores” es una conocida frase que en The Act of killing actúa como uno de los principales motores que ponen en marcha el documental. Es una película sobre y en un régimen que sigue siendo, de una manera matizada –aunque, como veremos, no tanto- el mismo perpetrador de uno de los hechos más despiadados y cruentos que haya dado el siglo XX. Es transferible, casi por así decirlo, a una especie de ucronía ambientada en nuestro tiempo, en donde los nazis siguen controlando la mitad de Europa. A pesar de esto, casi siempre comprendemos esta noción de escritura histórica pivoteando en la manera en que las partes ganadoras estructuran el relato para dejar sucesos dentro, o fuera del marco, alterando el montaje, o implantando velos, excusas, o justificaciones; por así decir, una fiscalización del secreto y las invisibilidades selectivas. Esto es justamente lo que asombra y genera escalofríos por oposición en The Act of killing: es una historia de los vencedores, pero sin el velo ni los juegos de luces, o justamente, una historia sobre la total transparencia de estos velos. La historia de los vencedores, pero sin la negociación con una historia mayor, o una historia que deba acoplarse a un horizonte moral determinado.
Un pequeño repaso histórico
Para localizar temporalmente al lector, el genocidio del 65’-66’ fue un hecho que ocurrió en toda Indonesia (al comienzo en la misma capital Jakarta, pero luego diseminándose –en forma aún más cruenta- en otras regiones como el Norte de Sumatra) luego de un fallido golpe de Estado a manos del movimiento 30 de setiembre. Sukarno, con el apoyo de movimientos comunistas y cristianos (en un país bastante dividido entre el islam y dicha religión) estaba bajo el comando del país y el fallido golpe (en el que no se logró colocar de una forma convincente a favor o en contra del grupo -pese a haberse declarado en varias circunstancias bastante afín a los movimientos revolucionarios-) fue aprovechado por los mandos militares para sacarlo del poder e instalar como presidente a Suharto (quien ocuparía su rol durante treinta años). Ni bien entró al poder proscribió el PKI (el Partido Comunista Indonesio, en aquel tiempo el partido con más cantidad de adherentes en un país no comunista) y lanzó una serie de purgas en donde los militares colaboraron activamente con escuadrones de la muerte, la mayoría de ellos formados por gangsters locales que aprovecharon la oportunidad tanto por razones ideológicas como meramente económicas, o vinculadas al poder. El proceso de limpieza se terminó –por así decirlo- desregularizándose, con un montón de milicias y movimientos paramilitares que mataban sin siquiera juicios sumarios, recayendo específicamente en inmigrantes chinos, a quienes asociaban con comunistas por la simple referencia a los países rojos del norte (lo que le hace colindar a las purgas con auténticos procesos de limpieza étnica).
El show de Anwar
Es en este marco que entra Anwar Congo, protagonista y estrella de The Act of Killing. Anwar fue el entrevistado número cuarenta y uno de todos los que accedió Oppenheimer conforme iba realizando el documental. Al igual que la mayoría de los integrantes de los escuadrones de la muerte, Congo no se armaba mucho lío, o más bien disfrutaba contar sus historias con el mayor estilo gráfico posible. Una de las primeras escenas del documental lo muestra a él en un balcón donde solía llevar a los apresados para asesinarlos por medio de varios métodos. “En un principio los matábamos a golpes, pero quedaba tanta sangre y el olor terminaba siendo tan insoportable que terminamos encontrando un método mucho más limpio”. Congo, utilizando a un tipo como muestra explica con divertido tono pedagógico cómo ahorcaba a sus víctimas con un sencillo sistema armado en base a un cable y unas maderas. Acto seguido, habla de cómo, sabiendo que era un acto terrible tomaba alcohol para sentirse más relajado y contento, y ahí mismo, alegremente se pone a bailar en cámara, casi como pisando los espíritus de todos los cuerpos que yacieron allí.
Hasta este punto, pese a la honestidad brutal del entrevistado, la película no es algo mucho más deslumbrante que otros documentales de su especie. Sin embargo, el documental de Oppenheimer tiene un pequeño giro cinematográfico que cambia por completo la narrativa y los efectos del film: viendo cómo Congo y sus amigos suelen identificarse a sí mismos con algunos personajes de Hollywood (en un friso terrorífico que en sí mismo marca la verdadera dimensión del horror, Anwar trabajaba cortando los boletos en un cine, actividad tras la cual, después de verse una película, se iba al piso más alto de un periódico para torturar a sus enemigos emulando a sus figuras de cine favoritas), el director les ofreció la oportunidad y los medios para filmar sus propias experiencias en las torturas, pudiendo apelar a la imaginería o recursos que quisiesen. El producto que vemos en The Act of Killing es, ya no la historia en sí, sino las historias que los asesinos se hacían en la cabeza mientras cometían sus actos.
