Patito feo
Los complejos sistemas de distribución hacen que a veces lleguen a nuestras costas películas con largo tiempo de estrenadas, en algunos casos generando anacronismos que intervienen en la forma de ver la obra en sí. El desfasaje de tiempo genera inintencionadamente curiosos efectos, siendo uno de estos casos la película Un día, un pato, que actúa como una historia distópica ambientada en un posible Estados Unidos del 2009 gobernado por Jeb Bush, otro de los miembros de la infame dinastía republicana. Teniendo en cuenta que la película fue estrenada en el año 2005, al ver Un día, un pato, nos encontramos con la particularidad de que las pesimistas advertencias sobre un futuro gobierno funcionan mejor como un retrato de aquel tiempo que como un buen augur de lo que terminó sucediendo.
Ya desde el comienzo notamos el tono juguetón y bastante libre de una directora –Nic Bettauer- que en apenas dos minutos explica por medio de fotos polaroid una historia de vida, o que no duda a la hora de hacer aparecer el fantasma del hijo del protagonista, como tampoco utilizar irreales filtros cobrizos para señalar el estado de dejadez de todo el mundo que lo rodea. En este tono, lo que predomina es una estructura de fábula sobre la caída del estado de bienestar norteamericano, ordenada en formato de viñetas, en las que seguimos el peregrinaje hacia la costa oeste de un hombre –Philip Baker Hall, con su perfecto physique du rôle ojeroso para personajes decadentes- cuyo único amigo en el mundo es un pato (siguiendo el juego de las fábulas, podríamos decir que él es un auténtico “patito feo”, perdido de su familia, el Estado, o cualquier grupo de referencia). Estados Unidos se despliega como un país devastado, donde las bolsas de basura emulan a los arbustos secos que ruedan por las ciudades fantasma del lejano oeste. Cada encuentro con algún personaje de aquel mundo devastado gatilla una crítica social y una consiguiente lección moral que el protagonista no duda en comentársela al inocente pato –y, naturalmente, a nosotros mismos. Este mecanismo didáctico podría funcionar para una película de niños, pero lamentablemente –sobre todo por su mecanismo repetitivo y, la mayoría de las veces, predecible- termina resultando sumamente fastidioso ya corrida la primera mitad del film. El pato, más allá de que resulta un personaje adorable y posiblemente haya involucrado un magistral trabajo de parte de varios entrenadores de animales, no tiene, en definitivas cuentas, otra función más que de servir de pie para que el protagonista comente cosas que ya vemos con nuestros ojos. Si en El náufrago (Robert Zemeckis, 2000), por un momento llegábamos a dotar de cierto animismo a aquella pelota de volleyball bautizada como Wilson, esto nunca llega a conformarse del todo en Un día, un pato. En resumidas cuentas, podría decirse que el pato no es más que un salvoconducto de contrabando para el voiceover de la directora.
Los personajes aledaños también se rinden a los requerimientos de la moralina, apareciendo –salvo contadas excepciones, como el de la bondadosa manicurista asiática- como grandes antagonistas retratados con una brocha demasiado gorda que suele hacer gran hincapié en su maldad o en su estupidez. Algunos de ellos tienen el potencial de ser lo suficientemente interesantes como para realzar la película –como el caso del dubitativo suicida, o aquel vagabundo ávido en experiencia entre los servicios sociales-, pero uno imagina que el resultado sería mucho más interesante de la mano de un director como Jarmusch (quien siempre se ha caracterizado por su buen ojo a la hora de diseminar en viñetas fugaces personajes de comportamiento ligeramente absurdo).
Quizás lo más rescatable de la película sea la banda sonora, con la grave voz de Leonard Cohen al comienzo e inicio del film, o la participación juguetona y casi omnipresente de los Eels, que siguen al personaje como por el mismo fenómeno de imprinting que hace al pequeño pato tomar a Philip Baker Hall como su madre.
El resultado final de Un día, un pato es el de una película cuyo contenido futurista, pese a no resultar irrelevante en la confrontación entre la naturaleza de lo postulados y lo que terminó sucediendo, termina resultando redundante en la forma en que es presentado.
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