viernes, 13 de enero de 2012

Black Mirror (miniserie)


Metástasis del registro

Black Mirror, Una distópica mirada sobre lo que está pasando

En los primeros cinco minutos nos enteramos que la joven y más querida princesa de Inglaterra fue secuestrada, que sus captores han diseminado en varias redes sociales –especialmente en youtube y twitter- un video con ella, atada, en pleno llanto, leyendo las peticiones de los captores, y que la exigencia del rescate no es monetaria, sino performativa: que el primer ministro sea filmado y transmitido en vivo, en cadena nacional, teniendo sexo con un cerdo. Ante tal bizarra y masiva introducción, lo primero que uno podría pensar como espectador es que le están tomando el pelo, o que está ante una serie de humor negro –cuando no un sucedáneo más zafado de Saturday Night Live o Monthy Python. Sin embargo, Black Mirror es seria, serísima, y en ninguno de los tres capítulos que conforman la miniserie, parece interesada en alegrarnos el día, hacernos reír, o darnos al menos un respiro.

Los tres capítulos que la conforman son independientes entre sí, manteniendo una continuidad más que nada conceptual, tomando en cuenta el hecho de que no sólo están interpretados por personajes diferentes, sino que también ocurren en un marco histórico diferente, casi por así decirlos en mundos separados e independientes.

Dios salve a la princesa

The National Anthem, el primer capítulo con el que comenzábamos esta nota, posiblemente sea el más redondo de la serie, partiendo de una premisa tan disparatada como la ya mencionada, pero construyendo a partir de la misma un submundo de intrigas y tribulaciones, no sólo del pobre ministro, sino también de su familia, el resto del gabinete, la prensa y los mismos espectadores (en un fresco completo, casi balzaquiano). Los productores de la serie muestran cómo, al introducir una variable absurda a una realidad aparente o plausible, se puede desmontar el sistema de espectacularidad actual en el cual estamos. Ante todo, el primer capítulo no trata sólo sobre la responsabilidad y angustia de un primer ministro acosado por un mandato inverosímil, casi como si fuese uno divino, el de la televisión, cíclope caníbal, como la encarnación definitiva del Gran Otro, sino sobre la definitiva derrota del gobierno como garante controlador de las redes sociales (asunto que cobra particular eco en la actualidad, justo ahora que se discute en el senado norteamericano el proyecto de ley SOPA –“Stop online piracy act”). En The National Anthem, ante cualquier movimiento que el gobierno inglés intenta dar, la prensa, pero específicamente esa masa amorfa de twitteros independientes diseminados a todo lo largo del mundo, se adelanta un paso, entorpeciendo cualquier procedimiento de inteligencia. Es casi como la inversión radical y pesadillesca de Wag the dog (en Latinoamérica conocida como “Mentiras que matan”, o “Escándalo en la Casa Blanca”) en donde Conrad Brean (Robert De Niro), intentando ocultar un escándalo sexual del presidente de los Estados Unidos, contrata a Stanley Motss (Dustin Hoffman), un productor de Hollywood, para que construya una noticia falsa sobre un movimiento terrorista albanés, a modo de levantar una cortina de humo que salve una futura reelección. Lo que en la película funciona bien, demasiado bien, en el primer capítulo de Black Mirror hace agua por todos lados, incluso cuando, en un dispositivo similar al de la película citada, se contrata a un actor porno para que tenga sexo con el chancho, intentando manipularse y cambiarle su rostro por el del presidente via computadora. El plan falla desde el mismo momento en que circula el rumor via Twitter y llega tempranísimo a oídos de los mismos secuestradores.

Chiste interno

Mientras que el primer y tercer capítulos son de una estética y narrativa bien ballardiana, 15 million merits –el segundo- ocurre en un universo más orwelliano (aunque con la misma mala leche que caracteriza la serie), en donde la gente vive en prisiones de televisiones plasma, en las que no hacen otra cosa que pedalear para ganar créditos, los cuales pueden canjearlos por elementos puramente virtuales, como enviar regalos electrónicos, o decorar de algún modo su avatar –la fisionomía que adoptan en sus intercambios virtuales (y en definitiva, su único contacto social. Quince millones de créditos son los necesarios para tener una chance en un programa del estilo de American Idol, en el cual tres jurados –con personalidades bastante isomorfas a las de las insignes estrellas del reality yanqui- juzgan con total falta de misericordia a los aspirantes (ante un público extensísimo, que no aparece en el set sino como la misma materialización de esos avatars). Más allá de esto, hay un personaje que intenta quebrar esos muros que alienan no sólo su vida, sino la del mundo entero. Tras juntar los quince millones y lograr una chance en el programa, el personaje intenta hacer un violento statement en cadena nacional, colocándose un vidrio roto en la yugular y puteando completamente todo el sistema perverso que lo sostiene, sólo para, luego de un silencio atónito de los jurados, ser aplaudido por su performance, ofreciéndosele un espacio en la televisión donde podrá denunciar todo esto, una vez a la semana.