El juicio al cine
Las escenas filmadas suelen ser absurdas, carburadas por una violencia pueril en la que por momentos pareceríamos ver a dos asesinos jugando a ser vaqueros. Incluso, en momentos donde un auténtico sentimiento de culpa parece emerger, las escenificaciones intentan encontrar redención de una manera que redobla esta especie de inocencia asesina: en uno de los momentos de mayor humor involuntario, Anwar Congo se coloca a sí mismo en el cielo, siéndole otorgada una medalla por uno de sus ejecutados, diciéndole “gracias señor Anwar, por haberme matado y llevado al cielo”.
Sería muy fácil meramente decir que Anwar y sus secuaces son unos psicópatas sin sangre en las venas, o que Indonesia es un país demasiado bruto para que podamos entenderlo (más bruto, no en el plano de lo que realiza, sino en la ausencia de intentos de tapar o justificar lo hecho –como sí tienen países “más civilizados” como el nuestro). Si de algo habla The Act of Killing es justamente del cine y de la manera en que en determinado momento del siglo XX se produjo un radical quiebre entre la representación y lo representado. Anwar Congo se inspiró para interpretar a su papel en el Tony Montana de Al Pacino, pero en el mismo movimiento estaba realizando en la realidad lo que él sólo realizaba en el celuloide. En esa constante mediatización del gesto por medio de las imágenes, lo real y lo imaginado, lo público y lo privado se funden en una misma cosa, se vuelven una misma moneda de cambio en donde ya no se sabe qué es lo verdadero y lo falso.
Casi en la clave de lo dicho por Ranciére sobre el cine y los campos de concentración a partir de Historia(s) de cine, de Jean Luc Godard ("el cine es culpable de no haber filmado los campos en su tiempo; es grande por haberlos filmado antes de su tiempo; es culpable de no haber sabido reconocerlos"), uno podría acusar a la violencia en el cine como inspiración de estos horrendos actos. Pero también uno podría salvar al cine como aquel que supo augurar, en sí mismo, estos actos que estaban por venir. Y también uno puede pensar al cine como inocente y a la vez fracasado por no haberlos podido impedir a tiempo. Pero, en definitiva, el cine tiene la capacidad para volver a hacer imagen esto que no se pudo registrar.
Eichmann recargado
En determinado momento Anwar conversa con otro compañero de las purgas –uno mucho más serio y autocrítico, pero a la vez mucho menos propenso a la culpa- sobre el papel que una película que advertía sobre los peligros del comunismo tuvo en su vida. Anwar dice “en el fondo estaba orgulloso porque yo mate a esos comunistas que se veían crueles en el film”. Su compañero enseguida plantea que las cosas no eran así, y que obviamente que la película estaba hecha para demonizar a los comunistas. Sin embargo, Congo acierta en su error: la de él no fue una empresa contra comunistas reales, sino frente a los comunistas de aquella película, no cómo un sortilegio en el que cayó, como fruto de la manipulación ideológica de los medios, sino como una prótesis en la que eligió armarse un colchón a la hora de realizar sus actos.
The Act of Killing, con estos personajes que en su crueldad infantil están en algún lugar por fuera del bien y del mal casi podría decirse que supera a la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt. Anwar es un redoblamiento de Eichmann, una vuelta de tuerca posmoderna a su figura de burócrata sereno y pasivo.
Finalmente, The Act of Killing es una película sobre el fin de la opacidad histórica, sobre los efectos de la transparencia radical en la forma en que se estructura el presente y pasado. Ante la dicotomía de Lanzmann de no poder hacer representable la dimensión real del horror de los campos de concentración, apelando a un vacío imaginario radical, y la de Pasolini, de construir un escenario irreal y terrible en Saló, para desfondar este imaginario, The Act of Killing se presta en un punto intermedio, apelando a lo más radical de estas dos posiciones. Es el escenario pesadillesco de Pasolini, sólo que los protagonistas representan aquellas historias que ellos mismos protagonizaron.
The Actof Killing es testigo de un mundo donde se perdió la dimensión de secreto, y con ella, de verdad. Ya no una verdad ontológica, sino micro verdades, todas diseminadas por doquier, como los millones de cables de wikileaks, como un tiempo que parece haber perdido su densidad, cerrándose sobre sí mismo.
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