viernes, 27 de julio de 2012

Las acacias (Pablo Georgelli, 2012)

Decilo, Enzo!
El amor no es cosa de pobres. Al menos, el cine parece encerrar ese discurso, teniendo en cuenta la escasísima cantidad de películas en las que un vínculo amoroso auténtico entre gente de dicha clase social, por fuera de vetas trágicas, se da como algo posible. A excepción de algunos films donde el amor entre gente humilde se da en su propia legitimidad (como el caso de algunos de las mejores obras de Mike Leigh), las únicas posibilidades en las que el cine le da un respiro suelen ser planteadas en vínculos entre diferentes clases (al mejor estilo de Sabrina –Billy Wilder, 1954-, por evitar decir el noventa por ciento de las telenovelas centroamericanas), o en cierta estetización celebratoria de la pobreza (casi siempre limando sus aristas más filosas, en un tono pintoresquista). Las clases pobres pueden aspirar a la supervivencia, o en el mejor de los casos, a la “dignidad”, pero el amor, a fin de cuentas, parece ser un lujo, un artefacto creado para el uso y entretenimiento de las clases medias o altas.
En un principio, Las acacias parece ser “otra” película del Nuevo Cine Argentino (cine que con el tiempo ha dado variadas muestras de agotamiento). Localizada en algún paraje del norte argentino, el estilo, plagado de silencios y puntos muertos, parece guardar similitudes notables con el entorno y retrato de algunos personajes de Lisandro Alonso. El protagonista es Rubén (Germán de Silva), un camionero de pocas pulgas que se dedica a transportar leña de acacias desde Paraguay a Buenos Aires. En cada mínimo movimiento registramos en Rubén pequeñas tosquedades, una vida sacrificada que se puede percibir desde la gigantesca cicatriz que atraviesa el costado de su torso, hasta la forma apresurada, casi puramente biológica con que come o bebe agua gasificada. Uno se detiene en su rostro, y la sombra de su barba, sus ojos tristes, sus arrugas diseminadas parecen ser restos minerales, los anillos de un árbol que determinan, no sólo sus años, sino las diferentes inclemencias que debió atravesar.
En un arreglo hecho con su jefe, Rubén queda en transportar a Jacinta (Hebe Duarte), mujer paraguaya que parece querer ingresar a su país vecino para probar suerte trabajando junto a su hermana (eludiendo el límite inmigratorio de los noventa días de estadía). Si a la parquedad de Rubén le agregamos la sorpresa de encontrarse con que la pasajera lleva consigo una bebé de cinco meses (con todas sus mañas y cuidados especiales que esto implica), ya podemos imaginarnos que el vínculo, desde el vamos, no será el más cálido.
A partir de ahí, el film prácticamente no sale de la cabina del camión, salvo en algunos momentos donde los personajes deciden detenerse en algún lugar a asearse o resolver temas personales. Todo lo que podemos saber de su vida pasada lo obtenemos de a pequeños retazos, en los que Pablo Giorgelli muy sabiamente no se detiene a brindar más información de lo percibido: una foto del hijo de Rubén con una bicicleta, un regalo a una hermana distante, una conversación telefónica de Jacinta en las que sólo registramos sus lágrimas (nada en limpio sobre lo que fue la charla en sí). En esa distancia que, a primera instancia parece insalvable, la hija de Jacinta parece ser el único puente, una especie de lenguaje intermedio, que permite comunicarse a los otros dos.
Donde al comienzo parece tomarse al rostro de los personajes como un terreno yermo e impenetrable en donde se inscriben sus difíciles aconteceres cotidianos, de a poco van creciendo, como pasto entre las baldosas, pequeños gestos, miradas que no se encuentran, pero en las que se comienza a tejer un vínculo distinto a la mayoría de representaciones de amor que abundan el cine.
Este amor a cuentagotas, en un contexto donde comúnmente parece estar reservado casi en exclusiva para el retrato de las dificultades de vida, es lo que hace a Las acacias una película distinta. Ya cerca del cierre, cuando Rubén sabe que es el final del viaje y no sabe cómo acercarse a su pasajera, vemos en él una auténtica angustia, una joya actoral interpretada por Germán da Silva, completamente impensada para el tipo de cine al que parece pertenecer Las acacias, que se vuelve semejable a aquel final deslumbrante de Con ánimo de amar (Wong Kar Wai, 2000). Curiosamente, uno podría ver a Las acacias como el reverso, el otro lado del espejo del cine del director de Hong Kong: áspero donde el otro es voluptuoso, mudo donde el otro es poético, estoico donde el otro es trágico.

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