jueves, 13 de enero de 2011

Un día en familia (Hirokazu Kore-eda, 2008)

Sobre el suelo de tatami

Si uno se dispone a leer reseñas sobre Un día en familia (Hirokazu Kore-eda, 2008) va a encontrarse una y otra vez con una referencia y una categorización común: la referencia es el cine de Yasujiro Ozu y el juicio sobre la película se centrará en la forma de retratar una dura historia familiar sin llegar jamás al melodrama. Los dos elementos inexorablemente mencionados en realidad se refieren a una misma característica del film, al punto de que mencionar los dos juntos se vuelve algo medio redundante. Es decir, si se cita como referencia a Ozu sería medio iluso esperar otra cosa que un tono sereno, diferente al registro común de dramones familiares repletos de esos tonos explosivos y catárticos. En definitiva, la serenidad y la economía de recursos no es una sorpresa, sino que debería sobreentenderse en una película con los medios y credenciales de Un día en familia.

Retomando la posta de Ozu (referencia que actualmente se usa como un kimono que se le pone a cualquier director asiático que se dedique a filmar dramas familiares, la mayoría de las veces quedándole muy grande o demasiado apretado), podría decirse que Un día en familia sí tiene varios de los tópicos del director –los ya mencionados conflictos intergeneracionales, los duelos, la presencia de una ausencia, la amargura y presión del legado familiar rechazado por uno de los hijos- así como también algunas de sus propuestas estéticas (se nota una preferencia de Kore-eda de optar por los planos fijos, aunque sin mantener tan firmemente el lenguaje de planos medios alternantes que caracterizaban a su ancestro). La diferencia fundamental entre los dos directores estribaría, no en un aspecto temático o estético, sino en algo más bien evanescente, que es la sensación que generan los personajes. En el cine de Ozu siempre hay, en el fondo, un intento de recapitulación, una vuelta de tuerca invisible que, por más que la obra esté teñida por un dejo amargo o triste, siempre termina redimiendo a sus personajes. En Un día en familia no sucede esto. No llega ni por asomo a las mezquindades que registra Vinterberg en La ceremonia (por Dios, que no), pero hay un punto de incomprensión radical, de enojo contenido y hasta de búsqueda de conveniencia, que enturbian un poco esas aguas que en las películas de Ozu siempre terminan circulando más libre y diáfanamente.

Para no despistar al lector con tantas abstracciones habría que señalar que Un día en familia retrata, justamente, veinticuatro horas del reencuentro de una familia que honra el aniversario de la muerte de uno de sus integrantes (Junpei, de cuya muerte no sabemos mucho, salvo que, al parecer, se ahogó intentado rescatar a un niño en la playa). La historia se articulará fundamentalmente a partir del punto de vista del hijo mayor de esa familia (Ryota, quien desde la muerte de su hermano ha sido rechazado por su padre por apartarse del destino de médico que éste esperaba de él) y de su hijastro, quien recientemente acaba de perder a su padre. Estos dos personajes huérfanos de padre (uno que ya no está, otro que prácticamente no reconoce a su hijo) son los puntos de articulación de las maneras de una familia de vivir un duelo en el que siguen dando vueltas, como un perro persiguiéndose la cola.

La película va transformando el tono dulce, y hasta por momentos, cómico, para ir cargándose de una amargura lenta, que siempre circula por debajo de la superficie. Esta cuestión del sentimiento mantenido en lo subterráneo encuentra perfecta armonía con el estilo de filmación de Kore-eda, quien en sus planos fijos (algunos de ellos de varios minutos), en que se filma la dinámica familiar integra, de cierta manera, figura y fondo, todo sucediendo de una forma orgánica, al punto que el espectador encuentra tan revelador lo que sucede adelante como lo que sucede atrás. En ese espacio continuo se pueden presenciar los pequeños detalles, pequeñas inflexiones y miradas que hacen a una escena en las que el director se reserva la última palabra. Esta dinámica posiblemente está sostenida sobre una ausencia, algo de lo no-dicho que nos permite colocarnos en el punto exacto entre el background y lo que sucede en escena. Esta ausencia no es otra que la de Junpei. A diferencia de Shara (Naomi Kawase, 2003), película que también se comparó –a mi parecer, demasiado a la fuerza- con la obra de Ozu, donde la ausencia parecía ser inadvertida por los protagonistas, como si la desaparecida no fuera otra que la misma cámara que registra todo, en Un dia en familia, el espíritu de Junpei está en todos y cada uno de los sitios, aferrado a los hombros de los protagonistas, encarnado en una mariposa amarilla, sumergiéndose en las tinas de baño, arrastrándose sobre el suelo de tatami.

Esta dimensión densa de lo invisible es la misma que mueve los hilos en la vida familiar, pero sobre todo a la madre de la familia. La cultura familiar nipona- al menos la más tradicional- es conocida por el escape a cualquier conflicto. Sin embargo, no hay olla a presión que aguante tanto calor y los pequeños reproches, las pequeñas venganzas tiñen todo. Esto puede encontrarse en el momento más intenso de la película, que es cuando Ryota le reprocha a su madre la invitación anual a la casa del niño (ya adulto) que Junpei salvó de las aguas. Tal personaje se caracteriza por lo gordo, ridículo y fracasado que es, algo que por un lado parece amargar más a la familia (“¿es por este imbécil que mi hijo di su vida?”) pero que en su desgracia parece haber un beneficio secundario sumamente necesario. Es ahí, cuando es enfrentada por su hijo, que la madre dice que por supuesto que sabe lo que está haciendo, pero que si no tiene nadie a quien odiar y hacer sentir mal, todo se dispara para cualquier lado.

Una frase contundente de una película que parece navegar con gracia entre brumas, y que podría ser aún más redonda, si no fuera porque en su último tramo da demasiadas vueltas antes de llegar a orilla.

Publicado en La diaria el 13 de enero de 2011

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