jueves, 14 de junio de 2012

El cultivo de la flor invisible (Juan Alvarez Neme, 2012)


La persiana
Un secreto del mundo de la crítica cinematográfica es que la mayoría de nosotros temblamos cuando llega una nueva película sobre desaparecidos de la dictadura. Uno sabe que aquello siempre es más que una mera película (más aún en el caso de esta film a reseñar, donde parte de lo recaudado va destinado a familiares de desaparecidos) y siempre está el riesgo de que algún punto a criticar sea visto como algo inoportuno o insensible por la mayoría de la gente –casi como si uno criticara una marcha como si fuese una coreografía. 
A este punto le agregamos los detalles de que los films suelen ser realizados con más ánimo que presupuesto –algunos producidos en auténtico formato de “cine de guerrilla”- y que el núcleo traumático del proceso es tan hondo, tan inabordable (un agujero de un tamaño similar al dolor de sus víctimas) que la mayoría de la temática no puede escapar del remolino de lo infigurable de ese mismo foso de ausencia. Es por esta razón que los films siguen y seguirán viniendo, sin importar que en algún momento alguien haga la obra definitiva sobre desaparecidos (tal como Lanzmann pretendió hacer con Shoah), porque lo que se pone en juego va por un lado completamente diferente. 
Los films de dictadura son para la, por así decirlo, economía psíquica de Latinoamérica, un síntoma que vuelve persistentemente, en cuyo interior, además de dolor, se encuentra codificado, atado por todos los flancos, algo de nuestra propia identidad. Ante estas situaciones, uno se da cuenta de que la crítica estrictamente cinematográfica suele hacer agua en todos lados, porque es justamente lo cinematográfico en sí aquello que fracasa una y otra vez a la hora de intentar llegar a una representación (tal como decía Jacques Ranciere sobre la relación entre el cine y Auschwitz en Historie(s) du Cinema –Jean-Luc Godard, 1997-: “el cine es culpable de no haber filmado los campos en su tiempo; es grande por haberlos filmado antes de su tiempo; es culpable de no haber sabido reconocerlos”.
Esto justamente nos catapulta a El cultivo de la flor invisible, quizás el documental uruguayo que más haya insistido en este aspecto evanescente de la representación de una ausencia. Filmada en más de siete años, la película se centra en la vida de cinco mujeres que han luchado por saber la verdad sobre el destino de sus hijos desaparecidos. Las mujeres, más allá de tener un objetivo común, no pueden ser más diferentes en porte y carácter. La cámara está todo el tiempo dejando algo fuera de encuadre, como si hubiese una silla extra en la que estuviera esperando tomar forma el fantasma de aquellos desaparecidos. Las historias fluyen y vemos cómo cada una se las ingenió para llevar a cabo su duelo. Más allá del titánico esfuerzo por llevar el proyecto a cabo, la película sigue siendo un film pequeño, que se aboca, más que a retratar las desapariciones en un contexto nacional, a centrarse en qué es lo que sucede en algunos de los pequeños aconteceres de las vidas de los duelistas.
En este fresco, quizás el mayor defecto del film es su estructura, que posiblemente requeriría un formato mejor ordenado, saltando de entrevistas individuales a flashes informativos, de flashes informativos a manifestaciones, de manifestaciones a las entrevistadas de vuelta. Es justamente ese remolino que suele pedir más y más cosas para rellenarlo uno de los motivos más notorios por los que este tipo de films suelen estar construidos de una manera no tan articulada.
Lo que sí se puede rescatar, no tanto como innovador, pero sí como un acierto de estilo, es el particular ojo del trabajo de cámara y edición para captar –in situ o en cuarto de montaje- ciertos detalles fuera de guión que parecen decir aún más que lo que se dice en pantalla. Uno ve una paloma posarse en una ventana mientras Luz Ibarbourou habla sobre su encuentro con el general Gavazzo. De golpe, la persiana, como si fueran los párpados de una persona que no pretende ver o ser vista, se cierra súbitamente y la paloma levanta un vuelo asustado. Más tarde, es otra persiana la que se vuelve un muro a través del cual una de las madres de desaparecidos habla con la actual inquilina de una casa en donde residió su hijo justo antes de que fuera capturado por las fuerzas represoras. Ese hablarle a una pared, una pared que responde, pero sin rostro, se corresponde con el memorial vidriado a través del cual Luisa Cuesta camina, quejándose de las flores que algunos dejan ahí “porque eso no es un cementerio”. Y aquellas flores que el nuevo gobierno de izquierda planta en frente al Palacio Legislativo –en un momento de la película, en plena marcha, el hecho de señalarse que la inoperancia o la mala fe en la búsqueda de la verdad ha sido culpa de gobiernos anteriores cobra un aire extraño, teniendo en cuenta que en pleno gobierno del Frente Amplio fracasó el voto rosado- se corresponden con esas flores invisibles, dejadas en los (no) cementerios de cristal de aquellos fantasmas que nunca han encontrado aposento.
Cuando no hay palabras, muchas veces lo mejor es buscar pequeños trozos de verdad en los objetos o en inocentes animales, como aquellos gansos que en Shoah caminan en círculos, en el lugar preciso donde se llevaba a los judíos a la cámara de gas. 

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