jueves, 1 de marzo de 2012

Entrevista a Juan Ignacio Fernández Hoppe


(foto: Nicolás Celaya, la diaria)

El astronauta

Las flores de mi familia es un documental de Juan Ignacio Fernández Hoppe, que retrata los conflictos de su familia a la hora de tomar una importante decisión –a dónde irá a parar su abuela, de más de noventa años, una vez que su madre decide mudarse con su nueva pareja-. Teniendo en cuenta que la película tendrá su merecida premier en el XVº Festival Internacional de Punta del Este (a llevarse a cabo del 10 al 18 de marzo de este año), aprovechamos la oportunidad para hablar con el director sobre los distintos avatares a atravesar cuando uno filma películas en las que está hondamente involucrado.

Estuvimos hablando de cómo Tres, la próxima película de Pablo Stoll, plantea que, en definitiva, toda familia en cualquiera de sus circunstancias va a ser una resolución de tres. En tu película también aparece ese tema sobre los tres.

Sí, si. Siempre se vive de a tres. Es la explicación psicoanalítica de mi madre. Ese es el momento en que mi abuela dice “no me gusta las teorías, me gusta la realidad”. Está el tres, revoloteando por ahí. La pareja no deja afuera a ese tercero, pero lo incluye de otra manera. Pero en la película, bueno, parece difícil esa inclusión.

Pero ese tercero en la película, en realidad sos vos…

El tercero soy yo. Ese es otro triángulo. Los hombres están fuera de cuadro en la película. Está ese personaje al que varias veces se refiere, pero nunca aparece en cuadro, que es el futuro marido de mi madre. Mi abuela en la película dice “si no hubiera aparecido este personaje, nada de esto hubiera ocurrido”. Siempre tuve mucha suerte de que se refiriera a esa persona de esa manera, porque eso, para mí, lo colocaba en un lugar más simbólico que lo sacaba de la importancia concreta de la persona. De hecho, cuando mi madre habla de eso de tener que cortar el cordón umbilical, si bien se nota que yo tengo un parentesco, siempre estoy en ese lugar que mi madre define como “el astronauta”, ese que está siempre detrás del vidrio, detrás del lente. Es ese tercero que observa y que cierra ahí.

En el cine actual, específicamente en los documentales sobre familias, está muy de moda incluir al observador como parte integrante del film. Sin embargo, algo que se ve en tu documental es una intención algo evidente de distanciarte de esto.

Yo la película la empecé a filmar antes de saber que iba a ser una película. Eso fue en el 2002, yo estaba en la Católica y era tercero, el primer año en que vos elegís la orientación que te gusta y te llevabas una cámara un fin de semana a tu casa. El ejercicio era filmar un concepto, re abstracto. Entonces yo filmé todo un fin de semana y eso que filmé fueron cosas que se fueron desarrollando con el paso del tiempo. Los elementos fundamentales estaban. Alguna pelea entre mi abuela y mi madre, justo ese fin de semana el perro que se quedó en la casa mordió a mi abuela… Yo que sé, ya estaban los elementos básicos. En ese momento, entonces, fue simplemente filmar algo, onda, quedarse en sólo los elementos que sirvieron para su ejercicio. Después, en el 2005 me fui a vivir con una mujer con la que después me separé y en un momento volví por unos tres meses a lo de mi vieja. Por aquel entonces tenía una cámara propia e hice dos o tres medios en la facultad y ya trabajaba haciendo documentales e institucionales y ahí volví a la casa materna y a filmar a mi abuela sólo en el jardín. Recuerdo que a mi obra, en el final cut le había puesto “En el jardín”, como la de Peter Sellers. Vi en mi abuela esa cuestión de filosofía y reflexión, filosofía sencilla, ojo, entre abuelo y niño, acerca de las flores y las plantas, y ya de ahí se empezó a dar un movimiento del balcón hacia adentro.

La película atravesó muchos procesos, ganó el FONA, después también ganó en el Work in Progress de 2010… ¿Cuando fue que sentiste que tenías una película entre manos?

Desde el principio sentí que estaba ocurriendo una película delante de mí. Yo siempre la defendí, en términos casi de una ficción. Era esa forma de filmar, del montaje, de la cámara y, en definitiva, de contar historias. Quería evitar a toda costa la estructura documental del reportaje, de los bustos parlantes y eso. A mí, lo que me pasaba en el rodaje era que en un momento, cuando sentía que había una escena que servía, simplemente era porque me decía algo así como “esto parece una película”. También, lo que necesitaba de la ficción era que el asunto era tan comprometido emocionalmente para mí que yo realmente necesitaba esa distancia que me permitiera filmar y sobrevivir. Volviendo a la primera pregunta, yo podría haber editado una película que era mucho más metacine, porque lo que también pasó fue que a medida que fui filmando, mi abuela también fue integrando el proceso de filmar. Mi abuela en lo mismo que grababa, se empezó a interiorizar preguntándome cosas que a ciertos críticos o ciertas escuelas de cine les hubiera encantado, que se hubieran regodeado en eso, que era ella diciendo “¿estás filmando un documental o una ficción? ¿cuál es la diferencia?”. Es decir, podría haber ingresado muchísimo más en eso. Lo que pasa, y que se ve en todas las películas que abusan de eso, es que es anticlímax total. Si yo jugaba con eso, de que los personajes estuvieran todo el día saliendo y reflexionando de su lugar en el film, lograría llamar la atención sobre el discurso de la película, algo así como decir “mirate esta pirueta que hago” , pero me olvidaría un poco de la historia. La historia es lo que manda y ahí estaba mi emoción. Siempre es tentador, pero hay que tener cuidado de que a uno no se le vaya la moto con esa cosa metacinematográfica. Kiarostami hace mucho eso, pero me parece que siempre logra una especie de equilibrio. Las cosas que agrega, como al final de El sabor de las cerezas, no termina por romper esa ilusión de que hay una historia que está sucediendo delante de nuestros ojos. Imaginate que en el montaje, en 260 horas había muchas películas posibles. Las escenas que me generaban la ilusión de estar frente a un largo de ficción fueron las que mandaron. Yo al principio el comienzo ya lo sabía, que era ese mandato de mi abuela de filmar las flores, y el final, cuando lo filmé, lo supe. No de un modo intelectual, simplemente lo sentí. Bueno, puse el principio, puse el final y a partir de ahí hay que hacer el medio. Fui poniendo esas escenas que eran esa especie de grajeas que iban contando la historia. Las pensé casi temáticamente. Ejemplo “acá tengo estas escenas que son los dramas cotidianos”. Después, “qué escenas me sirven para mostrar que mi vieja está cada vez menos en casa, que está en una pareja…”, y así con todo.

