jueves, 11 de agosto de 2011

Eamon (Margaret Corkery, 2009)

Lo ominoso

Hay varias formas de ser raro. Una de ellas, es introducir en el esquema estímulo-respuesta que se tiende entre dos personajes, lagunas temporales de reacción, o respuestas bifurcadas que generan la extraña sensación de estar caminando en un cuarto a oscuras, perdiendo toda capacidad de prever qué es lo que puede ocurrir o desprenderse de cada encuentro. Ejemplos hay varios, entre ellos los silencios de Jarmusch que han sido no siempre bien entendidos por el séquito de directores que intentaron emularlo. Sin embargo, posiblemente uno de los directores más notorios en lo que refiere a este tipo de weirdness es, sin lugar a dudas, David Lynch. En Lynch, en cada encuentro de personajes, plano y contraplano parecerían atolones lejanos, separados por un océano negro en el cual una pregunta de lo más banal puede abrir, casi como por un mínimo atropello, una caja de Pandora tirada en el suelo. Lynch suele pasar horas estudiando y practicando horas con sus personajes la forma en que uno de ellos va a decir “gum” (chicle). Justo es decir entonces, que no es algo estrictamente vinculado a lo que se dice, sino cómo se dice.

Otra forma de ser raro es crear una situación cotidiana, pero cambiando un pequeño detalle (o haciendo un particular foco en él, algo que también explica Lynch en su lógica del “ojo del pato”), que hace trastabillar nuestro universo conocido, dislocándose lo esperable frente a lo nuevo o aterrador. Esta es la lógica de lo ominoso, el das unheimliche, lo terrorífico dentro de lo familiar, que genera en el espectador esa cruda sensación de atracción entremezclada con repulsión (para llevar esta sensación a la práctica, científicos japoneses y norteamericanos han demostrado como un robot, en la medida que más se asemeja a un humano o animal, más rechazo genera en el espectador).

De estos dos recursos se vale Margaret Corkery a la hora de realizar Eamon. Lo que podríamos ver a simple vista es una familia de clase media-baja irlandesa que, enfrentada a las vacaciones de su hijo Eamon –y ante la negativa de la abuela de quedarse con el chico- deciden emprender un viaje a la costa, donde el infierno se entremezclará con lo cotidiano de una manera bastante peculiar (en varios sentidos, no sólo temáticos, la película está emparentada con Aguas verdes -Mariano de Rosa, 2009-, que también supo estrenarse en Cinemateca). No toma mucho tiempo ver que la obra, más allá de cierta estética de realismo sucio, no apunta a ser un ajustado retrato de una familia irlandesa. Todo lo que vemos de los conflictos típicos familiares están exponenciados hasta convertirse en algo más (de ahí la mencionada dinámica de lo ominoso). Corkery pareciera hacerse una fiesta con el complejo de Edipo (o quizás su fracaso, por las particularidades propias de la familia de Eamon), mostrando el enamoramiento hacia la madre o la rivalidad paterno-filial llevada hasta extremos del absurdo. El padre de Eamon es un muerto en vida, casi un eunuco custodiando el harem que representa el lecho de la madre y su hijo, quien duerme con ella, dejándole el sillón para él. Todo este cúmulo de frustración sexual siempre se presenta al borde del estallido, como una bruma que va creciendo entre todos los protagonistas del film. También, los personajes por fuera del triángulo familiar parecerían siempre tener un papel accesorio, como si no fuesen otra cosa que los fantasmas particulares de la misma familia (el hombre musculoso deseado por Grace, o aquel amigo negro idealizado por Eamon).

Si pudiera definirse a los personajes que abundan en el film, podría decirse que, más que sórdidos, son grotescos (especialmente los secundarios, como el borracho de pequeños dientes amarillos que se encuentran en un bar, o el rostro exagerado, absurdamente expresivo de la animadora de chicos). A este nivel, parecería que la película fuese vista desde un ojo de pez emocional que va deformando todo lo que se presenta a su alrededor.

Sin embargo hay una tercera forma de ser raro, y esta es la menos halagadora, aquella que se produce cuando hay errores flagrantes que parecen alejar el film de su proyecto principal (esa que suele elevar a películas al status de culto por razones no perseguidas –dígase, salvando las distancias- The Room –Tommy Wiseay, 2003 ). Gran parte de los errores cinematográficos de Eamon podrían camuflarse en un tema de estilo, pero a medida que se repiten, uno va viendo cómo involucran, no sólo a la calidad del film, sino la conexión emocional que podría realizar entre el espectador y la obra. La película presenta muchos errores de edición, no sólo en lo que refiere al sonido –que entre uno de sus elementos más notorios, se nota cómo a veces las voces de los personajes mantienen un volumen uniforme, aún cuando se alejan (lo que que le da al film un aire de doblaje)-, sino con respecto al encadenamiento de escenas. Los momentos en que Corkery parecería apuntar a un mayor impacto emocional (sobre todo en los “twists” que abundan en la película) terminan difuminándose por esta ineptitud del guión de poder resolver bien las situaciones que propone. La incomunicación entre marido y mujer entonces muchas veces parece, no producto de una incapacidad constitutiva que parecería hablar, por medio de ellos, de toda una crisis en la institución familiar europea, sino sencillamente de una falta de imaginación o de oficio de Corkery para poder cerrar algunas de las situaciones desplegadas (en uno de lo que pretender ser uno de los climax del film, Grace le dice a Daniel “no me quieres porque soy gorda”, espacio en el que su esposo, con lágrimas en los ojos le dice “no sos gorda” y se abrazan) . Hay una diferencia fundamental entre que los personajes no sepan qué decirse y que el guión no sepa qué hacer decir a sus personajes.

Lo que queda de todo esto es que Eamon termina siendo una película rara, pero de esas raras a pesar de ellas, una rareza por las razones equivocadas.

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