Sabe a pollo
En esas clásicas sobremesas que más de alguno de nosotros podemos haber integrado o padecido, la charla sobre vidas pasadas no es precisamente uno de los temas más insólitos e intocados. Por más amplio que sea el tema (con una importante agenda de autores a consultar, desde el Libro tibetano de los muertos hasta la bazofia markattinera de Brian Weiss) sorprende lo estandarizado que suele ser el desarrollo de tales conversaciones. Por lo general, la gente cuando se aventura en el críptico mundo de las vidas anteriores, busca con ello complementar lo aburrida de su existencia con pasados más interesantes, más gloriosos o insignes. Todos quieren ser Napoleón o Cleopatra, pero nadie está dispuesto a haber sido un mediocre vendedor de seguros de Wisconsin, o un grillo que murió en una helada en el interior argentino. En este marco de tías locas, ocultistas e intelectuales fascinados por el oriente, llega El hombre que podía recordar vidas pasadas (2010), película que, como bien lo indica el título, trata sobre el tema ya mencionado, aunque la palabra “trata” va a tener que ser sucesivamente revisada a lo largo de esta reseña.
La paja del trigo
Habiendo sido laureada por gran parte de la crítica (incluyendo una Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado) y defenestrada por un grupo más reducido (pero con un fervor odioso inversamente proporcional a su tamaño), uno termina percibiendo que, más interesante que escribir sobre la última película de Apichatpong Weerasethakul (Joe, para los amigos), es escribir sobre los críticos y las imaginerías que entran en colisión a la hora de tratar una obra como esta. Volviendo al asunto de lo complicado del término “trata”, podríamos citar uno de los calificativos más repetidos por casi todos los medios: El hombre que podía recordar vidas pasadas es un film sensorial, una experiencia que más que explicada, debe ser vivida. Hasta ahí nada nuevo, Weerasethakul no va a ser el primero ni el último en hacer un film que más que narrar, intoxique, casi por ósmosis, al espectador con imágenes y estados de ánimo, así como tampoco va a ser la primera ni la última vez que una película desencadene el alegato por un periodismo no hermenéutico (ya lo hacía Susan Sontag en Contra la interpretación al hablar sobre films como Vivir su vida – Jean-Luc Godard, 1962). Lo que sí sorprende es cómo una película tan supuestamente amplia, multirreferencial y hermética como El hombre… desencadena lecturas tan comunes y vagas como las de las tías locas creyéndose Cleopatra. Lo que explota en la cara –y posiblemente lo más interesante que genera el film- es la brecha imposible, esa jungla-frontera que son las diferencias ontológicas y representacionales entre oriente y occidente. La vaguedad conceptual que rodea a estas notas – criterio que perfectamente puede incluir a la que está leyendo en este preciso momento- obedece a un film que más que entendido, sólo puede ser sentido certeramente si uno es parte de ese microcosmos que se re-presenta. Ante un film como este, los espectadores occidentales estamos tan desguarecidos que no sólo nos cuesta enfrentarnos ante una difícil secuencia temporal, o ante varias referencias budistas, sino que se nos complica en asuntos más relativamente banales como “¿esta bien o mal actuada?”. Esta es la jungla-frontera en que nos perdemos, una jungla que es tan peligrosa como los animales-palabras que la habitan. Los personajes del film conviven con lo extraordinario con una naturalidad de realismo mágico. En un momento se aparece en la mesa el espectro de la difunta mujer del tío Boonmee (que también está en el zaguán de su muerte, afectado por una mortal deficiencia renal) y la reacción es de liviano asombro. Lo mismo cuando aparece un hijo suyo, perdido en la selva hace varios años, ahora devenido a un fantasma de ojos rojos que corporalmente podría definirse como un híbrido entre Chewbacca y alguno de los espíritus nipones de Miyazaki. Ante semejante aparición, la tía le pregunta por qué se dejó el pelo tan largo. Así, decidir si el film está sub-actuado, o si expresa la naturalidad entre el mundo de los vivos y el más allá en la selva tailandesa, es algo más engañoso de lo que parece.