A mí me pasó que, sabiendo que vos fuiste hijastro de Levrero, antes de ver la película pensé que la cosa iba a ir más por el lado del metacine, como una especie de herencia metaliteraria de, por ejemplo, El discurso vacío.

De hecho, cuando yo presenté el proyecto al FONA, yo lo había dividido en núcleos temáticos. Estaba la figura del perro, de mi abuela, de la nueva pareja de mi madre y también de la cuestión familiar. Ahí justamente yo hablaba sobre el discurso vacío, que de hecho tiene de personajes a Jorge –para todos es Levrero, pero para mí siempre fue Jorge-, mi madre, mi perro que se llamaba Pongo y a mí, que aparezco brevemente como un niño rompepelotas que lo va a molestar. Cuando mencionaba eso, tomaba la imagen de algo que nosotros hacíamos cuando vivíamos en Colonia, que eran las “Reuniones de familia”, que se armaban cuando había que discutir un tema que iba desde si yo iba a tener permiso para ir a bailar, o si nos íbamos a mudar de una casa u otra. Yo por ser hijo único, siempre me pasó que era un adulto más. Es algo que les pasa a los hijos únicos, que quedás en el medio. Y eso pasa con la figura del mediador, que en la película también queda bastante claro. Yo decía que esa necesidad de filmar era poder poner un espejo que ordenara un poco ese caos. Jorge predicó mucho esa cosa de escribir para poder vivir, y de hecho eso en El discurso vacío lo habla. Eso de “escribo para recordar y recordar viene de cordis, de corazón, de volver a pasar por el corazón”. Esas primeras películas que uno hace tienen eso de “necesarias”. De hecho, cuando gané el FONA, me vino esa duda jodida de si estaba bien filmar, de poner eso en una película.

¿Como te colocaste ahí?

Si entrás tenés que jugar las reglas de que si bien tenés esa cosa de hijo y nieto, y también eso de que sos ese cineasta que estás persiguiendo la emoción, estás subordinado a unas cuestiones técnicas muy estrictas. Tenés que tener claro que lo que te importa más en el fondo es la película, en el sentido de que funcione, de la narración. Eso incluso, hasta mi abuela me lo dijo. En un momento de mucho dolor, mi abuela se enojó conmigo y me dijo “a vos no te importa lo que pase conmigo, a vos lo único que te importa es sacar la foto”. Y me dejó realmente helado, no supe qué decir, porque en el fondo eso es, en parte, cierto. Hay veces que cae gente que me habla de que quiere empezar a filmar, no sé, a un hermano que sufre de esquizofrenia y le digo “mirá, si vas a entrar a este mundo, tenés que darte cuenta de que estás haciendo una película, que vas a estar todo el tiempo negociando con tu lugar real”. Pero en definitiva, eso también pasa en la ficción, uno tiene que negociar con actores, que son personas de carne y hueso, y eso también pasa. Fijate, si no, a Herzog y Kinski en Fitzcarraldo.

Una cosa que había pensado de tu película es que hay mucha consciencia de composición del cuadro. Hay en los planos una especie de condición de naturaleza muerta.

La propia casa, el hecho de estar filmándola, me fue permitiendo encontrar esos lugares, esos puntos de cámara donde yo podía filmar con suficiente distancia. Yo quería que se generara cierta cuestión irreal, de ficción, con los cuadros y la luz. El encuadre tenía eso, llevaba las cosas a ese lado plástico, pero con los límites que me imponía el hecho de que seguía siendo un documental. Yo no podía correr una cosa, pedirle que alguien se mueva de lugar, como un set. Sin embargo, cuando tenés la cosa seteada, cuando empezás a captar los ritmos, empezar a manejarte en el apartamento y saber donde están los encuadres, encontrás ese punto tipo Buscaminas, que tocás ahí y se abre. Yo, cuando encontraba esos puntos pensaba “yo sé que acá va a estar bien y la acción más o menos va a tener que pasar acá”. El cine, sobre todo en la búsqueda de posición de cámara, es una cosa muy física. Durante la filmación era como jugar al fútbol, yo iba a practicar todos los días, pero no sabía cuándo iba a haber partido. De repente llegaba, era la escena clave y había que estar ahí y clavar el trípode. “¿Qué hago con esta mesa?... No puedo ir ahí porque invado la acción…”, esas limitaciones que te imponen las propias condiciones, empiezan a formar parte, no sólo de la estética ya, sino del alma de la película.

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