El cinismo de esta vuelta de tuerca adquiere otra dimensión cuando tenemos en cuenta que la serie (llevada a cabo por Charlie Brooker, agudo y ácido periodista político de The Guardian) esta producida por Endemol, los creadores de Gran Hermano. Ampliando el lente, sorprendería a uno encontrarse con una serie predecesora de Brooker, llamada Dead Set, que trataba nada más ni nada menos que sobre la resistencia a una invasión zombie por parte de unos participantes de Gran Hermano. El cine inglés siempre se caracterizó por su humor amargo, muy consciente de sí, y la idea de hacer un cautionary tale sobre los peligros de a qué extremos se pueden llevar los realities, utilizando como productor del mismo a la figura más representativa de los realities del mundo, recuerda un poco al chiste interno de Ricky Gervais en Extras, en donde mostraba cómo una idea original podía irse deformando hasta convertirse en algo realmente diferente de lo que se había pensado en un comienzo (hablamos de la mutilada serie que el personaje interpretado por Gervais intenta llevar al aire, serie ficticia que en realidad era una metáfora de cómo se fue transformando a The Office –en la que el cómico inglés fue protagonista y creador-, un programa fundamentalmente amargo, más allá de lo hilarante, de la vida en oficina, en ese producto mucho más amable y centrado en el romanticismo que se convirtió su versión estadounidense).

Erotización del registro

Si bien el segundo capítulo no era tan sólido y tenía algunos lugares distópicos comunes, el tercero iguala, y en algunos aspectos resulta aún más contundente que el primero. The entire history of you sucede en un futuro bastante más actual, pero en el que las personas hacen uso de una prótesis memorística conectada del cerebro a su retina, en donde pueden grabar –y reproducir, no sólo para ellos mismos, sino para otras personas- todo lo que pasa en sus vidas. Al principio, parecería que la película indagara sobre las formas de control de un gobierno capaz de poder saber a ciencia cierta todo lo que pasó en la vida consciente de alguien, pero pronto nos damos cuenta de que el verdadero foco recae sobre las relaciones humanas. ¿Cuando la capacidad de almacenar recuerdos -entiéndase por ello a absolutamente todo-, deja de ser un domeñamiento sobre las mismas limitaciones de nuestro cerebro, para convertirse en la verdadera jaula en la que nos quedamos encerrados? Lo que parece seguir este último capítulo (una especie de híbrido entre La conversación, de Francis Ford Coppola y el cuento “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, de Raymond Carver), y que en cierto punto retoma lo que se empezó manteniendo en el primero, es la definitiva erotización del registro. Actualmente, con dispositivos como la nueva interfase de facebook, donde uno puede ver y recordar lo que exactamente dijo o sintió varios años atrás, parecería subvertir silenciosamente la forma en que percibimos nuestro pasado. En los viejos tiempos, al no haber un registro claro del pasado –al menos no tan claro y preciso como el actual-, uno debía construir narraciones, incluso recuerdos tapones, no necesariamente verídicos, que dieran consistencia a nuestra identidad. Cuando hay un registro que puede decir esto por nosotros, sin que debamos recurrir a nuestra capacidad natural de evocar, la relación con nuestro pasado, y con el tiempo en general, queda completamente dislocada.

