jueves, 11 de agosto de 2011

Amreeka


La ingenuidad nos hará libres

Muna (Nisreen Faour), una emigrante que acaba de pisar territorio norteamericano es encuestada por un oficial de aduana. “¿Cuál es su país de residencia?”, “No tengo uno, somos de territorios Palestinos”. El oficial la mira con desconfianza (recordemos que el film está ambientado en el año 2003, justo en plena invasión de las tropas estadounidenses al territorio de Irak) y le pregunta “¿Ocupación?” y ella responde, con total ingenuidad “Sí, hemos estado ocupados por cuarenta años”. El chiste funciona y sirve para explicar todo el ambiente y modus operandi de Amreeka, ópera prima de Charen Dabis, quien intentará representar el drama de los emigrantes palestinos en “la tierra de los libres”, basándose, en parte, en elementos de su propia vida. Esta serie de gags de desencuentros y desentendimientos estructura toda la película, casi reduciendo cada escena a un mero chiste o en una observación sobre el choque de culturas. Muna es una mujer capaz, por lo menos en Bethlehem, donde tiene que trasladarse diariamente a Ramallah para trabajar en un banco, desplazamiento enmarcado en un viaje que pasó de ser de quince minutos a dos horas, gracias a los centros de control y el nuevo muro que están construyendo las fuerzas israelíes. La situación nunca parece tan desesperante como limitante, y cuando le llega casi milagrosamente una visa para irse a los Estados Unidos, no tarda mucho en ser convencida por su hijo para hacer las valijas. Lo que suena un buen plan, ya desde el comienzo parece estar lleno de baches: el único trabajo que parece poder conseguir es en una casa de comida rápida, su hijo es atormentado por unos bullies xenófobos (demasiado caricaturescos, habría que decir), la misma familia que los acoge está atravesando una crisis económica producto de la histeria anti-árabe, y para peor, en la aduana a la pobre Muna se le termina confiscando un tarro de galletas en donde guardaban todos los ahorros.

Toda esta serie de traspiés parecería ser esqueleto de un drama, pero la directora pretende a cada momento poder extraer breves lecciones morales, haciendo particularmente hincapié en la cualidad naive, casi natural, de la protagonista. La idea de un personaje puro, completamente ajeno a las reglas de un territorio, es un recurso que ha sido históricamente utilizado para mostrar las peculiaridades, no tanto del país del viajante, como de aquellos países de acogida –sin ir muy lejos, de eso se trataba en parte la reciente Un cuento chino (Sebastián Borensztein, 2011)-. Sin embargo, en esta misma lógica es que se ven algunos de los problemas. El tono blando, de feel-good movie, por momentos parece excusa para dejar mal resueltos algunos hilos argumentales, o quizás son tantas las ganas de tirar buena onda, que la directora no puede hacer otra cosa más que recurrir a soluciones de la galera o suspensiones conformistas en un mundo mucho más complejo (el final mismo, sumergido en clichés, trata de tender puentes en un conflicto milenario entre judíos y árabes casi única y mágicamente por medio de la comida y el baile). La misma Muna, que parece ser la encarnación misma de la ingenuidad, a primera instancia parecería ser el centro de conflicto de dos culturas diferentes, pero a medida que pasa el tiempo, uno comienza a preguntarse si aquellos percances son realmente fruto de la difícil adaptación a lo desconocido, o si la señora no es sencillamente un poco –bastante- dormida (la búsqueda de trabajo, o el momento en que quiere venderle pastillas de adelgazamiento a la misma gente que va a comprar a la casa de comida rápida).

Si son burdos los errores de la protagonista, también lo es el uso de las metáforas, o más que el uso, su insistencia. Es como si Dabis en ningún momento dejase escapar algo mínimo por fuera de ese conflicto central. Como ejemplos, podríamos citar la discusión sobre ser diferente que mantiene la protagonista con un compañero de trabajo que se pinta el pelo de azul, o el momento en que una de las hijas de la familia que acoge a Muna traza una línea divisoria entre la parte del cuarto que le corresponde a ella y la que le corresponde a su hermana –en cierto punto, refiriéndose a la arbitrariedad de la repartición de tierras y posiblemente la línea de Gaza).

El resultado final es el de un film repleto de buenas intenciones, pero que de tan blando y tan conciliador (aún en los momentos en que introduce temas realmente conflictivos, como es la xenofobia en las aulas escolares) nunca se la juega, cayendo –y ahí sí viene lo realmente negativo- en estereotipos que siguen reproduciendo al emigrante como un buen salvaje, un pez fuera del agua que tiene que ser condescendientemente asistido para la adaptación a su país de acogida. Ni toda la comida o el amor del mundo pueden hacer reflotar tales errores.

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