Ozon
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En
la casa, de François Ozon tiene –al menos- tres lecturas
posibles: una sexual, una política y una literaria. Por supuesto, no hay una
demarcación discreta entre los ítems de esta trinidad interpretativa, pero este
recuerso, además de auxiliar en el análisis, permite ver un elemento
longitudinal en el cine del autor francés.
La historia, casi en el mismo esquema que era
planteada La piscina (pareciera como
si Ozon nos estuviese llevando de la mano, como un agente inmobiliario paseándonos
por una propiedad que funciona como escenario de las fantasías de clase
francesas –a no sorprendernos una nueva película que se llame “El jardín”), se
desmonta en dos: la historia de seducción de un joven a una mujer mayor y la historia de esa historia, la del chico
contándosela/escenificándosela a su maestro/voyeur. Tal como Charlotte Rampling
frente a la deshinibida sexualidad de Ludivine Sagnier en la ya citada La piscina, Germain (Fabrice Luchini),
un profesor cansado por lo chato de la creatividad de sus alumnos, se deslumbra
con la composición de un joven que empieza a describir la vida cotidiana de la
familia de un compañero de clase. La historia que escribe (que involucra el
progresivo adentramiento en la familia de un amigo de clase social más elevada)
se va desarrollando en un formato de entregas, las cuales, tal como las
historias que cuenta Scheherezade en Las
mil y una noches -a las que se hace referencia en la película más de una
vez-, mantienen en vilo a Germain, no sólo interesado en el desarrollo de las
facultades literarias de Claude, sino gobernado por un verdadero placer de
mirón, dispuesto a incluso transgredir las reglas escolares para lograr que se
mantenga viva la empresa.
Lo
sexual
En una primera línea, el drama sexual es
tramposamente tradicional: la vieja historia de la Señora Robinson, cortejada
por el joven e inexperiente estudiante. Detrás de ese esquema podemos ver que
la verdadera relación flotante es la de la misma sexualidad de Germain, que inmerso
en su fascinación por Claude, empieza a ser responsable del desmoronamiento de
su matrimonio.
Sin embargo, el tema sexual va más allá de un mero
escenario de deseo homosexual reprimido: en el cine de Ozon, las opciones
sexuales–tal como en uno de sus más famosos cortos, Une robe d’eté (1996)- son como un vestido que uno se puede sacar y
poner, una noción de género fluido, que se intersecta en la vida de los
personajes de una forma libre de binarismos. Las películas de Ozon son, en ese
sentido, parte de un discurso poderosamente posmoderno, el del género, incluso
el cuerpo, como una construcción social, algo atravesado por el lenguaje, las
prácticas y las ficciones que nos construimos. Justamente, en En la casa la erotización de los
personajes no viene tanto en los hechos concretos, sino en la narración de los
mismos, todo quedando en un estado de suspensión en el que nunca estamos del
todo seguros si lo que se despliega ante nosotros es lo que sucedió, lo que
está escrito, o lo que se construye en la cabeza de Germain.
De la misma manera, uno no puede pensar esta actitud
polivalente de la sexualidad en Ozon como algo liviano y meramente natural,
sino que en esta misma horizontalidad hay una apuesta de políticas sexuales más
que evidente. En este sentido, la llegada del intruso, o la otredad –tal como
la rata, el negro y la latina en Sitcom
(1996)- aparece como algo parasitario que se instala en una institución
convencional (la familia) para hacerle conocer y juguetear con verdades
impensadas de su moral y sexualidad. Recurriendo a este elemento, no es
sorpresa que aparezca Pier Paolo Pasolini citado en boca de Germain, en tanto
el papel de Claude, fascinando, cortejando, o siendo seducido –real o simbólicamente-
por Esther, Germain, Rapha, Jeanne, o el mismo Germain es una reminicencia
evidente al personaje de “el visitante” (Terence Stamp) en Teorema (1968).
