martes, 15 de noviembre de 2011

Burrowing (Frederik Wenzel, Henrik Hellström, 2009))



Silencioso Dios

Cinemateca viene exigente con sus socios, considerando que en el transcurrir de un mes integrarán su grilla El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (la obra tan premiada como defenestrada del críptico Apichatpong Weerasethakul) y Burrowing (Frederik Wenzel, Henrik Hellström), que tampoco se caracteriza por su amenidad y facilidad de lectura.

Desde el comienzo, percibimos en el film, no tanto un estilo poético, como sí una auténtica estructura poética. Es así que en su extraña estructura (centrándose fundamentalmente en cuatro personajes), la película podría ser pensada en versos, o estrofas, más que en escenas y cuadros. La única particularidad es que Burrowing parecería, por momentos, un poema que, al acercarnos acercamos, nos damos cuenta de que está escrito en un idioma desconocido. Hablar de trama sería un término harto impreciso, considerando que principalmente vemos a cuatro personajes en su hábitat, encapsulados en actividades circulares que se caracterizan por el errabundear entre los laberintos de un suburbio escandinavo y los húmedos recovecos de un bosque virgen. Decir que la película intenta diseccionar la vida cotidiana de sus personajes es un error doble, primero porque no hay en sí una construcción de personaje, una auténtica alma con la que intentamos hacer conexión y empatía –con su pasado, sus móviles y sus miedos-, y segundo, porque tampoco vemos algo propiamente cotidiano. Más que su cotidianeidad, los personajes escenifican su drama interno, pero sin una gota de pathos, como si ellos se redujeran a ser expresiones de su infierno interior, más que la caja de resonancia en donde éste habita. Es así la forma en que vemos a aquel viejo que se fue de Rusia a Suecia para nunca volver jamás, pescando con un palo con clavos en las puntas, o el joven cuyos padres no lo dejan entrar a su casa y lleva a su pequeño hijo a cuestas, de un lado para otro, como si fuese su misma roca de Sísifo. Finalmente –y más importante que todos los demás- tenemos al pequeño Sebastian, que más que un niño con inclinaciones filosóficas (error de varios medios que acusan al film de dotar a un niño de un discurso improbable para alguien de su edad, considerando que el “realismo” es algo que no tiene absolutamente nada que ver con lo que persigue este film), un ser que actúa como coro griego de este mundo casi místico que parece creado de la nada por la misma materialidad del film. En esta referencia, hay que señalar ciertas similitudes entre el alba que abre Burrowing y la de Luz silenciosa -película de Carlos Reygadas recientemente estrenada en Cinemateca, que también tiene un contenido religioso y metafísico muy particular.

Un Dios silencioso parece estar de forma omnipresente en el film, sobre todo en esos insistentes planos picados, en los que pareceríamos observar desde sus ojos a los personajes que él mismo colocó en la Tierra, viendo con languidez su serena desesperación

Colocar a Sebastian en el lugar de Dios es una jugada arriesgada, pero cuando menos podría decirse que éste personifica a un enviado, o a un conocedor imperfecto de toda esa realidad que parece desmoronarse como al paso de un huracán en cámara lenta. Habría que tomar con pinzas la referencia a Gummo (Harmony Korine, 1997) que se hacía en la gacetilla de Cinemateca, pero igualmente resulta práctica a la hora de montar un juego de coincidencias y contraposiciones entre las dos obras. Tal como en Gummo, Burrowing concentra en la presencia de niños –pienso en el chico con orejas de conejo, o el pibe con perfil de comadreja que cazaba gatos - una sabiduría invisible –incluso para ellos-, pero que no los eleva como personajes, sino que los aplasta, o frente a la que casi son indiferentes. La otra similitud es la de los pequeños actos, los ínfimos gestos que convierten a una serie de objetos cotidianos en algo ominoso. Así, dentro de una oscuridad y sordidez tan densa que se podía cortar con el filo de un cuchillo, la película de Korine tenía sus momentos más impactantes, no en sus representaciones más jodidas, sino en los momentos más serenos y contemplativos (recordar en particular el baño del protagonista en la pileta de agua turbia, mientras su madre le lavaba el cabello y comía su almuerzo). En Burrowing el detalle de Sebastian intentando inflar y hacer explotar unos guantes de cocina adquiere un tono trascendental, algo dolorosísimo que ni siquiera entendemos realmente qué es.

Pero la voz del niño, además de la voz de un Dios negligente, es la de Thoreau, filósofo y poeta norteamericano que en cada cita a su obra, forma como una especie de columna vertebral del film. Encontrar un hilo en común entre todas estas citas es complicado, pero habría que pensar si la filosofía trascendentalista de Thoreau, un hombre que se caracterizaba por la introspección y su pregonar por el abandono de sí mismo en la naturaleza, no guarda relación con esos personajes desesperados, perdidos en ese suburbio perfecto, que los lleva una y otra vez adentrarse en el bosque, sumergirse –cada uno de ellos, literalmente- en sus ríos. O si esta relación difícil de precisar entre Dios y los personajes –por más que nunca se lo menciona explícitamente- no proviene de la misma noción trascendentalista de la indiferenciación entre el alma del individuo y el alma del mundo (algo que particularmente guarda relación con el texto que cierra al film)

Ahí se encuentra una de las diferencias fundamentales entre Gummo y Burrowing: mientras que en la primera, el pueblo redneck de Xenia es tan sucio como deprimente, el de Burrowing es aséptico y melancólico. Pero en Xenia, más allá de todo lo horrible que se ve, siempre parece ser algo masivo, sobrecargado –como las habitaciones repletas de ropa o cosas inservibles- con demasiada vida, aún cuando la misma se reduce a la basura. En Burrowing es exactamente lo opuesto, abundando unos colores cobre que parecen una auténtica luz divina, pero que sumerge a todo en un silencio de morgue, en el que sólo la hermosa música extra diegética parece dar densidad a un mundo que parece más un laberinto de laboratorio, que un pueblo.

Todos estos descubrimientos y más son pasibles de ser encontrados por un espectador conmovible, o que acude a la sala en un estado emocional que le permita ser permeable a lo árido de la película. Para otro tipo de espectador, Burrowing parecerá un insoportable ejercicio, en el que no vemos más que personajes deambulando –y en los que no hay tantos consuelos estéticos a lo Antonioni-, y para peor filmados con errores técnicos bastante graves (errores de continuidad, escenas como la del plano picado al muchacho con su bebé en el estacionamiento, en el que la cámara se mueve incómodamente, sin poder encontrársele una excusa cinematográfica más allá del mero error del director de cámara). Realmente resulta difícil poder precisar cuál de los juicios es el más acertado. Quizás el más justo consejo para ver una película como Burrowing es la de esperar varios días a emitir un juicio. Dios obra de maneras extrañas.

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