Libéranos
de nuestros pecados
Yoni tiene trece años, pero parece ser el integrante
más serio de su familia. A diferencia de él, que se entrena concienzudamente,
tomando un suplemento vitamínico para fisiculturistas (sin muchos resultados, a
juzgar por el tamaño y complexión del chico), al tiempo que junta dinero
haciéndoles los deberes a estudiantes y matones del liceo, sus padres perdieron
el norte hace tiempo. Su madre dirige una guardería, pero al mismo tiempo
mantiene una relación a escondidas –utilizando las aulas como territorio de sus
encuentros amorosos- con el padre de una de sus alumnas, mientras que su padre
finge trabajar, habiéndosele suspendido en su ocupación de aviador posiblemente
por razones vinculadas a su consumo de drogas. Agregado a esta disfuncionalidad
familiar –el padre de Yoni duerme en un sillón y difícilmente intercambia una
palabra con su esposa-, en medio de las preparaciones del Bar Mitzvah de Yoni
llega la llamada de un hospicio en donde se cuida a Tomer, su hermano mayor
(evidentemente autista) informándosele que el lugar está próximo a ser cerrado,
por lo que la familia tendrá que volver a incluirlo bajo su techo.
A partir de ahí se abre el arco argumental en el
que, pese a las reticencias iniciales de Yoni –que poco y nada conoce de su
hermano- se comenzará a formar un vínculo que hablará, no sólo sobre ellos dos,
sino de la familia como un todo.
La película se sostiene en base a dos metáforas
básicas que se amalgaman en el Bar Mitzvah de Yoni: la llegada a la madurez
(tanto en la ceremonia judía, como en las crecientes responsabilidades del niño
y el descubrimiento del amor) y el mito del El arca de Noé (fragmento de la
Torá que Yoni ensaya con su rabino una y otra vez, pero que además guarda una
relación extra con parte de la trama y la inundación que da título al film).
El mito de Noé se da en un interesante juego de
escalas (donde el destino de la humanidad queda circunscrito al círculo
familiar) desde la llegada de Tomer a la casa. Lo vemos particularmente
obsesionado con los animales, en especial los insectos, pero también los
conejos y las gallinas. En esa fascinación autística, es casi como si estuviera
recolectando animales a salvar del diluvio. En una escena en particular, el
buen trabajo de cámara logra crear una travesía en un mar picado por parte de
los dos hermanos sin siquiera moverse de una balsa guardada en un depósito de
la casa. El tema de la balsa/arca se entremezcla con el del sacrificio y los
pecados cometidos en el círculo familiar. La llegada de Tomer vuelve a agitar
un avispero de reproches y secretos guardados en el pasado (guardados como él,
en el hospicio lleno de goteras en donde lo encerraron) en el que todos parecen
esconder un tipo especial de pecado (en especial los padres). La presencia de
Tomer no sólo sirve como catalizador de estas fallas, sino como contrapunto
radical de inocencia. La condición mental de Tomer retoma algunos puntos de tradiciones
de distintos pueblos en donde el autista, más que un discapacitado, es visto
como la encarnación radical de una inocencia original, primigenia. No es
casualidad tampoco que sea él quien repita (en un pleno fenómeno de ecolalia)
los pasajes que debe recitar Yoni en pleno Bar Mitzvah (en una escena que se
parece prácticamente extirpada del cuento Zacarías y Jeremías, de Diego Muzzio
– en el excelente libro Mockba, editorial Entropía, 2007).
La lluvia ha sido en un montón de films uno de los
símbolos clásicos de los protagonistas limpiando sus pecados. Tomer, en ese
cierre de puertas al mundo, es un eco que devuelve a la familia el camino a
seguir, los obstáculos a esquivar, tal como hacen los murciélagos cuando vuelan
en la oscuridad.
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