Cuenco grande
Un conductor y una prostituta atraviesan un desierto tan chato como inhóspito, y luego de cumplir veloz y mansamente sus servicios, la mujer le pregunta a su cliente “¿en donde estamos?”. El conductor, sin mirarla a los ojos, le dice “en un lago”. Esta escena habla por todo lo que será Vaho, primer largometraje de ficción que encuentra a Alejandro Gerber Bicecci en la labor de dirección (ya había trabajado como director en varios cortos, a su vez como escritor en algunas series de TV), en donde el agua –o más bien, la ausencia de ella- sirve de hilo conductor para contar la árida vida de un pueblo que intenta sobrevivir en la pobrísima ciudad de Iztapalalpa.
Tlaloc, dios de la lluvia en diferentes representaciones para la cultura indígena de Mesoamérica, parece haber abandonado esos territorios. Más bien, se lo llevan al DF, donde las cosas realmente importan (tanto en referencia a la estatua de la que habla la radio del conductor, como el injusto sistema de distribución urbana mexicano, que deja a ciertas ciudades del extrarradio por fuera de todo resguardo gubernamental). La prostituta escucha en la lejanía a un niño llorando, y a unos cuantos metros lo encuentra, prendido del pecho de una madre recientemente muerta por deshidratación (la imagen hace referencia al mito de
En esas contraposiciones, el agua, como metáfora, gotea –más que “circula”- a lo largo de toda la película. Todo se reduce a distintos tipos de sed, y distintas formas de calmarla. El padre de Andrés en un tiempo lejano fue un trabajador ejemplar, encargándose nada más y nada menos del sistema de saneamiento de la gente de su barrio. En la actualidad, se refugia en el alcohol, que más que un escape, es el castigo, su propia cruz que decide cargar por un hecho de su pasado (tal como realiza año a año en la inmensa celebración de
Finalmente está el vaho, que vincula a una mitología de la zona, relatada por la niña Abigail en la escuela (una vez que la película salta al pasado infantil de aquellos tres adolescentes), en la que los dioses, preocupados por haber hecho al hombre demasiado perfecto, le soplaron un vaho en los ojos, para cegarlo parcialmente y limitar su visión y entendimiento –y, asimismo, garantizarse su devoción, al no poder responderse todas las preguntas. Así, tenemos hielo, agua y vaho, pero entre todos ellos, una ciudad seca, que en otros tiempos estuvo asentada en un islote rodeado por un inmenso lago (Tenochtitlán, que también permanece a lo largo de toda la película, como un fantasma agazapado, especialmente en las prácticas a las que se entrega Andrés).
El manejo de metáforas, así como la forma macro de contar la historia, incluyendo los rápidos y efectivos encadenamientos entre pasado y presente, es impecable. Todo engarza, todo está bien manejado y dispuesto, a la vez que las imágenes poéticas –por así decirlo- son más que sugerentes. Sin embargo, hay algo bastante curioso, que es que el film siempre comete micro errores, casi todos vinculados a los diálogos, por querer explicar todo demasiado. Es más que nada curioso, porque a diferencia de otros films donde la metáfora, cuando anda mal, se convierte en un todo que vuelve a la película entera algo demasiado evidente y pesado, en Vaho, más que eso, se registra como un breve desfasaje entre lo que se muestra y lo que se comenta, entre las imágenes y la interlocución de los personajes. Sin ir muy lejos, habría que retomar el comienzo del film, en donde el conductor le dice a la prostituta que están en un lago. Acto seguido, la cámara hace un paneo por el panorama completamente árido, manteniéndose un silencio, en donde sólo se escucha el viento. Sin embargo, la mujer le pregunta “y qué pasó con el agua” y ahí el conductor se lo explica. Este último apéndice, de haber sido extirpado, hubiera redondeado la escena de una manera mucho más efectiva, incluso trazando una línea ligeramente humorística ante lo inhóspito de la situación. Estos apéndices están prácticamente en todas las escenas. Hay cosas que nuestros ojos ven, cosas que ya hablan por sí solas, pero el director parecería en todo momento poner entre nosotros y la imagen a un traductor, una nota al pie de página encarnada en la voz de los personajes. Hasta podría decirse que ni las mismas actuaciones fallan, pero terminan siendo traicionadas por esos pequeños excesos en los parlamentos.
Parecería que Gerber Bicecci tuviera una poderosísima metáfora entre las manos –incluso, el film no podría tener un final más redondo e impactante-, pero es tan grande que necesita meter demasiados andamios para que no se le desmorone. Tiene sed de imágenes, sed de contenido, pero el cuenco es tan grande que se le corre por los costados de la boca.
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