viernes, 3 de diciembre de 2010

Stella (Sylvie Verheyde, 2008)

La divinidad de lo evidente

Los franceses y los niños. Hay algo que siempre los hace, más que en ningún otro cine, volver a ellos. Y no es sorpresa darse cuenta de que Stella, la última película de Sylvie Verheyde, se encarame en una lista de recientes películas que tratan el tema de la pubertad contemplando diferentes realidades y clases sociales. Ya en lo que refiere a la grilla de Cinemateca, se había exhibido La culpa es de Fidel (Julie Gavras, 2006), donde una niña relataba los diferentes ires y venires de la vida de una familia comprometida con la causa socialista (y enmarcada en los años setenta, marcados por De Gaulle y las cruentas dictaduras latinoamericanas). Por su parte, Abdel Kechiche relataba en L’esquive (2003) una pequeña historia de amor adolescente enmarcada en la realidad de un suburbio de inmigrantes islámicos. La película de Verheyde toma un poco de los dos (el marco histórico, aunque despolitizado de la primera y el particular retrato de la clase baja del segundo), pero se alimenta de muchas otras tradiciones.

Stella es una niña con mucha calle, vive en una casa construida sobre un bar, donde casi la totalidad de sus amigos son desvelados parroquianos que se gastan hasta el último céntimo en alcohol. Verheyde es muy inteligente a la hora de retratar aquel sitio sin temblarle el pulso, tanto a la hora de despertar simpatía por algunos de sus habitantes y entorno (las partidas de cartas, los temas lentos bailados al son de la rocola), como al momento de mostrar sus costados más ásperos (los problemas familiares, el poco interés de sus padres con respecto a su rendimiento escolar y la violencia constante –en una escena muy bien lograda, vemos cómo Stella escucha un ruido y ve desde la ventana con algo de sorpresa, pero también un poco de naturalidad, a un hombre apuñalado a la salida del bar). Fuera del bajofondo, la situación es diferente. Stella, por razones que nunca son del todo explicitadas, logró ser becada en un colegio bastante fino, donde tendrá que remar a contracorriente en lo que refiere a la exigencia y sus habilidades de integración. Es en esas circunstancias que entra Gladys, una niña aplicada, pero mucho más abierta que el resto de sus remilgadas compañeras, con la que casi instantáneamente entabla amistad. La película se articula un poco en esa dinámica de choque de dos mundos, en donde las diferencias son notorias, pero entre las cuales hay puentes invisibles. Como ejemplo de esto podemos ver cómo las familias de las dos niñas, si bien diferentes, son dos costados de la vida bohemia parisina: la más callejera y pobre de parte de Stella y la intelectual y acomodada, representada por los padres de Gladys, posiblemente exiliados argentinos durante la dictadura. Por otro lado, Stella vive como la chica pobre en su colegio, pero ni bien viaja a pasar vacaciones a una zona rural económicamente golpeada, vive la situación de ser vista por los otros niños como una parisina sofisticada. Ninguna de estas situaciones y paralelismos son retratados de una forma demasiado evidente por la directora, en eso se encuentra otro de los aciertos del film.

Sin embargo, lo más llamativo de Stella radica en, justamente, lo que Verheyde quiere hacer más evidente: el tributo a una estética y tradiciones cinematográficas determinadas. Volviendo al asunto de la infancia en el cine francés, la cita de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) como film fundacional y mítico es ineludible, y justamente se percibe muchísimo de esta obra en Stella. No sólo se percibe la descendencia en el carácter autobiográfico que comparte Verheyde con la película de Truffaut (de hecho, si uno juntara una foto de la directora y la protagonista podría pensar que la segunda es un retrato fiel de la primera en su infancia), sino varios elementos y guiños dispersos en el metraje, como el travelling de una corrida de Stella (que coincide con la escena más recordada y citada de uno de los padres de la nouvelle vague), o el libro de Balzac que leen los niños de los dos respectivos films. Por encima de esto, lo más contundente y palpable del film es el carácter omnívoro y fetichista de esa nouvelle vague, que se ve plasmado en cada toma de la película. El kitsch de las canciones de pop francés escuchadas y bailadas por Stella (una lista que incluye la hermosísima balada Michele, de Gérard Lenorman, las canciones llenas de brillantina de Sheila –Tu es le soleil y Love me baby-, o el rockabilly Brand New Cadillac, de Vince Taylor), los vestiditos camp, las citas cinematográficas y ciertos accesos al estilo folletinesco, todo esto atraviesa de punta a punta la película. Y aún así, llama la atención cómo convive este reservorio imaginario con cierta estética más actual, desde la alternancia entre hits setentosos con un score ambient muy a lo Sofía Coppola, hasta el uso de cámara en mano y el formato digital. En este sentido, colocándola junto a directores más contemporáneos, se podría decir que la fascinación de Verheyde por los rostros y esa forma tan fascinada que tiene de filmarlos, de tal manera que parecería que el mundo se detuviera con ellos, como si se movieran en ralenti, tiene mucho del cine de Gus Van Sant. Es en los rostros, en la fisonomía de cada uno de los personajes, donde se encuentra el punto más atrapante de la película. Todos los personajes son fisionómicamente hipnóticos, inmensamente atractivos al lente –no tanto (o, no sólo) en el atractivo físico, sino en una aura particular que se desprende de ellos-, desde la belleza triste, a lo Ana Torrent en Cría Cuervos que irradia el rostro de la protagonista, hasta la dureza combinada con cariño de Guillaume Depardieu y Benjamín Biolay (que es como una cruza entre Nick Cave y Benicio del Toro). Todos son deslumbrantes como figuras, como festín al ojo, pero también al corazón, y esto es lo que le da al film una vuelta a ese artificio que, en primera instancia, parecía colocarnos por delante Verhayde.

Publicado en La diaria el 2 de diciembre de 2010

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