martes, 3 de junio de 2014

23 Segundos (Dimitri Rudakov, 2014)

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Los sueños de Emi

Todo lo discutible o analizable de 23 segundos se juega en una sola escena: el breve interludio onírico en el que Emiliano, que presenta un retardo mental, fantasea con una cena entre amigos en el Salón Rouge del restaurant Rara Avis, en la que se transforma en un hombre exitoso y sin una sola traza de su condición. La escena marca tanto el punto fuerte como el débil de la construcción del personaje a partir de la escritura de guión y la actuación de Hugo Piccini, a la vez que es la que en mejor y peor forma cristaliza la tensión, no sólo entre los sueños de Emiliano, sino entre el conflicto de clases que atraviesa al film.

Para ordenar al posible espectador y lector de esta nota, 23 segundos cuenta la historia de Emiliano (Emi, para los que lo conocen), un hombre de 33 años con un notorio déficit intelectual, que en una de sus jornadas diarias como limpiavidrios auxilia a una bella conductora accidentalmente baleada en un intento de robo. El protagonista, casi como en una versión uruguaya del jorobado de Notre Damme, salvará a la chica, pero enamorándose casi instantáneamente de ella, de una forma tan pueril como obsesiva.

Desde King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933) hasta Misery (Rob Reiner, 1990) las historias de enamoramientos rayanos en el secuestro han adoquinado las sendas del cine, pero curiosamente, la película de Dimitri Rudakov (ucraniano, pero afincado en Uruguay, donde cursó sus estudios cinematográficos) se aliviana rápidamente de este peso argumental, permitiéndole a la pobre chica escapar de los rústicos cuidados de su salvador/captor. Es ahí donde entra la mencionada escena del Salón Rouge. Emiliano mantiene guardia en el cuarto de la convaleciente, sumergiéndose en el sueño mencionado más arriba, que comienza con él manejando un moderno auto, donde es asistido en la limpieza del parabrisas por uno de los adinerados hombres que suelen dejarle algunos pesos en la ruta.  Hugo Piccini, tamborileando despreocupadamente el volante, mientras habla con aquella chica que en el sueño ya es su novia constituida (impecable, vestida de gala), se muestra desenvuelto, bordeando lo cajetilla, hablando con una ductilidad mucho mayor que aquellas frases pastosas que suele hilvanar en su vida real. Es, en teoría, un sueño de restitución, un deseo enarbolado alrededor de la imagen que él construye de aquellos para los que trabaja. En el mismo bar no parece haber ningún rastro de la discapacidad de Emi. Por el contrario, el barbudo y narigón logra, con unos breves detalles corporales y de habla, ser un hombre al que podríamos imaginarnos escoltado por una mina como la que lo acompaña. El único detalle que dota la escena de cierta extrañeza, quizás como una progresiva penetración del mundo real a la membrana onírica, es que los platos principales son hamburguesas con papas fritas, diferente de la sofisticación que podríamos imaginarnos en un recinto como aquel. Así, el detalle de las hamburguesas no parecería ser menor, ya que marcaría el punto ciego de imaginación de alguien como Emiliano. He aquí el acierto y error más grave de 23 segundos. La película podría haber presentado esta fantasía como un jugueteo del mismo film, como algo no proveniente de la subjetividad del personaje, sino como un paréntesis extradiegético, en el cual se nos permitiera pensar una realidad alternativa. No suele ser un recurso muy elegante –sobre todo en películas que tienen una estética que por momentos bordea lo documental-, pero no hay, de por sí, nada malo en ello. Sin embargo, si la idea del director es efectivamente sumergirnos en el inconsciente de Emiliano, ahí la cosa flaquea. Principalmente, alguien como Emiliano no podría crear en su fantasía un alter ego tan resuelto como el que se presenta en el sueño. No es un interludio de un paralítico que sueña con bailar (algo para lo cual se combinan dos capacidades diferentes y no necesariamente inclusivas), es el de una persona con un déficit intelectual que fantasea con tener una soltura que ya en la detallada construcción del deseo trampea la misma condición intelectual de la que se pretende partir. Es como intentar recrear el mundo de un ciego, reproduciendo todo tal cual lo vemos nosotros.

La escena, por así decirlo, brinda, sin embargo, una oportunidad de lucimiento a Piccini, que logra, de muy buena manera, saltar de un estado a otro en cuestión de un chasquido de dedos, sin que se noten muchas costuras. Sin embargo, cada tanto hay en frases, o intervenciones del protagonista, irrupciones intermitentes en las que esta normalidad se precipita (una palabra, un gesto, un detalle que lo saca del retardo). Esto, justamente, no es que sea exclusiva responsabilidad del actor, sino más bien efecto de una complicada relación entre la interioridad del personaje y el estilo de narración optado por Rudakov, el cual, por ejemplo, opta por un voiceover protagónico –sumamente innecesario- en el que parecería borrarse todas las dificultades propias del habla, o de esta interioridad.

23 segundos es, de esta manera, una película que como resonancia de esta esquicia particular, también parece estar confrontada fallidamente en una mixtura demasiado liviana de géneros, que van desde el policial al thriller, pasando por el drama y la comedia romántica, casi siempre pisándose uno al otro, sin lograr ser convincentes en ninguno de los flancos.

Todo esto con respecto a lo más interesante que podría presentarse a discusión en un film como este. Después está lo otro, las escenas innecesarias (la de la madre de Emiliano y su ex esposo, o la absurda inclusión de una banda en vivo dentro de la película), giros y deus ex machinas improbables, el descenso de ritmo en la segunda mitad del film, una banda sonora que actúa demasiado como prótesis de cualquier viraje emocional y un intento de cierre circular con las palabras del comienzo de la película–las razones por las que aquellos 23 segundos le cambiaron la vida al protagonista- que parece bastante forzado.

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