La
espera del siluro
En la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, un grupo
de nudistas homosexuales acuden al lago Sainte-Croix para retozar en su
pedregosa orilla, aprovechando el agua calma, pero más que nada, el tupido bosque
que parece levantarse morosamente detrás. Armada en base a episodios que dotan
a la cinta de una cierta circularidad, cada nuevo día parte de un plano
general, en el que el director, de acuerdo a la cantidad de automóviles que hay
en el improvisado parking, da una idea de la fluctuación de público dentro de
ese mismo espacio.
Convertido en un centro de encuentros sexuales, el
bosque actúa como un costado alternativo del espacio más abierto de la orilla,
pero entre los dos lugares hay como una continuidad plácida, como si todo
estuviese sumergido en el mismo sincretismo letárgico. Nada parece alterar la
pausada rutina de los bañistas y los amantes, imbuida en un silencio que es
similar al de la superficie calma del lago. Es en esa misma superficie plácida
e indiferente a la existencia de los hombres donde Franck (Pierre Deladonchamps),
el protagonista del film, presenciará un asesinato perpetrado por Michel (Christophe
Paou), un hombre de bigote (parece una mezcla más delgada entre Burt Reynolds y
los dibujos de Tom of Finland) codiciado por la mayoría de los allí presentes.
Es curiosa esta premisa, porque, si bien existe una considerable cantidad de
thrillers eróticos en el que el objeto del deseo es posiblemente el asesino
(piensen en la mayoría de las películas de Sharon Stone durante la década de
los noventa), casi siempre el principal resorte es la cuestión de si el amado
es realmente el culpable, algo que carbura la culpa con la duda, expandiendo
las tribulaciones del protagonista –y, naturalmente, de nosotros espectadores.
Sin embargo, el perfecto plano fijo en el que Franck ve, a lo lejos, cómo lo
que parece ser un juego en el lago termina siendo un ahogo provocado, no parece
elevar mucho campo a la duda: nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, no
hay un solo corte, ningún posible rashomon
cinematográfico o vuelta de tuerca que nos permita instalar algún grado de
ambigüedad entre lo que vimos y sucedió.
Es así que el
asunto deja de ser concretamente el conocido “whodunit”, para volcarse en el
tema de la obsesión de Franck sobre alguien que no sólo fue responsable de una
muerte, sino que también podría ser un futuro perpetrador de la suya. Con un
particular interés por mantener a las figuras centradas en cámara -el corte del eje axial fijo a veces hasta
parece coquetear con el estilo de Wes Anderson, pero con una atmósfera
radicalmente distinta-, el retrato de la obsesión personal, entremezclada con
la indiferencia radical del entorno –es de gran poder la imagen de las ropas y
la toalla del asesinado prácticamente pudriéndose en la orilla sin que a nadie
le llame la atención-, por momentos nos retrotrae al cine de Michelangelo
Antonioni, haciendo de El desconocido del
lago una especie de versión gay de L’avventura
(1960).
Sin embargo, parece agitarse algo más allá del
asunto del asesinato. En un espacio cerrado (no hay ninguna escena filmada por
fuera de esa zona), donde el público, salvo el investigador policial, es
invariantemente gay, la alternancia entre bosque y lago y las escenas de sexo
que suceden ahí parece una forma cifrada de lo que ocurre más allá del
argumento de thriller. Sorprende, en una primera instancia, la forma
desapasionada y distante con que el director filma los encuentros sexuales. Con
un estilo casi utilitarista, la gente deambula por el bosque y con un solo
gesto o mirada queda fijado el encuentro, realizado en silencio, pero levemente
a la vista de todos los allí presentes (los matorrales y arbustos tapan más
bien poco, pero a nadie parece molestarle demasiado). A esta cuestión cuasi
mecánica, sin embargo, sorprende cómo las escenas de sexo entre Franck y Michel
son mucho más detalladas y sensuales, no escatimando detalles, introduciendo
pocas elipsis, movida como por un ímpetu a registrarlo todo (algo que también
sucedía en las escenas sexuales entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux en La vida de Adèle).
De alguna forma, la placidez y frialdad con la que se
documentan estos encuentros se rompe a partir, justamente, de la distante
escena del asesinato ¿Pero cómo se articula este asesinato con ese algo más de
lo que parece decir, quizás sintomática, y no concientemente, la película de
Alain Guiraudie? El desconocido del lago
es, sin lugar a dudas, un producto de su época. Estamos en la primera decena
del siglo XXI, el SIDA no retrocedió, pero sus efectos devastadores fueron
paliados por medicamentos más efectivos y una progresiva concientización e
inclusión social a sus víctimas (todo esto, obviamente, tomando la perspectiva
de los países desarrollados), y a su vez, los gays han ganado –al menos en
Francia y otros países europeos- un lugar de respeto y apertura que, pese a no
llegar a un grado último de consolidación, era impensable para los años
ochenta. Efectivamente, en la película, salvo algún comentario menor del
policía, no parece haber una particular animosidad hacia los gays, y todo
parece suceder de una forma transparente, endogámica y sin subterfugios. Sin
embargo, justamente el costado de este mundo demasiado adaptado, por momentos
maquinal, asexuado en su misma proliferación del sexo, es que surge el
asesinato. El crimen, en cierto punto parece en la película una especie de
sucedáneo del SIDA, algo que pone un quiebre en una liberación total, volviendo
a instalar el terreno de la prohibición, pero no el de una prohibición moral,
sino de circulación sexual. En la película hay una línea de esto en cómo Franck
elige tener sexo sin protección con Michel, a quien ya reconoció como asesino (mientras
que en otra escena la posibilidad de sexo con otro personaje se vio frustrada
por la ausencia de preservativos).
El crimen parecería entrar en escena en el film para
dislocar un sistema circular sexual y así habilitar el deseo del protagonista,
o el deseo a secas. Citando a Baudrillard en uno de sus artículos de Pantalla total –escrito en 1987, tiempo
en el que el SIDA seguía haciendo estragos: “Frente al peligro de una
ingravidez total, de una insoportable levedad del ser, de una promiscuidad
universal, de una linealidad de los procesos que nos arrastraría al vacío, esos
torbellinos súbitos que llamamos catástrofes son los que nos preserva de la
catástrofe. Estas anomalías, estos fenómenos extremos recrean zonas de
gravitación y densidad contra la dispersión total”. Esa catástrofe a la que se
refería Baudrillard era justamente la de la transparencia total, la del
desfondamiento radical de lo sexual, la norma, o la salud. No es,
específicamente un tema de la comunidad gay, es un tema del sexo en sí mismo,
elevado a su máximo grado de transparencia y su extremo más radical del orden.
Michel, saliendo del agua y aproximándose hacia el centro de la pantalla es,
casi por así decirlo, un agente de homeostasis para mantener un desequilibrio
que permita subsistir al deseo, o quizás al mismo sexo. Michel, en definitiva,
ocupa en El desconocido del lago el lugar de aquel siluro (un bagre gigante que
puede llegar a los cuatro metros) del que se Franck habla con miedo: un resabio
casi bíblico, un emisario de un antiguo desequilibrio, esperando en el fondo
del lago.
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