martes, 15 de noviembre de 2011

Aguas turbulentas (Erik Poppe, 2008)



El mismo río

Jan Thomas es un joven que, tras cumplir una condena de quince años por un crimen que parcialmente cometió (el robo de un carrito con el que intentaba meramente hacerse de dinero, pero que por una serie de desafortunados accidentes terminó con la muerte del niño que estaba en él), solicita la libertad condicional, probándose como organista en una iglesia de Oslo. Pal Sverre Vallheim Hagen está impecable en esa condición taciturna, con tonos de amargura y oscuridad, de alguien que siente que se comió un auténtico garrón en su vida, pero que al tiempo que nunca puede olvidarse de ello, también tiene ganas de avanzar. En su rostro se conjuga todo, frustración, culpa, enojo y amargura, y pareciera que sólo pudiese desprenderse de él, en forma de viento, cuando toca los gigantescos órganos de la Iglesia donde consigue el trabajo (con composiciones interesantísimas, que salen de los típicos clichés cinematográficos y que llegan abrazar a géneros y estilos completamente diferentes a los que se pueden encontrar en la mayoría de tales aposentos).

La película en sí es una gran obra sobre la expiación, tema que se llega a tratar explícitamente en una de las charlas de Jan mantiene con una joven sacerdotisa (madre soltera) que vive con su hijo en la misma iglesia –y quien ya desde el comienzo imaginamos que atraerá la atención del protagonista. En los silencios e incomodidades de Jan -quien por momentos nos lleva a encontrarlo como un personaje opaco, frente al que es difícil saber qué pasa por su cabeza- vemos algunos detalles en común con el abusador de menores con anhelos de redención que interpretaba Kevin Bacon en El hombre del bosque. El único detalle moral que la película intentará suturar es el tema de la culpa, razón por la que Jan todavía sigue siendo un personaje amargado –en tanto nunca pudo expiarse, por considerare inocente de todos los cargos que se le imputaron.

Hasta ahí la película funciona bastante bien, con el retrato de una vida en donde ese pasado debe permanecer oculto, y en el que vamos encontrando nuevos aspectos de la vida del protagonista que lo dotan de aristas impensadas.

Sin embargo, la estructura de Aguas turbulentas pega un fuerte volantazo y de golpe, casi como si fuese aquella transmutación de cuerpos en Lost Highway (David Lynch, 1997), nos encontramos con la historia de Agnes, la madre de la criatura muerta quince años atrás. Es así que la película se elabora como un díptico, en donde vemos las condiciones y resultados de una tragedia vista en cada uno de los personajes. Erik Pope demuestra ser un director bastante meticuloso y pulcro, intentando en esa construcción de puentes ente un personaje y otro, conectar múltiples canales que a una primera instancia parecían completamente apartados. Esta noción de puente, ríos, canales, es uno de los elementos que no sólo nos servirá de socorro al analizar Aguas turbulentas, sino que también termina siendo un elemento fundamental en la película. Pope en cierto punto intenta establecer un punto de encuentro entre lo que es la concreción de un duelo y el proceso de expiación de alguien. Son dos procesos motivados por razones divergentes, casi opuestas, pero que operan sobre un mismo punto: el sacrificio de algo para poder volver al mundo de los vivos. Agnes tiene que dejar ir de una vez a ese fantasma del hijo que pudo haber tenido (porque cuando uno entierra a su hijo, no sólo tiene que enterrar al niño que fue, sino al hombre que pudo ser), así como también Jan tiene que reconocer una culpa que nunca llega a creer del todo. En este sentido, Agnes tiene algo de la Julie de Tres colores: Azul (Krzysztof Kieslowski, 1994), especialmente en sus escenas en la piscina –que guardan varias similitudes formales con las de la película del polaco-, esa mujer que cuanto más se esfuerza por olvidar lo perdido, más se le aparece en los recovecos. Pero en esa oposición/similitud entre Agnes y Jan, también hay algo que sale a colación en el film: la oposición hombres/mujeres. En la película, los hombres son personas que se tragan su orgullo, que sufren silenciosamente, incluso cuando están destrozados por dentro. Las mujeres, por el contrario, son la parte más activa, las que lloran, las que salen a buscar a aquello perdido, que están dispuestas a conversar sobre sus desaparecidos (como en el caso de la charla de la señora que le cuenta a Agnes sobre su hijo drogadicto, mientras los dos hombres de la mesa intentan cambiar de tema), que incluso están dispuestas a cometer locuras para solucionar esta falta.

Lo que podría ser una buena película, incluso con semejante quiebre estructural y algunos excesos de puntillosidad, se termina volviendo demasiado moral, con una moraleja demasiado a la vista como para resultar desapercibida. Erik Pope está tan preocupado en que se entienda, en que la cosa funcione sin una marca de costura, que mete al film en una circularidad algo plagado de analogías y obviedades. Sobre todo, el eventual encuentro entre Agnes y Jan, con la escena del niño ahogado recapitulada casi en forma literal, vuelve todo un poco incómodo, como si de golpe nos hubiéramos dado cuenta de que la bella historia y construcción de carácter de los personajes, hubiese sido sólo una breve excusa para una moralina del orden de: “uno no puede saber la verdad hasta colocarse en el verdadero lugar del otro”. Con la escena final del pequeño río (y que, en cierto punto le da el nombre de “Aguas turbulentas” al film) y la operación rescate, se ve los errores de idiosincrasia del mismo director. Es casi como si nunca hubiera leído aquella famosa máxima de Heráclito, porque el agua del río en que se acaban de meter Agnes y Jan, parecería ser exactamente la misma de quince años atrás (no tanto física como existencialmente), como si hubiera quedado esperando todo ese tiempo para dar la segunda parte del recado.

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