martes, 12 de abril de 2011

Shotgun Stories (Jeff Nichols, 2007)

Los hermanos sean unidos

Dice un antiguo proverbio chino que “cuando un hombre prepara una venganza, primero deberá cavar dos tumbas”. Tal cita calza como anillo al dedo para una película como Shotgun Stories, ópera prima del joven director Jeff Nichols. Sin embargo, diferente al festín dionisíaco que suele ofrecérsenos en las comúnmente denominadas revenge movies (ya sea desde cualquier película actuada por Charles Bronson hasta I spit in your grave –próxima a ser traída de vuelta al cine-, pasando por Kill Bill, Simpathy for lady vengeance o Perros de paja), la violencia de Shotgun Stories circula por otro registro. Más que violencia, lo que hay en el film es tragedia, tragedia entendida en su sentido más académico, ya que lo que vemos desde el principio es un motor invisible, al mejor estilo de teatro griego, que lleva irremediablemente a los personajes a cumplir con su destino trágico.

Para un director originalmente formado en narrativa, más que encontrársele raíces cinéfilas en común, parecen reconocerse, tanto en la construcción de los personajes, como en aquella Arkansas dormida entre campos de algodón, una omnipresente herencia de la literatura norteamericana. Esencialmente, los personajes tienen una distinguible cuña carveriana, encarnando a aquellos individuos parcos, desesperanzados y melancólicos, completamente asediados por una especie de dignidad fatalista. En la otra punta, la violencia que permanece aguardando debajo de los tablones –siempre a punto de ser desatada- nos trae a aquel Sur profundo retratado en las apocalípticas novelas de Cormac McCarthy. Parquedad y violencia, serenidad y explosión, son los dos lados de la balanza sobre los que esta película guarda un diestro equilibrio.

Los tres hermanos Hayes, Son, Kid y Boy (en español “Hijo”, “Niño” y “Muchacho”) encarnan en sus mismos nombres la displicencia de un padre alcohólico, que ni se molestó en adjudicarles un nombre, abandonándolos a temprana edad, para luego volverse un buen y limpio cristiano y formar otra familia. Las vidas de los tres hermanos no son particularmente emocionantes, o más bien lo contrario: Son (Michael Shannon) está completamente convencido de haber descubierto un sistema para ganarle al casino, pero tal actividad –hasta el momento, infructuosa- le valió el abandono de su mujer y su hijo; Kid (Barlow Jacobs) quiere casarse con su novia, pero no tiene dinero, viviendo con lo mínimo en una carpa levantada en el fondo de la casa de Son; Boy (Douglas Ligon) duerme y prácticamente vive en una camioneta defectuosa y da clases de basketball a un grupo de niños que no llegan a completar los cinco jugadores para hacer un equipo. Leídos así, es difícil no pensar a estos personajes desde la típica dimensión de losers, bordeando, por momentos con la comedia. De hecho, el registro cotidiano de las vidas de los personajes a menudo incurre en un humor contenido, ligeramente absurdo, que puede retrotraerse a Slacker, de Richard Linklater –sobre todo por la inclusión de algunos personajes impresentables como Shampoo-, o incluso Napoleon Dynamite –comedia que no podría estar más en las antípodas de este drama familiar, pero que tiene en su entorno rural y el uso de ridículos silencios, cierto aire en común.

Todo haría parecer que la vida de los tres hermanos discurre de un modo chato y ordenado, hasta que una noche, la madre –a la que ninguno parece profesar mucho cariño- les informa que su padre acaba de morir: “Tu padre murió”, “¿Donde lo van a enterrar?”, “Leelo en los periódicos”, “¿Vas a ir?”, “No”.

La muerte, lejos de permitirles hacer las paces con su antiguo progenitor, lleva a los tres bastardeados a irrumpir en el entierro organizado por la otra familia –en apariencia, mucho menos disfuncional-, terminando con Son escupiendo sobre el ataúd del velado. Ese mismo acto abre la caja (o en este caso, el cajón) de Pandora que enfrenta a los hijos de las dos familias, iniciándose una contienda que se llevará varias vidas.

Las matanzas familiares suelen ser típicas de obras de época (generalmente inspiradas en la edad media o renacimiento), o en historias gangsteriles, pero el revanchismo sediento que se da entre los dos bandos de medios hermanos, sucede sin ningún atisbo de espectacularidad, más bien rodeados por un aura de inevitabilidad y desesperación. Uno de los grandes logros de Nichols es crear un sistema de causas y efectos en donde, en determinado momento, uno se pregunta cómo se llegó a donde está, sin tardar en descubrir que todo sucedió de una manera lógica, inevitable, absolutamente plausible.

En esta genealogía de la violencia que es, en parte tragedia griega, en parte western, en parte drama bíblico, el título “Shotgun Stories”, parece incluir más de un sentido. Uno pensaría que estas “historias de escopeta” harían referencia al uso de las mismas por parte de los dos bandos, pero, a decir verdad, en la mayoría de la película, las escopetas brillan por su ausencia. Diferente de esto, la escopeta a la que hace referencia parecería remitirse a la notorias cicatrices de perdigones que Son luce en su espalda, y con la que prácticamente se abre y cierra el film. Las “historias” no son otras que las que inventan sus compañeros de trabajo, intentando adivinar, o explicar el origen de tales huellas.

Jeff Nichols en una reciente entrevista, dijo que el personaje que más tiempo estuvo diseñando para el film no es Son, ni el resto de los hermanos, sino el del padre. Tal declaración, para un personaje que ni siquiera aparece, hablaría sobre esta película estructurada sobre una ausencia, la herencia de alguien que, si bien no está, sigue presente y obrando, tal como la cicatriz en la espalda de Son.

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