Arráncame la vida
La película comienza y termina en la frontera, custodiada por el mismo oficial, únicamente acompañado por unos insomnes molinos de viento, como si fuera un viaje de ida y vuelta hacia una de las oscuras –pero límpidas, impecables- realidades de
Todas estas historias han circulado más de una vez por el cine y los diarios, pero los personajes de Salomonwitz, sin voz ni rostro propio, en base a pequeños detalles que se clavan como pequeños dardos en el alma del espectador (tal como lo logra la narrativa ascética y devastadora de Amy Hempel), se apartan de cualquier lugar común o arquetipo clásico. La directora filma a los portavoces relatando aquellas historias en lugares sobrios, meticulosamente filmados, como si fuera una escena del crimen recientemente limpiada por el asesino y sus secuaces. En la escena no hay muerto ni siluetas marcadas con tiza, sino lo que pudo ser. Ninguno de estos relatores conocen a las protagonistas, pero perfectamente se las pueden haber cruzado alguna vez, el oficial de aduana cuando firmaba la visa de una de ellas una vez cada tres meses, el taxista llevando a una prostituta huyendo de sus proxenetas. Las historias están ahí, sumergidas en aquel relato frío, casi sin inflexiones de voz, como si los narradores fueran cajas negras despersonalizadas, generándose un golpe de efecto hondísimo, que es el de que todos nosotros somos testigos, y por lo tanto, cómplices de aquella maquinaria.
Hay un montón de películas sobre explotación sexual, pero casi todas optan por dar una salida catártica al asunto. Puede optarse por capturar a las mismas protagonistas siendo entrevistadas en un set, contando sus historias de vida y llorando frente a la cámara, o puede elegirse filmar recreaciones, o incluso a otras personas relatando lo sucedido con sentimiento evidente, como si estuvieran realmente poseídos por el espíritu de las narradoras (como los conocidos testimonios de torturados en la dictadura leídos por actores de teatro). Salomonwitz se aparta de todos estos recursos, y en el relato frío, en esa radical ausencia, logra efectos emocionales impensados: al no haber catarsis, la historia va invadiendo, como por ósmosis, al mismo espectador, sin encontrar ningún canal por donde desviar el cauce subterráneo de emociones que contagian lentamente. Las explosiones emocionales, por más dolorosas que sean, suelen logran expurgar, resolverle las cosas al espectador. En Esto ya pasó, en cambio, este efecto inquietante es quizás el logro artístico y técnico más notable de esta película que a sus apenas 72 minutos cierra, sin redondear nada, simplemente dejándonos con un inmenso costal de situaciones que parece estar a punto de deshilacharse.
Lo que queda al final es sólo los molinos, que siguen funcionando hermosos y blancos en los prados de aquella Austria que parece ajena a cualquier asunto concerniente a los humanos. Habrá que pensar si será que estos molinos no son molinos, sino los engranajes en perfecto funcionamiento de un sistema crudo, sin fallas, que sigue funcionando, imperturbable, frente a nuestras narices, o si no serán las aspas de una picadora de carne a las que se siguen arrojando a estas mujeres.
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