El
traficante de mulas
Ya desde La comunidad, uno podría decir que las mujeres de Alex de la
Iglesia siempre tuvieron algo de brujas. Sean femme fatales, madres posesivas, o viejas desquiciadas, las mujeres
siempre pasaron por su cinematografía como un síntoma del hombre, algo que
tiene consistencia en el acotado mundo de los fantasmas masculinos. En Las brujas de Zugarramurdi, este aspecto
disipado pero omnipresente en la filmografía del director aparece en todo su
esplendor, ya no tras los velos, sino como la metáfora principal del film:
todas las mujeres son unas brujas.
José (Hugo Silva), junto a su hijo
Sergio (el jovencísimo Gabriel Delgado, que guarda un curioso parecido al niño
de El Resplandor) y Antonio (Mario
Casas) atracan una casa de empeño, tomando de rehén a un taxista (Jaime
Ordóñez) y a un pasajero, dispuestos a escaparse hacia la frontera en Francia.
La escena está filmada de una forma absurdamente vertiginosa, condimentándosela
con el hecho de que José y Antonio planearon el atraco disfrazados de estatuas
vivientes (de esas que pululan por la Plaza del Sol, en el centro de Madrid).
Es, definitivamente, el mejor momento de la película, ya la mera posibilidad de
ver a un Bob Esponja siendo acribillado a balazos paga el ticket de entrada.
Ya entre toda la explosiva dinámica de
la secuencia inicial se despliega el tema central de la película: la castración
masculina a cargo de las mujeres. Todos los personajes, víctimas y victimarios,
a pesar de los momentos de tensión, tienen un pequeño espacio para quejarse de
lo insufrible que se ha vuelto su vida por culpa de las mujeres. El mejor
chiste de todos, por lejos, es el de los rehenes temporales del atraco,
juzgando a José por su decisión de haber traído a su hijo allí, con este
replicando que nadie le va a quitar el poco tiempo que su custodia no
compartida le permite. Al mismo tiempo, el taxista está más preocupado por lo
mucho que se va a enojar su esposa si no va a cenar y Antonio dice que su
reciente pareja prácticamente le lee los pensamientos. En algún sentido, todo
este primer tramo podría ser un sketch
y no le faltaría ni le sobraría nada de lo que se verá en dosis más exageradas
e irregulares en lo que resta del film.
Sin embargo, casi como en un quiebre
similar al de Del crepúsculo al amanecer
(aunque, por supuesto, sin la sorpresa que generaba la película de Robert
Rodríguez), los cuatro -los cinco, si contamos al amordazado en el maletero del
auto- terminan perdiéndose en Zugarramurdi, pueblo conocido por su oscuro
pasado durante la inquisición española, en donde se llevó a la hoguera a una
importante cantidad de brujas (o, más bien, lo que los pobladores de aquella
zona creían que eran esas pobres mujeres). Rápidamente, la historia se pone
escatológica, con tres brujas, Graciana (Carmen Maura), su madre Maritxu
(Terele Pavez) y su hija Eva (Carolina Bang), que pretenden hacer un extraño
sacrificio para obtener el control del mundo. No es sorpresa que estas tres
familiares representan, en algún sentido, esa tría de fantasmagoría sobre la
femineidad desde la perspectiva masculina que se había mencionado más arriba.
De ahí en más vienen muchísimas más
escenas de acción y mundos paralelos, como si fuese una extraña mezcla entre Los locos Adams, El laberinto del Fauno y Acción
mutante, en donde los tres hombres tienen que abrirse paso a través de un
oscuro mundo de maldad, demencia, e histeria femenina.
El
canto de los castrati
Lo que evidentemente salta a la vista en
la película es la discusión sobre la misoginia. En una primera instancia, uno
podría decir que Alex de la Iglesia es plenamente consciente de este mensaje y
que en cierto punto no hace otra cosa que satirizarlo (eso para lo que los
ingleses tienen un muy buen término, llamado una “versión tongue in cheek”). También, podría decirse, a su defensa, que la
película no es tanto sobre la maldad femenina, como sobre la definitiva
emasculación de los hombres. Apoyando a esta teoría, podríamos ver que los
hombres son, en definitiva, todos unos pollerudos, que le temen a las mujeres y
cuya vida está siendo constantemente negociada con ellas, llevándose siempre la
peor parte. La película, sería así, una fantasía de liberación masculina,
escenificada en un conflicto abierto, físico, entre el hombre y la mujer (hacía
tiempo que no se veía en una película tantos golpes legítimos de hombres hacia
mujeres), una conquista cuasi bélica en un terreno donde el feminismo –o simple
y claro, lo femenino- fue agarrando cada vez más poder. Apoyando esta teoría
tendríamos los créditos de inicio del film, con la proyección de fotografías de
mujeres que en su nómina incluye a Mata Hari, La Reina Isabel, Frida Kahlo,
Margareth Thatcher y Angela Merkel. Casi podría decirse que, lejos de señalar a
mujeres terribles (como puede ser la Thactcher, o la asesina de los niños Moor
- esa sobre la que los
Smiths compusieron “Suffer little children”), lo que hay es un listado de
mujeres importantes, o poderosas, casi como si se señalara que todas, en el
fondo, son parte de una especie de confabulación histórica (como esa suerte de
concilio de brujas que en la película planean una suerte de Apocalipsis).
