Decilo,
Enzo!
El amor no es cosa de pobres. Al menos, el cine parece
encerrar ese discurso, teniendo en cuenta la escasísima cantidad de películas
en las que un vínculo amoroso auténtico entre gente de dicha clase social, por
fuera de vetas trágicas, se da como algo posible. A excepción de algunos films
donde el amor entre gente humilde se da en su propia legitimidad (como el caso
de algunos de las mejores obras de Mike Leigh), las únicas posibilidades en las
que el cine le da un respiro suelen ser planteadas en vínculos entre diferentes
clases (al mejor estilo de Sabrina
–Billy Wilder, 1954-, por evitar decir el noventa por ciento de las telenovelas
centroamericanas), o en cierta estetización celebratoria de la pobreza (casi
siempre limando sus aristas más filosas, en un tono pintoresquista). Las clases
pobres pueden aspirar a la supervivencia, o en el mejor de los casos, a la “dignidad”,
pero el amor, a fin de cuentas, parece ser un lujo, un artefacto creado para el
uso y entretenimiento de las clases medias o altas.
En un principio, Las acacias parece ser “otra” película del Nuevo Cine Argentino
(cine que con el tiempo ha dado variadas muestras de agotamiento). Localizada
en algún paraje del norte argentino, el estilo, plagado de silencios y puntos
muertos, parece guardar similitudes notables con el entorno y retrato de
algunos personajes de Lisandro Alonso. El protagonista es Rubén (Germán de
Silva), un camionero de pocas pulgas que se dedica a transportar leña de acacias
desde Paraguay a Buenos Aires. En cada mínimo movimiento registramos en Rubén
pequeñas tosquedades, una vida sacrificada que se puede percibir desde la
gigantesca cicatriz que atraviesa el costado de su torso, hasta la forma
apresurada, casi puramente biológica con que come o bebe agua gasificada. Uno
se detiene en su rostro, y la sombra de su barba, sus ojos tristes, sus arrugas
diseminadas parecen ser restos minerales, los anillos de un árbol que
determinan, no sólo sus años, sino las diferentes inclemencias que debió
atravesar.
En un arreglo hecho con su jefe, Rubén queda en
transportar a Jacinta (Hebe Duarte), mujer paraguaya que parece querer ingresar
a su país vecino para probar suerte trabajando junto a su hermana (eludiendo el
límite inmigratorio de los noventa días de estadía). Si a la parquedad de Rubén
le agregamos la sorpresa de encontrarse con que la pasajera lleva consigo una
bebé de cinco meses (con todas sus mañas y cuidados especiales que esto
implica), ya podemos imaginarnos que el vínculo, desde el vamos, no será el más
cálido.
A partir de ahí, el film prácticamente no sale de
la cabina del camión, salvo en algunos momentos donde los personajes deciden
detenerse en algún lugar a asearse o resolver temas personales. Todo lo que
podemos saber de su vida pasada lo obtenemos de a pequeños retazos, en los que Pablo
Giorgelli muy sabiamente no se detiene a brindar más información de lo
percibido: una foto del hijo de Rubén con una bicicleta, un regalo a una
hermana distante, una conversación telefónica de Jacinta en las que sólo registramos
sus lágrimas (nada en limpio sobre lo que fue la charla en sí). En esa
distancia que, a primera instancia parece insalvable, la hija de Jacinta parece
ser el único puente, una especie de lenguaje intermedio, que permite
comunicarse a los otros dos.
Donde al comienzo parece tomarse al rostro de los
personajes como un terreno yermo e impenetrable en donde se inscriben sus
difíciles aconteceres cotidianos, de a poco van creciendo, como pasto entre las
baldosas, pequeños gestos, miradas que no se encuentran, pero en las que se
comienza a tejer un vínculo distinto a la mayoría de representaciones de amor
que abundan el cine.
Este amor a cuentagotas, en un contexto donde
comúnmente parece estar reservado casi en exclusiva para el retrato de las
dificultades de vida, es lo que hace a Las
acacias una película distinta. Ya cerca del cierre, cuando Rubén sabe que
es el final del viaje y no sabe cómo acercarse a su pasajera, vemos en él una
auténtica angustia, una joya actoral interpretada por Germán da Silva,
completamente impensada para el tipo de cine al que parece pertenecer Las acacias, que se vuelve semejable a
aquel final deslumbrante de Con ánimo de
amar (Wong Kar Wai, 2000). Curiosamente, uno podría ver a Las acacias como el reverso, el otro
lado del espejo del cine del director de Hong Kong: áspero donde el otro es
voluptuoso, mudo donde el otro es poético, estoico donde el otro es trágico.
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