jueves, 14 de junio de 2012

La inundación (Guy Nattiv, 2011)


Libéranos de nuestros pecados
Yoni tiene trece años, pero parece ser el integrante más serio de su familia. A diferencia de él, que se entrena concienzudamente, tomando un suplemento vitamínico para fisiculturistas (sin muchos resultados, a juzgar por el tamaño y complexión del chico), al tiempo que junta dinero haciéndoles los deberes a estudiantes y matones del liceo, sus padres perdieron el norte hace tiempo. Su madre dirige una guardería, pero al mismo tiempo mantiene una relación a escondidas –utilizando las aulas como territorio de sus encuentros amorosos- con el padre de una de sus alumnas, mientras que su padre finge trabajar, habiéndosele suspendido en su ocupación de aviador posiblemente por razones vinculadas a su consumo de drogas. Agregado a esta disfuncionalidad familiar –el padre de Yoni duerme en un sillón y difícilmente intercambia una palabra con su esposa-, en medio de las preparaciones del Bar Mitzvah de Yoni llega la llamada de un hospicio en donde se cuida a Tomer, su hermano mayor (evidentemente autista) informándosele que el lugar está próximo a ser cerrado, por lo que la familia tendrá que volver a incluirlo bajo su techo.
A partir de ahí se abre el arco argumental en el que, pese a las reticencias iniciales de Yoni –que poco y nada conoce de su hermano- se comenzará a formar un vínculo que hablará, no sólo sobre ellos dos, sino de la familia como un todo.
La película se sostiene en base a dos metáforas básicas que se amalgaman en el Bar Mitzvah de Yoni: la llegada a la madurez (tanto en la ceremonia judía, como en las crecientes responsabilidades del niño y el descubrimiento del amor) y el mito del El arca de Noé (fragmento de la Torá que Yoni ensaya con su rabino una y otra vez, pero que además guarda una relación extra con parte de la trama y la inundación que da título al film).
El mito de Noé se da en un interesante juego de escalas (donde el destino de la humanidad queda circunscrito al círculo familiar) desde la llegada de Tomer a la casa. Lo vemos particularmente obsesionado con los animales, en especial los insectos, pero también los conejos y las gallinas. En esa fascinación autística, es casi como si estuviera recolectando animales a salvar del diluvio. En una escena en particular, el buen trabajo de cámara logra crear una travesía en un mar picado por parte de los dos hermanos sin siquiera moverse de una balsa guardada en un depósito de la casa. El tema de la balsa/arca se entremezcla con el del sacrificio y los pecados cometidos en el círculo familiar. La llegada de Tomer vuelve a agitar un avispero de reproches y secretos guardados en el pasado (guardados como él, en el hospicio lleno de goteras en donde lo encerraron) en el que todos parecen esconder un tipo especial de pecado (en especial los padres). La presencia de Tomer no sólo sirve como catalizador de estas fallas, sino como contrapunto radical de inocencia. La condición mental de Tomer retoma algunos puntos de tradiciones de distintos pueblos en donde el autista, más que un discapacitado, es visto como la encarnación radical de una inocencia original, primigenia. No es casualidad tampoco que sea él quien repita (en un pleno fenómeno de ecolalia) los pasajes que debe recitar Yoni en pleno Bar Mitzvah (en una escena que se parece prácticamente extirpada del cuento Zacarías y Jeremías, de Diego Muzzio – en el excelente libro Mockba, editorial Entropía, 2007).
La lluvia ha sido en un montón de films uno de los símbolos clásicos de los protagonistas limpiando sus pecados. Tomer, en ese cierre de puertas al mundo, es un eco que devuelve a la familia el camino a seguir, los obstáculos a esquivar, tal como hacen los murciélagos cuando vuelan en la oscuridad.

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