viernes, 27 de enero de 2012

Secretos de Estado (George Clooney, 2011)



El fin de la esperanza

En la primera escena del film, el rostro de Stephen Meyers (Ryan Gosling) emerge de la oscuridad –con un toque similar a la monocroma Good night, and good luck (2005), obra de George Clooney, director, coguionista y coestrella de este film-, relatando un discurso que, en principio, parece un monólogo dirigido al espectador, pero que después, como a través de un zoom out, descubrimos como el ensayo de un debate de campaña.

“No soy un ateo, no soy un cristiano, todo en lo que creo está escrito en el papel de la constitución de los Estados Unidos”, dice Stephen. Minutos después, vemos cómo el mismo discurso es repetido, casi con las mismas pausas, por el gobernador Mike Morris, quien se debate en las elecciones primarias del Partido Demócrata, en una lucha por Ohio como centro neurálgico de disputa. De cierto modo, este comienzo ya señala uno de los principales puntos sobre los que trabaja el film: podemos ver los cordeles atados al tronco y brazos de los personajes, ellos guían sus movimientos, ellos también marcan sus límites de acción. La política es un escenario, casi igualmente armado a una sit-com con público en la que el cartel de “Aplauso” se ilumina para cada vez que sea necesario. Sin embargo, la película de Clooney no intenta profetizar ni denunciar dichos tejes y manejes, sino más bien ser un testigo pasivo y frío de la orquestación de ese teatro de sombras chinas que es la política norteamericana.

En este sentido, Secretos de Estado, junto a Trabajo confidencial, son las dos películas que más notoriamente han captado ese Estados Unidos post-Obama. En el agudísimo documental de Charles H. Ferguson, el mismo Matt Damon, quien había apoyado y trabajado activamente en la campaña de Barack Obama, presta su voz a la narración de un film que pone sobre la mesa cómo, a pesar de la responsabilidad visible de muchos de los hombres que estuvieron detrás de la crisis financiera, éstos fueron nuevamente elegidos para ocupar importantes cargos en el gobierno. Clooney también fue un defensor del candidato demócrata, y Secretos de Estado, circunscribiéndose únicamente al mundo de las internas de dicho partido (los republicanos aparecen a la lejanía, como un oscuro fantasma que es escasamente traído a mención), parece compartir ese pesimismo post-Obama, cuyo slogan en las elecciones, no por casualidad, era “Hope” (Esperanza), De hecho, la estética del poster diseñada por Shepard Fairrey es la misma con la que hace campaña el gobernador Morris.

Esperanza es justamente lo que no abunda en el film, pero a diferencia de la obra de Ferguson, que intentaba de cierto modo desmontar la máquina y analizar y traer a escena a todos los implicados y su funcionamiento, Secretos de Estado intenta centrarse en una anécdota reducida, casi mínima, en la que lo que se está debatiendo es apenas los primeros comicios antes de las verdaderas y más importantes elecciones. En este sentido, sólo en estética y ánimo puede remitirse un film como Secretos de Estado a obras de otra década oscura tanto en esperanza como en ética, como fueron los setenta. Podría pensarse en Todos los hombres del presidente, pero una vez más, Clooney intenta concentrarse en un foco pequeño, que en cierto punto tiene la posibilidad de generar mayores desenlaces, pero se queda en ese registro gatopardense de “cambiar algo para que no cambie nada”. En cierto modo, la película es a la política lo que Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959) es al mundo de los abogados: el caso o quién fue verdaderamente importa menos que los recursos que despliegan los implicados y defensores cuando las cartas están sobre la mesa.

En algunos medios se ha criticado esa indefinición particular del film y de sus personajes, con un Stephen Meyers que pivotea entre idealismo y cinismo puro de una forma bastante indiferenciada, con un gobernador cuyo perfil nunca se logra definir del todo, con un romance que podría desembocar en algo más intenso, pero que se apaga de repente, todo sea por la campaña. Sin embargo, en esta interminable escala de grises se inscribe uno de los puntos más interesantes de la película, para el que, sin lugar a dudas, el cast desempeña uno de los mejores trabajos colectivos de los últimos años. Clooney interesantemente se coloca un escalón por debajo de la mayoría de los personajes, representando a un hombre en apariencia cálido y voluntarioso que está sentado sobre una bomba de tiempo. Paul Giamatti y Philip Seymour Hoffman se sacan chispas como los encargados de campaña de candidatos opositores. Evan Rachel Wood encarna una de las femme fatales más ambiguas y sexis que haya dado el cine en los últimos años –con ese tono práctico y seguro que la hace una interna capaz de amar y temer- y Marisa Tomei funciona perfecta como la periodista inescrupulosa que alterna sus funciones como doble, o triple agente, capaz de clavarte un puñal en la espalda por una buena primicia. Sin embargo, Secretos de Estado es todo sobre Ryan Gosling, uno de los actores más interesantes que ha dado el cine en los últimos años. Con papeles tan distintos como en de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), Crazy, Stupid, Love (Glenn Ficarra, 2011) y Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), Gosling ha encontrado una identidad actoral, un sesgo propio, que hace tiempo no se veía en jóvenes actores. En particular, lo que brilla en Gosling es cierta noción y manejo de la quietud, de poder mantener siempre al borde un grado de emoción estática, que en sus intervalos antes de expresarse se recalienta, como si habláramos de una resistencia eléctrica, algo que no sólo está en el rostro, sino en cada uno de sus movimientos, como si moviera un músculo por vez. En este punto, cuando Gosling llega a estos momentos de desagotamiento de energía acumulada, la ola de expansión de la explosión te da directamente en la cara, como en los estallidos de violencia de Drive, o en los máximos momentos de angustia romántica en Blue Valentine.

Es quizás en este film donde vemos a Gosling utilizando este recurso en su máximo esplendor, y es que, a diferencia de los otros, la explosión nunca se detona, sino que queda en nosotros, como un sedimento que no podemos despegar de nuestros ojos, como la misma grasa que enchastra las manos de los demócratas.

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