La temática vinculada a la crisis del
poderío masculino se ha vuelto bastante presente en el cine español (recordar
como un exponente de este núcleo de films, la película Una pistola en cada mano), posiblemente cebada por la crisis
europea, que dejó a un montón de hombres sin empleo (siendo el trabajo,
históricamente, el principal espacio identificatorio que definía el rol
masculino). Justamente, en Alex de la Iglesia lo social siempre aparece colado
de alguna manera, y tal como en El día de
la Bestia la temática sobre el crecimiento de la xenofobia avanzaba
disimuladamente acompañando al metraje, en Las
brujas, José intenta robar la casa de empeño justamente para paliar
problemas económicos propios, quizás como espejo de esa crisis.
La
gran pregunta
Aún más allá de esto, nos sigue quedando
el tema de la misoginia ¿Es o no es misógina? Por un lado, esta pregunta se ha
convertido en una subcategoría del periodismo, con un montón de plumas
feministas que se dedican a revisar films, canciones, discursos, o cualquier
expresión cultural intentando de encontrar cualquier hilacha que pueda
denunciar cierta cuota de misoginia en algún ámbito (a veces con resultados
justísimos, otras con cavilaciones absurdas, cerradas en sí mismas).
Pero el terreno es mucho más complicado
de lo que parece. Las brujas, incluso
por la temática, puede compararse a la película de Lars von Trier, Anticristo. En ella, el juego
psicológico que nos planteaba el malévolo escandinavo -tal como sucedía en Manderlay en esa puesta en juego sobre
el lugar que nosotros ocupamos frente a la esclavitud- era poner delante de
nosotros el fantasma de la mujer-bruja, esa locura que se adueña del cuerpo de
Charlotte Gainsbourg y ante el cual, por un momento, casi deseamos que Willem Dafoe la asesine ejemplarmente, cual verdugo de inquisición (lo mismo se daba
en el final de Dogville, donde
deseábamos que Nicole Kidman arrasara con todo aquel pueblo a su paso,
llevándose consigo ancianos, madres, niños). El efecto es perturbador, pero
efectivo: en semejante hipertrofia de las identificaciones nos vemos a nosotros
mismos y nos horrorizamos ante la puesta en acto de aquello que construimos en
nuestras mentes.
De
cerca no se ve
Por supuesto, Alex de la Iglesia no sabe
o no gusta de poner en funcionamiento –al menos conscientemente- una máquina de
reflexión política tan perversa, pero aun así no deja de tener efectos.
Nuevamente, uno podrá decir “es sólo una comedia” y que en definitiva, es más que
nada una parodia sobre los estereotipos pelotudos que el hombre ha construido
sobre las mujeres, salvo que el único problema es que, pese a esta opacidad,
estos estereotipos siguen siendo las herramientas que utiliza y que no
encuentran un desdoblamiento reflexivo, como si ocurría con Lars von Trier.
En épocas donde hay una caza de brujas
de corrección política, justamente a veces lo que más se nos escapa es lo más
evidente. Un ejemplo fundamental de esto es los pocos golpes que recibió El Lobo de Wall Street, siendo un film
cuya misoginia a veces se le escapa por todos lados (y que, a pesar de eso, no
lo oscurece como una película genial, divertidísima, e impactante). Con Las brujas en alguna medida pasa lo
mismo, reproduciéndose la famosa parábola del traficante de mulas, aquel nómade
que siempre al pasar la frontera se le chequeaban, para ver si traficaba algo,
los sacos que sus animales cargaban, cuando lo que efectivamente traficaba eran
las mismas mulas.
publicado en La diaria el 3 de abril de 2014
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