viernes, 13 de enero de 2012

50/50 (Jonathan Levine, 2011)


Abrazo de oso

La homosocialidad en la cultura y específicamente en el cine, no es un tema muy nuevo, considerando la vasta colección de buddy movies existente (que pueden incluir desde Arma Mortal –con Mel Gibson y Danny Glover- hasta Some like it hot –con Tony Curtis y Jack Lemon) y auténticas relaciones de amistad fuera del set, llegando a su epítome en la celebración de la soltería “compartida” entre Cary Grant y Randoph Scott (siendo invisible para aquella época el hecho de que los dos eran más que amigos). Sin embargo, casi siempre esta amistad nunca se pensaba demasiado a sí misma, lo que daba pie, en muchos casos, a los divertidos juegos e hipótesis sobre el deseo homosexual latente entre sus personajes, didáctica que se amplió en las últimas grandes sagas épicas como El señor de los Anillos –entre Sam y Frodo (lo que pasa en Mordor, se queda en Mordor)- y Harry Potter –entre el protagonista y Ron Weasley (relación que los poco sutiles videos de El bananero en youtube sacaron jugo como quien exprime una piedra). Pero apartándonos de los ejemplos, los últimos años fueron testigos, especialmente en la cultura yanqui, de una explosión de la bro-culture (bro por el apócope de brother –hermano-, forma en que suelen llamarse los amigos entre sí), dando lugar a un montón de sucedáneos como el bro-ism, la Bro Bible (una serie de mandatos sobre todo lo que debe hacer un buen “bro” que se aprecie como tal) y el bromance (en esas circunstancias en donde un par de amigos comparten un montón de tiempo de calidad juntos). Si intentáramos marcar una diferencia entre este término y el de las buddy movies lo que sale a relucir es la disposición más amplia hacia la demostración de afecto, algo que por primera vez sedimenta a la amistad en un más allá de los posibles subtextos gays que puedan encontrarse. Es decir, en tiempos donde el posmodernismo ha dejado todo en un entrecomillado de hierro, el bro-ismo es consciente de la carga afectiva de la demostración pública de afecto y subvierte el miedo a ser considerado gay llevándola a nuevos exponentes.

Es curioso, en este sentido, cómo las últimas grandes comedias de Estados Unidos no han sido románticas per sé, sino ancladas sobre una sensación de camaradería llevada a lugares impensados, que se ha visto específicamente en los films de Judd Apatow, entre ellas Pineapple Express (2008), Talladega Nights (2006)y específicamente Superbad (2007). Al menos estas tres citadas, son grandes epopeyas de la amistad masculina, donde las mujeres, más allá de ser estrellas guías que titilan en el horizonte, nunca opacan lo más importante que es el desempeño de las coestrellas masculinas en sí.

Pensar si éste es un producto cultural que fue asimilado por la población, o algo que los diversos directores supieron captar en el aire es bastante complejo, pero el hecho es que en el 50/50 es la confirmación definitiva de que la bro-culture se expandió como metástasis (casi así como Love Story –Arthur Hiller, 1970-, versión camaradería masculina). Este último término médico viene con doble, considerando que 50/50 no es nada menos que una cancer movie –término jodido si los hay, pero que se ha convertido con el tiempo en un género en sí mismo-, sólo que escrita y armada en clave indiscretamente humorística. Ante semejante tema, se suele optar por dos caminos básicos: o el formato lacrimógeno lleno de golpes bajos, o el humor negro más desbocado. Curiosamente 50 y 50 es la forma en que el film se reparte estos dos recursos, nunca llegando a ser completamente ninguno de los dos. Adam (Joseph Gordon-Levitt), de apenas 27 años se entera que sufre de un peligrosísimo tumor alojado en su columna vertebral. El tratamiento es quimioterapia y una posible y complicada operación en el caso de que ésta no funcione. A partir de ahí, lo que nos centraremos es en la relación entre Adam y su madre, su novia, su psicoterapeuta y, especialmente, su amigo, Kyle (Seth Rogen). Es en este punto 50/50 una epopeya sobre lo que puede hacer un amigo por otro, sólo que en el aspecto concreto de los hechos, nada parece haber cambiado demasiado entre la relación del enfermo con su amigo. Llega al punto que, un poco para hacerlo olvidar de su mal, Kyle insta a Adam a que aproveche de su cáncer para ir de levante –cosa que en apariencia parece una estrategia imposible, pero que con el tiempo termina dando sus réditos, especialmente para Kyle. Esto es uno de los puntos más interesantes del film, considerando que nadie en realidad produce un cambio significativo en lo que respecta a su comportamiento a lo largo del film (la madre de Adam sigue siendo una hincha bolas, pese a sus buenas intenciones; su padre sigue sumergido en su Alzheimer sin entender realmente mucho; su psicoterapeuta es pésima en tanto tal hasta el final; su amigo nunca deja de meterlo en este tipo de embrollos ya mencionados). Sin embargo, algo cambia de registro cuando Adam se encuentra con un libro en el baño de Kyle. Ahí hay un quiebre simbólico, que hace que todo lo que había sucedido antes se resignifique –no sólo por él, sino por el espectador mismo- de una forma muy particular. En un momento del film, Katherine (Anna Kendrick, que rinde su peso en oro, representando a esa nerviosa e insegura psicoterapeuta que nunca sabe del todo bien en dónde está parada) le dice a su paciente el ya lugar común de que uno no puede cambiar a sus padres, sino la forma de pararse frente a ellos. Es este movimiento lo que parece atravesar a Adam en toda la parábola del film (no sólo frente a sus padres, sino el resto de su entorno), y que llega a su cierre en este movimiento de resignificación simbólica ya mencionada.

Uno puede discutir si el cast está seleccionado a medida (con Seth Rogen haciendo su clásico papel de amigo fumeta, siempre algo desubicado, pero nunca menos tierno y Joseph Gordon-Levitt, con esa forma distanciada, extrañamente fría que tanto lo caracteriza) o si en definitiva los actores ya terminan actuando de sí mismos. Se podría pensar también, que la comedia yanqui está entrando a una especie de nuevo clasicismo, donde hay un par de fórmulas que comienzan a funcionar por sí mismas (como el montón de la screwball comedies hollywoodenses de los cincuenta). En estos registros, 50/50 no es demasiado novedosa, ni tampoco es una gran película, pero nunca deja de ser, dentro de las convenciones del género, un artefacto razonable y querible, en tiempos de hermandad masculina.

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