Escalas
Jin (Hee-yeon Kim) y Bin (Song-hee Kim) son dos pequeñas hermanas que, tras el abandono de su padre, son enviadas por su madre a la casa de su tía, esperando encontrar a su pareja en un viaje bastante incierto. La película, articulada de forma episódica, abandonará un arco argumental demasiado definido y se centrará en pequeños aconteceres y peripecias de estas dos niñas, desde su vida en la casa de esa tía alcohólica y notoriamente incapaz de poder mantenerlas, a su posterior envío al campo, donde viven sus abuelos.
Pese a lo triste y conmovedor de la situación (a lo que la ternura de las dos niñas viene al pelo), la directora So Yong Kim (más conocida por su trabajo multipremiado In between days -2006) siempre mantienen una adecuada distancia, prefiriendo un tono observacional, en donde las niñas se desenvuelven de una manera naturalista, en vez de cierto artificio cargado de banda sonora o encuadres o giros argumentales que potencien el dramatismo. Aún así, más allá del aparente naturalismo, hay mucho kraft en la película, sobre todo en lo que refiere al montaje y los encuadres de las niñas, con una cámara que siempre parece seguirlas, claustrofóbicamente fija a los rostros, estilo que por momentos deja fuera de cuadro a un montón de objetos o personas que intervienen en escena, pero que, lejos de ser un recurso incómodo y molesto al espectador, intenta ponerse del lado de la mirada de las niñas, en esa condición de nunca poder ver todo lo que se está enarbolando a su alrededor (como en el momento de encuentro entre la madre y su cuñada, en que, colocados a la altura de las niñas, no logramos ver qué sucede en algunos incómodos silencios que e suceden). Exactamente fiel a eso, las niñas –y nosotros- parecieran que sólo pudieran ver el mundo a través de una rendija, esa misma rendija que puede ser el agujero del chanchito-alcancía, el que su madre les dio, justo antes de irse, diciéndole “cada vez que le hagan caso a su tía, ella les va a dar una moneda. Cuando tengan la chanchita llena, yo voy a volver”. Jodida psicología parental que marca los planes y proyectos de las niñas, que intentan llenar la alcancía, valiéndose de recursos tales como la venta de saltamontes asados o hacer cambio en puestos ambulantes (cambiando monedas grandes por más chicas, a modo de precipitar el llenado del chanchito), acto que, al igual que un montón de detalles en el film –en cierto punto, una obra articulada en torno a gestos y pequeñas referencias simbólicas/poéticas- habla de esas niñas como objeto que circula, objeto cuyo único fin es colmar algo sin fondo y de lo que no se tiene en claro qué es (la canción final que entonan lúdicamente las hermanas habla un poco de esto).
Otro de los elementos poéticos que circula es ese árbol seco plantado en un montón de escombros y barro seco, que de cierto modo da nombre a la película (“Montaña sin árboles”, que en su traducción al español se optó por la pelotuda “Los senderos de la vida”), que habla sobre esas expectativas condenadas al fracaso de las niñas y que se acopla perfectamente a esa estructura de escalas que atraviesa toda la obra. Justamente, en este interjuego de escalas, es que el mundo, sin encajar ninguna prótesis fantasiosa, siempre tiene un tono de cuento de hadas, por más que el estilo es contundentemente realista. Por varios de estos elementos, se podría hablar de un film incuestionablemente honesto y engañosamente sencillo. Sin embargo, se le ve, en cierto modo, la marca de fábrica Sundance, del estilo de Richardt o Bahrani, algo que no necesariamente lo hace algo malo o poco auténtico, pero que sí, a uno que suele ver todos los estrenos que circulan por Cinemateca 18, por momentos le encuentra los hilos del marionetista. Más allá de este último capricho de quien escribe, Los senderos de la vida no deja de ser una película pequeña que, por momentos, dice grandes cosas.
Publicado en La diaria el 23 de diciembre de 2010
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