lunes, 21 de noviembre de 2011

Todas las canciones hablan de mi (Jonás Trueba, 2010)

Coleccionista de mariposas




Alta fidelidad (Stephen Frears, 2000) le arruinó la vida a una generación entera. La idea de poder seriar relaciones en rankings, citas o canciones generalmente es un recurso neurótico para dar formato a un montón de circunstancias y sensaciones que en nuestra vida cotidiana, en su forma pura y salvaje, podrían resultar demasiado inasibles, cuando no traumáticas. El problema con esa generación identificada con aquel personaje interpretado por John Cusack es que nunca llegó a entender del todo que las canciones son toros que nos pueden servir para lucirnos haciéndole alguna elegante media verónica, pero que en la corrida, cualquier descuido puede terminar con nuestra sangre en la arena. Las canciones, así, pueden servirnos, pero a la larga tienden esa insólita costumbre de cobrar autonomía, a veces incluso imponiéndose, comenzando a exigirnos que vivamos y representemos sus dramas en nuestras vidas. Así, la subversión ha sido lograda, lograda sobre todo en el aspecto de que ni nos damos cuenta.

Todo este devaneo existencial no es en vano, ya que sirve para traer una película que lleva el título de Todas las canciones hablan de mí, opus de Jonás Trueba, quien hace un par de meses abrió el último Festival Internacional Cinematográfico de Cinemateca presentando Chico y Rita, la última obra de su condecorado padre, Fernando Trueba. La referencia a Alta fidelidad también sirve para contemplar un tipo de cine romántico, más típicamente estadounidense, que con el tiempo ha perdido gran parte del charm de este film, para convertirse en un mero recurso de referencialidad endogámica musical (un ejemplo de ello podría ser 500 días juntos, película que ya su trailer incluía escenas de ascensor con música de los Smiths, remeras de Joy Division, guiños a Sid Vicious y un largo y pomposo etcétera). Así como en las relaciones humanas, las canciones muchas veces también terminan convirtiéndose en los amos de las películas.

En los primeros minutos de Todas las canciones… nos encontramos con Ramiro esperando a alguien en un bar. Luego de fumarse nervioso un cigarro, aparece Andrea, de quien la película, al comienzo, no se esfuerza en decirnos prácticamente nada. Sin embargo, es sólo suficiente para que Ramiro le diga “Te has cortado el pelo, ¿no?”, para darnos cuenta de que es una ex novia suya, alguien con quien convivió y ha dejado una importante mella en su vida. Este último detalle, de la profundidad de una frase tan vana como la anteriormente citada (más que en lo que dice, en la forma que es dicha), marca un contrapunto interesante en un film donde abunda el voiceover y las citas literarias –después de todo, Ramiro es filólogo y trabaja en una librería-, pero que tiene sus momentos más altos en las charlas y detalles más circunstanciales. Especialmente el voiceover, como si quisiera dotar al film de un formato cuasi literario (que se potencia por el ordenamiento de la obra por capítulos), por momentos parece algo innecesario y anquilosa algunas escenas que harían mejor si se permitieran hablar por sí solas.

El estilo, más allá de la referencia a esta nueva camada de películas estadounidenses, es muy europeo, específicamente emparentable al cine de Rohmer, no sólo en los retratos de aquellos personajes medios distantes, pero al mismo tiempo emotivos, sino también por el cariño con que la ciudad (en esta caso, Madrid) es filmada. Remitiéndonos a autores más contemporáneos, podría pensarse también en el francés Arnaud Desplechin, sobre todo por esa manera juguetona de intercalar distintos lenguajes cinematográficos dentro del mismo film, así como también escenas que están ocurriendo en paralelo, entre la mente y lo que realmente acontece en la vida de Ramiro (como un ejemplo interesante de ello, podemos pensar en aquella escena en que camina con Irene, siendo seguido lentamente por Andrea como la corporización de esa ausencia que lo persigue a todos lados). Trueba tampoco está descubriendo el fuego con estos recursos, pero lo que sí se nota –y que quizás sea el elemento más destacable en su estilo- es la forma en que sabe retratar y filmar a las mujeres. Con una cantidad curiosa de primeros planos de estas musas mirando a la cámara (con la cámara siendo más que el punto de vista real de Ramiro, la forma en que sus sentimientos procesan a estos rostros), podríamos reconocer en el director esa fascinación casi entomóloga, de coleccionista de mariposas, de tomar un rostro y encontrarle detalles encantadores, como las dos pequeñas marcas en la frente de Andrea, las puntas del pelo rubio de Irene, o incluso el acento argentino de Silvia.

Todo el film delinea la parábola que debe atravesar Ramiro en sus intentos de olvidarse de Andrea. Conoce a estas otras mujeres, tiene sexo con ellas, se emprende en la elaboración de un libro, pero todas las canciones le recuerdan a ella. Acá es que vemos un punto interesante, que es la aparente contraposición del título con el hecho de que lo que Ramiro no parece poder dejar de evocar es a Andrea. Sin embargo, el título resulta por ser más sabio de lo que parece. El neurótico Ramiro, ese que escribe un poemario llamado “Amor transparente”, en realidad es alguien completamente opaco, tal como ese edificio que a Andrea le gusta, a pesar de que muchos se quejen de la manera en que tapa la Almudena. Este libro termina por catalizar, casi como si fuese un síntoma, lo que verdaderamente debe hacer el protagonista, pero que ha sumido en una incesante procastinación. En la misma imprenta, Ramiro descubre que se han equivocado en el apellido que aparece en la portada. La equivocación no es inocente, por lo menos para quienes nos tomamos en serio a los actos fallidos: se equivocan en el apellido, apareciendo, en vez de Ramiro Lastra, Ramiro Lastre. El mismo Ramiro es ese lastre que debe dejar caer, para poder amar verdaderamente. La única manera para que esas canciones puedan incluir a alguien más que a sí mismo.

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