Esta erotización del registro no sólo lo vemos en nuestra vida, sino también en los mismos medios televisivos, con el actual auge de programas sucedáneos de PNP, CQC, o TVR (con sus versiones uruguayas de Bendita TV, o Sonríe, te estamos mirando), que tienen su fundamental enganche libidinal con la idea de poder demostrar cómo determinada persona pública no resiste al archivo (por ejemplo, un político defendiendo una medida que después demonizaría, sin hacer mea culpa). Lo que podía parecer en un comienzo como una superficie de inscripción en la que se filtran los pecados de las figuras más jerárquicas de la población, eventualmente termina develando otro oscuro modus operandi, la idea de que no hay pasado posible, en tanto todos somos capaces de ser enfrentados frente a nuestras propias palabras. A esto debe agregársele el particular hincapié en el registro, que se hace en medios como twitter, donde prima un sistema casi bulímico de despliegue de información personal, en donde uno entra en una rueda de confesiones y verdades en la cual lo que es de uno y lo que es del otro se empieza a difuminar. La capacidad de comentarlo todo, de poder resumir cualquier cosa de la vida de uno en un ingenioso formato de ciento cuarenta caracteres, más que generar una legión de hombres super perspicaces, termina cambiando el orden de valor de cambio de la anécdota, tasándola y poniéndole un precio por encima de la experiencia concretamente vivida. Es decir, empieza a tener más valor el registro, que la experiencia en sí. Es así como, por ejemplo, en el tercer capítulo de Black Mirror, la pareja prefiere coger reproduciendo en su retina jornadas de sexo en las que rindieron mejor –ya ni siquiera la clásica imagen de pensar en otra persona, sino simplemente volver a un tiempo donde esa misma pareja tenía algo más fogoso-. Zizek en La plaga de las fantasías plantea cómo desde que comenzó a grabar películas que le gustaba en VCR, terminó viendo muchísimas menos de lo que hacía en los buenos viejos tiempos de la televisión. Plantea en esto cómo la misma noción de que los films que les gusta están siendo archivados en una biblioteca, le dan una satisfacción como si el VCR, en cierto modo, estuviera viendo las películas por él, en su lugar. “El VCR aparece acá cómo el Gran Otro, como el medio de registro simbólico” ¿No es fundamentalmente lo mismo que ocurre en la actualidad con programas como Last.fm, o las notas de Google Reader, en donde uno almacena artículos para leer después –y que en definitiva tienen su verdadero valor en tanto almacenamiento, ya que uno nunca llega a leerlos?

Algo muy similar puede decirse del primer capítulo. En la actualidad donde, tal como decía Lacan, de que todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, la exigencia a la máxima visibilidad se torna un imperativo que atraviesa todos los órdenes de la vida. Este punto era bien tratado por la académica Maria St. John en un ensayo sobre la cobertura del escándalo Clinton-Lewinsky. Lo comúnmente llamado obsceno, que en una de sus acepciones etimológicas significa “lo que queda fuera de escena”, ha dejado de permanecer en el background, sino más bien formar parte fundamental del escenario, el personaje fundamental de la obra. Es en esta misma dirección que St. John lleva la bina ob-scenity/on-scenity, como una forma de plantear cómo en el tiempo actual, todo se ha “pornificado”, donde, retomando lo dicho, hay una necesidad imperiosa de registrar absolutamente todo, donde el registro justifica el hecho. The national anthem vuelve sobre cómo algo tan profano como el bestialismo se convierte en Trending Topic, donde la espectacularización, su valor de cambio, está por encima de las relaciones sociales, o mejor dicho, las reduce a eso –así como el vcr ve las películas por nosotros, nosotros terminamos viviendo a través del mismo espectáculo (sobre todo en la escena de toda la gente mirando atónitos la pantalla). Este es el punto más oscuro del espejo negro. Las redes sociales en su libre circulación, no son el agenciamiento libertario y socializador que un montón de gurús new age o cyberpunks pretenden que sea, sino un espacio donde a medida que ponemos más de nosotros mismos, o llevamos al foreground aquello que debía permanecer en el background, terminamos siendo hablados por este medio, perdiéndonos, desintegrándonos.

Lo más fundamental, lo que hace de Black Mirror un producto fundamental de su época, es la forma en que ha podido captar un sentir y una forma de existir actual, y más que nada poder comprender una tecnología como casi ninguna otra serie, o película lo ha hecho. En tiempos donde la industria cinematográfica se ha mostrado prácticamente entumecida, con pocos títulos dignos de mención y un montón de refritos y adaptaciones, las series han demostrado ser los principales caballitos de batalla, el verdadero espacio donde las cosas parecen estar siendo dichas y discutidas.

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