La película, entonces, no es tan complicada como el acto de opinar sobre ella. En el fondo, es tan simple como la relación de un hombre con sus recuerdos (cosa que sabemos que en realidad, de simple no tiene nada), pero que, a diferencia de la joya de El espejo, de Tarkovski –que por más impronta de catolicismo ortodoxo ruso que tuviera, seguía teniendo vasos comunicantes claros con nuestra cosmovisión occidental-, se le agrega que estos recuerdos se extienden a otras vidas, en las que no necesariamente siempre se remiten a las de humanos –entre las diferentes encarnaciones, tenemos un buey y un pez gato. Es así que con El hombre… este mismo alegato de una erótica, en vez de una hermenéutica del cine, termina siendo igual de tramposa, como un plato tan exótico a nuestras papilas, que no nos quedara otra que caer en el “sabe a pollo”. No todo lo exótico es profundo, no todo misterio esconde un tesoro y no todo lo adormecedor es hipnótico.
Axolotl
En definitiva, la obra plantea como uno de sus principales asuntos, el hecho de lo complicado que es comprender el simbolismo de una sociedad, entendiéndose en definitiva que las significaciones no pueden simplemente responderse por algo estructural, o un concreto saber decir algo por otros medios. Es el mismo dilema que enfrenta Levi Strauss cuando habla del totemismo, al darse cuenta que determinadas especies animales están investidas totémicamente, no porque sean “buenas para comer”, sino “buenas para pensar”. Quizás saltar con antropología es demasiado para una nota, pero el verdadero drama entre el espectador y el film (y más que nada entre el crítico y la obra) es inextricablemente antropológico.
Pero hasta ahora se ha precisado de todo lo que no es el film, y no de lo que es, o puede ser. Si pudiese precisar una cualidad que hace de El hombre… un film particular, es cierta condición de lo extático, de súbito arrebato que producen algunas de sus imágenes. Podría citarse al buey con que comienza el film, que en la detenida captura de su cuerpo, entre torpe y atemorizado, por momentos parecería encontrarse algo indiscerniblemente humano (y en lo que habría que anotar un poroto a favor a Weerasethakul, porque la bestia no deviene en humana por su naturaleza, sino por la forma en que es filmada). Así también, los espíritus del bosque están construidos por el director en una tan extraña como interesante indefinición entre lo salvaje y lo artificial, con esos movimientos que resultan auténticamente simiescos, pero esos ojos que parecen, más que dos órganos, dos lasers infatigables. Ante una película que se suele preciar por su fundición de espacios temporales y sus lentos y sostenidos planos, lo que fascina es la ireegular y descolgada voluptuosidad de algunos de estos elementos, en los que por un momento uno parecería quedarse presenciándolos, con la nariz contra el vidrio, hasta intercambiar identidades con ellos, como ocurre con el narrador de Axolotl, de Julio Cortázar.
Lo que quedan son esas imágenes, el hilo de agua de una diálisis avanzando por el suelo, una majuga albina en el fondo de una cueva, un pez gato cogiéndose a una princesa (con una extrañísima sensualidad que recuerda a los momentos altos de Tsai Ming Liang). Ante todo el resto, por momentos parece que Weerasethakul se quedara sentado sobre su hueso –descendiendo en calidad estrepitosamente cuando el film intenta hablar de algo más concreto y más atado al presente, como cuando al final se trae al monje que tiene celular y quiere vestirse y hablar diferente- tratando ciertos temas tan tangencialmente que sería un error incluirlos dentro de su agenda temática (en este sentido, hablar de una dimensión política y social, como se habló en otros medios, parece algo completamente forzado).
Lo que queda es eso, quedarse mirando a los dos ojos rojos y esperar la transmutación, aunque para algunos podrá ser tan aburrido como mirarse las manos sin estar drogado.
Supongo que comentar en este blog es bastante inútil y que la conversación ni siquiera es el objetivo que intuyo más documental. De todas formas quería mencionar que descubrí a Joe en la exposición que hizo hace unos meses en el New Museum http://www.newmuseum.org/exhibitions/439 precisamente relacionada con esta película que aún no vi.
ResponderEliminarHonestamente me cuesta disfrutar de instalaciones multi-medio en los museos, pero ésta me pareció hermosa, inmersiva y perturbadora pero tierna y casi heroica por momentos. Es una pena que no hayas hablado más de la película aunque esta meta-crítica haya sido interesante.