Lo
político
Al igual que en Teorema,
la visita de Claude no sólo sirve para poner en juego lo reprimido de la moral
burguesa en la que se adentra (“el distintivo olor de una mujer de clase
media”, como se insiste en el relato del muchacho), sino que para dinamitarla
desde adentro. En este plano, la intrusión de Claude puede leerse de dos
maneras casi opuestas, pero no excluyentes. Por un lado, el chico proviene de
un entorno mucho más pobre que el de la familia en la que se alberga –su madre
lo abandonó desde chico y su padre permanece inválido por un accidente laboral-
y su llegada actúa como una especie de venganza de clase, ganando desde
adentro, exponiéndole a sus superiores sus propias miserias. Sin embargo, esta
teoría revanchista y emancipadora no deja de esconder un reverso ideológico un
poco perturbador, tanto en su lado más amable como el más jodido. En primera
instancia, la existencia del chico pobre que nos permite ver nuestras ruinas
burguesas no desmonta, sino que más bien retroalimenta el fantasma del pobre
como algo más posta, una infusión de
vitalidad y autenticidad de la que se dota vampíricamente la clase alta cuando
se encuentra decaída, o embargada por un conflicto existencial (algo que se
puede ver en un montón de films en donde aparece lo que ha sido comúnmente
llamado “the magical negro”, referido a compañeros de descendencias africanas cuya
existencia se diluye en asistir al protagonista a ser más desinhibido y descubrir
la felicidad por las pequeñas cosas de la
vida). Pero por otro lado, también está la otra lectura, la del pobre que
“está entre nosotros”, que se confunde y que puede estar en cualquier lado,
intentando seducir a nuestras esposas o madres. No es casualidad que el
comienzo de la película parta de la nueva medida del director del liceo de
adoptar uniformes para todos los alumnos: “en un instituto con estudiantes
socialmente muy heterogéneos, el uniforme se convierte en un símbolo audaz que
colocará por fin a todos los alumnos en pie de igualdad”. Justamente,
vestimenta y desnudez (esa palabra que repite Rapha cuando se indigna por cómo
el profesor lo obligó a hablar en clase, al igual que la escena en el
vestuario, donde simbólicamente Clauda es aceptado como parte de la familia) es
el elemento clave, el mismo que demarca ese riesgo a que un infiltrado se
confunda con uno de los nuestros. Uno no puede afirmar que ese sea el discurso
explícito de En la casa, pero de una
forma u otra, el discurso sintomático del film reduce al pobre, de una forma u
otra, como un instrumento de goce de la clase media.
Lo
literario
No hay que olvidar, sin embargo, que En la casa es también una película
sobre la escritura. En los juegos de oposiciones que mencionábamos más arriba
se da, un poco más invisiblemente, uno de los conflictos centrales del film: la
contraposición entre lo moderno y lo clásico. Germain, en una especie de comic relief (alivio cómico) de la
historia, discute con su esposa sobre la futilidad del arte contemporáneo, con
sus instalaciones y su constante obsesión por los grandes alegatos conceptuales
por encima del producto táctil o visible fruto de la creación. Los ejemplos son
cuasi satíricos (las muñecas inflables con caras de dictadores, los marcos sin
pinturas con audioguías que describen lo que no está ahí), pero en esa
discusión se debate el verdadero asunto que es sobre cómo se debe contar la
historia. En todas las oportunidades que les recomienda y presta libros a
Claude hay en Germain una voluntad de “volver a los clásicos”: Flaubert y
Dostoievski. De igual manera, sus consejos sobre cómo continuar una historia
son harto clásicos, propios de los esquemas shakespearianos de desarrollo de la
acción. En este sentido, la obra de Cluade es tramposa, porque en la misma
medida que es una novela rosa, un “bildungsroman” –novela de amor de iniciación,
tal como es mencionado por el profesor-, la forma en que la realidad sale y
entra y des-escribe y reescribe lo acontecido es más propio de los estilos más
contemporáneos de escritura. Quizás, en ese sentido, no sorprende que el golpe
en la cabeza que se lleva Germain sea ocasionado por un ejemplar de Viaje al
fin de la noche, una de las novelas parteaguas de la literatura francesa
del siglo XX. Este asunto de moderno vs clásico se da también en forma de guiño
en el discurso inicial –el mismo que mencionaba el tema de los uniformes-,
hablando de una nueva forma de educar a los jóvenes, de forma más didáctica e
inclusiva, aspecto que le molesta bastante a Germain.
Lamentablemente esta última oposición parece más una
licencia teórica de la interpretación que algo que está estratégicamente puesto
en juego en el film. En todo caso, estos conflictos parecen darse de manera más
accidental, como un clasicismo o miopía inherente del mismo Ozon, que mete el
pie en una trampa de oso en la que han caído sistemáticamente un montón de
directores: el problema de hacer una obra dentro de una obra que esté a la
altura de lo que genera en el campo ficcional del film. El primer capítulo de
las entregas que Claude le brinda a su maestro parece suscitar una verdadera
voz literaria, pero como pasaba en películas como Más extraño que la ficción (donde un voiceover narraba lo que para
algunos especialistas era “una de las mejores obras literarias de los últimos
años”), pronto el texto nos parece algo plagado de lugares comunes y facilismos
que difícilmente podrían cautivar de tal manera a un profesor de literatura –y
ex escritor- como Germain.
Se puede decir que esta dimensión fallida es sólo
una de las tres que mencionamos –aunque las otras dos también, como ya
vimos, tienen sus claroscuros-, pero
justamente es la que necesita mantenerse sólida para lograr anudar al resto.
Lamentablemente no es el caso y pronto empezamos a sentirnos parte de una
novela que por la mitad de nuestra lectura ya nos dejó de interesar, pero que nos
da lástima tirar por la borda el tiempo que hemos venido malgastando leyéndola.
publicado en la diaria el 2 de mayo de 2014
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