La pieza faltante
La ópera prima de Natalia Smirnoff comienza engañando completamente al espectador. Vemos a María del Carmen (María Onetto), completamente exhausta, al borde del quebranto llevando platos y atendiendo a todos los invitados de una fiesta. En un momento va a buscar un plato para servir lo que parece ser un salchichón de chocolate y, al tropezarse, su esposo le echa un comentario irónico. Uno llena los espacios en blanco y ya piensa en la callada desesperación de una mujer intentando organizarle la fiesta a un esposo que no mueve ni un pelo, mientras disfruta con sus amigos, todavía dándose el lujo de hacerle un comentario inoportuno a su servidora. Sin embargo, acto seguido vemos a María del Carmen entrar a la cocina y sacar una torta con unas velitas conmemorando cincuenta años, y nos damos cuenta de que la misma fue hecha, justamente, para la verdadera homenajeada: ella.
La película engaña en otros sentidos, como el detalle de querer construir una película sobre el nido vacío, tentaciones de otros amores mediante, pero nunca retratando a un esposo completamente frío o estúpido –algo que le daría credenciales suficientes al espectador para identificarse fácilmente con cualquiera de los nuevos rumbos existenciales que se propusiera la mujer- sino a una persona bastante completa, con sus manías, sus pequeños ostracismos, pero a la vez una auténtica ternura. Smirnoff retrata a una mujer que, al llegar a los cincuenta se encuentra a sí misma comenzando a trastabillar en sus labores de madre –uno de sus hijos se quiere mudar, el otro es un pollerudo que se está mimetizando con todo lo que hace su novia, entre eso el veganismo, lo que lo lleva a ir rechazando los platos que le ofrece María del Carmen-, al tiempo que, tras un regalo trivial que recibe en el festejo antes mencionado, hace un hallazgo que le va a cambiar su vida: completar puzzles. Ahí es que, siguiendo la pista de un pedido de compañera para un campeonato de puzzles, conoce a un estilizado y adinerado veterano (Arturo Goetz), que la comenzará a instruir en tal mundo, cruzándose los cables a medida que comienza a erigir una doble vida en la que, por momentos, entra en cortocircuito su nueva pasión y su vida familiar.
El puzzle opera como clara metáfora de toda la película. Parecería que lo que estuviera construyendo María del Carmen, pieza a pieza, no fuera paisajes impresionistas, o fotografías de ballenas, sino su autorretrato ¿La construcción de un puzzle-espejo en el que se ven múltiples reflejos de la protagonista? La idea del puzzle ya aparece introducida desde el comienzo, con ese plato roto que intenta reconstruir para ver si queda algún añico con riesgo de ser pisado por alguno de los invitados. Ese plato roto puede servir de portavoz de esa identidad de ama de casa que está desintegrándose. No por nada, el primer puzzle que la sume en una especie de hechizo no es otro que el de Nefertiti, cuyo rostro obsesiona a la protagonista –quien, en un desvelo, intenta imitar aquella enigmática expresión de su mirada (los ojos y rostro de María del Carmen será otro leit motiv en la película, abundando la cámara en mano en primeros y primerísimos planos, también optando a menudo por los fuera de focos)- una figura femenina justamente poderosa que se acopla a un film, si no feminista, poco juzgador en lo que se refiere a moral y costumbres de un ama de casa.
Aún así, la metáfora por momentos se hace un poco pesada –¡ese momento a lo La dama y el vagabundo entre ella y su compañero con las dos últimas piezas de puzzle!-, sobre todo por ese score musical que al comienzo parece dispararse, como si fuera un alarma, en cada situación que significara una revelación para la protagonista (una especie de sopa new age, con un sonido entre africano y de Medio Oriente). Sin embargo, la película nunca queda coja porque se apoya en una mujer como María Onetto, quien, lejos de interpretar meramente un papel a lo Los puentes de Madison, hace de todo su cuerpo una central sobre la que pasan un montón de intensidades, todas ellas contenidas al borde de llegar a expresión. Su rostro, siempre al cerca del llanto, de quebrarse en mil pedazos se equipara a sus brazos, no toscos, pero sí robóticos, que parecen ablandarse sólo cuando rellena los puzzles. Uno de los mejores momentos de la película, diez sencillos segundos que dicen todo lo que se puede decir sobre la muy buena actuación de Onetto, es cuando se sube al taxi luego del torneo de rompecabezas, en el que, al escuchar una cumbia, sus hombros se mueven triunfal y mínimamente debajo de su saquito rojo.
No tanto un film feminista como meramente humano, Rompecabezas es la historia de esta mujer al borde del colapso, la historia de un rostro que parece también incompleto, como si le faltara una, o dos fichas que la directora se reservó en su bolsillo.
Publicado en La diaria el 1ero de enero de 2011
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